ecos del genocidio guatemalteco
[James C. McKinley Jr.] Asesinato de agentes y diputados evoca período de la guerra civil y el genocidio.
Ciudad de Guatemala, Guatemala. Después de que el mes pasado tres parlamentarios salvadoreños fueran emboscados y asesinados en una carretera en Guatemala, no les tomó a las autoridades demasiado tiempo para descubrir a los culpables: eran agentes de policía guatemalteca, y su coche policial sin matrícula llevaba un aparato de localización que demostraba que habían estado en el lugar.
Confesaron rápidamente, diciendo que pensaban que las víctimas eran traficantes de drogas, y fueron enviados a una cárcel de máxima seguridad.
Es una indicación de la debilidad del estado guatemalteco, plagado por la delincuencia, que lo que ocurrió apenas cuatro días después siga siendo un misterio: aparte del hecho indiscutible de que los cuatro que habían confesado terminaron muertos.
La policía y el ministro del Interior dicen que pandilleros que se habían amotinado en la prisión, les dispararon y apuñalaron. Pero otros reclusos y sus visitantes ese día dicen que un grupo de hombres fuertemente armados y luciendo uniforme militar y pasamontañas cruzaron las siete puertas cerradas y los ejecutaron, sin que los gendarmes interfirieran, eliminando toda posibilidad de que pudieran identificar a los otros conspiradores.
Los dos asesinatos desencadenaron un fuerte conflicto diplomático entre Guatemala y El Salvador -agravado por boletines de prensa que sugieren que los parlamentarios eran en realidad narcotraficantes- y provocaron un escándalo político aquí. Arrojó luces sobre la corrupción en la Policía Nacional, y planteó interrogantes sobre los vínculos entre narcotraficantes y agentes de policía de alto rango, así como si el gobierno puede contener el tráfico de drogas sin ayuda internacional.
Un comisario de policía ha sido obligado a renunciar y otro ha sido suspendido. El jueves el ministro del Interior y altos funcionarios policiales comparecieron ante el congreso, donde fueron interrogados sin piedad no sólo sobre la existencia de escuadrones de la muerte al interior de la policía, sino por qué el estado había fracasado a la hora de proteger a los cuatro agentes.
Quizás más importante, todo este episodio ha dejado al descubierto ante el mundo la desatada corrupción policial, la precariedad del estado de derecho y el narcotráfico que asuela gran parte de América Central, y Guatemala en particular.
Este pequeño país de 12.3 millones de habitantes tiene más de cinco mil homicidios al año, muchos de ellos cometidos por escuadrones de la muerte o comités de vigilantes o por pandilleros, dicen activistas de derechos humanos. Sólo en un dos por ciento de los casos se ha logrado detener a alguien.
El narcotráfico provoca violencia, y funcionarios norteamericanos dicen que la represión contra los barones de la droga en Guatemala deja mucho que desear. Al menos dos tercios de la cocaína consumida en ciudades norteamericanas -gran parte de ella elaborada con coca cultivada en Colombia y Venezuela- pasan por Guatemala, según funcionarios norteamericanos, y varios ex oficiales han sido acusados de narcotráfico.
El presidente Óscar Berger y su ministro del Interior dicen que se están ocupando del problema y señalan que fueron agentes de la policía guatemalteca los que capturaron a los agentes corruptos en primer lugar. Berger también ha respaldado una propuesta para crear una comisión internacional que investige las violaciones a los derechos humanos cometidas por la policía.
Desde 1993 Estados Unidos ha colaborado dos veces en montar fuerzas antinarcóticos especiales aquí, sólo para ver cómo sus comandantes mismos terminaban implicados en el comercio de estupefacientes. El presidente Bush visitará el país la próxima semana, y diplomáticos norteamericanos dicen que la falta de seguridad aquí está muy arriba en el programa.
Activistas de derechos humanos y políticos de la oposición han interpretado los dos asesinatos como prueba de que las bandas criminales han corrompido a la policía nacional de Guatemala y que grupos de agentes operan como sindicatos de la droga, robando y matando a los rivales.
Los escuadrones de agentes corruptos, dicen expertos en derechos humanos y otros, son en cierto sentido una prolongación del largo conflicto interno guatemalteco. Algunos ex oficiales militares que crecieron durante las sangrientas operaciones contra los rebeldes en los años ochenta son ahora miembros de los nuevos escuadrones de delincuentes, de acuerdo a expertos en derechos humanos y políticos de la oposición. Dicen que los otros miembros son más jóvenes, pero han adoptado las viejas prácticas del asesinato y el terrorismo para combatir la delincuencia y, a veces, para llenar sus propios bolsillos.
