Blogia
mQh

redefinición o derrota inminente


[William E. Odom] La misión no se puede cumplir: es hora de formular una nueva estrategia.
El nuevo Estimado Nacional de Inteligencia [ENI] sobre Iraq esboza francamente la brecha que separa las ilusiones del presidente Bush de las realidades de la guerra. La victoria, tal como la ve el presidente, exige una democracia liberal estable y pro-norteamericana en Iraq. El ENI describe una guerra que no tiene ninguna probabilidad de terminar de esa manera. En este crítico aspecto, el ENI, la conclusión de consenso de todas las agencias de inteligencia de Estados Unidos, es una declaración de derrota.
Sus pesimistas implicaciones -envueltas, como prefieren las agencias de inteligencia, en un lenguaje correoso que, sin embargo, no suaviza su impacto- colocan a la comunidad de inteligencia en la misma página que la opinión pública norteamericana. La opinión pública descubrió el año pasado la realidad del fracaso en Iraq y sacó a los republicanos del congreso, para despertarlos fuera. Pero la mayoría de sus miembros siguen dormidos, o sólo apenas conscientes de que su nuevo cometido es terminar la guerra pronto.
Quizás esto ya no sorprende. A los norteamericanos no les gusta la derrota o el fracaso, y nuestros políticos son famosos por su reluctancia a admitir su propia parte de responsabilidad en cualquier cosa que se parezca a esos resultados poco norteamericanos. Así que se van por las ramas, se retuercen las manos y debaten sobre ‘resoluciones no vinculantes' que se oponen al plan del presidente de aumentar el número de tropas norteamericanas en Iraq.
De momento, la colisión entre la claridad de la opinión pública, la implacable búsqueda de la derrota por parte del presidente y la ansiedad del congreso nos ha paralizado. Podemos estar condenados a dos años más de perseguir el milagro de la democracia en Iraq y posiblemente extendiendo la guerra hacia Irán. Pero no es inevitable. Un congreso, o un presidente, preparado para abandonar el juego del ‘a quién le echamos la culpa', podría empezar a modificar la estrategia estadounidense de manera que mejore substancialmente las perspectivas de un Oriente Medio más estable.
Nada es tan importante como el bienestar de Estados Unidos. Hacemos frente a grandes peligros en esa problemática región y mejorar nuestras perspectivas será difícil. Antes que nada, exigirá, de parte del congreso al menos, el reconocimiento público de que la estrategia del presidente se basa en ilusiones, no en realidades. Nunca hubo una invasión y transformación correctas de Iraq. La mayoría de los norteamericanos no necesitan ser convencidos, pero dos verdades deberían poner este asunto fuera de toda discusión:
Primero, la aserción de que Estados Unidos podría crear una democracia constitucional y liberal en Iraq pone en cuestión todo lo que han aprendido los estudiantes profesionales sobre el tópico. De las más de cuarenta democracias creadas después de la Segunda Guerra Mundial, menos de diez pueden ser consideradas verdaderamente ‘constitucionales' -lo que quiere decir que su orden interno es protegido por un estado de derecho ampliamente aceptado y que ha sobrevivido al menos durante una generación. Ningunas de esas democracias es un país con culturas políticas árabe o musulmana. Ninguno tiene fisuras religiosas y étnicas tan profundas como Iraq.
Curiosamente, los politólogos norteamericanos cuyo oficio es saber de estas cosas se han mantenido irresponsablemente silenciosos. En los preliminares de la invasión de 2003, agitadores neo-conservadores gritaron insultos a todos los que se atrevieron a mencionar los numerosos hallazgos de investigaciones académicas sobre cómo se forman las democracias. También ignoraron nuestras propias luchas durante dos siglos para instaurar la democracia de la que gozan los norteamericanos hoy. De algún modo, se espera que los iraquíes creen un orden constitucional en un país que no tiene ninguna condición que favorezca su implantación.
Esto no equivale a decir que los árabes no pueden convertirse en demócratas liberales. Cuando emigran a Estados Unidos, muchos se convierten rápidamente. Pero sí equivale a decir que en los países árabes, así como la gran mayoría de esos países, crear una democracia constitucional estable está más allá de sus capacidades.
Segundo, esperar que algún líder iraquí mantenga unido a su país y sea a la vez pro-norteamericano, o que comparta las metas estadounidenses, es abandonar el sentido común. A Estados Unidos le costó más de un siglo superar su hostilidad hacia la ocupación británica. (En 1914, la mayoría del público favorecía a Alemania contra Gran Bretaña). En las encuestas, desde que empezó la ocupación se mide una animosidad cada vez mayor hacia Estados Unidos. Incluso los partidarios de la presencia militar estadounidense dicen que es aceptable temporalmente y sólo para impedir que alguno de los dos lados en Iraq, gane. Hoy, el gobierno iraquí sobrevive gracias a que sus líderes y sus familias viven en la fuertemente custodiada Zona Verde, que alberga también a la embajada norteamericana y al comando militar.
A medida que el congreso toma conciencia de estas realidades -y algunos miembros las han señalado-, ¿actuará en concordancia? No necesariamente. Demasiados legisladores han creído en los mitos que se invocan para tratar de justificar los nuevos objetivos de la guerra del presidente. Repasemos los más nocivos:

