soñando con llegar a ser chef
25 de noviembre de 2008
"Es viernes, así que vendemos un montón de pescado".
Como chef ejecutivo del Pacific Grille en el centro de Los Angeles, Díaz arma el menú, dirige a un personal de ocho empleados y cocina para más de cien clientes al día.
No se parece en nada al primer trabajo que consiguió después de cruzar ilegalmente la frontera en 1981: lavar platos.
No es un secreto para nadie que en las cocinas en todo Los Angeles son inmigrantes mexicanos y centroamericanos los que friegan los platos, vacían los contenedores de basura, recogen las mesas y trapean el suelo. Pero lo nuevo es lo que está ocurriendo en la cocinilla. Después de décadas de poblar los trabajos peor pagados que exigen pocas habilidades y poco inglés, los inmigrantes más ambiciosos se están convirtiendo en importantes chefs en algunos de los más celebrados restaurantes franceses, asiáticos e italianos.
"Rompe el estereotipo del rol que juegan los inmigrantes mexicanos en nuestra economía y en nuestra industria", dice Daniel Conway, portavoz de la Asociación de Restaurantes de California. "Demuestra que hay espacio para que el mérito y el trabajo duro rindan sus frutos".
Muchas otras industrias californianas, incluyendo la agricultura y la industria textil emplean cifras desproporcionadas de inmigrantes en los niveles más bajos. Pero pocas ofrecen el amplio rango de oportunidades que existen en los restaurantes, donde la determinación y la capacidad todavía pueden eludir a la educación para llegar a la cima.
La mayoría de los chefs que empezaron como lavaplatos en algunos de los restaurantes elegantes de la ciudad no poseen formación culinaria formal, pero han pasado años aprendiendo en el lugar de trabajo. Díaz estuvo aprendiendo durante veinte años.
El hostelero Wolfgang Puck, inmigrante de Austria, juzga el talento de sus chefs por la calidad de sus platos.
"Al final del día, lo importante es lo que ponen en el plato, no el pasaporte que portan", dijo Puck.
De niño en Durango, México, Díaz ayudaba a su padre en la parcela y a su madre en la cocina. Secaba los pimientos, recogía el maíz, freía el pescado y hacía tortillas.
La familia tenía comida en la mesa, pero no mucho más. Así que Díaz abandonó la escuela después del sexto grado y empezó a trabajar. Y cuando cumplió los diecisiete, siguió a un coyote a través de las montañas para llegar a Estados Unidos.
No hablaba inglés, pero un amigo le ayudó a encontrar un trabajo lavando platos en un club privado en Sunset Boulevard con Western Avenue. El trabajo era pesado: largas horas y altísimas pilas de platos. Ganaba 3.25 la hora.
Díaz, 43, recuerda la noche que decidió que quería convertirse en cocinero. El club tenía un encargo fuera. Los cocineros estrenaban chaquetas y gorros blancos. Las fuentes de pollo de primera y el filete de lenguado se veían preciosos. Los parroquianos los colmaron de elogios.
"Me dije: ‘Wow, yo quiero ser uno de esos’", dijo.
En casa empezó a leer libros de cocina y a experimentar en la cocina. En el restaurante miraba trabajar a los chefs y ofrecía su ayuda.
Su velocidad y ansiedad lo llevaron a su primer ascenso como cocinero de ingredientes. Desde allí, avanzó rápidamente, cocinando en algunos exclusivos restaurantes franceses en Silver Lake y finalmente aterrizando como chef ejecutivo en Nicola en 1999.
El restaurante, en South Figueroa Street, cambió de dueños y su nombre a Pacific Grille, pero sigue atrayendo durante la semana a toda una multitud de banqueros, hombres de negocios y abogados que llegan a almorzar.
"Hemos estado aquí tanto tiempo que todo el mundo conoce el nombre de Manny", dijo la propietaria Aileen Watanabe.
Los clientes también conocen sus platos.
Un viernes del mes pasado el menú fusión asiático incluía risotto con camarones al azafrán y miso de bacalao negro con fideos udon -ambas creaciones de Díaz.
Pero cuando recibió un pedido especial de su carne asada, que deja marinar durante dos días, Díaz no dudó en prepararla.
Luego dejó la cocina para saludar a los clientes.
"Mi famosa carne asada", dijo, saludándola por su nombre. "¿Cómo está?"
"Deliciosa", dijo.
