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israel y arafat


[Robert Malley] La grave situación de Palestina hoy se deriva del fracaso de las conversaciones de paz y del abandono por parte de Estados Unidos de sus esfuerzos por llegar a acuerdos duraderos en la zona. Pero algunos autores culpan a Arafat. Y la acusación deja mucho en el tintero.
Pocos temas de la política exterior estadounidense han sido tan rigurosamente identificados con un solo hombre como el ‘proceso de paz árabe-israelí' con Dennis Ross. Primero durante los primeros cuatro años del gobierno de Bush y, todavía más, con los ocho años de presidencia de Clinton, Ross fue prácticamente ese proceso, permitiéndosele trabajar independientemente de instituciones burocráticas y formulando personalmente una estrategia norteamericana para las negociaciones en Oriente Medio, y llevándola a cabo. Ross asistió a toda reunión de alguna importancia; tiene una memoria prodigiosa y sus apuntes son legendarios. Y todo esto hace que su libro sea importante, que sus informes de los hechos sean difíciles refutar, y que sus conclusiones, dignas de estudio.
No es fácil clasificar a Ross. Un demócrata de toda la vida que trabajó para las campañas de Robert Kennedy y George McGovern, se unió más tarde a Reagan y a los primeros gobiernos de Bush. Trasladado, junto al ministro James Baker, desde el ministerio de Asuntos Exteriores a la Casa Blanca para tratar de rescatar las entonces reducidas posibilidades de ser re-elegido (incidentalmente, Ross propuso a Bush sacar a Dan Quayle de la candidatura a la vice-presidencia y remplazarlo por Colin Powell), fue sin embargo retenido por el gobierno de Clinton y nombrado coordinador extraordinario para el Oriente Medio.
Fue atacado por muchos árabes de estar cegado por su fe judía y, por algunos judíos, de desdeñarla. Arafat, en sus momentos de mayor indignación, lo responsabilizó por el fracaso del proceso de paz, aunque en otras ocasiones le rogó que interviniera; el presidente Hafez al-Assad de Siria le pidió a Clinton que lo retirara de su equipo (Clinton se negó a ello, firme pero cortésmente); el primer ministro israelí Barak comenzó su investidura diciéndole a Clinton que no tenía paciencia para los "burócratas" (una descripción poco apta, pero era claro a quién tenía en mente), pero terminó asediando a Ross con llamadas telefónicas. Ross alternaba entre guardarse sus ideas para sí mismo y trabajar en un equipo -y como miembro del equipo durante tres años, puedo asegurar que nunca esquivó un buen argumento y a menudo lo hizo propio. Después de todo, en una profesión que tiende a recompensar las auto-promociones agresivas, sobrevivió con la elegancia de sus maneras y un dominio superior de los hechos, hasta el punto de que es uno de los muy pocos personeros que podría terminar trabajando con Kerry, o con Bush.
‘The Missing Peace' son varios libros en uno. Es la historia del proceso de paz palestino-israelí, del intento en 1999 y 2000 de llegar a una solución definitiva, de los esfuerzos del gobierno de Clinton de lograr un acuerdo entre Israel y Siria, y de la participación de Ross en todo esto. Es un informe honesto, con todo lo que implica la palabra: el proceso de paz, tal como él lo veía, lo que se dijo -tanto así que, incluso escribiendo desde la distancia, nos muestra poco. Pero lo más esperado y controversial es el análisis de Ross de por qué fracasó el acuerdo de Oslo, por qué fracasó Camp David, y quizás lo más esperado de todo, qué salió mal con Yasser Arafat.

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Los Acuerdos de Oslo de 1993 trazaron un proceso de solución gradual del conflicto palestino-israelí. La Organización para la Liberación de Palestina OLP renunció a la violencia y se comprometió a combatir el terrorismo; Israel, como primer paso, se retiraría de la mayor parte de los territorios ocupados de la Franja de Gaza, excepto los asentamientos judíos, y de la ciudad de Jericó en Cisjordania. Posteriormente, las tropas serían re-desplegadas y una Autoridad Palestina AP por establecer tomaría el control de esas áreas.
Según estipulaba el Acuerdo de Oslo II, el acuerdo provisional firmado en septiembre de 1995, Israel re-desplegaría sus tropas en Cisjordania en varias fases hacia "áreas militares específicas", permitiendo que los palestinos administraran (en grados variables) territorio adicional. En la víspera de las conversaciones sobre un acuerdo final del conflicto, que debía comenzar después de dos años y ser completado el 4 de mayo de 1999, la jurisdicción de la AP se extendería a toda la Franja de Gaza y Cisjordania, exceptuando algunos lugares -Jerusalén Este, los asentamientos israelíes y algunas zonas de seguridad- que serían negociados en esas conversaciones. Detallado como es en lo que se refiere a esas medidas provisionales, Oslo sin embargo no decía nada sobre el resultado final, ni sobre la disposición última del territorio, el destino de los asentamientos judíos, la solución para Jerusalén o los refugiados palestinos, o si los palestinos tendrían un estado. Estos temas, se esperaba, serían tratados mejor después de que los dos lados tuvieran más confianza mutua.
Las cosas no salieron como se esperaba. Se estableció la AP; las tropas israelíes comenzaron a re-desplegarse (aunque con algún retraso); los palestinos obtuvieron jurisdicción sobre un 90 por ciento de su gente en la Franja de Gaza y Cisjordania; y las dos partes cooperaron regularmente en cuestiones de seguridad. Pero los plazos fueron repetidamente ignorados. Israel sufrió mortíferos atentados terroristas. La hostilidad hacia Israel, expresada en la prensa, radio y televisión, y en las mezquitas palestinas, continuó sin freno alguno. Los asentamientos de la Franja de Gaza crecieron velozmente e Israel continuó expropiando tierra palestina. A través de medidas económicas, políticas y militares, Israel mantuvo un firme control de la vida de los palestinos. Hacia la fecha en que las negociaciones sobre un acuerdo final deberían haber terminado, ni siquiera habían comenzado. Cuando Barak y Arafat se reunieron para iniciarlas en 2000, Israel todavía tenía que terminar sus re-despliegues programados y todavía ocupaba un 30 por ciento de la Franja de Gaza y algo menos del 60 por ciento de Cisjordania. Los grupos armados palestinos seguían activos. La desconfianza mutua era enorme y en septiembre de 2000, poco después del colapso de la cumbre de Camp David entre Clinton, Barak y Arafat, la violencia estalló a todo dar.

