esclavas sexuales en la guerra
Ju-min Park contribuyó a este reportaje. 9 de mayo de 2009
"Peleamos mucho sobre la comida", dice, arrugando la nariz. "Para decirle la verdad, algunas de esas señoras tienen malas pulgas".
Son ocho mujeres, y comparten una casa en un cerro en las afueras de Seúl, peleándose por todo, desde el espacio hasta la temperatura de la casa.
Algunas llevan maquillaje y elegantes sombreros; otras se contentan con bata y pantuflas. Algunas están amargadas, sus años dorados manchados por recuerdos dolorosos; otras tienen una disposición más dulce, y disfrutan visitando salones de belleza o, de vez en vez, bailando en el living.
Pero todas comparten una cosa: hace décadas fueron obligadas a servir como esclavas sexuales de los soldados japoneses que ocuparon el país antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Fueron violadas repetidas veces y golpeadas durante meses y años.
Ahora para las halmoni, las abuelas coreanas, el tiempo se está acabando. Entre 150 mil a 200 mil mujeres coreanas sirvieron como esclavas sexuales de los japoneses, y la mayor parte de ellas han vivido sus vidas en humillante silencio.
Cuando los activistas llamaron la atención sobre este tema a principio de los años noventa, los funcionarios buscaron a las sobrevivientes. Muchas tenían demasiada vergüenza como para volver a contarlo. Los funcionarios sólo inscribieron a 234 mujeres.
Noventa y tres viven todavía, de acuerdo a una organización que se ocupa de ellas.
En 1992, algunas de las mujeres aceptaron voluntariamente vivir en una nueva Casa para Compartir [House of Sharing] fundada por organizaciones budistas y filántropos. Hay una cocinera a tiempo completo, una enfermera y cuidadores voluntarios. Hay clases de arte, sesiones de gimnasia y visitas al doctor. Kang es la más joven de las ocho que restan. La mayor tiene 92.
Son parte Chicas de Oro, parte dedicadas activistas.
Esperan reconocimiento antes de su muerte, y están quebrando lanzas para que el mundo reconozca su sufrimiento. Quieren reparaciones y una disculpa formal del gobierno de Japón. También han presionado al gobierno de Corea del Sur para que se pronuncie sobre el tema.
La respuesta de Japón ha sido ambigua. Después de la guerra, el gobierno sostuvo que los burdeles militares habían sido gestionados por contratistas privados. Pero en 1993 reconoció oficialmente el papel del ejército imperial en la fundación de las llamadas estaciones de consuelo.
Conservadores de la clase política todavía insisten en que no hay evidencias documentales de que el ejército haya realizado y organizado una campaña de esclavitud sexual -una afirmación rechazada por muchos investigadores.
El testimonio de las mujeres de la Casa para Compartir es la respuesta a los que dicen que no hay pruebas de que mujeres coreanas fueron obligadas a servir como esclavas sexuales de los soldados japoneses. Se reúnen los miércoles frente a la embajada japonesa en Seúl o ante varias dependencias del gobierno de Corea del Sur. Desenvuelven sus pancartas y se reúnen por lo general en silencio, impávidas mientras los guardias les toman instantáneas. En los últimos diecisiete años, se han manifestado 861 veces. Algunas han viajado a Washington para declarar ante el Congreso.
Reciben a cerca de 30 mil visitantes al año en la Casa para Compartir, parte de un complejo que incluye al Museo Histórico de la Esclavitud Sexual Militar Japonesa.
Han sido estudiadas y analizadas como especímenes de laboratorio, sus vidas diarias han sido comentadas por sociólogos, sus rudimentarias piezas de arte estudiadas para evaluar los efectos emocionales de largo plazo del trauma.
Ahora, muchas están cansadas. Sus años como activistas son cosa del pasado. Hay un cambio de guardia. Con un ademán brusco, Kim Kun-ja se llama a sí misma una "alborotadora". Durante años fue una de las activistas más estridentes. Las otras la llaman Número 1.
Hoy, a los 84, usa un andador. Se cayó dos veces hace poco, y sale rara vez de la cama.
"Todas estamos mentalmente enfermas y físicamente lesionadas", dice, mientras toma sopa. "Pero ya no quiero hablar sobre este asunto. Me trae malos recuerdos".
