rebelión sin armas
[Chris Kraul] En territorios estratégicos en la guerra civil colombiana, un grupo de campesinos se levanta contra la violencia.
Arenas Altas, Colombia. Ana Hilda Vargas estaba viviendo en un lugar llamado Esperanza cuando un grupo de hombres armados llegó a su finca y le dieron un ultimátum: Deje su casa en 48 horas, o la mataremos.
"Ese día perdí todo lo que construí en mi juventud, todo lo que tenía: cerdos, gallinas, árboles de mango y aguacate, yuca, plantaciones de maíz y frijoles", dijo Vargas, recordando la terrible mañana de 1997, cuando los paramilitares la expulsaron de su tierra en el pueblo de Esperanza.
No sería la última vez que escucharía ese escalofriante aviso.
En los siguientes seis años, la viuda, ahora de 50 años, fue obligada a mudarse de un pueblo a otro por el ejército, los paramilitares de extrema derecha y los grupos guerrilleros de extrema izquierda que luchan por el control de esta estratégica región rica en minerales en el noroeste de Colombia. Como una de los tres millones de personas desplazadas, se convirtió en una estadística de una de las crisis humanitarias más prolongadas del hemisferio.
Finalmente, Vargas decidió que prefería morir antes que volver a ser erradicada. Hace tres años, se unió a la ‘comunidad de paz' de San José de Apartado, donde un grupo de 1200 campesinos pacifistas está armándose de valor para hace frente al conflicto civil en el país.
La comunidad de tres aldeas, que incluye a Arenas Altas, donde vive Vargas, fue fundada en 1997 después de que un arzobispo católico llamado Isaías Duarte -que sería asesinado cinco años después- alentara a los campesinos a decir no a la guerra. Es una de diez comunidades de paz semejantes o ‘zonas humanitarias' en Colombia, de acuerdo a Justicia y Paz, una organización de defensa de los derechos humanos de Bogotá, la capital.
"Están defendiendo un punto de vista moral a riesgo de sus vidas", dijo Lisa Haugaard, del Grupo de Trabajo de América Latina, un grupo de derechos humanos de Washington. "Es un proyecto muy difícil y muy osado, que casi parece invitar los ataques de los varios actores armados".
Vargas vive de la agricultura en este rincón de Colombia, sesgado por los lechos de los ríos y alfombrado de cedros, y árboles de cacao y bananeros, accesible solamente por mula. Su pueblo de doscientas personas, rodeado por la selva, es una pulcra colección de chozas de paneles de madera al borde de la cancha de fútbol del pueblo. Los cerdos y las mulas deambulan libremente.
Ella y otros miembros rechazan todo contacto o colaboración con grupos armados, y acceden a trabajar como un colectivo en las cosechas, el ganado y en proyectos comunitarios, y comparten lo que producen. El grupo mismo es autosuficiente, excepto los pequeños préstamos externos para realizar proyectos comunitarios.
Pero la profesión de neutralidad de la comunidad no le ha protegido de una terrible violencia.
Desde 1997, de los casi 1400 habitantes originales de San José, 178 fueron asesinados por grupos armados que tratan de limpiar la zona de colaboradores sospechosos, apropiarse de tierra fértil para sí mismos o reclamar rutas de transporte para armas y el narcotráfico desde y hacia puertos en el Pacífico y el Caribe.
Debido a los riesgos y dificultades, no han llegado nuevos residentes: Desde su fundación, ha llegado tanta gente como la que se ha marchado.
El líder de la comunidad, Renato Araiza, calcula que un ochenta por ciento de las víctimas han sido asesinadas por el ejército y los paramilitares de extrema derecha, y el resto por los guerrilleros de izquierda en la región de Uraba de la provincia de Antioquía. Un día el año pasado, su hermana de 16 fue asesinada por las guerrillas, por negarse a colaborar con ellos.
"Los dos lados nos sospechan de colaborar con el otro, y es por eso que se quieren marchar todos", dijo Araiza, que también perdió un primo en la violencia. "Estamos tratando de cambiar la lógica de los grupos armados que piensan que pueden resolver todo con las armas".
En un pequeño parque en San Josecito, otro pueblo de la comunidad, rocas pintadas con los nombres de las víctimas y las fechas de sus muertes sirven como humildes monumentos fúnebres. En otros lugares también hay recordatorios del precio pagado por la comunidad. Un quiosco en La Unión, a cinco kilómetros de aquí, fue el sitio del asesinato de seis miembros de la comunidad a manos de los paramilitares, hace seis años.
