dios en la política
[Mark Lilla] El resurgimiento de las teologías políticas en el mundo político. Primera entrega.
El ocaso de los dioses ha sido postergado. Durante más de dos siglos, desde las revoluciones francesa y estadounidense hasta el colapso del comunismo soviético, la política mundial ha girado en torno a problemas eminentemente políticos. Guerras y revoluciones, clases y justicia de clase, raza e identidad nacional -esas eran las cuestiones que nos dividían. Hoy, hemos llegado a un punto en que nuestros problemas empiezan a parecerse nuevamente a los del siglo dieciséis, y nos encontramos enredados en conflictos sobre revelaciones contradictorias, pureza de los dogmas y deber divino. En Occidente estamos preocupados y confundidos. Aunque tenemos nuestros propios fundamentalistas, nos parece incomprensible que las ideas teológicas todavía provoquen pasiones mesiánicas, que dejan atrás sociedades en ruina. Habíamos dado por sentado que esto ya no era posible, que los seres humanos habían aprendido a separar las cuestiones religiosas de las políticas, que el fanatismo había muerto. Estábamos equivocados.
Un ejemplo: en mayo del año pasado, el presidente Mahmoud Ahmadinejad, de Irán, envió una carta abierta al presidente George W. Bush que fue traducida y publicada en diarios de todo el mundo. Su tema era la política contemporánea y su lenguaje, el de la revelación divina. Después de repetir toda una letanía de quejas contra decisiones reales o imaginarias de la política exterior norteamericana, Ahmadinejad escribió: "Si los profetas Abraham, Isaac, Jacobo, Ismael, José o Jesucristo (que la paz sea con él) vivieran hoy con nosotros, ¿cómo juzgarían nuestra conducta?" No era una pregunta retórica. "Me han dicho que Su Excelencia sigue las enseñanzas de Jesús (que la paz sea con él) y cree en la promesa divina de que los justos gobernarán la Tierra", continuaba Ahmadinejad, recordando al otro feligrés que "de acuerdo a los versos divinos, todos hemos sido llamados a adorar a un solo Dios y seguir las enseñanzas de sus sagrados profetas". Luego sigue una especie de llamado al altar, en el que el presidente estadounidense es invitado a adaptar sus acciones a esos versos. Y luego sigue una amenazadora profecía: "El liberalismo y las democracias occidentales no han sido capaces de lograr los ideales de la humanidad. Hoy, esos dos conceptos han fracasado. Aquellos que lo saben ya pueden oír el sonido de la destrucción y ocaso de la ideología de los sistemas democráticos liberales... Nos guste o no, el mundo gravita hacia la fe en el Todopoderoso y la justicia y la voluntad de Dios prevalecerán sobre todas las cosas".
Este es el lenguaje de la teología política, y durante milenios fue la única lengua que tuvieron los humanos para expresar sus ideas sobre la vida política. Es primordial, pero también contemporánea: millones de personas todavía prosiguen la búsqueda de tiempos inmemoriales para colocar la vida humana bajo la autoridad de Dios, y tienen sus razones. Para entenderlos, sólo necesitamos interpretar el lenguaje de la teología política -que es sin embargo lo que encontramos más difícil de hacer. Enmudecemos con la lectura de cartas como la de Ahmadinejad, como exploradores que descubren inscripciones antiguas escritas en jeroglíficos.
El problema es nuestro, no de él. Hace algo más de dos siglos empezamos a creer que el Occidente iba en camino hacia una democracia laica moderna y que las otras sociedades, una vez que entraran al mismo sendero, lo recorrerían inevitablemente. Aunque esto no ha ocurrido, todavía conservamos nuestra fe implícita en el proceso de modernización y culpamos de los retrasos a circunstancias atenuantes como la pobreza o el colonialismo. Este presupuesto modela el modo en que vemos la teología política, especialmente bajo su forma islámica: como un atavismo que exige un análisis psicológico o sociológico, pero no un tratamiento intelectual serio. Los islamitas, incluso si son profesionales eruditos, nos parecen fundamentalmente personas frustradas, representantes irracionales de sociedades frustradas e irracionales, nada más que eso. Vivimos, por decirlo así, en la otra orilla. Cuando observamos a los que están al otro lado, nos asombramos, ya que tenemos sólo un recuerdo distante de lo que es pensar como ellos. Todos hacemos frente a las mismas preguntas sobre la existencia política, pero su modo de responderlas se ha convertido en algo ajeno a nosotros. En una orilla, las instituciones políticas son concebidas en términos de autoridad divina y redención espiritual; peor no en la otra. Y eso, como lo habría dicho Robert Frost, es lo que hace la diferencia.