¿Por qué fracasó el proceso delineado en Oslo? Uno puede argumentar que fracasó a causa de una serie de incidentes catastróficos. A pesar de los plazos y compromisos incumplidos, el primer ministro Rabin y Arafat, los líderes israelí y palestino cuando los acuerdos de Oslo fueron firmados, habían logrado establecer una relación de trabajo, que terminó en noviembre de 1995 cuando Rabin fue asesinado por un extremista israelí. Su sucesor, Shimon Peres, comprometido sin embargo con los acuerdos de Oslo, desvió su atención a Siria, creyendo que la posibilidad de un acuerdo estaba a la mano y que un progreso rápido con los palestinos le alejaría de sus electores.
En febrero y marzo de 1996, cuatro atentados con bomba kamikaze de Hamas estropearon las perspectivas electorales de Peres. Cuando los israelíes fueron a las urnas, lo que estaba en sus mentes no era el asesinato de Rabin, sino el de 62 israelíes. En mayo de 1996 le dieron una estrecha victoria a Benjamín Netanyahu. Un fiero opositor de los acuerdos de Oslo (decía que era lo mismo que aceptar el objetivo de la PLO de destruir el estado judío), era ahora el primer ministro encargado de ponerlos en práctica. Aunque firmó a regañadientes unos acuerdos provisionales más sobre los re-despliegues israelíes y las medidas de seguridad palestinas, entre 1996 y 1999, en palabras de Ross, se dedicó consistentemente a tomar "medidas que tranquilizarían a su electorado de extrema derecha... y enardecerían a la opinión pública palestina".
En la visión de Ross, las contingencias históricas juegan un papel importante, aunque no son las únicas ni incluso las más importantes. Para él, la tragedia era inevitable; la pregunta más importante es por qué era el proceso tan vulnerable como para sucumbir ante ella. En esencia, sus explicaciones se reducen a una: el empeño de ambas partes en exhibir una conducta destructiva. Los acuerdos de Oslo asumían que los pasos iniciados durante el período provisional ayudarían a los dos lados a vivir juntos y a resolver los problemas más difíciles entre ellos. Pero en lugar de eso, los palestinos continuaron incitando a la violencia, liberaron a sospechosos de terrorismo de las cárceles y no desarmaron a las organizaciones militantes. Israel demoró sus retiradas territoriales, extendió los asentamientos, confiscó tierras, destruyó casas e impuso restricciones a la libertad de movimiento de los palestinos. Sometidos a una constante humillación y opresión, los palestinos vieron endurecerse la ocupación. Enfrentados a mortíferos atentados, los israelíes vieron la continuación de la violencia.
Ross atribuye el fracaso a la incapacidad de las partes de "transformarse" a sí mismas, y a incapacidad para resistir ante las presiones de la política interna de sus países. Careciendo de legitimidad democrática, argumenta, la autoridad palestina bajo Arafat se mostró renuente a enfrentarse a los militantes de Hamas o de la Yihad Islámica y, al contrario, aplacándolos con una retórica anti-israelí. En su propio ambiente político fragmentado y competitivo, los líderes de Israel pensaron que debían satisfacer las exigencias de sus electorados de extrema derecha o de sus aliados en el gobierno. Cada vez que había un atentado, Netanyahu suspendía las negociaciones o paralizaba la implementación de los acuerdos. No sólo Netanyahu, sino también Peres, y Barak continuaron construyendo asentamientos para reforzar sus bases políticas y quitar peso a la oposición de los grupos de colonos y los partidos extremistas. Ambos lados abandonaron sus compromisos, usando los incumplimientos del otro como un pretexto de los suyos propios. Ross comenta: "Cada nuevo acuerdo provisional producía más cinismo que confianza en el proceso".