"Nos han atacado de los dos lados", dice Alicia Guzmán, cuyo marido fue asesinado en 1992, dejándola con tres hijas que debió criar sola.
El número de muertos sería sin duda mucho más alto si no fuera por la presencia de los ‘acompañantes' voluntarios proporcionados por grupos internacionales como la Fellowship for Reconciliation, de San Francisco, o FOR, y las Brigadas Internacionales de Paz, un grupo británico. La tasa de homicidios ha descendido desde 2002, cuando FOR empezó a colocar voluntarios a tiempo completo en la comunidad.
"La esperanza es que por estar aquí, los grupos armados no cometerán actos que puedan crear un problema de relaciones públicas internacionales. Los costes políticos aumentarían si nos pasara algo", dijo Paul Kozak, 24, nativo de Huntingdon, Pensilvania, y voluntario de FOR.
Un católico profundamente religioso que pensó alguna en incorporarse al sacerdocio, Kozak es un pacifista cuya ambición es trabajar de manera no violenta para ayudar a resolver conflictos. Tras graduarse de un instituto jesuita en el Midwest, se marchó a El Salvador para trabajar con pandilleros. Entonces oyó hablar de la resistencia de las comunidades de paz a abandonar sus tierras y se ofreció como voluntario para acompañar. Pero los acompañantes no han impermeabilizado a la comunidad.
En febrero de 2005, el líder y co-fundador de San José, Luis Eduardo Guerra, su novia y su hijo de once años, fueron asesinados a machetazos junto a otras cinco personas poco después de que anunciara que la comunidad de paz ampliaría sus límites para incluir a otro pueblo. Su esposa había muerto el año anterior a causa de la explosión de una granada del ejército.
Los asesinatos provocaron indignación entre grupos internacionales de derechos humanos, pero, como con tantas otras muertes violentas en esta región, ningún sospechoso ha sido encarcelado ni se han presentado cargos.
Muchos miembros de la comunidad acusan al ejército por las muertes, pero el gobierno niega toda responsabilidad. La investigación se ha visto obstaculizada por la reluctancia de la comunidad a cooperar completamente, por temor a represalias.
El presidente colombiano Álvaro Uribe no agradece la neutralidad en lo que ha descrito como una "guerra total" contra las fuerzas subversivas. El año pasado, acusó a la comunidad de apoyar a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, el grupo guerrillero de izquierda más grande del país. Los líderes de la comunidad y activistas por la paz internacionales han dicho que las acusaciones de Uribe no tienen fundamento.
La embajada norteamericana se preocupó lo suficiente de los asesinatos de Guerra y los otros como para retener el ‘certificado' de derechos humanos de Colombia algunos meses después, retrasando la entrega de 35 millones de dólares, de los 600 millones anuales del Plan Colombia y destinado a la lucha contra las drogas y el terrorismo.
Horrorizada por la violencia, la Organización de Estados Americanos exigió que el gobierno de Uribe trabajara con la comunidad de paz sobre la adopción de medidas de protección. Pero dos meses después del asesinato de Guerra y los otros, Urube estableció unilateralmente una base de la policía nacional en medio de San José de Apartado.
La comunidad objetó, diciendo que esa base debería haber sido instalada en las afueras del pueblo. La mayoría de los vecinos huyeron y ya no consideran al pueblo de San José como parte de la zona neutral.
"Nadie ha olvidado lo que pasó en Bojaya", dijo Araiza, el líder de la comunidad, refiriéndose a un pueblo en el vecino estado de Choco, donde en 2002 las guerrillas mataron a 119 campesinos en un ataque de morteros después de que unidades paramilitares del ejército ocuparan brevemente el pueblo.
Desde los asesinatos de febrero de 2005, han muerto otros tres vecinos.
La región de Uraba fue un bastión de la guerrilla hasta fines de los años ochenta, cuando el movimiento de paramilitares de extrema derecha empezó una reacción financiada por los hacendados para contrarrestar las extendidas prácticas de extorsión, secuestros y asesinatos de la guerrilla.
Desde entonces, los dos lados han librado una cruenta guerra por el dominio de la zona, mientras la ideología deja el espacio libre a la lucha por el control del comercio en drogas y armas y propiedad inmobiliaria en Colombia. Periódicos avances y retrocesos de los lados en conflicto han causado toda una marejada de evacuaciones de los campesinos pobres de Uraba, como Vargas.
Los paramilitares de Colombia están siendo desarmados, pero el cada vez más grande ejército de Uribe está llenando el vacío.