Entender esta diferencia es la tarea intelectual y política más urgente de hoy. Pero ¿dónde empezar? El caso del islam contemporáneo está en la mente de todos, pero es tan recargada con indignación e ignorancia que llega a ser paralizante. Todo lo que oímos son sonidos extraños, que motivan actos indescriptibles. Si queremos romper alguna vez la gramática y sintaxis de la teología política, tendremos que empezar por nosotros mismos. La historia de la teología política en Occidente es una historia instructiva, y no terminó con el nacimiento de la ciencia moderna, o con la Ilustración, o las revoluciones francesa y estadounidense, o cualquier otro momento histórico específico. La teología política fue una presencia en la vida intelectual de Occidente hasta bien entrado el siglo veinte, cuando para entonces se había despojado de los presupuestos de la Edad Media y hallado motivos modernos para buscar inspiración política en la Biblia. Al principio, esta teología política moderna expresaba puntos de vista aparentemente ilustrados y fue acogida incluso por partidarios de la democracia liberal. Pero tras la Primera Guerra Mundial adquirió visos apocalípticos, y los ‘hombres nuevos' ansiosos por adelantar el futuro empezaron a generar justificaciones conceptuales de las ideologías más repugnantes -e impías- de la época, como el nazismo y el comunismo.
Es una historia inquietante, que plantea profundas interrogantes sobre la fragilidad de nuestra visión moderna. Incluso las democracias más estables y exitosas, con los fieles más civilizados y nobles, han demostrado ser vulnerables al mesianismo político y su justificación teológica. Si podemos entender cómo fue eso posible en el avanzado Occidente, si podemos oír a la teología política en un lenguaje más reconocible, representado por gente en ropas familiares y con nombres familiares, quizás entonces podamos recordar cómo se ve el mundo desde su perspectiva. Este sería entonces un pequeño paso para sopesar el reto al que nos enfrentamos y decidir cómo responder.
Un ejemplo: en mayo del año pasado, el presidente Mahmoud Ahmadinejad, de Irán, envió una carta abierta al presidente George W. Bush que fue traducida y publicada en diarios de todo el mundo. Su tema era la política contemporánea y su lenguaje, el de la revelación divina. Después de repetir toda una letanía de quejas contra decisiones reales o imaginarias de la política exterior norteamericana, Ahmadinejad escribió: "Si los profetas Abraham, Isaac, Jacobo, Ismael, José o Jesucristo (que la paz sea con él) vivieran hoy con nosotros, ¿cómo juzgarían nuestra conducta?" No era una pregunta retórica. "Me han dicho que Su Excelencia sigue las enseñanzas de Jesús (que la paz sea con él) y cree en la promesa divina de que los justos gobernarán la Tierra", continuaba Ahmadinejad, recordando al otro feligrés que "de acuerdo a los versos divinos, todos hemos sido llamados a adorar a un solo Dios y seguir las enseñanzas de sus sagrados profetas". Luego sigue una especie de llamado al altar, en el que el presidente estadounidense es invitado a adaptar sus acciones a esos versos. Y luego sigue una amenazadora profecía: "El liberalismo y las democracias occidentales no han sido capaces de lograr los ideales de la humanidad. Hoy, esos dos conceptos han fracasado. Aquellos que lo saben ya pueden oír el sonido de la destrucción y ocaso de la ideología de los sistemas democráticos liberales... Nos guste o no, el mundo gravita hacia la fe en el Todopoderoso y la justicia y la voluntad de Dios prevalecerán sobre todas las cosas".
