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los guardas del aparcadero


[Jeffrey Fleishman] En los aparcaderos de El Cairo.
El Cairo, Egipto. Los guardas de los aparcaderos son parte de la economía gris de El Cairo, un inmenso mundo de las tinieblas de ilegalidades y sobornos a la policía para mantener funcionando esta hacinada ciudad de 16 millones de habitantes. Dividen el espacio entre ellos mismos y cobran por ello, pero no siempre les pagan. Luego, también están los sobornos que hay que pagar a la policía. Sus zapatos lustrados tienen punta de bronce, baratijas de hombre rico en los pies de un hombre pobre. Los zapatos brillan mientras señorean un tramo de la acera, después de pagar a polis y otros funcionarios que se acercan furtivamente -con un guiño y una sonrisa se puede ganar cinco dólares al día aparcando coches debajo de las palmeras cerca del centro comercial.
Moviéndose rápido en el tráfico, Mounir Essay coopta el espacio público y lo convierte en una loncha de empresa privada. Él y otros guardas son parte de la economía gris del Cairo, un enorme mundo de tinieblas de susurros, sobornos e ilegalidades que mantienen funcionando esta hacinada ciudad del modo en que una máquina vieja se mantiene viva con repuestos.
"En un programa de televisión nos llamaron matones y dijeron que les quitábamos el dinero", dijo Essawy, con su camisa metida en sus vaqueros sucios, su pelo peinado hacia atrás como testamento a los días en que tenía su propia barbería y la vida era menos precaria.
"Pero tengo cuatro niños y no puedo alimentarlos. Tengo que lustrar zapatos en el día y aparcar coches en la noche. Soy un hombre educado, pero para los egipcios normales las puertas están cerradas".
Essawy y sus compatriotas han dividido la acera y calle en los alrededores del centro comercial CityStars de modo que cada uno recibe diez lotes de aparcadero. Deben pagar dos libras egipcias, unos 35 centavos de dólares, un coche -el conductor no debe pagar, pero negarse a hacerlo provocará miradas enfadadas y groserías. La policía está sobornada y hace la vista gorda; pero si se atrasa el soborno, detienen a alguno.
Pocos se quejan. Así es como funciona El Cairo.
En la cima del gobierno y la sociedad, es común la corrupción multimillonaria, pero la prestidigitación también es dueña de las calles y callejones donde incluso aquellos que tienen un trabajo estable en la administración pública se aventuran en trabajos secundarios creativos y cuestionables.
Los maestros, por ejemplo, ganan más haciendo clases privadas a estudiantes después de la escuela que dando clases en la escuela. Esta situación ha dañado a la educación pública y obligado a los padres, muchos de los cuales no ganan más de 145 dólares al mes, a pagar lo que el estado no es capaz de proporcionar.
"Las brechas se están cerrando porque el estado es débil", dijo Samer Soliman, economista político en la Universidad Americana de El Cairo. "Una vez vi a un soldado armado limpiando un coche. Se suponía que estaba custodiando un edificio, pero en lugar de eso estaba limpiando un coche para ganar algo de dinero.
"Fue muy revelador. La gente en los escalones bajos de la administración es realmente muy pobre, y tienen que encontrar otros modos de hacer dinero. Esta economía escondida en muy aceptable en la sociedad egipcia".
Aquí en Ciudad Naser, un barrio construido en los años sesenta y noventa con dinero que enviaban los emigrantes egipcios a casa desde sus trabajos en los estados del golfo, la pobreza se fundía con la riqueza de los nuevos ricos.
Frente al mall CityStars, donde las criadas filipinas van de escaparate y hombres con trajes llevan regalos en bolsas de diseño, los guardas revolotean entre los coches mientras los niños venden manojos de hierbabuena marchita que endulzan el arenoso aire.
El guarda Sayed Sadeeq Abdellah se mantiene alerta a la policía.
"A veces nos persiguen y tenemos que huir", dijo. "En esos días no ganamos nada".
Es circunspecto cuando se le pregunta si paga sobornos a los polis, pero después de un rato, una sonrisa cruza su cara y asiente: "Sí".
Huyó a Suez después de la guerra de Egipto con Israel en 1967, y terminó en El Cairo, donde abrió una tienda de cacahuetes que finalmente quebró, obligándolo a vivir en la calle. "No entendía la política del mercado", dijo.
Su cuñado le enseñó el negocio de los aparcaderos. El trabajo es otro curiosa arruga de las calles de El Cairo, donde oficios nunca vistos se materializan cualquier día de pura laboriosa desesperación. La mayoría de los guardas no tienen permisos como vendedores ambulantes, lo que hace que sus actividades sean ilegales, pero el tecnicismo es ignorado siempre que la policía se vaya contenta a casa.
Para Abdellah no hay nada de ilegal en ello; él entrega un servicio con el que gana unos 132 dólares al mes para mantener a sus tres hijos, incluyendo a dos en la universidad.
"Sólo Dios sabe qué futuro tendrán mis hijos", dijo Abdellah cuando los hombres a su alrededor empezaron a negociar coches, todos ellos custodiando su franja de asfalto y concreto. "¿Será mejor que el mío? No lo sé. Me siento tan desesperado en estos días... Hay tanta competencia y codicia en este trabajo".
Los ajados billetes que pasan de la palma de Abdellah a su bolsillo son un indicador de lo mal que están las cosas en esta ciudad de dieciséis millones de habitantes. Los guardas del parking cobraban diez centavos, pero con menos opciones y trabajos disponibles en medio de crecientes alzas de precios, subieron sus tarifas. Mucha gente vieja se queja y se niegan a pagar; otros se burlan y pagan menos.
El plan de Hamidi Ali era reparar neveras. Pero su diploma de una escuela técnica no le ha servido de nada y como otros hombres en este tramo del camino, es una silueta recortándose contra el sol poniente y las luces de neón.
"Pasé por esta calle hace tres años y vi a unos tipos haciendo esto y decidí unirme a ellos", dijo entre las chispas y estrépitos de obras de un edificio que se levanta detrás de él. "No hay alternativa. No tengo dinero. No estoy casado. ¿Cómo puedo mantener a mi familia? Me han arrestado dos o tres veces, pero los fiscales me dejan libre. Vuelvo porque no hay otra cosa que hacer".
Essawy fue barbero durante 25 años. Tuvo su propia tienda durante un tiempo, pero el número de clientes bajó y no pudo pagar el alquiler.
Se dejó en el CityStars con una caja de lustrabotas y un montón de deudas. Lustra zapatos y lava coches, moviendo sus escobillas y observando la calle, hablando sobre sus dos hijas y dos hijos.
El barbero en él le da un aire aristocrático y, pese a los vaqueros negros y un jersey lleno de polvo, parece haber mantenido una parte de sí mismo separada de sus aprietos.
"Estoy aquí todos los días de nueve a dos de la mañana", dijo. "Me gustaría tener un buen trabajo, con un salario fijo, pero no hay".
Pasó un coche policial. La gente enfiló hacia el ala Magic Galaxy del mall, no lejos de un atrio construido en forma de pirámide. Un camión dio un frenazo, un chofer hizo gestos de enfado con la mano. Un hombre que vende cinturones en un carretón avanzaba por el tráfico y saludó.
Essawy devolvió el saludo. "Ese es mi hermano".

jeffrey.fleishman@latimes.com

Noha El Hennawy contribuyó a este reportaje.

28 de septiembre de 2007
©los angeles times
©traducción mQh
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