En Arenas Altas, Vargas se gana laboriosamente la vida como aparcera, arrendando tierras donde cría cerdos, y cultiva arroz y trigo. La malaria, la fiebre dengue y varias especies de serpientes venenosas pueden imponerse, pero Vargas, una mujer pequeña y desgastada, cuya piel y expresión reflejan toda una vida de dificultades y tragedias, dice que está feliz de vivir en el campo. Durante sus años como nómade, pasó un tiempo en la ciudad de Medellín, donde dice que la gente es tratada como si fueran "máquinas" y casi murió de hambre y soledad.
"Cuando no tienes trabajo, no tienes un lugar donde quedarte y no conoces a nadie, eres simplemente un objeto de reproche en la ciudad", dice Vargas, agregando que se vio obligada a mendigar en las calles para sobrevivir. "En el campo puedes al menos cultivar lo que necesitas para vivir".
En una comunidad donde todo el mundo parece haber perdido a algún familiar a manos del poder arbitrario de las armas, Vargas no es una excepción: Su marido y dos de sus hermanos murieron en la guerra. No le gusta hablar sobre sus muertes.
Aunque ahora la violencia parece engañosamente distante en el tiempo, el pueblo no ha sido olvidado por las partes litigantes.
En marzo estalló una balacera entre las guerrillas y el ejército; los dos lados se dispararon desde las colinas, y las balas pasaban zumbando sobre el pueblo en el pequeño valle abajo. En la balacera murió un soldado.
Vargas cree que la presencia de Kozak y su colega voluntario de FOR, Gilberto Villaseñor, ha salvado a los aldeanos de otra orden de evacuación forzada, o algo peor.
"Si no hubieran estado aquí, nos habrían aplastado", dijo.
Justo antes de que empezara la batalla, Vargas y los dos voluntarios se acercaron a las tropas que se habían reunido en la cancha de fútbol. Ella sabía que los guerrilleros estaban en la zona, y pidió a los soldados que dejaran marcharse a un padre y su hijo, que habían sido detenidos, y que se fueran, para evitar el derramamiento de sangre.
Kozak, que describió la balacera de media hora como "terrible y ensordecedora", habló con admiración del coraje del Vargas, diciendo que se ofreció a correr riesgos ella misma para ahorrar al pueblo la violencia, que su testaruda insistencia en hablar de frente y mantenerse en sus trece había ayudado a la causa de la paz.
Vargas, que todavía espera que la guerra termine y que pueda volver algún día a su finca en Esperanza, dijo que tenía poco que perder.
"Vivir en el campo", dijo. "No sabría vivir de otra manera".
"Ese día perdí todo lo que construí en mi juventud, todo lo que tenía: cerdos, gallinas, árboles de mango y aguacate, yuca, plantaciones de maíz y frijoles", dijo Vargas, recordando la terrible mañana de 1997, cuando los paramilitares la expulsaron de su tierra en el pueblo de Esperanza.
No sería la última vez que escucharía ese escalofriante aviso.
En los siguientes seis años, la viuda, ahora de 50 años, fue obligada a mudarse de un pueblo a otro por el ejército, los paramilitares de extrema derecha y los grupos guerrilleros de extrema izquierda que luchan por el control de esta estratégica región rica en minerales en el noroeste de Colombia. Como una de los tres millones de personas desplazadas, se convirtió en una estadística de una de las crisis humanitarias más prolongadas del hemisferio.
Finalmente, Vargas decidió que prefería morir antes que volver a ser erradicada. Hace tres años, se unió a la ‘comunidad de paz' de San José de Apartado, donde un grupo de 1200 campesinos pacifistas está armándose de valor para hace frente al conflicto civil en el país.
La comunidad de tres aldeas, que incluye a Arenas Altas, donde vive Vargas, fue fundada en 1997 después de que un arzobispo católico llamado Isaías Duarte -que sería asesinado cinco años después- alentara a los campesinos a decir no a la guerra. Es una de diez comunidades de paz semejantes o ‘zonas humanitarias' en Colombia, de acuerdo a Justicia y Paz, una organización de defensa de los derechos humanos de Bogotá, la capital.
"Están defendiendo un punto de vista moral a riesgo de sus vidas", dijo Lisa Haugaard, del Grupo de Trabajo de América Latina, un grupo de derechos humanos de Washington. "Es un proyecto muy difícil y muy osado, que casi parece invitar los ataques de los varios actores armados".
Vargas vive de la agricultura en este rincón de Colombia, sesgado por los lechos de los ríos y alfombrado de cedros, y árboles de cacao y bananeros, accesible solamente por mula. Su pueblo de doscientas personas, rodeado por la selva, es una pulcra colección de chozas de paneles de madera al borde de la cancha de fútbol del pueblo. Los cerdos y las mulas deambulan libremente.
