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negocio arriesgado


[John F. Burns] El letal juego de la seguridad privada.
Cambridge, Inglaterra. Un sofocante día de verano en Bagdad hace unos años, un alto oficial norteamericano en camino a una revisión de tropas en el campo iraquí se aprestaba a abordar un Black Hawk en la pista de aterrizaje para helicópteros en la Zona Verde de Bagdad, el recinto del comando.
Con no disimulado desdén, fijó su mirada al otro lado del concreto en dos pequeños helicópteros que se elevaban desde un hangar operado por Blackwater USA -la compañía privada de seguridad cuyos hombres, mientras protegían un convoy diplomático norteamericano, estuvieron implicados en una balacera en Bagdad que dejó al menos ocho civiles muertos y, de acuerdo a un informe del gobierno iraquí, quizás veinte.
En un estilo ahora familiar para muchos de los que viven debajo de los cielos de Bagdad, había un francotirador de Blackwater con pantalones caqui, y camiseta y chaleco antibalas haciendo juego, a cada lado del helicóptero, inclinándose hacia afuera. Con sus armas automáticas en posición de batalla, sus pies plantados en la plataforma metálica del helicóptero, y con sólo una delgada correa conectándolos al artefacto, se veían como si estuvieran recreando a postas las películas de Arnold Schwarzenegger y Jean-Claude Van Damme.
Blackwater defiende sus instrucciones de vuelo raso y postura en posición de combate como un poderoso disuasivo de ataques contra oficiales norteamericanos que deben cruzar las calles de la capital. Pero esa posición se ha convertido, para los críticos de la compañía, en una característica de su musculosa vistosidad.
Mientras las máquinas de Blackwater limpiaban la zona de aterrizaje ese día, el oficial norteamericano se inclinó hacia su acompañante y, por encima del estruendo de los rotores del Black Hawk, expresó su desprecio. "Todavía me queda una ambición", dijo, "y es ver caer uno de esos juguetes de tómbola".
Desde el momento en que llegaron a Iraq en 2003, en los talones de la invasión norteamericana, gran parte de sus operaciones parecen teñidas de un agresivo machismo que ha llevado a críticos, incluyendo a muchos en las fuerzas armadas norteamericanas, a desechar sus operativos -y contrapartes de al menos otras 25 compañías privadas de seguridad, con un personal combinado de entre veinte a treinta mil personas- como "cowboys", "mercenarios" y otros términos todavía más duros.
En parte, el descrédito se deriva del desprecio con que miran los militares profesionales a los mercenarios -especialmente a aquellos que ganan, como algunos contratistas en Bagdad, hasta mil dólares al día por sus habilidades y riesgos, por los que un soldado norteamericano recibe menos de una décima parte de eso. Ni siquiera un general de cuatro estrellas gana eso.
Los defensores de los contratistas de seguridad contraatacan señalando el profesionalismo de los guardias. Los más bien pagados aprendieron sus capacidades en unidades como los Navy Seals, la Fuerza Delta del ejército, y unidades equivalentes en las fuerzas armadas británicas, australianas, sudafricanas y otras.
Con raras excepciones, los hombres se ven y actúan como guardias, con los antebrazos llenos de tatuajes, pelo cortado al rape o cabezas rapadas, y un aire taciturno que desalienta todo intercambio, excepto los mensajes más crípticos, con desconocidos. El valor de sus capacidades, dicen sus defensores, lo indica la disponibilidad del Pentágono de pagar a los soldados de Fuerzas Especiales un bono de realistamiento de hasta 150 mil dólares. Pero eso y más se puede ganar en un año de salario en compañías como Blackwater.
No se puede evitar el hecho de que estos guardaespaldas cumplen funciones que son peligrosas e indispensables. Blackwater tiene un contrato con el Departamento de Estado para proteger a funcionarios estadounidenses, incluyendo al embajador.
Esos funcionarios se encuentran entre los individuos más amenazados en Iraq; sin embargo, ningún alto funcionario americano ha sido asesinado, mientras que el asesinato de importantes funcionarios iraquíes se ha convertido en algo de todos los días.
Con otros contratistas de seguridad -especialmente las compañías americanas DynCorp International y Triple Canopy, y las británicas Aegis Security y Erinys International-, Blackwater opera en un paisaje de pesadilla.
Ningún viaje fuera de la Zona Verde es ni remotamente segura. El enemigo acecha en todas partes entre la población. Los atacantes no muestran piedad por los transeúntes inocentes, que por lo general son muchos más que los blancos. Cada misión conlleva la amenaza de bombas improvisadas, ataques suicidas con coches y camiones llenos de explosivos, y emboscadas de los insurgentes.
Las cifras fiables son elusivas, pero las citadas por conocidos de la industria de la seguridad sugieren que en Iraq han muerto más de cien contratistas, y decenas más han resultado heridos.
Contra esto, los críticos señalan patrones de imprudencia en el uso de fuerza letal, de un tipo que el gobierno iraquí y algunos testigos iraquíes han denunciado -y Blackwater ha negado- en el episodio del domingo noche en la plaza de Nisour en Bagdad. Mientras los vehículos blindados de Blackwater que acompañaban a diplomáticos fueron enviados para cerrar el tráfico en la plaza, un coche no obedeció la señal de alto de policía, y fue acribillado, una pasajera y un bebé en sus brazos. Hay contradicciones sobre el tiroteo subsiguiente y sobre si fue personal de Blackwater, insurgentes o tropas iraquíes en las cercanías las que causaron las muertes.