La explicación que da Ross del fracaso de Oslo ha sido ya ampliamente aceptada, aunque algunos de sus críticos mencionan varias otras razones. Ross y el gobierno de Clinton trataron de conservar el patrocinio exclusivo del proceso de paz, rechazando la participación potencialmente útil de Europa y especialmente de los árabes. El fracaso en ceder a los estados árabe un papel genuino en el proceso les liberó de toda responsabilidad sobre su resultado. Muy criticado, también, es lo que Aaron Miller -el adjunto de Ross durante todo este período- describe como la tendencia de Estados Unidos a renunciar a su libertad de juicio y, en su lugar, adoptar las preferencias israelíes. Otros más culpan la práctica estadounidense de discutir las propuestas con Israel antes de presentarlas a los palestinos. Como escribe Ross:

"Convencerlos [a los palestinos] se transformó en parte de nuestro modus operandi -empezando con el método que caracterizaría nuestra posición durante los años de Bush y de Clinton. Tomábamos las ideas israelíes o las ideas que los israelíes podían aceptar y tratábamos de mejorarlas -tratando de realzar su atractivo ante los árabes, al mismo tiempo que tratábamos de disminuir las expectativas de los árabes".

Pero la crítica más común fue que Ross enfatizaba el proceso sobre su contenido, continuando las conversaciones por su propio interés. A menudo trataría de salvar las diferencias recurriendo una ambigüedad constructiva, disimulando las profundas diferencias con formulaciones habilidosas, permitiendo que israelíes y palestinos creyeran que habían conseguido lo que querían, incluso cuando lo que querían era insuperables. Ross reconoce esta limitación. Define su papel durante los años de Netanyahu como el de "forzar reuniones con resultados mínimos para preservar la calma y continuar el diálogo político". Más generalmente, opina que "todo proceso de negociación contiene dentro de sí las semillas de su propia justificación. A menudo el proceso se transforma en algo que se sustenta por sus propios medios y, en esencia, en un fin en sí mismo".
En lo que se refiere a qué debe hacerse, Ross dice que la respuesta es no permitir que se conforme una realidad en torno a la mesa de negociaciones y otra, diferente -mucho más hostil-, en el terreno. En esto, escribe, Estados Unidos no estuvo a la altura de sus responsabilidades, fallando en responsabilizar tanto a israelíes como palestinos; para mantener la paz, se ignoraron acciones que socavaban la paz. "Demasiado a menudo esquivamos la tarea de poner la responsabilidad en un lado u otro porque temíamos que se interrumpiera un proceso que prometía mucho". En el futuro, insiste, Estados Unidos debería insistir en que ambos lados acepten un código de conducta y debería dejar en claro que su participación dependerá de "preparar a la opinión pública para los compromisos, donde cada lado debe cumplir los compromisos y comportarse de un modo que coincida con los objetivos del proceso de negociación".

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El análisis de Ross plantea una cuestión fundamental: ¿Se aviene la solución que propone con el crítico análisis que presenta?
Si se acepta la explicación de Ross de que las presiones políticas domésticas alejaron a las dos partes del espíritu de Oslo -y no veo razones para poner esta explicación en discusión-, es difícil ver qué habría podido hacerles volver. La "transformación" es un objetivo noble, aunque se alcanza rara vez con nada más que buenas intenciones; requería un nuevo balance político de las fuerzas de ambos lados, lo que nunca ocurrió. Los líderes israelíes y palestinos no esquivaron sus responsabilidades porque fracasaran en entender su situación interna, sino porque la entendieron demasiado bien. Ross dice que Estados Unidos debió haberlos presionado más fuertemente. Pero ni un aumento de la presión ni la condena pública de ambos lados habría alterado significativamente sus cálculos políticos. La presión real de Estados Unidos, con la amenaza de sanciones concretas, podría haber surtido algún efecto, pero mientras que se pueden imaginar sanciones estadounidenses contra los palestinos, es inconcebible que se hubiesen impuesto sobre Israel. Ross muestra lo difícil que era presionar públicamente a Israel a causa de "problemas políticos potenciales aquí" y no hay razón para creer que esos problemas disminuyan en el futuro.
Además, la suspensión del proceso -no la imposición de sanciones- es lo más lejos que Ross dice que está dispuesto a llegar, lo que conduce directamente a otro callejón sin salida. Como lo reconoce y ha practicado repetidas veces, Estados Unidos, durante el gobierno de Clinton, no quería retirarse del proceso de paz por temor a que este se derrumbara; y aunque hubiese estado alguna vez inclinado a hacerlo, Ross habría aconsejado no hacerlo. En realidad, dirige algunas de sus críticas más severas contra la actual desconexión del conflicto del gobierno de Bush, llevándole a concluir, a la luz de la continuación de la violencia, que "los costes de no tener un proceso de paz no han estado nunca tan claros". Ross cree que salirse del proceso es el único modo que tiene Estados Unidos para hacer que las partes recalcitrantes cumplan sus compromisos, o que es el modo más seguro hacia todavía más destrucción: no puede ser las dos cosas.
Todo lo que escribe Ross con respecto a la política israelí, palestina, e incluso estadounidense, apunta a una falla fundamental de Oslo, que deja sin analizar: desde el principio se cometió el error de no tratar los problemas claves y definir la forma de una paz permanente.1 Esto tuvo varias consecuencias negativas. Lejos de estimular la "transformación" que Ross anhela, Oslo ayudó a eludirla. Debido a que las partes no fueron obligadas a aceptar un resultado con concesiones, aceptaron los acuerdos provisionales sin renunciar a sus posiciones maximalistas y claramente incompatibles. El acuerdo fue ofrecido por los líderes israelíes a su opinión pública como un medio de reforzar la seguridad a menores costes y por los líderes palestinos como un medio de recuperar tierras haciendo concesiones menores. Debido a que el destino último sigue sin ser definido, cada parte trató de aumentar su influencia. Israel, escéptico de que los palestinos aceptaran un estado judío, se mostró renuente a devolver territorios. Los palestinos, con dudas sobre la sinceridad israelí de retirarse de todos los territorios ocupados, eran reluctantes a renunciar al uso de la violencia, que consideraban su único medio de presión. Incapaz de justificar las concesiones a la vista de una recompensa final, ninguno de ellos tuvo la voluntad política de enfrentarse a sus rivales -colonos, fundamentalistas, entre otros- que podían llamar la atención sobre los costes obvios de los compromisos al mismo tiempo que se minimizaban sus elusivos beneficios.2

