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los nuevos restaurantes clandestinos


Clubes culinarios cuyos miembros se aburrieron de los restaurantes y prefieren participar en la preparación.
[Melena Ryzik] Homer, Nueva York, Estados Unidos. Un bello sábado por la mañana en este pueblo de seis mil habitantes, a eso de media hora de Ithaca, un grupo de amigos y conocidos se reunieron en Cold Brook Farms, que se especializa en carnes salvajes y hace las veces de coto de caza. La mayoría de ellos habían salido de Brooklyn la noche anterior, y ahora, en una hora en que era demasiado temprano para un brunch, estaban en una dependencia baja, decorada con taxidermia, bromeando soñolientos sobre el decorado y esperando café y rosquillas. "Bueno", anunció Michael J. Cirino, uno de los anfitriones. "Vamos a carnear un jabalí, para que los que quieran mirar".
Olvidemos el café y las rosquillas. El grupo se trasladó hacia un cuarto de procesamiento en la parte de atrás, junto a una enorme cámara frigorífica. Allá, colgado en ganchos de metal desde el techo, estaba el cadáver de un jabalí recién sacrificado de unos setenta kilos. El señor Cirino lo apodó Louis. Durante la siguiente hora y media, él y su amigo Daniel Castaño, 30, un cocinero que ha trabajado en Otto, Babbo y Quality Meats, trocearon metódicamente, con cuchillas de carnicero y sierras, al animal, convirtiéndolo en trozos reconocibles como lomo y costillas. Cirino, 29, que trabaja como asesor jurídico para transacciones comerciales e inmobiliarias, no había intentado nunca nada semejante: la decisión de colocarse un mandil le tomó veinte minutos. Otra cocinera profesional -Jacqueline Lombard, proveedora- y dos aficionados entusiastas ayudaron a carnear al animal, mientras el resto del equipo tomaba espeluznantes fotos con sus celulares.
Que fueran capaces de seducir a media docenas de vecinos del norte de Nueva York para trocear un jabalí es un gran logro en sí mismo, pero Cirino y Castaño tenían planes más grandiosos: el resto del día debía incluir lecciones para hacer pasta, instrucciones para usar el cuchillo y el uso de hidrocoloides para crear gel líquida, como resumió Cirino en un e-mail enviado a los participantes. El evento -"explorar y utilizar a todo un jabalí", escribió- debía culminar con una comida de seis platos, con vino y postre, servida en una mesa comunal, con suficiente tiempo como para jugar a las bochas. Por esta exclusiva experiencia en guerrilla gastronómica -organizada por Cirino y Castaño como una suerte de excursión para su club culinario de Nueva York, llamado ‘A Razor, a Shiny Knife’- cobraron ochenta dólares por persona, apenas suficiente para cubrir los costes.
No es nada convencional, y así es como les gusta a los organizadores. A Razor, a Shiny Knife empezó como una tradicional comida de domingo con amigos después de las bochas y fue creciendo a medida que esos amigos contaban la experiencia a otros. Las comidas se hicieron más ambiciosas y finalmente se empezó a pedir dinero a los participantes para cubrir los gastos. Se convirtió en lo que se llama un restaurante clandestino, pero, como otros, a menudo tienen menos en común con los restaurantes que con otras culturas alternativas, como el indie rock.
Los apasionados entusiastas que han abierto decenas de restaurantes clandestinos en departamentos y en otros espacios privados en los últimos años por lo general no aspiran a convertirse en hosteleros tradicionales, con gastos indirectos e inversores y el departamento de salud -también conocido como El Hombre- diciéndoles qué tienen que hacer. No están en el negocio para hacer dinero ni para competir con el Bar Buda; en lugar de eso, dicen, se metieron por la comunidad y por la libertad creativa. Es difícil imaginar incluso a los hosteleros legales más aventureros alentando a sus clientes a cortar los cuartos traseros del cadáver de un jabalí. Los restaurantes clandestinos han encontrado su nicho. Coordinando el movimiento de la granja a la mesa y una bloguera interactividad, han creado una audiencia entre los gourmets, la mayor parte de ellos en la veintena y treintena, que tienen opiniones claras sobre lo local versus lo orgánico, que prefieren lo íntimo y casual a lo solemne y ceremonioso y están abiertos a conocer gente y a construir relaciones nuevas. Sin duda, un montón de ellos son miembros de algún club de Facebook a favor del tocino.
"Puedes salir a comer toda la semana, pero esto es único", dijo Jeremy Townsend, fundador de Ghetto Gourmet, un antiguo restaurante clandestino de Oakland, California. "La gente quiere librarse de esa experiencia molde y vivir una experiencia compartida que tenga alguna significación y autenticidad, y alguna historia". La página web de Townsend, theghet.com, sigue el movimiento: el año pasado, el número de restaurantes clandestinos se duplicó a cerca de setenta, dijo.
