antigua tribu en encrucijada
[Manuel Roig-Franzia] Los huraños seri de México confrontan la inevitable marcha hacia el desarrollo.
Punta Chueca, México. Gloria Sesma sujeta con fuerza los duros tallos de un mimbre del desierto con sus incisivos, despojando a la planta de las blandas fibras que necesita para trenzar unas gráciles cestas.
El trabajo de toda la vida de Sesma le ha gastado sus incisivos, dejándolos convertidos en diminutos tocones, como los dientes de otras mujeres en esta remota aldea del Golfo de California, territorio de uno de los pueblos indígenas más hoscos, los indios seri. Ella y sus hijas adhieren a las técnicas tradicionales, de modo que puede tomar hasta diez meses nada más desfibrar y trenzar una sola cesta.
Pero la familia de Sesma también refleja las nuevas realidades de los seri, una tribu en una encrucijada. Mientras que ocho de sus hijos se casaron dentro de la tribu, el noveno -su hijo Ezekiel- irritó a la familia al romper con la tradición y marchándose, el año pasado, para casarse con una mujer desconocida.
Ahora el anhelo de aislamiento de los seri está siendo puesto a prueba. La inevitable marcha del desarrollo está obligando a los seri a hacer frente a cuestiones fundamentales sobre su futuro, cuestiones que ayudarán a determinar si una de las últimas tribus verdaderamente autónomas de México se funde con la sociedad mayor o se mantiene aislada del resto del mundo.
"La comunidad está atravesando por este crucial momento", dice Jay Roberts, profesor en el Earlham College, en Indiana, que estudia a los seri. "Son un caso de estudio de lo que está ocurriendo con los pueblos indígenas en todo el mundo".
Las dos aldeas de la tribu -Punta Chueca y Desemboque- yacen directamente en el camino de la más grande operación turística mexicana de los últimos veinticinco años. Según un plan todavía en curso, hoteles y condominios surgirán a lo largo del borde costero del mismo modo que otra generación de mexicanos transformaron Cancún y Acapulco, de los dos pueblos somnolientos que eran, en balnearios. Aquí el cambio parece inevitable, sea que el desarrollo perfore el territorio seri o simplemente se extienda hasta sus bordes.
Los seri controlan más de 1.165 kilómetros cuadrados de una paradisíaca línea costera donde han recolectado cangrejos, recorrido el desierto a la búsqueda de plantas medicinales y peleado por mantener fuera a los desconocidos. En el pasado eran nómades, y se trasladaban de un campamento de pesca a otro en el continente y su principal asentamiento en Isla Tiburón, la isla más grande de México, que está separada de Punta Chueca por un estrecho pero traicionero estrecho conocido como Infiernillo.
En los años sesenta, el gobierno mexicano declaró la Isla Tiburón reserva natural y obligó a los indios seri a abandonar la isla, reasentando a la tribu en achaparradas casas de cemento en Punta Chueca y Desemboque. La tribu, que cuenta con menos de mil miembros, vive en las inhóspitas condiciones del desierto: el agua fresca la traen en camiones y casi no existe la fontanería moderna.
Los seri ganan dinero vendiendo ostiones y cangrejos que recogen en el Infiernillo, así como vendiendo sus cestas y grabados en palo hacha. Según un acuerdo con el gobierno, la tribu también recibe ingresos por la venta de permisos a cazadores norteamericanos, que pagan cincuenta mil dólares al año por el derecho a matar a muflones en Isla Tiburón. Pero el dinero no estira demasiado, lo que deja a los seri viviendo en aldeas sembradas de basura.
Punta Chueca, a cuatro horas de Tucson, es un lugar de inexplicables contradicciones. Brillantes coches nuevos -algunos presuntamente robados- aparcan frente a casas destartaladas donde los inquilinos duermen en el suelo de tierra. Los perros deambulan por todos lados, mientras los niños de caras sucias pasan días sin jabón o agua para asearse. Algunos jóvenes vuelven a casa equipados de antenas parabólicas, para mirar culebrones mexicanos.
Aunque su territorio está en México, los seri no se consideran mexicanos -dicen que los mexicanos son los que viven fuera de las tierras seri. Han habido ocasionales enfrentamientos a balazos entre la tribu y las autoridades del estado de Sonora por entrar a territorio seri a investigar algunos crímenes. El gobernador de Sonora, Eduardo Bours Castelo, se ha quejado del "primitivismo de los seri".
"Somos tercos", dijo el marido de Sema, Ernesto Molina, 58, una tarde hace poco. "Tampoco queremos que nos visiten. No tenemos muchos contactos con la gente de México. Los mexicanos no son bienvenidos aquí".