La conclusión a la que conduce el análisis de Ross es que el proceso debió ser puesto de cabeza: Estados Unidos debió definir el final desde el principio y exigir que las partes se pusieran de acuerdo sobre la manera de alcanzarlos. Mientras Ross no menciona directamente esta posibilidad, uno presiente que no le gusta. Refiriéndose implícitamente a la opinión de que Estados Unidos debió proponer una plan de paz más abarcador, escribe:

"El papel más importante de Estados Unidos no es poner sobre la mesa lo que pensamos que sea lo mejor... A fin de cuentas, Estados Unidos hará su más grande contribución a la paz oponiéndose a los intentos de imponer soluciones".

Es una conclusión asombrosa cuando consideramos que las propuestas de Clinton para un acuerdo final (en las que Ross jugó un papel importante), presentadas tardíamente a israelíes y palestinos en diciembre de 2000, tendrán probablemente un impacto más duradero que cualquier otra iniciativa estadounidense, y que la decisión en marzo de 2000 de presentar en Ginebra las propuestas de Barak al presidente sirio Assad, en lugar de presentarle un plan propio de Estados Unidos (una movida que Ross describe como "sabia") probablemente condenó al fracaso toda perspectiva de un acuerdo entre Israel y Siria en ese momento.3
Pero también es una conclusión altamente cuestionable, ya que definir los contornos de un acuerdo final y promoverlo en colaboración con interlocutores árabes clave habría ayudado a movilizar en su apoyo al electorado moderado de los dos lados y habría hecho mucho más para transformar a las dos partes que cualquiera de las sugerencias de Ross. Al desdeñar este enfoque, Ross combina dos ideas: presentar la mejor idea, e imponerla. Como él, yo rechazaría, por una cuestión de principios y por pragmatismo, un acuerdo impuesto; a diferencia de él, creo que si Estados Unidos hubiese propuesto una idea clara con un resultado deseable, basándose en la historia de las negociaciones y respetando los intereses vitales de las partes, las posibilidades de paz habrían aumentado significativamente.

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Hay una contradicción fundamental en la exposición de Ross, y eso nos lleva a un tema que está claro le preocupó. Ross dedica incontables páginas a las complejidades de las negociaciones palestino-israelíes, explicando por qué fracasaron. Sin embargo, también introduce otra teoría -es difícil determinar si es alternativa o complementaria- que se reduce a una sola palabra: Arafat.
Arafat es la ‘paz fracasada' del título. El libro empieza con el líder palestino, y termina con él. Ross reprueba prácticamente todo, excepto una cosa, al gobierno de George W. Bush: que "el presidente Bush y aquellos en su entorno tenían razón en creer que a Arafat le hemos tolerado demasiado". Oslo fracasó, argumenta, porque ni los israelíes ni los palestinos llevaron a cabo la transformación necesaria. Sin embargo, agrega, Rabin dio un paso psicológico revolucionario cuando reconoció a la PLO en 1993, mientras que Arafat reconoció a Israel "no porque lo decidiera, sino porque no tenía opciones" -como si consideraciones prácticas y eminentemente pragmáticas (tales como la primera intifada palestina y los costes de la ocupación) fuesen desconocidas para Rabin. "Ciertamente", agrega, "yo no estaría ahora escribiendo sobre el fracaso de Oslo si no hubiese sido por Yasser Arafat.
La obsesión de Ross con el líder palestino es un ejemplo del enfoque demasiado personalizado que ha caracterizado el proceso de paz, pero sus opiniones no deben ser tomadas a la ligera. Después de todo, ningún funcionario estadounidense de alto nivel ha tratado ni se ha reunido tan frecuentemente con Arafat como Ross y, salvo un vuelco verdaderamente revolucionario en la diplomacia estadounidense, ninguno lo hará. La acusación de Ross contra Arafat es directa. Arafat se negó a quitar legitimidad a la violencia, a preparar a su gente para la paz o para alcanzar un acuerdo, sea en julio de 2000 en Camp David o en diciembre de 2000, cuando Clinton presentó sus "parámetros". Este historial demuestra que él "nunca pasó por ninguna transformación", "no pudo renunciar a los mitos palestinos", "no podía hacer compromisos ni hacer concesiones para poner fin al conflicto", y, en un comentario que chocará a muchos por su toque irónico, "podía soportar el proceso, pero no sus conclusiones". Su veredicto: Yasser Arafat ha "demostrado conclusivamente que no podía poner fin al conflicto".