Esa fue parte de la razón que tuvieron Greg Rubin y otras nueve personas para pagar 48 dólares cada uno para entrar en Brooklyn al departamento sin aire acondicionado de Sara Newberry, editora de libros de cocina, un sábado noche. Chorrearon sudor durante la comida de cuatro platos -más amuse-bouche [tapas]- ordenada en torno al Mercado e ingredientes orgánicos como tomates de campo, rábanos y albahaca morada. Rubin, 27, egresado de la academia gastronómica pero convertido luego en vendedor de música, llegó con su novia, Jenny Spyres, y su hermana Jess, estudiante de secundaria de Boston que estaba de visita ("Quiero ofrecerle una experiencia de la verdadera Nueva York", dijo). Comparó la experiencia con hacer compras en una tienda de discos indie en lugar de un supermercado de música y dijo que apreciaba la pequeña escala, el menú con productos del mercado y la informalidad. "Me gusta tener a un perro a mi lado cuando como", dijo, después de que la señorita Newberry soltara a su chucho. "Me gusta que se caiga el ventilador. No me gusta el mantel de blanco esterilizado. Es por eso que no trabajo en un restaurante".

Con cada plato, Newberry, de shorts vaqueros y una camiseta con el texto ‘La Carne Es un Crimen: un Crimen Delicioso’ [Meat Is Murder — Tasty, Tasty Murder’, emerge de su diminuta cocina apenas a un grito de distancia de las dos mesas cubiertas con papel de carnicería puestas en su salita, para describir los platos. "Esto es codorniz", dijo, sobre la entrada. "Se ven un poco obscenas porque están haciendo yoga". Los pájaros, despatarrados y rellenos con queso de cabra y envueltos en tocino, fueron servidos con pudding de maíz y melaza de granada. "Hum", fue el consenso general.
"¡A ensuciarse!", exhortó Newberry al grupo. "¡Comed con las manos!" La señorita Spyres cogió y empezó a mordisquear, obediente, una diminuta pata. Después del postres -tarta de crema de limón con arándanos y crema fresca batida-, Newberry dejó los platos sucios a su pinche contratada, Justine Renson, cogió una botella de vino y se desplomó en el sillón para hablar de cocina con dos de sus invitados, que llevan otro restaurante clandestino conocido como Homeslice West.
Las mujeres sólo nos darán sus nombres, Becky y Hayden, para no llamar la atención de las autoridades. Trabajan en publicidad durante el día, pero han estado sirviendo comida sureña en una serie rotatoria de departamentos en el Upper West Side durante más de dos años. Tienen clientes habituales y, debido a que a menudo empiezan a la hora del cóctel, la reputación de ser un lugar para solteros.
"Las firmas de citas nos envían correos electrónicos todo el tiempo", pidiéndoles que organicen una cena para clientes, dijo Becky. Aunque no lo hacen, sí actúan como conducto para los tímidos. "Después del evento, los hombres nos escriben y piden los e-mails de otros participantes", dijo Becky. ("Siempre dicen: ‘Me olvidé de preguntar’", agregó Hayden, haciendo girar sus ojos).
Ahora que el mundo de la cocina clandestina se encuentra más consolidado, sus miembros -como Whisk & Ladle; A Razor, a Shiny Knife; y Coach Peaches- han tenido tiempo de conocerse unos a otros. Las mujeres de Homeslice West están trabajando para un banquete de Acción de Gracias de dos días con una docena de compatriotas. Esperan tener patrocinadores, como empresas vitivinícolas, para reducir los costes y ganar algo de dinero.

Otra empresa ambiciosa es el New York Bite Club, que tiene cerca de 45 invitados para sus comidas de ocho platos dos veces al mes, pidiendo a los participantes una ‘donación’ de 150 dólares (que no incluye el vino, el que es oficialmente donado para evitar la venta ilegal de alcohol). Empezó hace dos años y medio y se ha hecho tan popular que la pareja que lo fundó ha contratado a una encargada de las reservas y un administrador de la página web, ambos a tiempo parcial. Pero la pareja todavía sólo usa sus nombres de pila, Alicia y Daniel, por temor a que los clausuren.
En un e-mail, Elliot Marcus, subinspector de la Oficina de Seguridad Alimentaria de Nueva York, dijo: "Si le estás sirviendo comida al público, necesitas un permiso del departamento de salud y tienes que cumplir con las normas sanitarias para mantener seguros los alimentos", agregando que realizan a menudo visitas de inspección.
Sin embargo, los clientes del New York Bite Club han incluido a un chef de Nobu y a un productor de Food Network, dijo Alicia, y Joaquin Simo, bartendero y fundador de Death & Co., se encargaba de los cócteles para solteros. "Fue todo un reto", dijo.