Ella y otros miembros rechazan todo contacto o colaboración con grupos armados, y acceden a trabajar como un colectivo en las cosechas, el ganado y en proyectos comunitarios, y comparten lo que producen. El grupo mismo es autosuficiente, excepto los pequeños préstamos externos para realizar proyectos comunitarios.
Pero la profesión de neutralidad de la comunidad no le ha protegido de una terrible violencia.
Desde 1997, de los casi 1400 habitantes originales de San José, 178 fueron asesinados por grupos armados que tratan de limpiar la zona de colaboradores sospechosos, apropiarse de tierra fértil para sí mismos o reclamar rutas de transporte para armas y el narcotráfico desde y hacia puertos en el Pacífico y el Caribe.
Debido a los riesgos y dificultades, no han llegado nuevos residentes: Desde su fundación, ha llegado tanta gente como la que se ha marchado.
El líder de la comunidad, Renato Araiza, calcula que un ochenta por ciento de las víctimas han sido asesinadas por el ejército y los paramilitares de extrema derecha, y el resto por los guerrilleros de izquierda en la región de Uraba de la provincia de Antioquía. Un día el año pasado, su hermana de 16 fue asesinada por las guerrillas, por negarse a colaborar con ellos.
"Los dos lados nos sospechan de colaborar con el otro, y es por eso que se quieren marchar todos", dijo Araiza, que también perdió un primo en la violencia. "Estamos tratando de cambiar la lógica de los grupos armados que piensan que pueden resolver todo con las armas".
En un pequeño parque en San Josecito, otro pueblo de la comunidad, rocas pintadas con los nombres de las víctimas y las fechas de sus muertes sirven como humildes monumentos fúnebres. En otros lugares también hay recordatorios del precio pagado por la comunidad. Un quiosco en La Unión, a cinco kilómetros de aquí, fue el sitio del asesinato de seis miembros de la comunidad a manos de los paramilitares, hace seis años.
"Nos han atacado de los dos lados", dice Alicia Guzmán, cuyo marido fue asesinado en 1992, dejándola con tres hijas que debió criar sola.
El número de muertos sería sin duda mucho más alto si no fuera por la presencia de los ‘acompañantes' voluntarios proporcionados por grupos internacionales como la Fellowship for Reconciliation, de San Francisco, o FOR, y las Brigadas Internacionales de Paz, un grupo británico. La tasa de homicidios ha descendido desde 2002, cuando FOR empezó a colocar voluntarios a tiempo completo en la comunidad.
"La esperanza es que por estar aquí, los grupos armados no cometerán actos que puedan crear un problema de relaciones públicas internacionales. Los costes políticos aumentarían si nos pasara algo", dijo Paul Kozak, 24, nativo de Huntingdon, Pensilvania, y voluntario de FOR.
Un católico profundamente religioso que pensó alguna en incorporarse al sacerdocio, Kozak es un pacifista cuya ambición es trabajar de manera no violenta para ayudar a resolver conflictos. Tras graduarse de un instituto jesuita en el Midwest, se marchó a El Salvador para trabajar con pandilleros. Entonces oyó hablar de la resistencia de las comunidades de paz a abandonar sus tierras y se ofreció como voluntario para acompañar. Pero los acompañantes no han impermeabilizado a la comunidad.
En febrero de 2005, el líder y co-fundador de San José, Luis Eduardo Guerra, su novia y su hijo de once años, fueron asesinados a machetazos junto a otras cinco personas poco después de que anunciara que la comunidad de paz ampliaría sus límites para incluir a otro pueblo. Su esposa había muerto el año anterior a causa de la explosión de una granada del ejército.
Los asesinatos provocaron indignación entre grupos internacionales de derechos humanos, pero, como con tantas otras muertes violentas en esta región, ningún sospechoso ha sido encarcelado ni se han presentado cargos.
Muchos miembros de la comunidad acusan al ejército por las muertes, pero el gobierno niega toda responsabilidad. La investigación se ha visto obstaculizada por la reluctancia de la comunidad a cooperar completamente, por temor a represalias.
El presidente colombiano Álvaro Uribe no agradece la neutralidad en lo que ha descrito como una "guerra total" contra las fuerzas subversivas. El año pasado, acusó a la comunidad de apoyar a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, el grupo guerrillero de izquierda más grande del país. Los líderes de la comunidad y activistas por la paz internacionales han dicho que las acusaciones de Uribe no tienen fundamento.