¿Era posible un acuerdo con Arafat? Por supuesto, Ross tiene razón -en un sentido estrictamente tautológico- en que si Arafat hubiera aceptado el acuerdo, el acuerdo se habría producido. Pero concluir sobre esa base (que es resultado, sospecho, tanto de frustración como de lógica) que Arafat es incapaz de poner fin al conflicto y que esta incapacidad explica por sí sola el colapso de Camp David es ir demasiado lejos. En un artículo anterior en estas mismas páginas, Hussein Agha y yo describimos los desaciertos y errores de juicio de palestinos, israelíes y estadounidenses y en particular los factores detrás de la conducta elusiva de los palestinos en Camp David.4
Los palestinos creían que la cumbre era prematura, una estratagema estadounidense-israelí para obligarles a aceptar apresuradamente un acuerdo imperfecto. Su delegación estaba profundamente dividida, la oposición popular en casa era intensa, y los países árabes -mantenidos a distancia de Camp David- no estaban ni alentando ni presionando a Arafat. Además, Arafat sentía antipatía por Barat, el que desde el principio, estaba convencido el líder palestino, había tratado de esquivar los compromisos, tratado de imponer su propio programa y tácticas, y en general, intentado humillar, manipular y engañar a los palestinos. En el libro, Ross argumenta convincentemente que Arafat hizo todo lo posible para aplazar las decisiones antes que tomarlas, y que se necesita una combinación correcta de presiones e incentivos para obligarlo a decidir. Desde esa perspectiva, las circunstancias en Camp David estaban, por decir lo menos, lejos de ser ideales.
Aunque la explicación convencional (que los palestinos rechazaron una generosa propuesta israelí, rechazaron el derecho a existir del estado judío y que luego se volcaron a la violencia) sigue predominando, lo que se dio en llamar la explicación ‘revisionista' de Camp David se hace oír cada vez más. ‘Shattered Dreams', de Charles Enderlin, un periodista francés que entrevistó a los participantes de todos los bandos, apoya convincentemente la opinión de que la responsabilidad del fracaso fue ampliamente compartida.5 Los miembros del equipo de Barak y dos testigos estadounidenses, Aaron Miller y Martin Indyk (embajador estadounidense en Israel en ese momento) han propuesto análisis más moderados en los que el colapso de las conversaciones es explicado por numerosos factores, aparte de la incapacidad de Arafat de terminar el conflicto: el desdén por los palestinos y el énfasis en la vía siria en los primeros meses del mandato de Barak; la desconfianza mutua entre Barak y Arafat; la falta de sensibilidad de Estados Unidos ante la dinámica interna palestina; y fallas en el acuerdo propuesto.
Ross menciona muchos de estos factores en su meticuloso informe y, en un libro que gira en realidad sobre el arte de las negociaciones, uno esperaría que tuvieran alguna importancia. Pero se transforman prácticamente en atracciones secundarias en su denuncia de Arafat. "Las negociaciones no ocurren en el vacío", observa, antes de proseguir para crear uno en torno al líder palestino.

Nada de esto nos dice necesariamente si en circunstancias diferentes Arafat habría actuado de manera diferente. Pero yo creo que gran parte del debate sobre si habría llegado a un acuerdo final está fuera de lugar y es, por sus más amplias implicaciones, pernicioso. La búsqueda de la esencia subyacente -y estática- de un líder es curiosa, y no concuerda con gran parte de la historia contemporánea de Oriente Medio. Como observa Yossi Beilin, un antiguo ministro israelí, en su reciente libro ‘The Path to Geneva', los líderes no andan "descubiertos", evolucionan, aceptando un día lo que rechazaron otro, y tomando decisiones (a menudo trágicamente equivocadas) sobre la base de criterios fluctuantes. "¿Qué Sadat habríamos presentado?", se pregunta.

"¿Sadat, el que provocó la Guerra de Yom Kippur? ¿O el Sadat... que nos visitó en noviembre de 1977, transformándose de inmediato en el hombre más popular de Israel? ¿Qué Barak habríamos considerado? ¿El Barak que luchaba contra la aceptación de un estado palestino, o el Barak que lo daba por sentado tres años más tarde? ¿El Barak que declaró en el Día de Jerusalén que la ciudad no se dividiría nunca, o el Barak de Camp David, dos meses más tarde?6

