qué pasa con la pena de muerte
[Dahlia Lithwick] Jueces de la Corte Suprema se muestran todavía reticentes a abandonar la pena de muerte.
En una curiosa aplicación de la física newtoniana, el respaldo público y del estado a la pena capital se reduce firmemente en Estados Unidos al mismo tiempo que la decisión de mantener la pena de muerte parece endurecerse en una arena donde las opiniones sobre pena de muerte parecía que estaba destinada a cambiar: la Corte Suprema.
La tendencia es clara. De acuerdo al Centro de Información sobre la Pena de Muerte, que compila estadísticas sobre la pena capital, dos estados han decretado moratorias formales sobre la pena de muerte; las ejecuciones en Nueva York fueron suspendidas después de que en 2004 la ley del estado sobre la pena de muerte fuera declarada inconstitucional; once estados (incluyendo, más recientemente, a Florida y Tennessee) han erradicado efectivamente la práctica debido a preocupaciones sobre la inyección letal; y once estados más están considerando decretar una moratoria o nuevas apelaciones.
Las cifras absolutas de las ejecuciones y sentencias a muerte en Estados Unidos han caído en picado: las estadísticas del Centro de Información muestran que en 1999 ejecutamos a 98 personas, y en 2006 esa cifra bajó a su punto más bajo en diez años: 53. Mientras que Estados Unidos condenó a unos 300 reclusos al año durante los años noventa, esa cifra se ha reducido en más de la mitad y alcanzó apenas 114 en 2006. El apoyo público también parece estar declinando. Un sondeo de Gallup del año pasado mostró que dos tercios del país todavía apoya la pena capital para asesinos, pero cuando pueden elegir entre la pena de muerte y la prisión perpetua a firme, más gente prefiere la condena a perpetua (48 por ciento) a la pena capital (47 por ciento) -por primera vez en veinte años.
La nueva incertidumbre sobre el castigo capital oscila entre la incomodidad con los métodos de ejecución hasta la preocupación de que estemos ejecutando a inocentes. La inyección letal, el método de ejecución preferido en 39 de los 40 estados que permiten la pena capital, está particularmente fraguada de problemas.
En diciembre, el entonces gobernador Jeb Bush, de Florida, puso fin a las ejecuciones después de una ejecución en la que el recluso tardó 34 minutos en morir y en el proceso sufrió quemaduras químicas. Estudios recientes, incluyendo el informe de una revista médica británica, indica que el cóctel de inyección letal puede simplemente enmascarar el dolor antes de la muerte. Y los tribunales estatales están cada vez más preocupados sobre el papel que corresponde a los médicos -a menudo obligados por ley a supervisar el proceso de la inyección letal, a pesar de las objeciones de asociaciones médicas y juntas éticas.
Hay numerosas otras razones de nuestras crecientes dudas sobre la pena de muerte. En un discurso de 2005, el juez John Paul Stevens indicó varias, incluyendo evidencias de ADN que han determinado que "un número substancial de sentencias de muerte han sido dictadas erróneamente", el hecho de que los jueces elegidos hacen frente a presiones desproporcionadas para que dicten sentencias de muerte y el problema de los jurados que aprueban la pena de muerte (los que se oponen a la pena capital son excluidos de los jurados en los que se puede dictar la pena de muerte). Por estas y otras razones, muchos estadounidenses han empezado a preocuparse de que la pena de muerte en este país no está reservada para ‘la escoria', sino para los más pobres de entre los pobres y para aquellos cuyos abogados se durmieron durante sus juicios.
El Proyecto Inocencia, una clínica jurídica sin fines de lucro asociada a la Facultad de Leyes Benjamin N. Cardozo de la Universidad Yeshiva en Nueva York, dice que han habido 194 exoneraciones por ADN. Un estudio sobre ejecuciones injustas, de Hugo Bedau y Michael Radelet, contiende que de 1900 a 1991, 416 personas claramente inocentes fueron sentenciadas a muerte. Y los estudios sobre el racismo que contamina todo el sistema son inequívocos.