Este es el lenguaje de la teología política, y durante milenios fue la única lengua que tuvieron los humanos para expresar sus ideas sobre la vida política. Es primordial, pero también contemporánea: millones de personas todavía prosiguen la búsqueda de tiempos inmemoriales para colocar la vida humana bajo la autoridad de Dios, y tienen sus razones. Para entenderlos, sólo necesitamos interpretar el lenguaje de la teología política -que es sin embargo lo que encontramos más difícil de hacer. Enmudecemos con la lectura de cartas como la de Ahmadinejad, como exploradores que descubren inscripciones antiguas escritas en jeroglíficos.
El problema es nuestro, no de él. Hace algo más de dos siglos empezamos a creer que el Occidente iba en camino hacia una democracia laica moderna y que las otras sociedades, una vez que entraran al mismo sendero, lo recorrerían inevitablemente. Aunque esto no ha ocurrido, todavía conservamos nuestra fe implícita en el proceso de modernización y culpamos de los retrasos a circunstancias atenuantes como la pobreza o el colonialismo. Este presupuesto modela el modo en que vemos la teología política, especialmente bajo su forma islámica: como un atavismo que exige un análisis psicológico o sociológico, pero no un tratamiento intelectual serio. Los islamitas, incluso si son profesionales eruditos, nos parecen fundamentalmente personas frustradas, representantes irracionales de sociedades frustradas e irracionales, nada más que eso. Vivimos, por decirlo así, en la otra orilla. Cuando observamos a los que están al otro lado, nos asombramos, ya que tenemos sólo un recuerdo distante de lo que es pensar como ellos. Todos hacemos frente a las mismas preguntas sobre la existencia política, pero su modo de responderlas se ha convertido en algo ajeno a nosotros. En una orilla, las instituciones políticas son concebidas en términos de autoridad divina y redención espiritual; peor no en la otra. Y eso, como lo habría dicho Robert Frost, es lo que hace la diferencia.
Entender esta diferencia es la tarea intelectual y política más urgente de hoy. Pero ¿dónde empezar? El caso del islam contemporáneo está en la mente de todos, pero es tan recargada con indignación e ignorancia que llega a ser paralizante. Todo lo que oímos son sonidos extraños, que motivan actos indescriptibles. Si queremos romper alguna vez la gramática y sintaxis de la teología política, tendremos que empezar por nosotros mismos. La historia de la teología política en Occidente es una historia instructiva, y no terminó con el nacimiento de la ciencia moderna, o con la Ilustración, o las revoluciones francesa y estadounidense, o cualquier otro momento histórico específico. La teología política fue una presencia en la vida intelectual de Occidente hasta bien entrado el siglo veinte, cuando para entonces se había despojado de los presupuestos de la Edad Media y hallado motivos modernos para buscar inspiración política en la Biblia. Al principio, esta teología política moderna expresaba puntos de vista aparentemente ilustrados y fue acogida incluso por partidarios de la democracia liberal. Pero tras la Primera Guerra Mundial adquirió visos apocalípticos, y los ‘hombres nuevos' ansiosos por adelantar el futuro empezaron a generar justificaciones conceptuales de las ideologías más repugnantes -e impías- de la época, como el nazismo y el comunismo.
Es una historia inquietante, que plantea profundas interrogantes sobre la fragilidad de nuestra visión moderna. Incluso las democracias más estables y exitosas, con los fieles más civilizados y nobles, han demostrado ser vulnerables al mesianismo político y su justificación teológica. Si podemos entender cómo fue eso posible en el avanzado Occidente, si podemos oír a la teología política en un lenguaje más reconocible, representado por gente en ropas familiares y con nombres familiares, quizás entonces podamos recordar cómo se ve el mundo desde su perspectiva. Este sería entonces un pequeño paso para sopesar el reto al que nos enfrentamos y decidir cómo responder.
Mark Lilla es profesor de humanidades en la Universidad de Columbia. Este ensayo ha sido adaptado de su libro ‘The Stillborn God: Religion, Politics and the Modern West', que será publicado en septiembre.
19 de agosto de 2007
©new york times
©traducción mQh
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