"Creo que la verdad es que el problema proviene del conflicto armado, cuando el estado trató de protegerse de los rebeldes", dice el editor del diario La Hora, Óscar Clemente Marroquín. "Cuando terminó la guerra, el aparato siguió funcionando de la misma manera, pero ahora no protege a los militares. Ahora protege al crimen organizado".
Un alto funcionario de Naciones Unidas aquí, que pidió permanecer en el anonimato para proteger su neutralidad diplomática, dijo que creía que el ministerio del Interior y la Policía Nacional formaron escuadrones de la muerte en los últimos tres años, para combatir la ola de crímenes violentos cometidos por la notoria pandilla de los mara salvatrucha, un grupo que empezó en Los Angeles con los hijos de los refugiados de las guerra civiles centroamericanas en los años ochenta.
Los agentes en esos escuadrones pertenecen a iglesias evangélicas, dijo el funcionario, y ven los asesinatos extrajudiciales de pandilleros, llamados aquí de ‘limpieza social', como una labor sagrada. Pero también cometen crímenes en su propio beneficio. "Se escapó de sus manos", dice el funcionario. "Crearon un Frankenstein".
Otto Pérez Molina, presidente del Partido Patriótico y candidato a la presidencia, también ha denunciado que hay al menos dos grupos diferentes de agentes corruptos dentro de la Policía Nacional, cada uno controlado por un comisario.
Erwin Sperisen, jefe de la policía nacional, niega que el cuerpo albergue a escuadrones de la muerte, aunque reconoce que su departamento está plagado de agentes corruptos que, a veces, cometen delitos. Debido a las severas leyes laborales y pobres procedimientos de control, dijo, no ha sido capaz de purgar la fuerza policial de 19 mil miembros, formada por los agentes que eran miembros de las dos principales fuerzas policiales que controlaban el país durante la guerra civil y fueron preparados para torturar y matar.
"Hay que terminar con ese tipo de formación", dijo.
Al principio, el asesinato de los parlamentarios salvadoreños pareció estar motivado políticamente. Uno de los tres asesinados era Eduardo José D'Aubuisson, hijo de Roberto D'Aubuisson, el difunto cabecilla de la extrema derecha salvadoreña y fundador del actual partido gobernante. Pero ahora muchos dicen que Eduardo y los otros, junto a su chofer, fueron víctimas de agentes corruptos descontrolados. Los tres se encontraban en la región para asistir a una sesión del Parlamento Centroamericano, un organismo regional.
A eso de las diez treinta del 19 de febrero, Luis Arturo Herrera, un agente condecorado que era jefe de la unidad de crimen organizado de la Policía Nacional de Guatemala, y otros tres agentes utilizaron su sedán sin matrícula para detener, frente a un centro comercial en las afueras de Ciudad de Guatemala, al lujoso coche de tracción trasera de los diputados.
Obligaron al chofer y a D'Aubuisson a subir al sedán, dejando a los otros diputados en su coche, y volvieron con los dos vehículos a la autopista hacia El Salvador, donde fueron captados por una cámara de tráfico, de acuerdo al fiscal a cargo de las pesquisas, Álvaro Matus.
Poco después, según dijeron testigos a los fiscales, también pararon en una gasolinera, donde fueron alcanzados por otros dos agentes de policía y dos hombres de paisano.
Los dos coches continuaron luego hacia un tramo desierto de la carretera cerca del pueblo de Santa Elena Barilla, donde, de acuerdo a las declaraciones de los cuatro agentes, revisaron el coche y golpearon a las víctimas, dijo el jefe Sperisen. Más tarde ese día, a eso de las cuatro y media, pasaron por un camino de tierra hacia una granja llamada Las Conchas. Ahí ejecutaron a balazos a los cuatro hombres, para quemar luego el coche y los hombres. Unos vecinos de los alrededores encontraron luego los restos, dijeron los fiscales.
Los agentes que confesaron dijeron que les habían dicho que los diputados eran narcotraficantes colombianos que transportaban dinero, de acuerdo al jefe Sperisen. Todo el episodio parece haber sido un robo que resultó mal debido a informaciones erróneas, dijo.
El jefe de la policía nacional de El Salvador, Rodrigo Ávila, cree también que los agentes intentaron probablemente robar al grupo y que les dio pánico cuando se enteraron de quiénes eran las víctimas. "Cuando se dieron cuenta de que eran realmente diputados, tomaron la decisión de eliminarlos", dijo.
