en una cárcel de zimbabue 5
21 de junio de 2008
El tribunal se llama Rotten Row, por una calle cercana. Es una estructura circular de cinco plantas construida en torno a cuatro elaborados platillos que antes se alimentaban unos a otros como una fuente. Con el país en la insolvencia, no hay dinero para mantener ni el ornato urbano ni tribunales. Los suelos están sucios. Los atriles de sonido no tienen micrófonos. Los relojes del edificio se pararon ambos a las 7:10.
Nuestra audiencia era pro forma: el juez nos dejó en libertad con una fianza de trescientos millones de dólares zimbabuenses, unos siete dólares norteamericanos, y ordenó a la policía que nos devolviera los pasaportes requisados por los gendarmes.
El momento decisivo llegó más tarde, en una audiencia en la que Beatrice Mtetwa argumentó que no deberíamos haber sido arrestados nunca. Estaba sentado, inquieto, en el banquillo, un rectángulo cerrado reservado para los acusados. Al otro lado del cuarto, en el estrado de los testigos, estaba el comisario Madzingo, el musculoso jefe de policía que había jurado hurgar en nuestros portátiles incriminatorios. ¿Qué había encontrado?
Nada, según se vio. Declaró que "nuevas e importantes evidencias" habían llevado a la oficina de la fiscalía a revertir su decisión inicial de dejarnos en libertad, una afirmación ficticia apresurada que no podía estar más lejos de la verdad.
Cuando se le pidieron pruebas, entregó un impreso de un artículo recogido de mi escritorio en el York Lodge, algo que yo había traído a Harare como referencia para un posible reportaje sobre un candidato.
Mtetwa procedió a colgar a Madzingo.
"¿Quién es el autor de ese artículo?", preguntó.
El artículo no era mío. Había sido escrito por uno de los periodistas más renombrados del New York Times, Anthony Lewis.
"¿Puede decirnos la fecha de la publicación?"
Era 1989.
La juez Gloria Takundwa cubrió su risa primero con sus dedos, luego con la manga suelta de su toga.
Libertad, e Incertidumbre
Beatrice Mtetwa dijo que era una suerte que el caso fuera tratado por un juez. La mayoría de ellos eran independientes, muchos tenían coraje. Eran el brillo que sobraba bajo la apariencia de libertad de Mugabe. En los tribunales superiores era raro encontrar justicia.
La juez anunció su decisión el 16 de abril. Aunque creíamos que saldríamos en libertad, no dejábamos de pensar en la advertencia de nuestra abogado: la ley sólo importa cuando sirve los intereses del estado. Sospechábamos que el gobierno quería volver a arrestarnos, que resultó ser la verdad.
Pero cualquiera fueran las intenciones, estábamos mejor preparados. Salimos rápidamente de Rotten Row y empezamos a dar vueltas con el coche hasta que estuvimos seguros de que nadie nos estaba siguiendo. Esperamos en el aparcadero de una planta de producción de cerdo hasta que nos dijeron que habían recuperado nuestros pasaportes.
Luego, tal como habíamos arreglado, nos reunimos con un chofer con un coche con el estanque lleno. Habíamos decidido evitar los aeropuertos del país y nos marchamos hacia el nordeste, cruzando las serpenteantes carreteras de las montañas de Matuzviandonha, hacia el río Zambezi y un pequeño paso fronterizo hacia Zambia.
Salí del calabozo con sarna, una infección de ácaros microscópicos que me hincharon las manos y muñecas hasta que casi alcanzaron el doble de su tamaño. Pero ahora estoy mejor, de regreso en Johanesburgo, con Celia, nuestros hijos Max, 17, y Sam, 12.
Entretanto, Zimbabue vive acosado por los paroxismos de la violencia. El bandidaje, la tortura y el asesinato son implementos comunes en la caja de herramientas de Robert Mugabe. Los opositores políticos son agredidos brutalmente, como cualquier otra persona que lo desafíe con su voto en las urnas. Todavía no se conocen los resultados de la elección presidencial.
27 de abril de 2008
©new york times
cc traducción mQh
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