Una pesquisa posterior del gobierno iraquí concluyó que Blackwater eran "cien por cien culpable" en los asesinatos y personeros de gobierno exigieron el fin de las actividades de Blackwater. La compañía respondió que sus contratistas respondieron en defensa propia. Después de una suspensión de cuatro días, un compromiso el viernes permitió a Blackwater reanudar sus "misiones esenciales" mientras una comisión iraquí-norteamericana prosigue la investigación.
Para los que han estudiado las operaciones de las compañías privadas de seguridad en los últimos cuatro años, la única sorpresa real fue que la crisis tomó tanto tiempo en llegar. Las semillas se sembraron en el primer año de la ocupación norteamericana, cuando un decreto del administrador norteamericano L. Paul Bremer III eximió a las compañías de seguridad y sus empleados de responsabilidad bajo la ley iraquí por las muertes o lesiones causadas en la ejecución de sus deberes. Aunque el Congreso instruyó en 2005 al Pentágono que pusiera a los contratistas bajo el Código de Justicia Militar, no se ha hecho nada, lo que ha dejado a los contratistas en una tierra de nadie, en realidad, libres de tratar Iraq como una zona de combate.
No se ha hecho público ningún registro de los civiles inocentes muertos a manos de los contratistas. Pero una mirada en la dimensión la ofreció un general norteamericano que lleva su propio conteo, el general de brigada Karl R. Horst, de la Tercera División de Infantería; contó al Washington Post en 2005 que había contado al menos una docena de tiroteos de civiles en Bagdad entre mayo y julio de ese año, con seis muertes iraquíes.
"En este país esos tipos andan sueltos y hacen cosas estúpidas", citó el diario al general. "Nadie tiene autoridad sobre ellos".
Pero los críticos dicen que el centro del problema reside en la creencia que los contratistas de seguridad comparten con los militares norteamericanos, y que eleva la ‘fuerza de protección' a algo cerca de lo absoluto. Esto, dicen los críticos, tiene el efecto de poner el rescate de vidas americanas por encima de evitar los riesgos a iraquíes inocentes. Esta actitud tiene sus orígenes en Vietnam, cuando las horrorosas pérdidas en combate de Estados Unidos dejaron a varias generaciones de comandantes norteamericanos con el instinto de aplicar rápidos incrementos de poder de fuego -lo que los militares llaman una ‘escalada de fuerza'- con el objetivo de evitar las bajas norteamericanas.
Después de algunos de los incidentes más mortíferos en Iraq, especialmente el asesinato cometido por marines de 24 civiles iraquíes en Haditha en noviembre de 2005, el comando americano puso en práctica nuevas restricciones a la escalada de fuerza que tuvo el efecto de reducir fuertemente los incidentes en los que las tropas disparaban contra civiles.
Pero el cambio tuvo escaso impacto sobre los contratistas de seguridad, cuyas actitudes, espontáneas y libres del temor de tener que rendir cuentas ante la ley, continuaron arrojando una nube de temor y resentimiento entre los iraquíes.
Esto ha tenido el efecto -como han dicho oficiales como el general Horst- de socavar la confianza de los iraquíes en las fuerzas norteamericanas, y en la empresa norteamericana más amplia, ya que muchos iraquíes que sobreviven o son testigos de tiroteos negligentes no distinguen entre americanos en uniforme y otros con los uniformes paramilitares de los contratistas.
Los contratistas dicen que el impacto de sus convoyes blindados, junto con la naturaleza encubierta de los insurgentes, coloca una prima sobre la alta movilidad y rápida respuesta -conducir a alta velocidad y de manera agresiva por las calles de la ciudad y conduciendo a contramano en paseos y autopistas, siempre listo a recurrir al instante, al primer indicio de amenaza, a armas pesadas.
Es una fórmula cargada de potencial para el error. Ser sorprendido en Bagdad en la carretera hacia el aeropuerto por un convoy de seguridad privada a 190 kilómetros por hora, con los contratistas inclinándose por fuera de las ventanillas o por las puertas abiertas con las armas en ristre, blandiendo sus puños en frenéticos ademanes, es una experiencia paralizante incluso para otros occidentales en coches blindados con guardias propias. Para los iraquíes de a pie, sin armas y sin blindados, puede ser puro terror.
En los peores momentos, algunos contratistas han convertido Iraq en un horrible patio de recreo para probar tendencias que han superado la intimidación. En un caso civil en Virginia contra Triple Canopy el mes pasado, dos ex empleados dijeron que su supervisor -como sus demandantes, un veterano de las fuerzas armadas de Estados Unidos- había disparado arbitrariamente contra dos vehículos civiles iraquíes en la carretera hacia el aeropuerto en Bagdad el año pasado, después de decirles que quería "matar a alguien" antes de volver al país por las vacaciones. El supervisor lo niega.
Por qué algunos contratistas recurren a esos extremos es un estudio de la guerra y de los modos en que penetra en los lados más oscuros de la naturaleza humana. En las unidades militares donde adquirieron sus armas y capacidades tácticas, los hombres que provocan caos en las calles y autopistas de Iraq estaban sometidos a controles más estrictos -como dijo un ex soldado que trabaja en seguridad en Iraq y no quiere ser identificado en una nota privada a este periodista:
"Ser motivado, y también de algún modo limitado por las operaciones de la historia, y ser parte de algo más grande, colectivo y, creemos, justo", escribió este hombre. "Pero ser un contratista de seguridad anula gran parte de tapicería sociológica y política, y la remplaza con dinero".

27 de septiembre de 2007
©new york times
©traducción mQh
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