mirar para otro lado
El autor es Coordinador de la Unidad Fiscal de Coordinación y Seguimiento de las Causas por Violaciones a los Derechos Humanos cometidas durante el terrorismo de Estado. 4 de abril de 2010
Se ha avanzado mucho, quizá más de lo que era imaginable hace diez años, pero también se ha avanzado menos de lo que era posible, y es allí donde debemos concentrarnos quienes tenemos una responsabilidad pública en la administración de Justicia.
[Pablo Parenti] Cada aniversario del golpe militar de 1976 es una ocasión propicia para discutir acerca de la memoria y la justicia. El pasado 24 de marzo no fue una excepción; hemos podido escuchar distintas voces que se refirieron a los avances y a las dificultades en materia de juzgamiento de los gravísimos crímenes de Estado cometidos en la década de 1970. Algunas de estas opiniones se refieren a una especie de reparto de culpas entre los diversos poderes del Estado por la falta de avance de muchas de las causas judiciales. Para quienes desempeñamos funciones vinculadas al trámite de los procesos judiciales abiertos, no puede dejar de sorprender cómo algunas voces calificadas tratan con excesiva benevolencia la actuación de la administración de Justicia, sin hacer las distinciones necesarias. Entre estas voces se encuentra la de quien fue el fiscal ante la Cámara Federal que juzgó a los integrantes de las tres primeras juntas militares, Julio César Strassera, y la de uno de los jueces de aquella Cámara, Ricardo Gil Lavedra. Aunque con diferentes tonos (creo que Gil Lavedra habla con mayor respeto por el proceso actual de juzgamiento), ambos parecen coincidir en que la principal responsabilidad por la lentitud de muchos procesos corresponde al gobierno, dado que no habría proporcionado las herramientas legales necesarias para que la Justicia pudiera actuar con celeridad. Una posición similar adoptó hace un tiempo uno de los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, el juez Carlos Fayt.
Es indudable que el modelo de administración de Justicia que rige en el ámbito nacional no es eficaz y que las normas procesales vigentes son obsoletas. Lo son desde su propia sanción a principios de la década de 1990. Sin embargo, existen jueces, fiscales y personal judicial que, con esfuerzo y compromiso funcional, realizan correctamente su labor, sin escudarse en las deficiencias que la ley procesal pueda tener.
Bien lo deben saber Strassera y Gil Lavedra por experiencia propia, dado que fueron protagonistas de un proceso judicial memorable, realizado en cuestión de meses. Si ellos fueron capaces de organizar y concretar el juicio a las juntas militares no fue por las bondades de la legislación procesal que aplicaban, sino por el compromiso funcional demostrado por sus intervinientes.
En las actuales circunstancias se plantea algo similar, aunque en una proporción notablemente mayor dado que el proceso de juzgamiento en curso es mucho más extendido. Se trata de juzgar una cantidad muy numerosa de hechos y acusados en distintos lugares del país. Y aquí cabe formular una pregunta clave: ¿es posible realizar estos procesos de una manera eficaz con la actual legislación procesal? La respuesta que honestamente hay que dar es sí, es posible. Este código procesal es incongruente, formalista, en fin, desechable; sin embargo, no es cierto que impida concretar los juicios si los encargados de aplicarlo lo hacen con responsabilidad funcional. Entonces la pregunta cambia: ¿es posible realizar los juicios con los actuales operadores judiciales? Y aquí la respuesta no puede ser tan tajante pues el panorama es variopinto. Existen funcionarios judiciales que han asumido con responsabilidad la tarea de llevar a cabo estos juicios, han definido una estrategia y han organizado el trabajo en función del objeto que deben analizar: una trama de numerosos delitos vinculados entre sí por formar parte del mismo plan represivo. Otros parecen haber colocado estos hechos en la misma bolsa que los delitos habituales (hechos individuales con uno o muy pocos autores) y los tratan con los mismos criterios, sin una mínima cuota de planificación, de modo tal que ingresan tristemente en la aplastante rutina forense. Y también existen funcionarios que aplican criterios que se oponen al avance de los juicios o directamente los obstruyen.
Uno de los que mejor conoce esto es el fiscal general Jorge Auat, con quien tengo el honor de compartir esta experiencia en la Unidad Fiscal de Coordinación. Como fiscal en Chaco, tuvo que observar cómo los acusados en la causa Margarita Belén eran liberados por la Cámara Federal mediante un insólito trámite de hábeas corpus. Uno de los liberados se fugó del país, lo cual impidió que el juicio que está por realizarse en pocos meses lo tuviera en el banquillo de los acusados.
Esta es una verdad inocultable para todos aquellos que participamos en el actual proceso de juzgamiento desde adentro de las estructuras judiciales. La principal barrera para una organización racional de los procesos se encuentra en la propia administración de Justicia, ya sea por desidia, por falta de compromiso funcional o por razones ideológicas inconfesables para algunos y no tanto para otros.
