en una cárcel de zimbabue 4
17 de junio de 2008
¿Convenía a ese objetivo, de algún modo, nuestro encarcelamiento? Esa posibilidad nos produjo enorme ansiedad. Nuestras mujeres, nuestros editores, nuestras embajadas: todos estaban trabajando para sacarnos de la cárcel. Y mientras esos nobles esfuerzos nos daban esperanzas, también nos dejaban vagamente avergonzados. Si había que ejercer presión sobre Mugabe, debería ser por Zimbabue, no por nosotros.
La cárcel, ante tan siniestra, ahora parecía apenas aburrida y deprimente. ¿Cómo podíamos mantener el calor? ¿Había alguna manera de asearse? ¿Cuándo terminaría todo?
Fue una suerte tener a Stephen como compañero. Una vez observé que aunque gozábamos de la amplia compañía de todo tipo de insectos, en la cárcel no había roedores. "¿Qué harían las ratas aquí? Se fueron del país igual que el resto del mundo"
Más de un cuarto de los trece millones de habitantes de Zimbabue se han marchado. La principal fuente de ingresos del país es el dinero enviado por la diáspora. Pronto les seguirán los numerosos reclusos y gendarmes de la cárcel. Nos pedían nuestros números de teléfono en Johanesburgo -y nos suplicaban no olvidarnos de ellos.
Habíamos trabado amistad con algunos gendarmes, pero cuando los que nos hacían favores terminaban su turno, llegan otros gendarmes más estrictos, algunos con largos trozos de manguera. A veces nos dejaban solos; a veces nos encerraban con muchos otros. Yo dí un paternal sermón a un joven compañero de celda que había cortado a otro con una botella de cerveza en una pelea en un bar.
Seguíamos compartiendo nuestra comida. Pero incluso este placentero gesto de caridad provocaba quejas. Durante los dos ‘conteos’ diarios, tratábamos de detectar a los que parecían más hambrientos: ¿El acróbata? ¿El vendedor ambulante? ¿El tipo con la camiseta ‘69’?
Durante las comidas se nos permitía escoger a algunos reclusos para que nos acompañaran abajo. Un hombre chico y demacrado con un jersey rojo nos había pedido humildemente que lo incluyéramos. "Quédate cerca de mí cuando vengan a recogernos", le dije. Pero luego me olvidé.
"Yo estaba cerca de ti", murmulló más tarde, desconsolado. "Estaba a tu lado".
Una Manta
No podía dormir. El suelo de cemento era demasiado duro; mi cuerpo es huesudo. Nunca deseé tanto un almohada y una manta. Los insectos eran más pesados durante la noche. En mi vigilia, deslizaba las mangas sobre mis manos, pero entonces el tejido estirado dejaba al descubierto mi estómago.
Una vez, cuando pudimos recorrer los lúgubres pasillos, di con lo que había sido un cuarto de servicios, con restos de lavamanos y duchas. En un rincón había una pila de mantas, tiesas y mohosas y fétidas. Tuve la tentación de coger una, pero eran simplemente demasiado asquerosas. Yo no estaba todavía ni tan cansado ni tenía tanto frío.
Sin embargo, tenía una idea fija. Seguro que era posible conseguirse una manta. No habíamos pagado ninguna coima desde esa primera noche, pero decidimos volver al tocar el tema de las mantas con nuestro gendarme favorito. "Sí, eso se puede organizar", dijo. El día siguiente era domingo; las tiendas cerraban. Las traería de su casa.
Esa noche esperamos sus pisadas. La cárcel no tenía linternas. El gendarme usaba el débil brillo de un celular para encontrar la llave correcta. "Lo lamento, pero una de las mantas es muy delgada", se excusó en voz baja. Stephen y yo competimos en sacrificarnos por la manta delgada, y yo gané.
La litera superior de la celda estaba a dos metros del suelo. Trepé encima y deslicé el ligero material sobre el cemento, pero cuando bajé perdí el equilibrio y me agarré a un pedazo de la tela en lugar de la sólida repisa. Caí de lado, con la mano agarrada al aire. Reboté en el bloque de concreto al otro lado y caí de espaldas.
Así fue como pasé mi cuarta y última noche en las celdas de Harare, adolorido, cazando mosquitos, y sin poder conciliar el sueño.
27 de abril de 2008
©new york times
cc traducción mQh
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