vendiendo el futuro
Este es el segundo artículo de Los Angeles Times sobre la vida y el hambre en África. En la marchita Etiopía la búsqueda de comida es permanente. Reunir lo suficiente para comer se hace a menudo a expensas de la siguiente.
[David Maharaj] Con el machete en la mano, Batire Baramo sale de su choza de barro poco antes de la hora de la cena y empieza a aporrear el tronco de un resistente árbol.
Hay un maizal cerca, los tallos raquíticos y pelados. Una planta de café se marchita en un trozo de tierra tan seca que las pisadas levantan nubes de polvo gris.
Las raíces y tallos de un falso platanero -llamado así porque no da frutos- es todo lo que hay para comer hoy.
Batire las machacará hasta convertirlas en una papilla que tiene poco valor nutritivo pero que al menos le quitará el hambre a su marido y siete hijos. Cuando se acaben esas partes del árbol, pondrá a hervir la corteza. Y cuando se acabe la corteza, buscará otra cosa.
"Este lugar está maldito", dice Batire sobre la parcela de la familia, de cuatro metros cuadrados.
Vivir con menos de un dólar al día, como la mayoría de los africanos, es una interminable lucha por el sustento. En el Cabo de África, es una lucha que se gana rara vez.
Etiopía es uno de los cinco países más pobres del mundo y uno de los más grandes receptores per cápita de ayuda humanitaria. Casi la mitad de la población de 67 millones está desnutrida. Millones de personas corren el riesgo de morir de hambre cada año. Las vidas de los más jóvenes no es a menudo más que una triste y azul muerte.
Detrás de las estadísticas hay una dura realidad que ayuda a explicar por qué el hambre es un problema tan difícil en África. Cuando la vida está tan concentrada en la supervivencia, el mañana se vende para llevarse algo a la boca hoy.
Grupos de ayuda extranjeros gastan tanto dinero en alimentar a los hambrientos que nunca tienen suficiente para hacer frente a la siguiente hambruna. Las causas del hambre en África -la sequía, la guerra, las enfermedades, la corrupción, la superpoblación- parecen no terminar nunca. Pierden intensidad en tiempos de relativa abundancia, sólo para volver a reaparecer.
Incluso en las buenas épocas, cuando llueve en Etiopia, los campesinos plantan apenas lo suficiente de maíz, batatas y otros cultivos como para alimentar a sus familias. Batire nunca ha podido darse el lujo de dejar que sus pequeños terrales de falsos plataneros lleguen a madurar, lo que triplicaría la cosecha. Pero se ve obligada a podar los árboles tan pronto como su familia necesite algo para comer.
En los tiempos más duros la gente come esporádicamente, siempre con la esperanza de que un día de búsqueda la familia entera pueda llevarse a la boca algo más que bocados.
Cuando se termina todo, los hambrientos piden limosna al gobierno o a las agencias de ayuda. Pero para entonces, las enfermedades ya habrán hecho presa de ellos. La grave deficiencia en proteínas provoca una afección conocida como kwashiorkor, que condena a sus jóvenes víctimas a una muerte llena de unas acusadas manchas azules, con las caras detenidas en expresiones de profunda tristeza.
"Si no nos matan las enfermedades, entonces es la sequía que viene detrás a terminar el trabajo", dice Batire.
Ha visto morir de esta manera a seis niños del vecindario. Y muchas veces, sus propios hijos se han ido a dormir con hambre. Durante esas noches, Batire se siente atrapada en la choza de barro de la familia, de un solo ambiente y sin ventanas, incapaz de alimentarlos y sin poder escapar de los llantos que les causa el hambre.
La choza redonda, tukul, que Batire y su marido Ledamo Ataro construyeron cuando se casaron hace veinte años tiene un piso de tierra apisonada salpicada de cenizas. En la chimenea, la papilla de platanero hierve a fuego lento en una cacerola negra que descansa sobre tres jarras de greda.
Su aldea en el sudoeste de Etiopía se extiende entre tierras de labranza que en buenos años produce café para Starbucks y otras marcas de prestigio.
Pero 2003 fue un mal año. No llovió ni en febrero ni en marzo, lo que impidió que la familia plantara maíz, trigo y otros cultivos. Ese verano las lluvias fueron esporádicas.
