la rebelión de las masas
9 de junio de 2008
Todo comenzó con la muerte del general Bernales. Su rito funerario -una puesta en escena que parecía diseñada para quien merece entrar en la historia- permitió asistir a uno de los fenómenos más peculiares, y excesivos, del último tiempo.
No obstante que murió en un accidente -¿habrá una forma más casual de morir?- el general Bernales fue erigido en héroe y su fallecimiento se relató por los medios como una epifanía. En él las gentes proyectaron sus emociones más básicas, desde los deseos de protección al sentido de pertenencia.
Igual como las masas que llenaron la política y las calles del siglo XX.
En este caso, claro está, la masa no fue una muchedumbre físicamente reunida, sino un auditorio de miles y miles de personas congregadas a la distancia en torno a los medios de comunicación que, en un perfecto sinsentido, hicieron de un accidente un acontecimiento heroico.
Como han sugerido algunos autores -Sloterdijk, entre ellos- ese tipo de acontecimientos prueba que, al contrario de lo que suele creerse, las masas y su manipulación no se han alejado de la escena pública, sólo que ahora se trata de un "individualismo de masas": miles de personas que descargan sus emociones, o se dejan anestesiar, en la comodidad de sus casas, participando así, a la distancia, de esa proximidad emotiva que da el contacto masivo y vulgar.
No tiene nada de malo -se dirá- que la gente se deje llevar por las emociones e incurra en esa medianía que es propia de la masa. No, no hay nada malo en ello. Salvo un detalle: así ni se construye el espacio cívico, ni se fortalecen las virtudes democráticas.
Las protestas estudiantiles de esta semana fueron también un fenómeno de masas.
Los grupos hace poco incorporados al sistema educativo esperan encontrar en él los mismos bienes que ese sistema era capaz de proveer cuando era de minorías y ellos estaban excluidos. Este desajuste de expectativas -Bourdieu lo llamó "efecto de histéresis"- nos acompañará durante mucho tiempo. La masificación del sistema educativo no sólo ha puesto todos los problemas de la sociedad dentro de la sala de clases, sino que ha privado a los certificados educativos del aura de privilegio y de bienestar que los grupos recién incorporados esperan encontrar en ellos. El resultado es -y desgraciadamente será así por mucho tiempo- una creciente frustración: se espera de los bienes masivos una distinción y un bienestar que, justo porque ahora son de masas, ya no son capaces de proveer.
En otras palabras, es inevitable que los 25.000 estudiantes de derecho no encuentren en el título de abogado los privilegios que éste confería cuando los alumnos eran apenas 2.500; que los miles de estudiantes de periodismo no hallen en la profesión lo que ésta daba cuando los periodistas eran un puñado; y así con cada una de las profesiones.
Y es que cuando los bienes son masivos, ya no privilegian a nadie.
Ese fenómeno nada tiene que ver con la educación con o sin fines de lucro o con la índole privada o estatal de las instituciones educativas. Es un fenómeno inevitable en las sociedades que tienen sistemas educativos de masas.
Los otros problemas del sistema educativo -su baja calidad y la grave asociación entre rendimiento y origen socioeconómico- se resuelven también de otra forma: mejora en la formación de profesores, sistemas de aseguramiento de la calidad, cambio del estatuto docente, subvención diferenciada.
Pero nada de eso es posible de ser reflexionado cuando las masas se hacen cargo del asunto. El rasgo más evidente de su comportamiento -lo vimos esta semana también a propósito de los reclamos de los camioneros- es el narcisismo: esa tendencia a creer que el suyo es el único punto de vista válido, inmune a toda evidencia. Y es que la masa -lo dijo Freud- es como un niño: desconoce el principio de realidad.
Por eso -al margen de sus beneficios inmediatos- la actitud del gobierno hacia los reclamos de esta semana producirá más mal que bien. No se saca nada con confundir los fenómenos de masa con la participación democrática.
Las masas -en palabras de Elías Canetti esas muchedumbres que reclaman, ansían, lloran o vociferan- han jugado desde siempre un papel central en la política. Saber halagarlas es una de las habilidades fundamentales de quien aspira al poder. Saber contenerlas, y sobre todo decirles que no, es una de las virtudes de quien alcanzó el poder del Estado.
Porque una cosa es aspirar al poder y otra cosa distinta es ejercerlo.
Confundir ambos planos -ejercer el poder como quien aspira a él, que es lo que el gobierno hizo esta semana- tarde o temprano se revela como un error.
©el mercurio
0 comentarios