Su lugar ha sido ocupado por la infatigable Kang. De adolescente, recuerda, fue engañada para que saliera de casa por unos soldados japoneses que le ofrecieron caramelos.
Hoy, Kang recibe a un grupo de veinte madres que se sientan formando un semicírculo en el suelo de la residencia. Al borde del sofá, con una blusa de seda y un pañuelo que cubre elegantemente su cuello, mueve las manos como un político veterano tratando de despabilar a una multitud.
Con la edad, se ha puesto más rebelde, dice, y quiere justicia.
"Tenemos que resolver este problema antes de nuestra muerte", dice. "Tenemos que irnos cuando Dios nos llame, pero no podré morir tranquila si no resolvemos esto".
Kang llama a Kim, pidiéndole que se dirija al grupo.
Kim no quiere. "Estoy sorda", dice.
Cerca, la residente Kim Soon-ok, 88, acaricia maternalmente el cabello de una visitante que se sienta frente a ella en el suelo.
Algunas residentes nunca se casaron y no tienen nietos que las visiten. Agradecen el contacto con desconocidos. Saludan con la mano a los visitantes y se abrazan prolongadamente, mientras un reloj de pie cuenta sus últimos días.
Una lleva un pequeño conejo de peluche. Dice que le gustan más los animales que los humanos.
A veces se viven momentos de tensión en la Casa para Compartir. Los cuidadores han colocado fotos de las residentes en las puertas de sus dormitorios y sitios en la mesa para evitar confusiones y riñas entre las mujeres, que pueden ser territoriales, y enfadarse.
"Abre la ventana, tengo calor", pide una.
"Bueno, yo tengo frío", dice la que está sentada a su lado.
Las mujeres se quejan a menudo. Las comidas servidas por la chef a tiempo completo son "desabridas", dicen varias de ellas cuando se sientan a la mesa del comedor, hablando como reclusos que planean una fuga.
Trasladadas a cuartos transitorios durante una remodelación del dormitorio principal, muchas se quejan de que ya no tienen llaves para sus cuartos.
Kang, la líder del grupo, se calla repentinamente. "Shhhh, viene alguien", dice, cuando una enfermera entra a la habitación.
Suspira, diciendo que aunque la vida en Casa para Compartir no es perfecta, "no tenemos dónde ir".
Durante un recorrido de su cuarto, Kang dice que no le puede contar a las otras nada sobre los regalos que ha estado recibiendo de los visitantes. Coge unas pinzas ejercitadoras. "Si supieran que me las dieron, tendría problemas", dice. Muestra otro regalo, un pañuelo de seda. "¿No es bonito?"
Aunque muchas mujeres ya no hablan sobre su pasado, a otras les alivia poder contar sobre sus torturas.
Sin introducción, Park Ok-ryun, 86, empieza a contar cómo, cuando tenía dieciocho años, fue secuestrada por dos soldados japoneses. Ella y una amiga habían ido a recoger agua a un arroyo.
"No llores", recuerda que le dijeron los soldados. "Si te vienes con nosotros, tendrás comida y ropas bonitas".
Park sujeta el brazo de un oyente. "Me subieron a un camión y me cubrieron con una tela roja y azul", dice. Suplicó que la dejasen ir, explicando que tenía que volver a casa a preparar la cena.
"Pero me dijeron: ‘Burra, deja de fastidiar’, y me patearon", cuenta, mostrando una cicatriz en su pierna.
Las mujeres saben que algunos están escuchando. El Congreso estadounidense llamó al Japón a pedir perdón y "aceptar la responsabilidad histórica" por la esclavitud sexual.
El gobierno japonés ofreció formar un fondo, pero las mujeres rechazaron el dinero, exigiendo que el gobierno también acepte responsabilidad por sus sufrimientos.
En un momento de calma, Kang dice que aunque no puedan olvidar nunca lo que les pasó, deben perdonar a los japoneses, aún si no fuera más que por la salud emocional de la generación que les sigue.
Entonces Kim, la vieja número uno, nos da una rara demostración de buen humor.
"No todos los hombres son malos", dice, sonriendo. "Los hay buenos y malos".
30 de abril de 2009
©los angeles times
cc traducción mQh
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