La cena es la única comida del día. Antes de comer, la familia bendice los alimentos que van a tomar. A Ledamo -un hombre alto y enjuto, bordeando los 50- se le sirve primero porque necesita fuerza para poder trabajar por su familia. Su esposa e hijos se alimentan de los restos.
Batire, cerca de la cuarentena, se seca el sudor de la cara con las puntas de una pañoleta azul mientras trajina por la parcela de la familia en una interminable ronda de quehaceres domésticos. Las plantas de sus pies están resquebrajadas y llenas de tierra.
Letimo, 15, el mayor de los niños, es un joven musculoso. Pero sus escuálidos hermanos y sus barrigas ligeramente hinchadas delatan grados diversos de desnutrición. Los mayores son menos escuálidos que los menores porque, en palabras de un cooperante, "cuando se come de una cacerola, los más fuertes comen primero".
Los niños tienen una muda de ropa, lo que significa que tienen que quedarse desnudos cuando Batire lava la ropa. De los niños, Letimo es el único que tiene zapatos, un par de chanclas de goma rojas.
Sus hijos no han ido nunca a la escuela y probablemente no irán nunca. Ledamo dice que no puede pagar las matrículas ni comprar ropa adecuada para ir a la escuela. Además, necesita que los niños le ayuden a buscar comida y a cultivar sus plantas.
En los buenos años, los Ledamo pueden ganar 30 birr al mes (alrededor de cuatro dólares) vendiendo sus productos en el mercado de la aldea. La familia destina cinco birr a la semana a la compra de alimentos que no puede cultivar: aceite, sal y pimienta.
Aunque están luchando contra el hambre, los Ledamo se encuentran entre los miembros más acomodados de su comunidad. Son dueños de un buey, que usan para arar la tierra. También alquilan el animal a los vecinos. El animal es tan valioso que comparte la casa con la familia, rumiando encima de un fardo de hierba a un costado de la choza de seis metros. Si lo dejaran fuera, el huesudo animal sería presa de ladrones o hienas.
"No somos pobres", dice Ledamo con orgullo. "Muchos de mis vecinos son más pobres que yo".
Incluso así, el alimento es tan escaso que Ledamo y Batire pronto tendrán que tomar una decisión muy importante. Podrían vender el buey por cerca de 12 dólares para alimentarse a sí mismos y mantener a sus hijos alejados de los centros de nutrición de emergencia que los cooperantes de Naciones Unidas han estado montando en la región. Pero el dinero sólo serviría para comer durante unos meses.
Estarían hipotecando su futuro para llenarse la barriga hoy.
"Tenemos que alimentar a los niños o se los llevarán", dice Batire, señalando un convoy de vehículos de Naciones Unidas que pasan frente a su casa.
Es un signo claro de que la temporada de hambre ha empezado.
Ha habido tantas de esas temporadas para los etiopes que incluso otros africanos se compadecen de ellos. El diario nigeriano Daily Trust describe Etiopia como una "vergüenza", un país "sin intelectuales", incapaz de superar su ciclo de sequía y hambruna.
Las organizaciones de ayuda dicen más o menos lo mismo en que el hambre se lo ha causado Etiopia a sí misma: es el resultado de conflictos armados, una agobiante política de tierras, mala planificación y superpoblación. El gobierno gasta millones en una larga guerra civil y en una guerra de fronteras con Eritrea. A la escasez de alimento se une una alta tasa de mortalidad. Hacia 2015 Etiopia tendrá 90 millones de habitantes, 23 más que hoy.
A diferencia de la mayoría de los etiopes, los Ledamo podrían irrigar sus tierras con el lago Awasa, que queda a unos pocos metros de su casa. Pero Ledamo dice que si cavara un canal de irrigación solo invitaría a los hipopótamos a salir de sus cañaverales y pisotear o comer sus cultivos.
En otros lugares -India, China y América Latina- la irrigación ha permitido que la producción de alimento crezca fuertemente. Pero en África menos del 7 por ciento de la tierra cultivable cuenta con irrigación. En Etiopía la cifra es de 2 por ciento, incluso si sus tierras son la fuente de dos tercios del agua que fluye por el Nilo hacia Egipto.