"Bueno, disfruten de su comida", dijo. "Y dejen espacio para el postre".
Al otro lado de la ciudad en West Hollywood, otro inmigrante mexicano, Rodolfo Aguado, preparaba 31 kilos de gnocchi para una ocasión especial. La harina cubría sus vaqueros y sus zapatillas de tenis negras.
Aguado, 29, que cruzó ilegalmente la frontera desde México cuando era adolescente y creció creyendo que la cocina era sólo para las mujeres, encontró su primer trabajo como lavaplatos en un restaurante Campanile.
"Al principio, lloré", contó. "Es el peor trabajo de un restaurante".
Cuando la chef Suzanne Goin abrió Lucques en Melrose, se acercó a Aguado y le ofreció un trabajo como ayudante de cocina. Ahora es el segundo chef y mano derecha de Goin.
"Cualquiera sea el reto que le imponga, siempre está a la altura de la ocasión y lo hace mejor que cualquiera", dice Goin, que ayudó a Aguado a conseguir un permiso de trabajo. "Y pese a que era un macho, tiene un toque muy elegante".
A unos pasos, Gerardo Canseco, 21, fregaba platos, cacerolas y cubiertos y de vez en vez miraba a Aguado.
"Me da esperanzas", dijo Canseco, que emigró desde Oaxaca hace dos años. "Rodolfo me dijo que si quiero estudiar inglés, que podría empezar aquí".
Después de Noche Vieja, Canseco dará el siguiente paso siguiendo el ejemplo de Aguado. Se convertirá en ayudante.
Para el inmigrante salvadoreño René Mata, ser chef ejecutivo de Chinois on Main, de Wolfgang Puck, en Santa Monica, le ha abierto un mundo que nunca imaginó. Ha cocinado para Anthony Hopkins, Arnold Schwarzenegger y Geena Davis.
Mata, 51, llegó a Estados Unidos en 1981 y empezó como lavaplatos en Pear Garden. Pensaba volver a casa en unos años, pero entonces conoció en el restaurante a la que sería su mujer. A través de ella, Mata consiguió un permiso de residencia y más tarde se convirtió en ciudadano norteamericano.
En 1988, Mata fue contratado como cocinero de línea en Chinois on Main y se convirtió en chef ejecutivo el año pasado. Él y el chef anterior, también salvadoreño, rediseñaron el menú para incluir platos como cordero de Sonoma frito y un chisporroteante bistec del Snake River.
"Para mí este es un sueño hecho realidad", dijo. "Pero nunca olvido de dónde vengo. Cuando veo a gente como yo, trato de ayudar".
Una noche hace poco después de volver a su casa en Glendora, Díaz preparó una pasta de verduras frescas y una bruschetta para su mujer y sus dos hijos, Denisse y Christian. La familia estaba sentada debajo de una foto de La Última Cena.
Su esposa, Verónica Tovalin-Díaz, dijo que casarse con un cocinero tenía sus ventajas.
"Cuando vuelvo a casa del trabajo, la cena está servida", dijo.
La pareja se conoció hace veintitrés años cuando eran niños en México. Los dos obtuvieron sus permisos de residencia con la amnistía de 1986 y ahora son ciudadanos norteamericanos.
Después de la cena, Díaz ayudó a Denisse, 21, a preparar el postre: banana flambé.
"¿Así?", pregunta cuando agregó azúcar moreno a la cacerola.
"Pon algo más, hija", respondió Díaz antes de agregar las bananas y un licor de nuez macadamia.
Denisse, estudiante de UC Riverside, dijo que estaba tratando de aprender algunos de los platos de su papá.
"Si no aprendo a cocinar, no haré ninguna buena figura, porque él es chef y mi mamá también es una gran cocinera", dijo.
Entre el restaurante y con encargos y asesorías, Díaz gana entre setenta mil y ochenta mil dólares al año.
Pero como otros chefs inmigrantes, Díaz tiene otro objetivo.
Espera abrir algún día su propio restaurante, quizás de fusión asiática con un toque latino. Incluso ya tiene el nombre: Bistró La Provincia, un recordatorio de su infancia en México.
Pero de momento, Díaz se mantiene ocupado en la cocina del Pacific Grille, y en casa.
Después de que su mujer e hijos recogieran la mesa, Díaz se inclinó sobre el fregadero, cogió una esponja y empezó a fregar los platos.
24 de octubre de 2008
©los angeles times
cc traducción mQh
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