El análisis unidimensional que hace Ross de Arafat en tanto más peculiar en un libro que se caracteriza, la mayor parte de las veces, por su moderación. Su pluma es a menudo aguda, pero casi invariablemente comprensiva. Entre 1996 y 1999, Netanyahu puso obstáculos en el camino de la paz y no aceptaba ni Camp David ni las ideas de Clinton. Sin embargo, al final, Ross ofrece de él una visión ponderada, como alguien incapaz de reconciliar su ambición de ser un conciliador histórico con las realidades de su familia política, que no creía que una paz con los palestinos fuera posible". Al tratar las negociaciones sirio-israelíes de 1999 en Shepherdstown, Ross explica -como había hecho Clinton antes de él- que un acuerdo estaba a la mano, pero que Barak, al principio ansioso de cerrar un acuerdo histórico, cambió repentina y radicalmente "cuando la oposición interna al acuerdo con Siria empezó a subir". Ross recuerda la brutal e inquietante reflexión de un prominente miembro del equipo israelí, dos años más tarde: "El Oriente Medio cambió ese día en Shepherdstown cuando... Barak recibió los resultados de una encuesta que hacía del acuerdo con Siria algo más problemático de lo que él había pensado".7 Sin embargo, Ross simplemente observa que Barak actuó como lo hizo "por razones que él entendía".
Incluso Assad, difícilmente un personaje favorito de Ross, y que, a diferencia de Arafat, se negó sistemáticamente a reunirse con los israelíes, recibe un trato más amable que el líder palestino. Después de la reunión de Shepherdstown, en un intento final de lograr una paz sirio-israelí, Clinton pidió reunirse con Assad en Ginebra en marzo de 2000. Esta vez, dice Ross, el líder sirio llegó decidido a rechazar el acuerdo -cualquier acuerdo. Sin embargo, justifica la conducta de Assad diciendo: "Tenía algo más importante que tratar. Estaba preocupado de la sucesión". En ninguno de los casos trata Ross de analizar la postura del líder poniendo al descubierto sus intenciones invariables. El momento, las presiones internas, los cálculos variantes, y los errores de cálculo, la dinámica personal, los intangibles de una negociación -Ross los toma en cuenta en el análisis de todos ellos, pero no a la hora de entender a Arafat.

A decir verdad, Ross destaca un factor que cree que pone a Arafat aparte: en su opinión, la propuesta de Clinton de diciembre de 2000 fue la última oportunidad de Arafat. De acuerdo a los ‘parámetros', Israel se retiraría de la Franja de Gaza y de un 94 a 96 por ciento de Cisjordania. Israel anexaría el restante 4 a 6 por ciento, lo que permitiría retener los asentamientos claves y casi al 80 por ciento de los colonos. Como compensación, los palestinos recibirían territorio en Israel mismo, equivalentes al 1 a 3 por ciento de Cisjordania, para que se creara un estado igual en tamaño a aproximadamente al 97 por ciento de Cisjordania. En Jerusalén Este los barrios judíos y árabes estarían bajo soberanía israelí y palestina respectivamente. Los refugiados palestinos tendrían varias opciones, pero la admisión en Israel estaría sujeta a su decisión.
Desde un punto de vista palestino, esta propuesta era mejor en todo sentido a la que fue presentada en Camp David, aunque no respondía a sus aspiraciones en al menos dos respectos: querían el reconocimiento en principio del derecho de los refugiados a volver a sus tierras, aunque estaban dispuestos a aceptar limitaciones en la cantidad de refugiados admitidos, e insistieron en un canje territorial de uno-por-uno, para asegurarse de que sufrirían ninguna pérdida neta de tierras. (Ross se opuso a esta exigencia, y observa:

"Yo quería determinar lo que necesitaba cada lado, no lo que querían y ni a lo que ellos creían tener derecho... Yo estaba decididamente a favor de una anexión de 6 a 7 por ciento, y no estaba dispuesto a aceptar un porcentaje menor. No estaba preparado para introducir la idea de un canje equivalente".

Pero nunca explica cómo determinó las necesidades de cada lado, por qué debían los palestinos aceptar este intercambio desigual ni sobre qué bases se les debía negar una restitución territorial del cien por ciento, que tanto Egipto como Jordania habían recibido y que fue ofrecido a Siria).
Cuando Clinton presentó la propuesta, le quedaban sólo unas semanas de mandato; a Barak, apenas algunas más.

"Esto ya no era asunto de tácticas o de negociaciones... Arafat tenía el mejor acuerdo que alcanzaría nunca. No podía conseguir más; había alcanzado el máximo".