Pero Etiopía no puede reunir suficiente dinero por sí misma como para emprender proyectos de irrigación de gran escala, dijo el primer ministro Meles Zenawi en una entrevista. Entidades de crédito dicen que si Etiopía explotara sus recursos hídricos, Egipto sufriría las consecuencias.
Los campesinos pobres de Etiopía no son dueños de la tierra. Pertenece al estado. Las agencias de ayuda dicen que si se pusiera en manos de los campesinos como propiedad privada les daría un incentivo para mejorar la tierra y aumentar su productividad. Pero Meles dijo que eso sería sólo otra manera de sacrificar el futuro: Muchos campesinos venderían sus tierras, obteniendo así algo de dinero inmediato pero alejándolos de proveer por sí mismos en el futuro.
A diferencia de los Ledamo, mucha gente lo ha abandonado todo. Hay un refrán que dice que a los etiopes ya no les interesa si llueve o no aquí, provisto que llueva en Iowa y otros estados agrícolas, la fuente del alimento de las agencias de ayuda.
"Los etiopes saben que la ayuda llegará, que sólo es una cuestión de tiempo", dice Gazahegn Tadele, que encabeza el capítulo local de Oxfam, un grupo de ayuda humanitaria del Reino Unido. Pero a menudo llega demasiado tarde.
También los donantes encuentran a veces más fácil alimentar a los hambrientos que construir diques y caminos que pudieran evitar la hambruna por venir.
"La gente dice: ‘Ah, no, ¿por qué nos está pasando en Etiopia de nuevo’?", dijo Meles. "Pero la verdad es que los donantes prefieren ver cómo su dinero sirve para alimentar a las víctimas del hambre -las caras de esos niños moribundos- más que gastarlo en proyectos menos visibles que ataquen la raíz de la miseria".
Esas jóvenes víctimas, algunas de ellas acarreadas a espaldas de sus padres durante 30 kilómetros, atiborran las estaciones de nutrición -series de tiendas de lona llenas de cuerpos demacrados y apestando a ropa sucia. Los Ledamo quieren evitar esos lugares.
Batire y Ledamo despertaron una mañana preguntándose si acaso tendrían algo para comer ese día. Durante dos noches consecutivas toda la familia se había ido a dormir con hambre. A principio de la semana habían gozado de su última cena de platanero y corteza.
Su hija Maskal, de 7, enflaquecía cada día que a ojos vista.
Esa mañana Batire y Ledamo decidieron vender el buey.
Pero ese mismos días, más tarde, Ledamo hizo un descubrimiento increíble. Al sacar las raíces de unas plantas de maíz secas, descubrió dos matas de batatas enterradas como dos joyas debajo de la tierra. Ledamo llamó a su esposa, diciéndole que había encontrado la cena.
Dios se apiadó de nosotros, dijo.
Pero Batire tiene otra idea. En lugar de vender las batatas, las venderá. Si logra hacer 60 centavos, podrá alimentar a la familia durante dos días. Incluso podrían reunir lo suficiente como para comprar harina y hacer injera, un pan parecido a la espuma que encanta a los etiopes.
Batire coloca las batatas en pequeñas pilas frente a su casa y espera a que pasen los clientes. Al principio de la mañana unos vecinos le comprarán un cuarto de batatas por 15 centavos.
Después de eso, las horas se alargaron interminablemente.
Una mujer que lleva a un niño hambriento a la espalda y jalando a una desaliñada chiquilla le pide comida. Batire lo piensa unos segundos y le da tres batatas.
"Cuando eres madre, sabes lo que es el sufrimiento", dice. "Sabes lo difícil que es cuando tus bebés pasan hambre".
Batire había abandonado la esperanza de vender sus batatas cuando aparecieron unos hombres en un carromato tirado por un asno y compraron las batatas restantes. Radiante, Batire agarra su pequeña fortuna y corre dentro a contárselo a Ledamo y los niños.
Lleva apretados en la mano cinco birr, casi 65 centavos.
"Hoy", dijo, "hemos tenido suerte".
19 de julio de 2004
©losangelestimes
Hay un maizal cerca, los tallos raquíticos y pelados. Una planta de café se marchita en un trozo de tierra tan seca que las pisadas levantan nubes de polvo gris.