En los últimos años, la Corte Suprema también ha mostrado preocupación sobre la pena de muerte. En un artículo publicado el año pasado, el profesor Erwin Chemerinsky, de la Universidad de Duke, observó que en los últimos años de la Corte con William H. Rehnquist, los jueces mostraron una marcada tendencia a revocar sentencias de muerte. Chemerinsky especula que "la mayoría de la Corte estaba (y continúa estando) profundamente preocupada sobre la administración de la pena de muerte en Estados Unidos" y que, como resultado de las revelaciones de varios investigadores, "la realidad de gente inocente que ha sido condenada a muerte, ha tenido un profundo efecto sobre los jueces".
Así, en los primeros años del nuevo siglo, la corte dictó sorprendentes decisiones convirtiendo en ilegal la ejecución de retardados mentales y de los que eran menores de edad cuando cometieron sus crímenes, y refinando las pruebas sobre la efectividad de los abogados. Varios jueces han expresado su preocupación fuera de los tribunales: Stevens, Ruth Bader Ginsburg y Sandra Day O'Connor han hablado pública y apasionadamente sobre las fallas del sistema capital.
Pero, en gran parte como consecuencia de cambios en la composición de la corte, esa tendencia puede estar terminando. Sólo unos pocos estados están expandiendo desafiantemente su uso de la pena de muerte. Y hay algo de razón para temer que algunos jueces no comparten la creciente sensación de que la maquinaria de la pena de muerte en este país ha sido quebrada. Uno de ellos es el nuevo juez presidente, John G. Roberts Jr. Cuando trabajaba en la Casa Blanca de Reagan, escribió un memorando sugiriendo que el tribunal superior redujera su número de casos "renunciando al papel abogado del diablo en casos de pena de muerte".
Un caso implicaba a un hombre condenado por violación y asesinato que, más tarde, entregó evidencias de ADN que arrojaban serias dudas sobre que él fuera el culpable. La corte resolvió por cinco a tres que esta nueva evidencia justificaba una nueva audiencia. Pero Roberts dirigió a los opositores, que pensaban que no había suficientes evidencias como para arrojar dudas sobre la condena del acusado; para autorizar una nueva audiencia, la evidencia tenía que demostrar que él "era en realidad inocente".
En otro caso de pena de muerte de 2005, el entonces juez O'Connor concordó, con los liberales de la corte, en que el abogado durante el juicio había sido inefectivo. Esa decisión revertió la opinión de Samuel A. Alito Jr., entonces juez de la Corte de Apelaciones para el Tercer Circuito, que habría rechazado un nuevo juicio. Las señales son todavía mezcladas. En otro caso, toda la corte permitió que reclusos en el corredor de la muerte presentaran una demanda contra la inyección letal.
Pero también en el último período, el juez Antonin Scalia escribió una opinión separada en un caso de pena de muerte con el único propósito de vilipendiar al juez David H. Souter, que había escrito una opinión disidente sobre los inocentes exonerados. La opinión de Scalia fue un completo ataque contra la idea de que los exonerados fueran inocentes y que "fueran mostrados por varios profesores", y alegaba de hecho que incluso si los exonerados no eran suficientemente culpables como para merecer la pena de muerte, de todos modos estaban lejos de ser "inocentes". (Por qué eso los hacía candidatos a la pena de muerte es algo que no explicó).
Este período también ha revelado un sutil endurecimiento de parte de algunos de los conservadores de la corte. En un caso, Roberts cuestionó la necesidad de un juez para guiar a los jurados en el tratamiento de evidencias atenuantes.
De algún modo, justo cuando los norteamericanos empiezan a considerar las graves injusticias que impregnan el sistema de la pena capital, varios jueces parecen estar defendiendo posiciones fuertemente personales en este frente de la guerra cultural.
En su artículo, Chemerinsky sugiere que los jueces que cambian de curso sobre la pena de muerte, a menudo lo hacen sólo después de pasar décadas en tribunales. Eso podría sugerir que los dos jueces nuevos sólo se ablandarán sobre la pena capital en el futuro lejano. Estos jueces también insistirían en que si pena capital necesita reparaciones en este país, son las legislaturas estatales las que deberían hacerlo, un proceso que ya ha empezado a ocurrir. Pero si para la mayoría de los estadounidense la época de la testaruda certeza sobre la pena de muerte, al menos según se practica actualmente, parece haber terminado, una corte que está más segura que nunca de su fundamental equidad se ve penosamente desfasada con la opinión pública norteamericana dispuesta a reconocer los peligros, los errores y las dudas de la injusticia.