Molina, que se gana difícilmente la vida con la pesca y haciendo de guía para los escasos turistas que encuentran su aldea, pasa del español, que aprendió con pescadores mexicanos, y al oscuro dialecto seri, que según Roberts lo entienden sólo cinco extranjeros. El dialecto alcanza la cima del lirismo cuando las torturas laúdes fondean en la playa y los seri entonan antiguas melodías para rogarle que vuelva al mar.
Molina considera sacrosantas esas tradiciones y le fastidia la intrusión de extranjeros y sus ideas. Es por eso que para él fue difícil tener que tragarse lo que pasó hace algunos años durante un rito seri -la celebración de Año Nuevo el 30 de junio, el fin del calendario anual de la tribu. Una joven turista mexicana conquistó a la gema de su corazón, su hijo Ezekiel, durante las festividades.
El romance floreció y no mucho después, Ezekiel anunció que quería casarse. Algunos hombres seri se habían casado fuera de la tribu, pero Molina no pensó nunca que eso iba a pasar en su propia familia.
"Me entristeció", dijo.
Ezekiel, sin embargo, no pudo ser disuadido.
"Para mí, ella era una mujer, aunque no fuera seri", dijo hace poco Ezekiel Molina, ahora de 33 años. "Yo no pienso de ese modo. No soy racista. Rechazo la discriminación".
Dejó Punta Chueca, cruzando los 20 kilómetros del surcado sendero del desierto que conecta la aldea con el pequeño pueblo costero de Bahía de Kino. Pero la vida fuera de la aldea no es fácil. No se puede adaptar a horarios de trabajo regulares y ni a los esfuerzos por educar a su hija con los pocos pesos que gana trabajando ocasionalmente como artista de tatuajes. Dice que se siente incómodo en una sociedad donde el consumo de drogas es habitual; desde que dejara su aldea natal, el uso de drogas ilegales se ha convertido en un importante problema entre los seri.
Ha pensado en volver, pero no está seguro. Fuera de la aldea, él y su familia usan medicinas modernas cuando se enferman. Cuando vuelve a la aldea, ve a su padre en la choza de la curandera, recogiendo remedios derivados de plantas del desierto. Su hija no entiende a sus hermanos y hermanas: sólo habla español.
La partida de Ezekiel de la aldea es parte de un goteo de seri, la mayoría de los cuales deambulan entre Punta Chueca y Bahía de Kino de modo que sus hijos puedan asistir a mejores escuelas. Pedro Torres, 41, el único seri que ha sacado un doctorado, traslada a su familia a Bahía de Kino al comienzo del año escolar. Allá, sus hijos descubrieron las historietas de Power Rangers y hablan español fluidamente.
Su mujer, Blanca Lidia Monroy -las mujeres seri no adoptan el apellido del hombre-, estaba sentada en un patio lateral una tarde hace poco trenzando cestas mientras uno de sus hijos hojeaba un diccionario seri-español publicado recientemente, el primer diccionario en su tipo. Monroy sonrió, luciendo los dientes postizos que se hizo poner para cubrir el daño hecho a sus dientes por pelar talos de mimbre.
Al término del año escolar, cuando vuelve a Punta Chueca sus vecinos la miran raro. Algunos la evitan.
"Aquí las cosas no cambian nunca", dijo. "No entienden por qué debería dejar Punta Chueca por la educación de mis hijos. No entienden que quiero algo más para mis hijos".
Torres, que trabaja a una hora de camino de la ciudad de Hermosillo como educador indígena del estado, califica las urbanizaciones para jubilados que están surgiendo en el norte del territorio seri de "alarma roja" para su pueblo. Se estremece cuando oye a los viejos de la aldea instar a su pueblo a aislarse todavía más.
"Tenemos que hacer frente a la realidad", dijo Torres. "Tarde o temprano, tendremos este conflicto con todo este desarrollo. Vendrán aquí y querrán construir hoteles y no estamos preparando para detenerlos".
El único modo de salvar la cultura seri, dijo Torres, es que la gente joven se marche de las aldeas, se eduque, y vuelva luego capacitada con nuevas ideas. Otros pueblos indígenas de México han hecho lo mismo, dijo, nombrando en ayuntamientos y negocios a jóvenes profesionales, mientras conserva su identidad tribal.
Pero los seri, dijo, en general aprueban el aislamiento. Incluso el camino que lleva a su aldea es poco acogedor, dijo. Una tarde hace poco, un todoterrenos lleno de desconocidos avanzó hasta Punta Chueca. Tres niños esperaban en la entrada. Cuando vieron el vehículo, lanzaron contra este una lluvia de piedras.