Las raíces y tallos de un falso platanero -llamado así porque no da frutos- es todo lo que hay para comer hoy.
Batire las machacará hasta convertirlas en una papilla que tiene poco valor nutritivo pero que al menos le quitará el hambre a su marido y siete hijos. Cuando se acaben esas partes del árbol, pondrá a hervir la corteza. Y cuando se acabe la corteza, buscará otra cosa.
"Este lugar está maldito", dice Batire sobre la parcela de la familia, de cuatro metros cuadrados.
Vivir con menos de un dólar al día, como la mayoría de los africanos, es una interminable lucha por el sustento. En el Cabo de África, es una lucha que se gana rara vez.
Etiopía es uno de los cinco países más pobres del mundo y uno de los más grandes receptores per cápita de ayuda humanitaria. Casi la mitad de la población de 67 millones está desnutrida. Millones de personas corren el riesgo de morir de hambre cada año. Las vidas de los más jóvenes no es a menudo más que una triste y azul muerte.
Detrás de las estadísticas hay una dura realidad que ayuda a explicar por qué el hambre es un problema tan difícil en África. Cuando la vida está tan concentrada en la supervivencia, el mañana se vende para llevarse algo a la boca hoy.
Grupos de ayuda extranjeros gastan tanto dinero en alimentar a los hambrientos que nunca tienen suficiente para hacer frente a la siguiente hambruna. Las causas del hambre en África -la sequía, la guerra, las enfermedades, la corrupción, la superpoblación- parecen no terminar nunca. Pierden intensidad en tiempos de relativa abundancia, sólo para volver a reaparecer.
Incluso en las buenas épocas, cuando llueve en Etiopia, los campesinos plantan apenas lo suficiente de maíz, batatas y otros cultivos como para alimentar a sus familias. Batire nunca ha podido darse el lujo de dejar que sus pequeños terrales de falsos plataneros lleguen a madurar, lo que triplicaría la cosecha. Pero se ve obligada a podar los árboles tan pronto como su familia necesite algo para comer.
En los tiempos más duros la gente come esporádicamente, siempre con la esperanza de que un día de búsqueda la familia entera pueda llevarse a la boca algo más que bocados.
Cuando se termina todo, los hambrientos piden limosna al gobierno o a las agencias de ayuda. Pero para entonces, las enfermedades ya habrán hecho presa de ellos. La grave deficiencia en proteínas provoca una afección conocida como kwashiorkor, que condena a sus jóvenes víctimas a una muerte llena de unas acusadas manchas azules, con las caras detenidas en expresiones de profunda tristeza.
"Si no nos matan las enfermedades, entonces es la sequía que viene detrás a terminar el trabajo", dice Batire.
Ha visto morir de esta manera a seis niños del vecindario. Y muchas veces, sus propios hijos se han ido a dormir con hambre. Durante esas noches, Batire se siente atrapada en la choza de barro de la familia, de un solo ambiente y sin ventanas, incapaz de alimentarlos y sin poder escapar de los llantos que les causa el hambre.
La choza redonda, tukul, que Batire y su marido Ledamo Ataro construyeron cuando se casaron hace veinte años tiene un piso de tierra apisonada salpicada de cenizas. En la chimenea, la papilla de platanero hierve a fuego lento en una cacerola negra que descansa sobre tres jarras de greda.
Su aldea en el sudoeste de Etiopía se extiende entre tierras de labranza que en buenos años produce café para Starbucks y otras marcas de prestigio.
Pero 2003 fue un mal año. No llovió ni en febrero ni en marzo, lo que impidió que la familia plantara maíz, trigo y otros cultivos. Ese verano las lluvias fueron esporádicas.
La cena es la única comida del día. Antes de comer, la familia bendice los alimentos que van a tomar. A Ledamo -un hombre alto y enjuto, bordeando los 50- se le sirve primero porque necesita fuerza para poder trabajar por su familia. Su esposa e hijos se alimentan de los restos.
Batire, cerca de la cuarentena, se seca el sudor de la cara con las puntas de una pañoleta azul mientras trajina por la parcela de la familia en una interminable ronda de quehaceres domésticos. Las plantas de sus pies están resquebrajadas y llenas de tierra.