La tendencia es clara. De acuerdo al Centro de Información sobre la Pena de Muerte, que compila estadísticas sobre la pena capital, dos estados han decretado moratorias formales sobre la pena de muerte; las ejecuciones en Nueva York fueron suspendidas después de que en 2004 la ley del estado sobre la pena de muerte fuera declarada inconstitucional; once estados (incluyendo, más recientemente, a Florida y Tennessee) han erradicado efectivamente la práctica debido a preocupaciones sobre la inyección letal; y once estados más están considerando decretar una moratoria o nuevas apelaciones.
Las cifras absolutas de las ejecuciones y sentencias a muerte en Estados Unidos han caído en picado: las estadísticas del Centro de Información muestran que en 1999 ejecutamos a 98 personas, y en 2006 esa cifra bajó a su punto más bajo en diez años: 53. Mientras que Estados Unidos condenó a unos 300 reclusos al año durante los años noventa, esa cifra se ha reducido en más de la mitad y alcanzó apenas 114 en 2006. El apoyo público también parece estar declinando. Un sondeo de Gallup del año pasado mostró que dos tercios del país todavía apoya la pena capital para asesinos, pero cuando pueden elegir entre la pena de muerte y la prisión perpetua a firme, más gente prefiere la condena a perpetua (48 por ciento) a la pena capital (47 por ciento) -por primera vez en veinte años.
La nueva incertidumbre sobre el castigo capital oscila entre la incomodidad con los métodos de ejecución hasta la preocupación de que estemos ejecutando a inocentes. La inyección letal, el método de ejecución preferido en 39 de los 40 estados que permiten la pena capital, está particularmente fraguada de problemas.
En diciembre, el entonces gobernador Jeb Bush, de Florida, puso fin a las ejecuciones después de una ejecución en la que el recluso tardó 34 minutos en morir y en el proceso sufrió quemaduras químicas. Estudios recientes, incluyendo el informe de una revista médica británica, indica que el cóctel de inyección letal puede simplemente enmascarar el dolor antes de la muerte. Y los tribunales estatales están cada vez más preocupados sobre el papel que corresponde a los médicos -a menudo obligados por ley a supervisar el proceso de la inyección letal, a pesar de las objeciones de asociaciones médicas y juntas éticas.
Hay numerosas otras razones de nuestras crecientes dudas sobre la pena de muerte. En un discurso de 2005, el juez John Paul Stevens indicó varias, incluyendo evidencias de ADN que han determinado que "un número substancial de sentencias de muerte han sido dictadas erróneamente", el hecho de que los jueces elegidos hacen frente a presiones desproporcionadas para que dicten sentencias de muerte y el problema de los jurados que aprueban la pena de muerte (los que se oponen a la pena capital son excluidos de los jurados en los que se puede dictar la pena de muerte). Por estas y otras razones, muchos estadounidenses han empezado a preocuparse de que la pena de muerte en este país no está reservada para ‘la escoria', sino para los más pobres de entre los pobres y para aquellos cuyos abogados se durmieron durante sus juicios.
El Proyecto Inocencia, una clínica jurídica sin fines de lucro asociada a la Facultad de Leyes Benjamin N. Cardozo de la Universidad Yeshiva en Nueva York, dice que han habido 194 exoneraciones por ADN. Un estudio sobre ejecuciones injustas, de Hugo Bedau y Michael Radelet, contiende que de 1900 a 1991, 416 personas claramente inocentes fueron sentenciadas a muerte. Y los estudios sobre el racismo que contamina todo el sistema son inequívocos.
En los últimos años, la Corte Suprema también ha mostrado preocupación sobre la pena de muerte. En un artículo publicado el año pasado, el profesor Erwin Chemerinsky, de la Universidad de Duke, observó que en los últimos años de la Corte con William H. Rehnquist, los jueces mostraron una marcada tendencia a revocar sentencias de muerte. Chemerinsky especula que "la mayoría de la Corte estaba (y continúa estando) profundamente preocupada sobre la administración de la pena de muerte en Estados Unidos" y que, como resultado de las revelaciones de varios investigadores, "la realidad de gente inocente que ha sido condenada a muerte, ha tenido un profundo efecto sobre los jueces".