El trabajo de toda la vida de Sesma le ha gastado sus incisivos, dejándolos convertidos en diminutos tocones, como los dientes de otras mujeres en esta remota aldea del Golfo de California, territorio de uno de los pueblos indígenas más hoscos, los indios seri. Ella y sus hijas adhieren a las técnicas tradicionales, de modo que puede tomar hasta diez meses nada más desfibrar y trenzar una sola cesta.
Pero la familia de Sesma también refleja las nuevas realidades de los seri, una tribu en una encrucijada. Mientras que ocho de sus hijos se casaron dentro de la tribu, el noveno -su hijo Ezekiel- irritó a la familia al romper con la tradición y marchándose, el año pasado, para casarse con una mujer desconocida.
Ahora el anhelo de aislamiento de los seri está siendo puesto a prueba. La inevitable marcha del desarrollo está obligando a los seri a hacer frente a cuestiones fundamentales sobre su futuro, cuestiones que ayudarán a determinar si una de las últimas tribus verdaderamente autónomas de México se funde con la sociedad mayor o se mantiene aislada del resto del mundo.
"La comunidad está atravesando por este crucial momento", dice Jay Roberts, profesor en el Earlham College, en Indiana, que estudia a los seri. "Son un caso de estudio de lo que está ocurriendo con los pueblos indígenas en todo el mundo".
Las dos aldeas de la tribu -Punta Chueca y Desemboque- yacen directamente en el camino de la más grande operación turística mexicana de los últimos veinticinco años. Según un plan todavía en curso, hoteles y condominios surgirán a lo largo del borde costero del mismo modo que otra generación de mexicanos transformaron Cancún y Acapulco, de los dos pueblos somnolientos que eran, en balnearios. Aquí el cambio parece inevitable, sea que el desarrollo perfore el territorio seri o simplemente se extienda hasta sus bordes.
Los seri controlan más de 1.165 kilómetros cuadrados de una paradisíaca línea costera donde han recolectado cangrejos, recorrido el desierto a la búsqueda de plantas medicinales y peleado por mantener fuera a los desconocidos. En el pasado eran nómades, y se trasladaban de un campamento de pesca a otro en el continente y su principal asentamiento en Isla Tiburón, la isla más grande de México, que está separada de Punta Chueca por un estrecho pero traicionero estrecho conocido como Infiernillo.
En los años sesenta, el gobierno mexicano declaró la Isla Tiburón reserva natural y obligó a los indios seri a abandonar la isla, reasentando a la tribu en achaparradas casas de cemento en Punta Chueca y Desemboque. La tribu, que cuenta con menos de mil miembros, vive en las inhóspitas condiciones del desierto: el agua fresca la traen en camiones y casi no existe la fontanería moderna.
Los seri ganan dinero vendiendo ostiones y cangrejos que recogen en el Infiernillo, así como vendiendo sus cestas y grabados en palo hacha. Según un acuerdo con el gobierno, la tribu también recibe ingresos por la venta de permisos a cazadores norteamericanos, que pagan cincuenta mil dólares al año por el derecho a matar a muflones en Isla Tiburón. Pero el dinero no estira demasiado, lo que deja a los seri viviendo en aldeas sembradas de basura.
Punta Chueca, a cuatro horas de Tucson, es un lugar de inexplicables contradicciones. Brillantes coches nuevos -algunos presuntamente robados- aparcan frente a casas destartaladas donde los inquilinos duermen en el suelo de tierra. Los perros deambulan por todos lados, mientras los niños de caras sucias pasan días sin jabón o agua para asearse. Algunos jóvenes vuelven a casa equipados de antenas parabólicas, para mirar culebrones mexicanos.
Aunque su territorio está en México, los seri no se consideran mexicanos -dicen que los mexicanos son los que viven fuera de las tierras seri. Han habido ocasionales enfrentamientos a balazos entre la tribu y las autoridades del estado de Sonora por entrar a territorio seri a investigar algunos crímenes. El gobernador de Sonora, Eduardo Bours Castelo, se ha quejado del "primitivismo de los seri".
"Somos tercos", dijo el marido de Sema, Ernesto Molina, 58, una tarde hace poco. "Tampoco queremos que nos visiten. No tenemos muchos contactos con la gente de México. Los mexicanos no son bienvenidos aquí".
Molina, que se gana difícilmente la vida con la pesca y haciendo de guía para los escasos turistas que encuentran su aldea, pasa del español, que aprendió con pescadores mexicanos, y al oscuro dialecto seri, que según Roberts lo entienden sólo cinco extranjeros. El dialecto alcanza la cima del lirismo cuando las torturas laúdes fondean en la playa y los seri entonan antiguas melodías para rogarle que vuelva al mar.