Letimo, 15, el mayor de los niños, es un joven musculoso. Pero sus escuálidos hermanos y sus barrigas ligeramente hinchadas delatan grados diversos de desnutrición. Los mayores son menos escuálidos que los menores porque, en palabras de un cooperante, "cuando se come de una cacerola, los más fuertes comen primero".
Los niños tienen una muda de ropa, lo que significa que tienen que quedarse desnudos cuando Batire lava la ropa. De los niños, Letimo es el único que tiene zapatos, un par de chanclas de goma rojas.
Sus hijos no han ido nunca a la escuela y probablemente no irán nunca. Ledamo dice que no puede pagar las matrículas ni comprar ropa adecuada para ir a la escuela. Además, necesita que los niños le ayuden a buscar comida y a cultivar sus plantas.
En los buenos años, los Ledamo pueden ganar 30 birr al mes (alrededor de cuatro dólares) vendiendo sus productos en el mercado de la aldea. La familia destina cinco birr a la semana a la compra de alimentos que no puede cultivar: aceite, sal y pimienta.
Aunque están luchando contra el hambre, los Ledamo se encuentran entre los miembros más acomodados de su comunidad. Son dueños de un buey, que usan para arar la tierra. También alquilan el animal a los vecinos. El animal es tan valioso que comparte la casa con la familia, rumiando encima de un fardo de hierba a un costado de la choza de seis metros. Si lo dejaran fuera, el huesudo animal sería presa de ladrones o hienas.
"No somos pobres", dice Ledamo con orgullo. "Muchos de mis vecinos son más pobres que yo".
Incluso así, el alimento es tan escaso que Ledamo y Batire pronto tendrán que tomar una decisión muy importante. Podrían vender el buey por cerca de 12 dólares para alimentarse a sí mismos y mantener a sus hijos alejados de los centros de nutrición de emergencia que los cooperantes de Naciones Unidas han estado montando en la región. Pero el dinero sólo serviría para comer durante unos meses.
Estarían hipotecando su futuro para llenarse la barriga hoy.
"Tenemos que alimentar a los niños o se los llevarán", dice Batire, señalando un convoy de vehículos de Naciones Unidas que pasan frente a su casa.
Es un signo claro de que la temporada de hambre ha empezado.
Ha habido tantas de esas temporadas para los etiopes que incluso otros africanos se compadecen de ellos. El diario nigeriano Daily Trust describe Etiopia como una "vergüenza", un país "sin intelectuales", incapaz de superar su ciclo de sequía y hambruna.
Las organizaciones de ayuda dicen más o menos lo mismo en que el hambre se lo ha causado Etiopia a sí misma: es el resultado de conflictos armados, una agobiante política de tierras, mala planificación y superpoblación. El gobierno gasta millones en una larga guerra civil y en una guerra de fronteras con Eritrea. A la escasez de alimento se une una alta tasa de mortalidad. Hacia 2015 Etiopia tendrá 90 millones de habitantes, 23 más que hoy.
A diferencia de la mayoría de los etiopes, los Ledamo podrían irrigar sus tierras con el lago Awasa, que queda a unos pocos metros de su casa. Pero Ledamo dice que si cavara un canal de irrigación solo invitaría a los hipopótamos a salir de sus cañaverales y pisotear o comer sus cultivos.
En otros lugares -India, China y América Latina- la irrigación ha permitido que la producción de alimento crezca fuertemente. Pero en África menos del 7 por ciento de la tierra cultivable cuenta con irrigación. En Etiopía la cifra es de 2 por ciento, incluso si sus tierras son la fuente de dos tercios del agua que fluye por el Nilo hacia Egipto.
Pero Etiopía no puede reunir suficiente dinero por sí misma como para emprender proyectos de irrigación de gran escala, dijo el primer ministro Meles Zenawi en una entrevista. Entidades de crédito dicen que si Etiopía explotara sus recursos hídricos, Egipto sufriría las consecuencias.
