¿se puede llevar a bush a juicio?
25 de diciembre de 2008
Pero ¿son también criminales los funcionarios de gobierno? ¿Deberían personeros como el vicepresidente Dick Cheney y el ex ministro de Defensa Donald H. Rumsfeld ser llevados a juicio, sea en un tribunal o en un foro como el de la Comisión de Verdad y Reconciliación de Suráfrica? A medida que el gobierno de Bush se acerca a su fin, los llamados a una rendición de cuentas provienen de defensores de los derechos civiles y algunos partidarios del presidente electo Barack Obama. Incluso algunos argumentan que el propio presidente Bush debería ser acusado.
Esta página editorial ha sido inflexible en sus críticas contra el gobierno de Bush por ignorar el derecho internacional y la legislación nacional. El gobierno cometió un error en sus intentos por evadir los tribunales para espiar sin ninguna orden judicial a ciudadanos americanos, se equivocó al inaugurar el centro de detención de Bahía Guantánamo, se mostró abyecto en su aceptación de la tortura. Pero no nos fiamos ni de un proceso judicial contra funcionarios del gobierno ni de un proceso al estilo sudafricano.
El primer modelo nos hace evocar el escándalo de Watergate, en el que varios funcionarios -incluyendo al presidente Nixon- quebrantaron leyes criminales identificables al obstruir la investigación de un allanamiento ilegal ordenado por motivos políticos. Desde ahí, por cierto, Watergate se expandió en una red de violaciones criminales, desde allanamientos ilegales hasta el uso del Servicio de Impuestos Internos para hostigar a los enemigos políticos de la Casa Blanca de Nixon. Es imaginable que algunos individuos en el gobierno de Bush hayan violado leyes criminales. Pero si lo hicieron como parte de la respuesta al terrorismo después del 11 de septiembre de 2001, podría ser imposible juzgarlos con alguna posibilidad de condenarlos.
Además, el escándalo del gobierno de Bush no fue un asunto individual de violaciones de la ley motivadas políticamente. En realidad, fue la incapacidad sistemática de tomar en serio tanto el espíritu como la letra del compromiso de este país con el tratamiento humano acordado a prisioneros o el derecho a la privacidad garantizado por la Ley de Vigilancia de Inteligencia Extranjera [Foreign Intelligence Surveillance Act], FISA.
Ese es un error en el que el Congreso debe compartir culpabilidad con el gobierno. Fue el gobierno el que, con la ayuda de un consejero legal complaciente, racionalizó el uso de técnicas de interrogatorio ‘avanzadas’, como la asfixia por inmersión o submarino, privación del sueño, humillación y el uso de perros para intimidar a los prisioneros de guerra y sospechosos de terrorismo. Pero, tal como alegó el vicepresidente hace poco, al principio el Congreso consintió u ofreció apagadas objeciones a las políticas de la administración. Que los errores fueran colectivos antes que individuales no los hace menos atroces, pero sí sugiere que un proceso judicial no los remediará.
Del mismo modo, fue el gobierno el que se arrogó el poder de crear un sistema judicial improvisado para juzgar a los detenidos en Bahía Guantánamo, Cuba -una política que afortunadamente fue anulada por la Corte Suprema. Pero fue el Congreso el que, una vez que aceptó la responsabilidad de la creación de procedimientos para las comisiones militares, votó para despojar a los detenidos del derecho a impugnar su encarcelamiento recurriendo el antiguo mandato judicial de habeas corpus. También aquí se dejó en manos de la Corte Suprema la defensa de principios jurídicos intemporales.
Esos lapsos, sin embargo, sólo cuentan una parte de la historia. El sistema de equilibrio de poderes en este país -que definimos ampliamente para incluir en él a la prensa- respondió, aunque tardíamente, a algunos de los excesos del gobierno. Esto explica por qué la analogía con el régimen del apartheid en Suráfrica es fatalmente errónea.
Al promulgar las disposiciones contra la tortura en la Ley sobre el Trato de Detenidos de 2005, el Congreso aparentemente terminó con la técnica de tortura del submarino, pero en realidad perpetuó injustamente un doble standard mediante el cual permitió que la CIA utilizara métodos de interrogatorio más severos que las fuerzas armadas. Después de que el New York Times revelara el programa secreto de vigilancia de la Agencia de Seguridad Nacional, el Congreso aprobó una nueva versión de la FISA, que, aunque imperfecta, le puso freno al espionaje de estadounidenses y aumentó la supervisión judicial. Esas acciones pueden no haber ido demasiado lejos, pero sugieren un sistema de rendición de cuentas, por más imperfecto que parezca.
Incluso dentro del gobierno de Bush, algunos funcionarios nombrados políticamente, como el ex ministro de Justicia, John Ashcroft y el director del FBI, Robert S. Mueller III, se opusieron a los intentos más descarados del gobierno de eludir la ley. El apoyo del estado de derecho provino también de algunos resueltos abogados del ministerio de Justicia, como Jack Goldsmith, que rescindió una opinión legal favorable a la tortura ofrecida por su predecesor.
Los actos ilícitos del gobierno de Bush exigen un ajuste de cuentas serio, que ya ha empezado con un mordaz informe del Comité de las Fuerzas Armadas del Senado sobre el papel jugado por Rumsfeld y otros funcionarios en la implementación de técnicas de interrogatorio abusivas. Eso es bienvenido, y es lo apropiado, y es una reivindicación de las instituciones estadounidenses diseñadas para investigar las ilegalidades de los funcionarios públicos. También se necesita una pesquisa parlamentaria del programa de espionaje del gobierno. Pero por atractiva que pueda ser la idea de poner a Rumsfeld o Cheney en el banquillo de los acusados, ni un proceso con fines propagandísticos ni una comisión de la verdad es el modo correcto para expurgar o expiar los abusos de este gobierno. Felizmente los que los aprobaron serán pronto historia.
©los angeles times
cc traducción mQh
0 comentarios