La embajada norteamericana se preocupó lo suficiente de los asesinatos de Guerra y los otros como para retener el ‘certificado' de derechos humanos de Colombia algunos meses después, retrasando la entrega de 35 millones de dólares, de los 600 millones anuales del Plan Colombia y destinado a la lucha contra las drogas y el terrorismo.
Horrorizada por la violencia, la Organización de Estados Americanos exigió que el gobierno de Uribe trabajara con la comunidad de paz sobre la adopción de medidas de protección. Pero dos meses después del asesinato de Guerra y los otros, Urube estableció unilateralmente una base de la policía nacional en medio de San José de Apartado.
La comunidad objetó, diciendo que esa base debería haber sido instalada en las afueras del pueblo. La mayoría de los vecinos huyeron y ya no consideran al pueblo de San José como parte de la zona neutral.
"Nadie ha olvidado lo que pasó en Bojaya", dijo Araiza, el líder de la comunidad, refiriéndose a un pueblo en el vecino estado de Choco, donde en 2002 las guerrillas mataron a 119 campesinos en un ataque de morteros después de que unidades paramilitares del ejército ocuparan brevemente el pueblo.
Desde los asesinatos de febrero de 2005, han muerto otros tres vecinos.
La región de Uraba fue un bastión de la guerrilla hasta fines de los años ochenta, cuando el movimiento de paramilitares de extrema derecha empezó una reacción financiada por los hacendados para contrarrestar las extendidas prácticas de extorsión, secuestros y asesinatos de la guerrilla.
Desde entonces, los dos lados han librado una cruenta guerra por el dominio de la zona, mientras la ideología deja el espacio libre a la lucha por el control del comercio en drogas y armas y propiedad inmobiliaria en Colombia. Periódicos avances y retrocesos de los lados en conflicto han causado toda una marejada de evacuaciones de los campesinos pobres de Uraba, como Vargas.
Los paramilitares de Colombia están siendo desarmados, pero el cada vez más grande ejército de Uribe está llenando el vacío.
En Arenas Altas, Vargas se gana laboriosamente la vida como aparcera, arrendando tierras donde cría cerdos, y cultiva arroz y trigo. La malaria, la fiebre dengue y varias especies de serpientes venenosas pueden imponerse, pero Vargas, una mujer pequeña y desgastada, cuya piel y expresión reflejan toda una vida de dificultades y tragedias, dice que está feliz de vivir en el campo. Durante sus años como nómade, pasó un tiempo en la ciudad de Medellín, donde dice que la gente es tratada como si fueran "máquinas" y casi murió de hambre y soledad.
"Cuando no tienes trabajo, no tienes un lugar donde quedarte y no conoces a nadie, eres simplemente un objeto de reproche en la ciudad", dice Vargas, agregando que se vio obligada a mendigar en las calles para sobrevivir. "En el campo puedes al menos cultivar lo que necesitas para vivir".
En una comunidad donde todo el mundo parece haber perdido a algún familiar a manos del poder arbitrario de las armas, Vargas no es una excepción: Su marido y dos de sus hermanos murieron en la guerra. No le gusta hablar sobre sus muertes.
Aunque ahora la violencia parece engañosamente distante en el tiempo, el pueblo no ha sido olvidado por las partes litigantes.
En marzo estalló una balacera entre las guerrillas y el ejército; los dos lados se dispararon desde las colinas, y las balas pasaban zumbando sobre el pueblo en el pequeño valle abajo. En la balacera murió un soldado.
Vargas cree que la presencia de Kozak y su colega voluntario de FOR, Gilberto Villaseñor, ha salvado a los aldeanos de otra orden de evacuación forzada, o algo peor.
"Si no hubieran estado aquí, nos habrían aplastado", dijo.
Justo antes de que empezara la batalla, Vargas y los dos voluntarios se acercaron a las tropas que se habían reunido en la cancha de fútbol. Ella sabía que los guerrilleros estaban en la zona, y pidió a los soldados que dejaran marcharse a un padre y su hijo, que habían sido detenidos, y que se fueran, para evitar el derramamiento de sangre.
Kozak, que describió la balacera de media hora como "terrible y ensordecedora", habló con admiración del coraje del Vargas, diciendo que se ofreció a correr riesgos ella misma para ahorrar al pueblo la violencia, que su testaruda insistencia en hablar de frente y mantenerse en sus trece había ayudado a la causa de la paz.
Vargas, que todavía espera que la guerra termine y que pueda volver algún día a su finca en Esperanza, dijo que tenía poco que perder.
"Vivir en el campo", dijo. "No sabría vivir de otra manera".
chris.kraul@latimes.com
7 de mayo de 2007
18 de septiembre de 2006
©los angeles times
©traducción mQh
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