Ávila dijo que su gobierno no ha descartado la posibilidad de que los agentes de policía hayan sido engañados. "Pueden haber sido manipulados para que atacaran a los diputados, pero no lo sabemos", dijo.
El presidente salvadoreño, Elías Antonio Saca, y altos funcionarios de seguridad han acusado a las autoridades guatemaltecas de permitir que los cuatro agentes confesos fueran asesinados en un intento de encubrimiento. Los salvadoreños también han rechazado indignados la teoría avanzada por detectives guatemaltecos de que los diputados pueden haber estado transportado drogas o dinero ilícito.
Matus, el fiscal, dice que todavía no ha determinado por qué los tres diputados fueron asesinados.
Tampoco han hecho los fiscales demasiados progresos en cuanto a descubrir qué ocurrió en la cárcel de El Boquerón el 25 de febrero.
El alcaide de El Boquerón y más de veinte gendarmes han sido arrestados, pero eso no ha arrojado nuevas luces sobre el asunto. La policía ha descubierto pistolas ocultas en celdas de los reclusos que pueden haber sido usadas en los asesinatos, aunque algunos de los cartuchos recuperados en la cárcel provenían de rifles de asalto.
Por su parte, los reclusos sostienen que ellos se amotinaron sólo después de los asesinatos, porque temían que serían usados como chivos expiatorios. Tomaron rehenes y obligaron al gobierno a enviar a un equipo del telediario y al ombudsman de derechos humanos del país para oír su versión de los acontecimientos.
Familiares de los reclusos, entretanto, dijeron a periodistas locales que los habían sacado de la cárcel horas antes de que el horario de visita hubiera terminado, lo que interpretan como que los gendarmes sabían lo que se estaba preparando.
El fiscal jefe del país, Juan Luis Florido, ha prometido llegar al fondo de ambos crímenes, incluso si se encuentran implicados importantes funcionarios de la policía o del gobierno.
Pero en círculos de activistas de derechos humanos reina el escepticismo. El despacho del fiscal general no tiene los recursos, ni la independencia ni la voluntad para investigar a la Policía Nacional, aseguran.
"No iría tan lejos como para llamarlo un estado fracasado, pero es muy disfuncional", declaró Dan Wilkinson, de Human Rights Watch. "Lo principal son las drogas y la corrupción. Se juega una gran cantidad de dinero. Y las instituciones son extremadamente débiles, incapaces de hacer frente a esos grupos del crimen organizado".
Confesaron rápidamente, diciendo que pensaban que las víctimas eran traficantes de drogas, y fueron enviados a una cárcel de máxima seguridad.
Es una indicación de la debilidad del estado guatemalteco, plagado por la delincuencia, que lo que ocurrió apenas cuatro días después siga siendo un misterio: aparte del hecho indiscutible de que los cuatro que habían confesado terminaron muertos.
La policía y el ministro del Interior dicen que pandilleros que se habían amotinado en la prisión, les dispararon y apuñalaron. Pero otros reclusos y sus visitantes ese día dicen que un grupo de hombres fuertemente armados y luciendo uniforme militar y pasamontañas cruzaron las siete puertas cerradas y los ejecutaron, sin que los gendarmes interfirieran, eliminando toda posibilidad de que pudieran identificar a los otros conspiradores.
Los dos asesinatos desencadenaron un fuerte conflicto diplomático entre Guatemala y El Salvador -agravado por boletines de prensa que sugieren que los parlamentarios eran en realidad narcotraficantes- y provocaron un escándalo político aquí. Arrojó luces sobre la corrupción en la Policía Nacional, y planteó interrogantes sobre los vínculos entre narcotraficantes y agentes de policía de alto rango, así como si el gobierno puede contener el tráfico de drogas sin ayuda internacional.
Un comisario de policía ha sido obligado a renunciar y otro ha sido suspendido. El jueves el ministro del Interior y altos funcionarios policiales comparecieron ante el congreso, donde fueron interrogados sin piedad no sólo sobre la existencia de escuadrones de la muerte al interior de la policía, sino por qué el estado había fracasado a la hora de proteger a los cuatro agentes.
Quizás más importante, todo este episodio ha dejado al descubierto ante el mundo la desatada corrupción policial, la precariedad del estado de derecho y el narcotráfico que asuela gran parte de América Central, y Guatemala en particular.
Este pequeño país de 12.3 millones de habitantes tiene más de cinco mil homicidios al año, muchos de ellos cometidos por escuadrones de la muerte o comités de vigilantes o por pandilleros, dicen activistas de derechos humanos. Sólo en un dos por ciento de los casos se ha logrado detener a alguien.