1) Debemos continuar la guerra para impedir las terribles consecuencias que implicaría una retirada apresurada de nuestras tropas. Hay que pensar en la incoherencia de esta formulación. ¡Estamos peleando ahora para impedir lo que nuestra invasión convirtió en inevitable! Indudablemente, dejaremos atrás un desastre -el desastre que hemos creado, que es cada año peor. Los legisladores proclaman solemnemente su oposición a la guerra, para en el mismo aliento expresar su temor a que abandonar Iraq equivaldría a provocar un baño de sangre, una guerra civil, un santuario terrorista, un ‘estado fracasado', o algún otro horror.

2) Debemos continuar la guerra para impedir que la influencia de Irán siga creciendo en Iraq. Esta es otra idea absurda. Uno de los objetivos iniciales de la guerra del presidente, la creación de una democracia en Iraq, garantizaba una creciente influencia iraní, tanto en Iraq como en el resto de la región. Previsiblemente, la democracia electoral llevaría a partidos chiíes al poder -grupos apoyados por Irán, ya que Saddam Hussein los había reprimido en 1991. ¿Por qué hay tantos miembros del congreso que se tragan esa opinión, de que ahora prolongar la guerra debe impedir precisamente lo que iniciar la guerra causaría previsible e inexorablemente? El miedo a que el congreso trate esta contradicción, ayuda a explicar la vehemencia del gobierno y de los neoconservadores en cuanto a prolongar la guerra en Iraq.
Aquí vemos las sombras de la estrategia de Nixon y Kissinger en Vietnam: extender la guerra a Camboya y Laos. Sólo que esta vez las consecuencias adversas que tememos son mucho más graves. La capacidad de Irán para atacar a fuerzas norteamericanas en Iraq no son nimias. Y la reacción antinorteamericana en la región serías de mayor duración y de consecuencias más duraderas.

3) Tenemos que impedir la emergencia de un nuevo santuario para al-Qaeda en Iraq. Pero fue la invasión norteamericana la que abrió a al-Qaeda las puertas de Iraq. Mientras más tiempo permanecen las tropas norteamericanas allá, más fuerte se hace al-Qaeda. Sin embargo, su influencia dentro de las zonas kurdas y chiíes es desdeñable. Tras la retirada de Estados Unidos, continuará probablemente desempeñando un papel de colaboración con los grupos sunníes en su lucha contra kurdos y chiíes. Si esos elementos extranjeros permanecen o prosperan en Iraq después de la resolución de la guerra civil, es una pregunta abierta. Entretanto, continuar la guerra no erradicará a al-Qaeda de Iraq. Al contrario, la presencia americana es la cola que mantiene firme a al-Qaeda ahora.