Por supuesto, como todas las cosas clandestinas, la escena de los restaurantes clandestinos puede ser amenazada por su propia popularidad. Después de que se extendiera el rumor sobre su existencia, Townsend, que empezó Ghetto Gourmet con su hermano Joe, un cocinero profesional, recibió una visita del departamento de salud de Oakland en 2006. En lugar de cerrar, simplemente se echó a la calle, saltando de departamento en departamento y embarcándose finalmente en una gira de dos años por el país, trabajando con cocineros locales. (Ahora Joe Townsend es chef en Nashville).
Muchos hosteleros clandestinos nuevos, como la señorita Newberry, se inspiraron después de asistir a una de las comidas ambulantes de Ghetto Gourmet; ahora el movimiento clandestino ha surgido incluso en ciudades pequeñas, como Des Moines. Pero todavía no sabemos si el aumento de los clientes, los auspicios y las prácticas de restaurantes tradicionales acabarán con su mística.
"Haciéndolo más grande, pero manteniéndolo íntimo y secreto y misterioso, ese es el balance que queremos lograr", dijo Hayden.
Otra opción es cambiar de ruta. Invitar a la gente a que se ensucie las manos -para revolver o saltear o simplemente probar- es lo distingue a Castaño y Cirino de los eventos de otros clubes culinarios. En la comida al aire libre del jabalí, realizada en una finca de 324 hectáreas que pertenece al tío de Cirino, Jerry Contento, explicaron cada paso y corte de la faena. Cirino dio a su novia, Kathryn Mahoney, 27, vegetariana, la oportunidad de probar un bocado. Momentos antes de servir, se repartieron cucharadas de boloñesa de jabalí, para determinar si sabía demasiado a hígado. (No).
El ethos de todas las manos sobre la mesa tiene un propósito, dijo Castaño, que dirigió un curso sobre cómo hacer ravioles. "Todos poseen algo de lo que estamos haciendo", dijo. "Sabe mucho mejor porque pueden decir a cualquiera que se siente a su lado, que ellos lo hicieron".
Fue lo que, sentada a un larga mesa, puesta con la porcelana de los abuelos de Cirino, frente a sus tías, tíos y primos, hizo la señorita Mahoney. También participó en una pelea de harina con su colega en la preparación de los ravioles, Paul Fawell, cuando estaban trabajando. Fawell, 27, jefe de agentes financieros para una organización sin fines de lucro, es uno de los clientes que paga y ha ayudado en varias de las comidas de Cirino y Castaño. "Esperaba que comiéramos bien, pero no sabía que sería tan informal", dijo. "No esperaba conocer a gente tan simpática".
Cirino y Castaño se estaban ocultando en el cuarto de preparación donde, casi doce horas antes, habían troceado al animal que estaban comiendo. "Una de las mejores recetas que he probado en todo el mes", dijo Cirino sobre el tenedor de jabalí ahumado y acelgas que se llevaba a la boca.
El menú también incluía un plato descrito como "paté de jabalí cubierto con una deliciosa jalea y servido con frituras de piel de pato" -en otras palabras, un paté de jabalí servido con un poco de gelatina hecha con los restos líquidos condensados de las acelgas cocidas, acentuadas con unos chips de piel de pato fritos. (La piel era mantenida junta con Activa, una enzima que el chef Wylie Dufresne llama "cola de carne" y una de las numerosas substancias poco tradicionales que llevó Cirino. También llevó su propia calculadora de inmersión). Indudablemente es extremo: siempre hace su propia mantequilla, está trabajando en una ‘prensa de tocino’ -para hacerlo fino como el papel- y está muy entusiasmado con un nuevo método para cocer pasta sin agua ("¡La podemos hacer con rayos láser!").
Él y Castaño consideran que su experimento en comidas salvajes son un éxito. "Nada de lo que hicimos hoy, fue hecho antes", dijo Cirino, orgulloso. Pero su ambición causó problemas: Un plato sufrió un retraso debido a que la parrilla y la freidora quemaron un tapón, la crema de cocido de maíz no cuajó propiamente y no encontraron a un proveedor local de mollejas de calidad.
Mientras empacaba sus cuchillos, la señorita Lombard, proveedora profesional, puso a la cena una C. Vino como amiga y ayudante voluntaria para aprender técnicas de gastronomía molecular, pero en lugar de eso terminó haciendo de todo, desde fregar los platos hasta sacar la basura. "Cuando salga el último plato", dijo casi al final de su turno de doce horas, "me voy a ir a un McDonald y voy a pedir un Big Mac con extra pepinillos".

23 de octubre de 2008
27 de agosto de 2008
©new york times
cc traducción mQh
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