El narcotráfico provoca violencia, y funcionarios norteamericanos dicen que la represión contra los barones de la droga en Guatemala deja mucho que desear. Al menos dos tercios de la cocaína consumida en ciudades norteamericanas -gran parte de ella elaborada con coca cultivada en Colombia y Venezuela- pasan por Guatemala, según funcionarios norteamericanos, y varios ex oficiales han sido acusados de narcotráfico.
El presidente Óscar Berger y su ministro del Interior dicen que se están ocupando del problema y señalan que fueron agentes de la policía guatemalteca los que capturaron a los agentes corruptos en primer lugar. Berger también ha respaldado una propuesta para crear una comisión internacional que investige las violaciones a los derechos humanos cometidas por la policía.
Desde 1993 Estados Unidos ha colaborado dos veces en montar fuerzas antinarcóticos especiales aquí, sólo para ver cómo sus comandantes mismos terminaban implicados en el comercio de estupefacientes. El presidente Bush visitará el país la próxima semana, y diplomáticos norteamericanos dicen que la falta de seguridad aquí está muy arriba en el programa.
Activistas de derechos humanos y políticos de la oposición han interpretado los dos asesinatos como prueba de que las bandas criminales han corrompido a la policía nacional de Guatemala y que grupos de agentes operan como sindicatos de la droga, robando y matando a los rivales.
Los escuadrones de agentes corruptos, dicen expertos en derechos humanos y otros, son en cierto sentido una prolongación del largo conflicto interno guatemalteco. Algunos ex oficiales militares que crecieron durante las sangrientas operaciones contra los rebeldes en los años ochenta son ahora miembros de los nuevos escuadrones de delincuentes, de acuerdo a expertos en derechos humanos y políticos de la oposición. Dicen que los otros miembros son más jóvenes, pero han adoptado las viejas prácticas del asesinato y el terrorismo para combatir la delincuencia y, a veces, para llenar sus propios bolsillos.
"Creo que la verdad es que el problema proviene del conflicto armado, cuando el estado trató de protegerse de los rebeldes", dice el editor del diario La Hora, Óscar Clemente Marroquín. "Cuando terminó la guerra, el aparato siguió funcionando de la misma manera, pero ahora no protege a los militares. Ahora protege al crimen organizado".
Un alto funcionario de Naciones Unidas aquí, que pidió permanecer en el anonimato para proteger su neutralidad diplomática, dijo que creía que el ministerio del Interior y la Policía Nacional formaron escuadrones de la muerte en los últimos tres años, para combatir la ola de crímenes violentos cometidos por la notoria pandilla de los mara salvatrucha, un grupo que empezó en Los Angeles con los hijos de los refugiados de las guerra civiles centroamericanas en los años ochenta.
Los agentes en esos escuadrones pertenecen a iglesias evangélicas, dijo el funcionario, y ven los asesinatos extrajudiciales de pandilleros, llamados aquí de ‘limpieza social', como una labor sagrada. Pero también cometen crímenes en su propio beneficio. "Se escapó de sus manos", dice el funcionario. "Crearon un Frankenstein".
Otto Pérez Molina, presidente del Partido Patriótico y candidato a la presidencia, también ha denunciado que hay al menos dos grupos diferentes de agentes corruptos dentro de la Policía Nacional, cada uno controlado por un comisario.
Erwin Sperisen, jefe de la policía nacional, niega que el cuerpo albergue a escuadrones de la muerte, aunque reconoce que su departamento está plagado de agentes corruptos que, a veces, cometen delitos. Debido a las severas leyes laborales y pobres procedimientos de control, dijo, no ha sido capaz de purgar la fuerza policial de 19 mil miembros, formada por los agentes que eran miembros de las dos principales fuerzas policiales que controlaban el país durante la guerra civil y fueron preparados para torturar y matar.
"Hay que terminar con ese tipo de formación", dijo.
Al principio, el asesinato de los parlamentarios salvadoreños pareció estar motivado políticamente. Uno de los tres asesinados era Eduardo José D'Aubuisson, hijo de Roberto D'Aubuisson, el difunto cabecilla de la extrema derecha salvadoreña y fundador del actual partido gobernante. Pero ahora muchos dicen que Eduardo y los otros, junto a su chofer, fueron víctimas de agentes corruptos descontrolados. Los tres se encontraban en la región para asistir a una sesión del Parlamento Centroamericano, un organismo regional.