4) Debemos seguir peleando para "apoyar a las tropas". Este argumento paraliza efectivamente a casi todos los miembros del congreso. Los legisladores proclaman en graves tonos una letanía de problemas en Iraq, que son suficientes para justificar una rápida retirada. Pero luego rechazan esa conclusión lógica, insistiendo en que no podemos retirarnos porque debemos apoyar a las tropas. ¿Alguien se lo ha preguntado a los soldados?
Durante su primer período de servicio, la mayor parte de ellos pueden haber preferido ‘mantener el curso', signifique lo que signifique -pero en el segundo, tercero o cuarto, muchos están cambiando de opinión. Vemos evidencias de eso en muchos telediarios sobre desafortunados soldados que son enviados nuevamente a Iraq. Los grupos de veteranos están empezando a defender en público su regreso a casa. Soldados y oficiales en Iraq están expresándose críticamente ante periodistas en el terreno.
Pero el aspecto más extraño de esta racionale para continuar la guerra, es la implicación de que los soldados son de algún modo responsables de la continuación de la estrategia del presidente. Esa responsabilidad política y moral es del presidente, no de las tropas. ¿No dejó el presidente Harry S. Truman en claro que el ‘pasarse la pelota' termina en el Despacho Oval? Si el presidente insiste en esquivarla, ¿dónde parará? ¿En el congreso?
Aceptar estos cuatro mitos no le brinda al congreso una excusa para no ejercer su poder de buscar el fin de la guerra y abrir el camino para una estrategia que en realidad podría reportar beneficios.

El primer paso, y el más crítico, es reconocer que continuar la guerra ahora significa simplemente prolongar nuestras pérdidas y obstaculiza el camino de una nueva estrategia. Salir de Iraq es la pre-condición para crear nuevas opciones estratégicas. La retirada destruirá las condiciones que permiten que nuestros enemigos en la región disfruten de nuestro dolor. Hará tomar conciencia a esos estados europeos reticentes a colaborar con nosotros en Iraq y en la región.

Segundo, debemos reconocer que Estados Unidos solo no puede estabilizar Oriente Medio.

Tercero, debemos reconocer que la mayor parte de nuestras políticas en realidad están desestabilizando la región. Expandir la democracia, usar palos para tratar de impedir la proliferación nuclear, amenazar con ‘cambios de régimen', utilizar la histérica retórica de la ‘guerra global contra el terrorismo' -todos estos socavan la estabilidad que necesitamos tan desesperadamente en Oriente Medio.

Cuarto, debemos redefinir nuestro objetivo. Debe de ser la creación de una región estable, no de un Iraq democrático. Podemos suspender la guerra como un ‘empate táctico' y hacer de la ‘estabilidad regional' nuestra medida de ‘victoria'. Ese simple paso reordenaría dramáticamente las fuerzas rivales en la región, donde la mayoría de los países quieren estabilidad. Incluso muchos de las airadas turbas de jóvenes árabes gritando insultos contra Estados Unidos quieren, seguramente, paz, aunque con mejores condiciones sociales y económicas que ahora.
Reordenar nuestras capacidades diplomáticas y militares para alcanzar el orden reducirá enormemente a nuestros enemigos y ganaremos nuevo e importantes aliados. Sin embargo, esto no podría ocurrir sino hasta que nuestras tropas estuvieran fuera de Iraq. ¿Por qué negociaría Irán para mitigar nuestras pérdidas, si ellos entretanto expanden su influencia gracias a nosotros? La retirada alertará a la mayoría de los líderes de la región sobre sus propias necesidades de una diplomacia norteamericana para estabilizar el vecindario.
Si quisiera realmente rescatar algo de su legado histórico, debería tomar la iniciativa para implementar este tipo de estrategia. Pasaría a la historia como un líder capaz de cambiar de dirección, convirtiendo una trágica e inminente derrota, en una recuperación estratégica.
Si continúa el curso actual, dejará al congreso la oportunidad de quedarse con los créditos por semejante cambio. Ya es demasiado tarde para esperar que alguno de los candidatos presidenciales de 2008 salve la situación. Si el congreso no interviene, también vivirá en la infamia.

diane@hudson.org

William E. Odom, teniente del ejército, en retiro, fue director de la inteligencia del ejército y director de la Agencia de Seguridad Nacional con Ronald Reagan. Sirvió en el Consejo de Seguridad Nacional con Jimmy Carter. Licenciado de West Point con un doctorado de Columbia, ahora enseña en Yale y es investigador del Hudson Institute.

11 de febrero de 2007
©washington post
©traducción mQh
rss


0 comentarios