En ese momento, eso estaba claro para los líderes estadounidenses e israelíes. Y en retrospectiva, ahora está dolorosamente claro para muchos más, incluyendo a los palestinos. ¿Pero era claro para Arafat entonces? Lo que él veía por un lado era la intifada, una bullente indignación palestina con Israel que parecía tan fácil de explotar como difícil de apaciguar, y la ausencia de una fuerte presión árabe o palestina para que aceptara los parámetros. Por otro lado, consideraba precipitado fijar una fecha del acuerdo con un presidente de Estados Unidos saliente y un igualmente saliente -y despreciado- primer ministro israelí, y precipitado aceptar un acuerdo interesante pero imperfecto. Para un hombre que no ha sido nunca un pensador estratégico ni de largo plazo, sino que ha buscado siempre de llevar al máximo los beneficios a corto plazo y que, como observa Ross, se mueve sólo cuando las otras opciones están cerradas -la situación, a pesar de los aires del acuerdo, probablemente no parecía ser la última posibilidad. A sus ojos, el problema palestino no estaba a punto de desaparecer y sus términos básicos seguirían sin cambiar; incluso un nuevo presidente de Estados Unidos y un nuevo primer ministro israelí tendrían que tratarlos.
El status quo presentaba algunas ventajas políticas (podía montarse en la ola de la lucha armada palestina y en la represión, obteniendo así estatura interna e internacional), al mismo tiempo que aceptar el acuerdo presentaba riesgos potenciales. Esperar otro día más parecía una apuesta más segura. En esto, Arafat no estaba solo. A pesar de lo que dice Ross -que los otros negociadores palestinos habrían aceptado el acuerdo-, hay amplia evidencia de que los más influyentes de entre ellos eran pasivos o estaban actuando activamente en contra. Al sopesar su posición en ese momento contra los beneficios inciertos de un acuerdo putativo, siguió sus instintos políticos -para mayor desgracia, erróneamente.
Además, como ilustra la explicación de Ross, el líder palestino tenía razones para dudar de que la propuesta de Clinton fuera la mejor que podía esperar. En Camp David, recuerda Ross, Clinton le dijo primero a Arafat que para dar cabida a los asentamientos israelíes y los intereses de su seguridad, no podía ofrecer nada mejor a los palestinos que una soberanía del 90 por ciento de Cisjordania, más un canje simbólico de tierra, y la soberanía palestina sobre "varios distritos exteriores de Jerusalén Este". Subsecuentemente, Clinton revisó su propuesta en Camp David; los palestinos recibirían un 91 por ciento de Cisjordania y serían compensados con un canje de territorio israelí equivalente al uno por ciento de Cisjordania, así como la soberanía palestina sobre varios distritos árabes en Jerusalén Este. Pero Clinton dijo que estaba estirando la propuesta lo más lejos que Israel podía ir. (Después de oír esto, el entonces director de la central de inteligencia, George Tenet, "preguntó incrédulamente: ‘¿Por qué no aceptó Arafat esto?'"). Varias semanas después de Camp David, Ross aconsejó a Arafat que Barak "necesitará un 7 a 8 por ciento de anexión... con un 2 por ciento de canje". Algo más tarde, le dijo, confiado, a un negociador palestino, basándose en lo que había oído de los israelíes:

"Sabe que nunca le he engañado... Estoy seguro de que los israelíes no aceptarán menos de un 7 por ciento de anexión... con un 2 por ciento de canje, pero eso es todo lo que podrá conseguir".

Esa misma tarde, los israelíes contaron a los palestinos que ellos aceptarían un 5 por ciento de anexión. (Ross dice que se enfureció al oír esto, aunque curiosamente dirigió su indignación contra los israelíes por pasar el plan a Estados Unidos, antes que contra Estados Unidos y él mismo por transmitirlo mecánicamente). Como se ha dicho, los parámetros de Clinton de diciembre de 2000 -la ‘culminación' de las negociaciones- incluían un 4 a 6 por ciento de anexión de Cisjordania, un 1 a 3 por ciento de canje y la soberanía palestina de todo el Jerusalén Este árabe. A lo largo de este período, Estados Unidos nunca mostró a los palestinos un mapa (en un momento en su libro, Ross confiesa que "no conocíamos el terreno ni cómo cada porcentaje de territorio afectaría a asentamientos o carreteras específicas"), no especificó qué áreas anexaría Israel, ni qué áreas recibiría Palestina como compensación. Con esas propuestas tan efímeros, y con posiciones que se fundaban menos en la lógica que en las evaluaciones fluctuantes de lo lejos que podía llegar Israel, no es una sorpresa que Arafat viera en cada ultimátum, como lo dijo alguna vez Ambrose Bierce, una última exigencia antes de la siguiente concesión. Aparentemente, no previó que la aceptación por Israel de las condiciones de Clinton y su rechazo de ellas serían usado una y otra vez como prueba absoluta no de que no quería llegar a ese acuerdo, sino de que no quería ningún acuerdo en absoluto.