A eso de las diez treinta del 19 de febrero, Luis Arturo Herrera, un agente condecorado que era jefe de la unidad de crimen organizado de la Policía Nacional de Guatemala, y otros tres agentes utilizaron su sedán sin matrícula para detener, frente a un centro comercial en las afueras de Ciudad de Guatemala, al lujoso coche de tracción trasera de los diputados.
Obligaron al chofer y a D'Aubuisson a subir al sedán, dejando a los otros diputados en su coche, y volvieron con los dos vehículos a la autopista hacia El Salvador, donde fueron captados por una cámara de tráfico, de acuerdo al fiscal a cargo de las pesquisas, Álvaro Matus.
Poco después, según dijeron testigos a los fiscales, también pararon en una gasolinera, donde fueron alcanzados por otros dos agentes de policía y dos hombres de paisano.
Los dos coches continuaron luego hacia un tramo desierto de la carretera cerca del pueblo de Santa Elena Barilla, donde, de acuerdo a las declaraciones de los cuatro agentes, revisaron el coche y golpearon a las víctimas, dijo el jefe Sperisen. Más tarde ese día, a eso de las cuatro y media, pasaron por un camino de tierra hacia una granja llamada Las Conchas. Ahí ejecutaron a balazos a los cuatro hombres, para quemar luego el coche y los hombres. Unos vecinos de los alrededores encontraron luego los restos, dijeron los fiscales.
Los agentes que confesaron dijeron que les habían dicho que los diputados eran narcotraficantes colombianos que transportaban dinero, de acuerdo al jefe Sperisen. Todo el episodio parece haber sido un robo que resultó mal debido a informaciones erróneas, dijo.
El jefe de la policía nacional de El Salvador, Rodrigo Ávila, cree también que los agentes intentaron probablemente robar al grupo y que les dio pánico cuando se enteraron de quiénes eran las víctimas. "Cuando se dieron cuenta de que eran realmente diputados, tomaron la decisión de eliminarlos", dijo.
Ávila dijo que su gobierno no ha descartado la posibilidad de que los agentes de policía hayan sido engañados. "Pueden haber sido manipulados para que atacaran a los diputados, pero no lo sabemos", dijo.
El presidente salvadoreño, Elías Antonio Saca, y altos funcionarios de seguridad han acusado a las autoridades guatemaltecas de permitir que los cuatro agentes confesos fueran asesinados en un intento de encubrimiento. Los salvadoreños también han rechazado indignados la teoría avanzada por detectives guatemaltecos de que los diputados pueden haber estado transportado drogas o dinero ilícito.
Matus, el fiscal, dice que todavía no ha determinado por qué los tres diputados fueron asesinados.
Tampoco han hecho los fiscales demasiados progresos en cuanto a descubrir qué ocurrió en la cárcel de El Boquerón el 25 de febrero.
El alcaide de El Boquerón y más de veinte gendarmes han sido arrestados, pero eso no ha arrojado nuevas luces sobre el asunto. La policía ha descubierto pistolas ocultas en celdas de los reclusos que pueden haber sido usadas en los asesinatos, aunque algunos de los cartuchos recuperados en la cárcel provenían de rifles de asalto.
Por su parte, los reclusos sostienen que ellos se amotinaron sólo después de los asesinatos, porque temían que serían usados como chivos expiatorios. Tomaron rehenes y obligaron al gobierno a enviar a un equipo del telediario y al ombudsman de derechos humanos del país para oír su versión de los acontecimientos.
Familiares de los reclusos, entretanto, dijeron a periodistas locales que los habían sacado de la cárcel horas antes de que el horario de visita hubiera terminado, lo que interpretan como que los gendarmes sabían lo que se estaba preparando.
El fiscal jefe del país, Juan Luis Florido, ha prometido llegar al fondo de ambos crímenes, incluso si se encuentran implicados importantes funcionarios de la policía o del gobierno.
Pero en círculos de activistas de derechos humanos reina el escepticismo. El despacho del fiscal general no tiene los recursos, ni la independencia ni la voluntad para investigar a la Policía Nacional, aseguran.
"No iría tan lejos como para llamarlo un estado fracasado, pero es muy disfuncional", declaró Dan Wilkinson, de Human Rights Watch. "Lo principal son las drogas y la corrupción. Se juega una gran cantidad de dinero. Y las instituciones son extremadamente débiles, incapaces de hacer frente a esos grupos del crimen organizado".
Eugene Palumbo contribuyó al reportaje desde El Salvador.
6 de marzo de 2007
©new york times
©traducción mQh
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