Los campesinos pobres de Etiopía no son dueños de la tierra. Pertenece al estado. Las agencias de ayuda dicen que si se pusiera en manos de los campesinos como propiedad privada les daría un incentivo para mejorar la tierra y aumentar su productividad. Pero Meles dijo que eso sería sólo otra manera de sacrificar el futuro: Muchos campesinos venderían sus tierras, obteniendo así algo de dinero inmediato pero alejándolos de proveer por sí mismos en el futuro.
A diferencia de los Ledamo, mucha gente lo ha abandonado todo. Hay un refrán que dice que a los etiopes ya no les interesa si llueve o no aquí, provisto que llueva en Iowa y otros estados agrícolas, la fuente del alimento de las agencias de ayuda.
"Los etiopes saben que la ayuda llegará, que sólo es una cuestión de tiempo", dice Gazahegn Tadele, que encabeza el capítulo local de Oxfam, un grupo de ayuda humanitaria del Reino Unido. Pero a menudo llega demasiado tarde.
También los donantes encuentran a veces más fácil alimentar a los hambrientos que construir diques y caminos que pudieran evitar la hambruna por venir.
"La gente dice: ‘Ah, no, ¿por qué nos está pasando en Etiopia de nuevo’?", dijo Meles. "Pero la verdad es que los donantes prefieren ver cómo su dinero sirve para alimentar a las víctimas del hambre -las caras de esos niños moribundos- más que gastarlo en proyectos menos visibles que ataquen la raíz de la miseria".
Esas jóvenes víctimas, algunas de ellas acarreadas a espaldas de sus padres durante 30 kilómetros, atiborran las estaciones de nutrición -series de tiendas de lona llenas de cuerpos demacrados y apestando a ropa sucia. Los Ledamo quieren evitar esos lugares.
Batire y Ledamo despertaron una mañana preguntándose si acaso tendrían algo para comer ese día. Durante dos noches consecutivas toda la familia se había ido a dormir con hambre. A principio de la semana habían gozado de su última cena de platanero y corteza.
Su hija Maskal, de 7, enflaquecía cada día que a ojos vista.
Esa mañana Batire y Ledamo decidieron vender el buey.
Pero ese mismos días, más tarde, Ledamo hizo un descubrimiento increíble. Al sacar las raíces de unas plantas de maíz secas, descubrió dos matas de batatas enterradas como dos joyas debajo de la tierra. Ledamo llamó a su esposa, diciéndole que había encontrado la cena.
Dios se apiadó de nosotros, dijo.
Pero Batire tiene otra idea. En lugar de vender las batatas, las venderá. Si logra hacer 60 centavos, podrá alimentar a la familia durante dos días. Incluso podrían reunir lo suficiente como para comprar harina y hacer injera, un pan parecido a la espuma que encanta a los etiopes.
Batire coloca las batatas en pequeñas pilas frente a su casa y espera a que pasen los clientes. Al principio de la mañana unos vecinos le comprarán un cuarto de batatas por 15 centavos.
Después de eso, las horas se alargaron interminablemente.
Una mujer que lleva a un niño hambriento a la espalda y jalando a una desaliñada chiquilla le pide comida. Batire lo piensa unos segundos y le da tres batatas.
"Cuando eres madre, sabes lo que es el sufrimiento", dice. "Sabes lo difícil que es cuando tus bebés pasan hambre".
Batire había abandonado la esperanza de vender sus batatas cuando aparecieron unos hombres en un carromato tirado por un asno y compraron las batatas restantes. Radiante, Batire agarra su pequeña fortuna y corre dentro a contárselo a Ledamo y los niños.
Lleva apretados en la mano cinco birr, casi 65 centavos.
"Hoy", dijo, "hemos tenido suerte".
19 de julio de 2004
©losangelestimes
cc traducción mQh
1 comentario
orlenis -
Pero que estamos haciendo por estos hermosos bebes, nosotros que somo multimillonarios y nos preocupamos si llegamos tarde al trabajo o si fracasamos en la escuela,acaso las naciones tan poderosas solo se preocupan por cosas como el petroleo que con su desencadenado uso afecta otras naciones como la descrita en el articulo quitandole la comida de la boca a estas angelicales criaturas que son los bebes, DONDE ESTA NUESTRO AMOR, solo que rezar por este mundo que mañana sea mejor que ayer pero no para mi sino por estos inocentes y amorosos bebes.