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Al mismo tiempo, el libro de Ross aparece al mismo tiempo que un debate en Israel sobre los usos y mal usos de los datos del servicio secreto sobre Arafat y cómo afectaron decisiones críticas en la política exterior -un debate que no deja de parecerse a las discusiones en Estados Unidos sobre el fiasco de los servicios secretos en Iraq. De acuerdo a Amos Malka, director del servicio de Inteligencia Militar de Israel de 1998 a 2001, la idea de que Arafat rechazó las propuestas de paz de 2000 y luego lanzó la intifada porque rechazaba una solución negociada de dos estados y soñaba con una Gran Palestina es incorrecta y se basa en una distorsión deliberada, con propósitos políticos, de las informaciones del servicio secreto.
Las conclusiones a las que llegaron los agentes secretos israelíes en 2000 y 2001 no eran de ningún modo benévolas del líder palestino. En violación de los compromisos aceptados en Oslo, nunca renunció a la posibilidad de usar la violencia; una vez que estalló la intifada, prefirió dirigirla antes que tratar de ponerle fin. Pero Malka y otros concluyeron consistentemente que Arafat seguía creyendo en una solución diplomática, la que consideraba como la única opción realista, la opción que había estado buscando durante años; que veía la violencia como un medio de alcanzar un objetivo político -no el fin de Israel; y que estaba dispuesto a llegar a un acuerdo final sobre los dos estados en términos que fueran mejores, aunque no radicalmente diferentes, a los ofrecidos al final del gobierno de Clinton.8 Ross, curiosamente, en ningún momento ofrece una teoría alternativa de lo que, aparte de un acuerdo negociado sobre los dos estados, pueden haber sido los objetivos últimos de Arafat después Oslo.
Ahora, las consecuencias de esa visión de que los palestinos rechazaron las propuestas de Camp David y Clinton porque rechazan la existencia de un estado judío, se han hecho patentemente claras. Junto con la intifada, contribuyó a destruir el movimiento israelí por la paz, ha quitado legitimidad a las negociaciones y ha limitado severamente la gama de opciones en política exterior que Estados Unidos e Israel han estado dispuestos a considerar.
A la vista de lo que ha ocurrido en Oriente Medio desde que Ross dejara su cargo, hay una cualidad abstracta, casi surrealista, de los debates sobre lo que pudo haber hecho. Al abandonar a los israelíes y palestinos a sí mismos, el gobierno de Bush ha borrado prácticamente todo lo que Ross ayudó a lograr, renunciando a sus dos principios fundamentales: un compromiso activo con la paz árabe-israelí y confianza en el poder y en la importancia de la participación estadounidense.
Por supuesto, determinar qué clase de participación no es un asunto banal, y en esto nuestras opiniones difieren algo. Creo que Estados Unidos debería exigir a las dos partes a que pongan fin a su conflicto, antes que esperar a que estén de algún modo dispuestos a hacerlo; seguir construyendo sobre los parámetros de Clinton para formular los componentes de un acuerdo aceptable, antes que presionar a dar pasos poco a poco; y buscar la formación de una amplia coalición con aliados europeos y especialmente árabes para promover este plan, antes que actuar en solitario. Sin embargo, durante los años de Clinton, y no en pequeña medida gracias a Ross, la dedicación de Estados Unidos al proceso de paz y a un diálogo árabe-israelí fueron protegida y conservada. Con aproximadamente unos 3.000 palestinos y 900 israelíes muertos desde que Bush fuera investido, y con la perspectiva de una solución de dos estados cada vez más remota, ¿cuánto quedará de una y otro?

Notas
[1] En una intrigante digresión, Ross menciona que durante Netanyahu se hizo claro para el gobierno que "no podíamos seguir con el enfoque gradual que fue la característica del proceso de Oslo. No debíamos ni podíamos distanciarnos de Oslo, pero estaba siendo superado por los acontecimientos que estaban destruyendo la confianza en ese enfoque. Por eso deberíamos intentar un enfoque acelerado para una solución permanente". Sin embargo, a pesar de esta opinión, "al final gravitamos hacia una postura similar a la de Oslo", sin que tratáramos los problemas inherentes a esa posición.
[2] Sobre esto véase Hussein Agha y Robert Malley, "The Last Negotiation," Foreign Affairs, Mayo/Junio 2002.
[3] Hacia marzo de 2000, las negociaciones sirio-israelíes básicamente se habían reducido a un solo tema: si Israel se retiraría a las fronteras de la víspera de la guerra de 1967 o si mantendría una soberanía sobre una franja de territorio a lo largo de la costa nordeste del Lago Tiberias para proteger el principal embalse del país. Barak insistió en una franja de varios cientos de metros más amplia; Assad se mantuvo firme en su exigencia de un retorno a las fronteras de 1967. Clinton, en discusiones internas con su equipo, fue llevado a un compromiso en el que Siria tendría la soberanía nominal de esa franja, la que se transformaría en un parque internacional por la paz sin estar bajo el control absoluto de ninguno de los dos lados. En Ginebra y a insistencia de Barak, Estados Unidos optó por presentar su propia propuesta. Assad la rechazó.
[4] Véase Hussein Agha y Robert Malley, "Camp David: The Tragedy of Errors," The New York Review, Agosto 9, 2001.
[5] Shattered Dreams: The Failure of the Peace Process in the Middle East, 1995–2002, traducido por Susan Fairfield (Other Press, 2003).
[6] See Yossi Bellin, The Path to Geneva (RDU Books, 2004).
[7] Clinton, sobre el mismo tema pero con su propia y comprensiva interpretación, comenta: "Hacía mucho tiempo que Barak no participaba en política y pensé que había recibido muy malos consejos".
[8] De acuerdo a Malka: "Asumimos que es posible llegar a un acuerdo con Arafat en las siguientes condiciones: un estado palestino con Jerusalén como capital y soberanía de la Montaña del Templo; un 97 por ciento de Cisjordania más intercambios de territorio en una ratio de 1:1 con respecto al territorio restante; algún tipo de fórmula que incluya el reconocimiento de la responsabilidad de Israel en el problema de los refugiados y la disposición a aceptar de 20.000 a 30.000 refugiados". Véase Akiva Eldar, "Popular Misconceptions," Haaretz, Junio 11, 2004. En Camp David, como se ha dicho, a Arafat se le "ofreció" un 91 por ciento de Cisjordania más un canje equivalente al 1 por ciento -una ratio de 1:9. Los parámetros de Clinton preveían una soberanía palestina sobre 94 al 96 por ciento de Cisjordania más un canje de 1 a 3 por ciento, la intención siendo una ratio de 1:2 y 1:4. Ninguna propuesta habría permitido un retorno significativo de refugiados a Israel.

Libro reseñado
‘The Missing Peace: The Inside Story of the Fight for Middle East Peace'
Dennis Ross
Farrar, Straus and Giroux, 840 pp., $35.00

8 de septiembre de 2004
9 de octubre de 2004
©new york review
©traducción mQh
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