Así, en los primeros años del nuevo siglo, la corte dictó sorprendentes decisiones convirtiendo en ilegal la ejecución de retardados mentales y de los que eran menores de edad cuando cometieron sus crímenes, y refinando las pruebas sobre la efectividad de los abogados. Varios jueces han expresado su preocupación fuera de los tribunales: Stevens, Ruth Bader Ginsburg y Sandra Day O'Connor han hablado pública y apasionadamente sobre las fallas del sistema capital.
Pero, en gran parte como consecuencia de cambios en la composición de la corte, esa tendencia puede estar terminando. Sólo unos pocos estados están expandiendo desafiantemente su uso de la pena de muerte. Y hay algo de razón para temer que algunos jueces no comparten la creciente sensación de que la maquinaria de la pena de muerte en este país ha sido quebrada. Uno de ellos es el nuevo juez presidente, John G. Roberts Jr. Cuando trabajaba en la Casa Blanca de Reagan, escribió un memorando sugiriendo que el tribunal superior redujera su número de casos "renunciando al papel abogado del diablo en casos de pena de muerte".
Un caso implicaba a un hombre condenado por violación y asesinato que, más tarde, entregó evidencias de ADN que arrojaban serias dudas sobre que él fuera el culpable. La corte resolvió por cinco a tres que esta nueva evidencia justificaba una nueva audiencia. Pero Roberts dirigió a los opositores, que pensaban que no había suficientes evidencias como para arrojar dudas sobre la condena del acusado; para autorizar una nueva audiencia, la evidencia tenía que demostrar que él "era en realidad inocente".
En otro caso de pena de muerte de 2005, el entonces juez O'Connor concordó, con los liberales de la corte, en que el abogado durante el juicio había sido inefectivo. Esa decisión revertió la opinión de Samuel A. Alito Jr., entonces juez de la Corte de Apelaciones para el Tercer Circuito, que habría rechazado un nuevo juicio. Las señales son todavía mezcladas. En otro caso, toda la corte permitió que reclusos en el corredor de la muerte presentaran una demanda contra la inyección letal.
Pero también en el último período, el juez Antonin Scalia escribió una opinión separada en un caso de pena de muerte con el único propósito de vilipendiar al juez David H. Souter, que había escrito una opinión disidente sobre los inocentes exonerados. La opinión de Scalia fue un completo ataque contra la idea de que los exonerados fueran inocentes y que "fueran mostrados por varios profesores", y alegaba de hecho que incluso si los exonerados no eran suficientemente culpables como para merecer la pena de muerte, de todos modos estaban lejos de ser "inocentes". (Por qué eso los hacía candidatos a la pena de muerte es algo que no explicó).
Este período también ha revelado un sutil endurecimiento de parte de algunos de los conservadores de la corte. En un caso, Roberts cuestionó la necesidad de un juez para guiar a los jurados en el tratamiento de evidencias atenuantes.
De algún modo, justo cuando los norteamericanos empiezan a considerar las graves injusticias que impregnan el sistema de la pena capital, varios jueces parecen estar defendiendo posiciones fuertemente personales en este frente de la guerra cultural.
En su artículo, Chemerinsky sugiere que los jueces que cambian de curso sobre la pena de muerte, a menudo lo hacen sólo después de pasar décadas en tribunales. Eso podría sugerir que los dos jueces nuevos sólo se ablandarán sobre la pena capital en el futuro lejano. Estos jueces también insistirían en que si pena capital necesita reparaciones en este país, son las legislaturas estatales las que deberían hacerlo, un proceso que ya ha empezado a ocurrir. Pero si para la mayoría de los estadounidense la época de la testaruda certeza sobre la pena de muerte, al menos según se practica actualmente, parece haber terminado, una corte que está más segura que nunca de su fundamental equidad se ve penosamente desfasada con la opinión pública norteamericana dispuesta a reconocer los peligros, los errores y las dudas de la injusticia.
dahlia.lithwick@hotmail.com
Dahlia Lithwick cubre los asuntos jurídicos para Slate, la revista online en www.slate.com
11 de febrero de 2007
©washington post
©traducción mQh
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