Molina considera sacrosantas esas tradiciones y le fastidia la intrusión de extranjeros y sus ideas. Es por eso que para él fue difícil tener que tragarse lo que pasó hace algunos años durante un rito seri -la celebración de Año Nuevo el 30 de junio, el fin del calendario anual de la tribu. Una joven turista mexicana conquistó a la gema de su corazón, su hijo Ezekiel, durante las festividades.
El romance floreció y no mucho después, Ezekiel anunció que quería casarse. Algunos hombres seri se habían casado fuera de la tribu, pero Molina no pensó nunca que eso iba a pasar en su propia familia.
"Me entristeció", dijo.
Ezekiel, sin embargo, no pudo ser disuadido.
"Para mí, ella era una mujer, aunque no fuera seri", dijo hace poco Ezekiel Molina, ahora de 33 años. "Yo no pienso de ese modo. No soy racista. Rechazo la discriminación".
Dejó Punta Chueca, cruzando los 20 kilómetros del surcado sendero del desierto que conecta la aldea con el pequeño pueblo costero de Bahía de Kino. Pero la vida fuera de la aldea no es fácil. No se puede adaptar a horarios de trabajo regulares y ni a los esfuerzos por educar a su hija con los pocos pesos que gana trabajando ocasionalmente como artista de tatuajes. Dice que se siente incómodo en una sociedad donde el consumo de drogas es habitual; desde que dejara su aldea natal, el uso de drogas ilegales se ha convertido en un importante problema entre los seri.
Ha pensado en volver, pero no está seguro. Fuera de la aldea, él y su familia usan medicinas modernas cuando se enferman. Cuando vuelve a la aldea, ve a su padre en la choza de la curandera, recogiendo remedios derivados de plantas del desierto. Su hija no entiende a sus hermanos y hermanas: sólo habla español.
La partida de Ezekiel de la aldea es parte de un goteo de seri, la mayoría de los cuales deambulan entre Punta Chueca y Bahía de Kino de modo que sus hijos puedan asistir a mejores escuelas. Pedro Torres, 41, el único seri que ha sacado un doctorado, traslada a su familia a Bahía de Kino al comienzo del año escolar. Allá, sus hijos descubrieron las historietas de Power Rangers y hablan español fluidamente.
Su mujer, Blanca Lidia Monroy -las mujeres seri no adoptan el apellido del hombre-, estaba sentada en un patio lateral una tarde hace poco trenzando cestas mientras uno de sus hijos hojeaba un diccionario seri-español publicado recientemente, el primer diccionario en su tipo. Monroy sonrió, luciendo los dientes postizos que se hizo poner para cubrir el daño hecho a sus dientes por pelar talos de mimbre.
Al término del año escolar, cuando vuelve a Punta Chueca sus vecinos la miran raro. Algunos la evitan.
"Aquí las cosas no cambian nunca", dijo. "No entienden por qué debería dejar Punta Chueca por la educación de mis hijos. No entienden que quiero algo más para mis hijos".
Torres, que trabaja a una hora de camino de la ciudad de Hermosillo como educador indígena del estado, califica las urbanizaciones para jubilados que están surgiendo en el norte del territorio seri de "alarma roja" para su pueblo. Se estremece cuando oye a los viejos de la aldea instar a su pueblo a aislarse todavía más.
"Tenemos que hacer frente a la realidad", dijo Torres. "Tarde o temprano, tendremos este conflicto con todo este desarrollo. Vendrán aquí y querrán construir hoteles y no estamos preparando para detenerlos".
El único modo de salvar la cultura seri, dijo Torres, es que la gente joven se marche de las aldeas, se eduque, y vuelva luego capacitada con nuevas ideas. Otros pueblos indígenas de México han hecho lo mismo, dijo, nombrando en ayuntamientos y negocios a jóvenes profesionales, mientras conserva su identidad tribal.
Pero los seri, dijo, en general aprueban el aislamiento. Incluso el camino que lleva a su aldea es poco acogedor, dijo. Una tarde hace poco, un todoterrenos lleno de desconocidos avanzó hasta Punta Chueca. Tres niños esperaban en la entrada. Cuando vieron el vehículo, lanzaron contra este una lluvia de piedras.
31 de julio de 2007
28 de junio de 2007
©washington post
©traducción mQh
1 comentario
Alejandra -
Washington Post: "Ancient Tribe at a Crossroads
Mexico's Reclusive Seri Confront the Inevitable March of Development"
Te sugiero que traduzcas bien el título, pues sería recluído o solitario, pero nunca huraño.
Muchas gracias