Utilizando los propios mecanismos procesales que el Código Procesal establece es posible organizar los procesos de una manera adecuada, vinculando los hechos entre sí y evitando la dispersión de la prueba. Los criterios útiles para ello han sido mencionados en la instrucción 13/08 dictada por el procurador general de la Nación y se apoyan en la normativa procesal vigente. Sobre la base de esos criterios, desde la Unidad Fiscal de Coordinación se han definido estrategias para cada jurisdicción teniendo en cuenta la realidad de cada lugar, la dimensión del fenómeno y el avance ya registrado. Estos planes de trabajo están publicados desde hace tiempo (pueden verse en la página web del Ministerio Público Fiscal) y han sido impulsados mediante actos procesales concretos. En varias jurisdicciones han permitido reestructurar la organización de los procesos de una manera perceptible. Sin embargo, en muchos casos estos planes se han topado con negativas de jueces que, por su parte, no ofrecen ninguna alterativa razonable para planificar los procesos. Para comprender esto pueden ponerse sólo un par de ejemplos de una larga lista. Uno de ellos es el de las causas que tramitan en la jurisdicción de Mendoza, donde se registra una alarmante dispersión de las causas. Hace más de un año que la fiscalía ha solicitado la acumulación de las investigaciones, explicando las razones y demostrando la irrazonabilidad de la metodología actual. El juez Bento, a cargo de las causas, se ha negado a corregir esa metodología, sin dar razones valederas. La fiscalía, que cuenta con un numeroso grupo de empleados dedicados a estas causas y está a cargo del fiscal Omar Palermo, ha llegado a solicitar la delegación de las causas para concretar rápidamente los juicios, petición que también fue rechazada por el juez Walter Bento. Otro caso digno de mención es Córdoba, donde las causas correspondientes al centro clandestino La Perla se encuentran absolutamente fragmentadas. Hace casi dos años que la Unidad Fiscal ha señalado la necesidad de superar esta dispersión y de avanzar hacia un gran juicio que refleje la dimensión del fenómeno represivo. La jueza Cristina Garzón de Lascano, hasta el día de su renuncia, se negó a formar la causa La Perla, desoyendo incluso lo decidido por la Cámara Federal de Córdoba. Situaciones de este tipo no pueden atribuirse la falta de una legislación adecuada.
El tema de una posible reforma procesal tiene varias aristas. Por un lado, la cuestión de la oportunidad. Una cosa es plantear el tema al inicio del proceso de juzgamiento (años 2001 a 2005) y otra plantearlo cuando éste ya se encuentra en pleno desarrollo. En este sentido, algunas de las propuestas de reforma no eran descabelladas, sino más bien tardías. Así, por ejemplo, plantear una redistribución de la competencia en medio del proceso, con cientos de causas abiertas en todas las jurisdicciones, supondría más inconvenientes que ventajas. Por otra parte, no es un dato menor que la sanción de una legislación específica para estas causas hubiese dado un motivo para cuestionar la legitimidad de los procesos y hubiera conducido a innumerables planteos judiciales que probablemente habrían implicado más demoras.
Más que plantear reformas legislativas, es importante que las instituciones encargadas de administrar Justicia miren hacia adentro, donde podrán advertir todo lo bueno que se ha hecho para que los juicios estén en marcha y todo lo malo que también se ha hecho y se sigue haciendo. En los últimos tiempos se han registrado avances claros en muchas jurisdicciones (existen casi 650 procesados, más de 90 condenados y numerosos juicios en curso) y a nivel interinstitucional ha sido valiosa la creación de una unidad de superintendencia en la Corte y de una comisión inter-poderes que han acelerado la resolución de cuestiones administrativas o de superintendencia. Sin embargo, subsiste la necesidad de que el Poder Judicial establezca criterios o guías de actuación para los jueces que permitan corregir rápidamente metodologías inadecuadas y planificar racionalmente el trabajo antes de que se consagre un punto final biológico.
Más allá de estos aspectos metodológicos, no puede negarse también que existen en la administración de Justicia funcionarios que se desempeñaron durante la dictadura militar que no ofrecen garantías de imparcialidad y objetividad y otros que parecen compartir las bases ideológicas de la dictadura, rasgo que lejos de ser inocuo, tiene manifestaciones concretas dentro de los procesos judiciales. Las estructuras judiciales tienen que hacerse cargo de los lazos y continuidades que siguen existiendo entre la dictadura y el presente. Hay varios funcionarios judiciales sometidos a proceso y ya se ha dictado una condena a un ex secretario judicial en la dictadura que fue juez en la democracia.
Todas estas situaciones no pueden omitirse al momento de hacer un balance y plantear las perspectivas hacia el futuro.
Se ha avanzado mucho, quizá más de lo que era imaginable hace diez años, pero también se ha avanzado menos de lo que era posible, y es allí donde debemos concentrarnos quienes tenemos una responsabilidad pública en la administración de Justicia. Nuestra misión es mirar lo que falta hacer, la parte vacía del vaso y, sobre todo, no ser autocomplacientes ni asumir defensas corporativas (que injustamente igualan a todos los funcionarios). Los que participamos de este proceso "desde adentro" sabemos que la principal responsabilidad por lo que se haga o se deje de hacer es de las instituciones encargadas de administrar justicia. Por eso, no pueden compartirse las explicaciones que ponen el foco en otros poderes del Estado. No sólo equivocan en el diagnóstico, sino que, lo que es más grave, dejan servida en bandeja la excusa perfecta para que muchos operadores judiciales pretendan eludir la responsabilidad y miren tranquilos para otro lado.
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