las lesbianas separatistas
30 de mayo de 2009
Emily Greene era una de esas pioneras, y a los 62 todavía prefiere vivir en un mundo aparte, sólo formado por lesbianas. Ella y otras diecinueve mujeres construyeron casas en un terreno rural de 121 hectáreas al nordeste de Alabama, donde las fundadoras de la comunidad de Florida, la Pagoda, se restablecieron en 1997.
Detrás de un portón cerrado cuyo código de seguridad es cambiado frecuentemente, las mujeres llevan una vida tranquila en la comunidad que llaman Alapine, que ha pasado en gran parte inadvertida a sus vecinos del Cinturón Bíblico -una tribu perdida de la era de principios de los años setenta, de comunas y feminismo radical. "Me vine a vivir aquí porque quería estar en la naturaleza y quería tener vecinas lesbianas", dijo Greene, una enfermera jubilada. Espera que las mujeres, de entre cincuenta y setenta y cinco años, puedan reunir suficiente dinero para construir en el lugar instalaciones de viviendas asistidas e iniciar una residencia.
Todos los días saca a pasear por el bosque a sus dos perros -Lily, una mestiza de border collie, y Rita Mae, una mestiza de terrier Jack Russell y beagle bautizada así en homenaje a Rita Mae Brown, activista feminista y autora del clásico de la literatura lésbica ‘Rubyfruit Jungle’. Greene recorta las ramas de un roble y se detiene ante la tumba de un venado que enterró en el bosque después de que fuera atropellado por un coche. Lo llamó Milagro [Miracle]. "Hablo con Milagro todos los días", dijo Greene. "Es una de los placeres de vivir aquí".
En estos días, ella y otros miembros se preocupan sobre el futuro de Alapine, que es una de cerca de cien poco conocidas comunidades de lesbianas de América del Norte, llamadas ‘tierras de mujeres’ [womyn’s lands], cuyas filosofías rectoras datan de una era que prácticamente ya quedó atrás en el tiempo.
Las comunidades, la mayoría en áreas rurales desde Oregon hasta Florida, tienen al menos dos miembros; Alapine es una de las más grandes. Con el paso del tiempo, muchas comunidades han perdido a sus residentes porque se han mudado o muerto. A medida que el movimiento de retirarse de la sociedad heterosexual pierde su atractivo para las lesbianas más jóvenes, las tierras de mujeres hacen frente a las mismas dificultades que los conventos católicos que luchan por atraer a mujeres a su modo de vida enclaustrado.
"La generación más joven no ha pasado por lo que pasamos nosotras", dijo Greene. Ella y otras mujeres de Alapine contaron que, de jóvenes, llevaban vidas dobles, pretendiendo en sus trabajos e incluso en sus matrimonios que eran heterosexuales. "Salí del clóset a mediados de los años sesenta, y entonces ni siquiera existía la palabra lesbiana", dijo Greene.
"Realmente tendremos que ver cómo seguimos con esto", agregó. "Podríamos desaparecer de aquí a veinte o veinticinco años".
Detrás del portón de Alapine, a unos ocho kilómetros del pueblo más cercano al sur de las montañas Apalaches, cerca de Georgia, las mujeres viven en casas sencillas o en caravanas dobles en caminos que han bautizado en homenaje a diosas, como Camino de Diana. Se reúnen para comer informalmente, ver películas o jugar y para sus "círculos comunitarios de luna llena", donde cantan, leen poemas y comparten ideas sobre tópicos como ‘Mercurio en retroceso: ¿Cómo afecta nuestra comunicación?’
Las mujeres accedieron a ser entrevistadas a condición de no revelar la ubicación exacta de sus casas, debido a que temen que sean hostigadas. Muchas de las tierras de mujeres de la red han evitado durante décadas la publicidad, llevando vidas protegidas y ofreciendo casas y propiedades disponibles de boca en boca o en pequeños boletines informativos y revistas lésbicas.
Pero las mujeres de Alapine accedieron a ser entrevistadas debido a su temor de que su comunidad de mujeres desaparezca si no llegan mujeres más jóvenes.
Winnie Adams, 66, que se describe a sí misma como una "lesbiana separatista y feminista radical", vendió su casa en Florida en 1999 para mudarse a Alapine. Antes en su vida había estado casada y tuvo dos hijas (ninguna de las cuales podría vivir aquí, porque no son lesbianas). Trabajaba como consultora de gestión de sistemas de información para reparticiones gubernamentales, dijo, pero cuando reconoció que era lesbiana el estrés y la discriminación la alejaron de su trabajo.
La pareja de Adams, Barbara Moore, 63, estuvo en el ejército en los años sesenta, cuando lo que describió como una "caza de brujas" de homosexuales y lesbianas en las fuerzas armadas la obligaron a marcharse.
Ambas mujeres, que como la mayoría de las otras en Alapine estuvieron casadas en el pasado y tuvieron hijos, dijeron que habían quedado profundamente afectadas por sus experiencias.
"Hice todo lo que se suponía que tenía que hacer", dijo Adams. "Fui a la universidad, conseguí un trabajo, me casé, tuve dos hijos. Pero no me sentía bien. No sabía que era lesbiana porque no sabía lo que era. Eran los años cincuenta y sesenta y nadie hablaba sobre eso. Reconocerlo y aceptarlo me tomó un buen tiempo".
Para Adams todas las decisiones que toma hoy -a qué restaurante ir, qué contratistas aproximar, qué música escuchar- son guiadas por su preferencia de estar rodeada de mujeres.
"Para mí, este es el mundo real", dijo. "Y es un mundo muy apacible. Lo único que oigo es el caer de las hojas. Me levanto en la mañana, salgo a la terraza y bailo y digo: ‘Otro glorioso día en la montaña’. Los hombres son violentos. Desde el momento en que entra un hombre, la dinámica cambia inmediatamente. Entonces prefiero no estar cerca".
Además de las veinte mujeres que viven en Alapine, algunas solas y algunas en parejas, quince más poseen terrenos para cuando se jubilen o para construir una casa de campo. Terrenos de una hectárea cuestan veinticinco mil dólares, y siete están todavía a la venta. Algunas residentes plantan frutas y verduras, y una pareja, Ellen Taylor, 75, y su pareja, Mary, 63, que no quiere revelar su apellido, tienen cuatro gallinas a las que llaman las Chicas Doradas.
Las residentes mantienen un bajo perfil entre sus vecinos, entre los cuales hay muchos bautistas, y dicen que no han habido incidentes hostiles, a diferencia de otras tierras de mujeres.
"Simplemente no queremos divulgar nuestro lesbianismo", dijo Morgana MacVicar, 61, una de las fundadoras de Alapine, que vive con su pareja de los últimos veinte años. "La gente sabe quiénes somos. Pero aquí no queremos a mujeres que lo transformen en política".
Las mujeres dijeron que a veces oyen referencias en el pueblo sobre "esas artistas", o "esas artesanas". En una cena hace poco en un restaurante local, quince miembros de Alapine, que hablaban en voz baja en torno a una mesa, atrajeron las miradas de algunos curiosos.
Un obstáculo para atraer a mujeres más jóvenes es el empleo. Muchas de las comunidades de lesbianas están ubicadas lejos de las ciudades y otras fuentes de empleo. Sólo una residente de Alapine tiene un trabajo de tiempo completo, como asistente social del pueblo. Las otras viven de los ahorros o de ingresos por asesorías o trabajos ocasionales.
Hay un estridente debate dentro y entre las tierras de mujeres sobre a quién aceptar. Muchas residentes apoyan un estricto separatismo lésbico, lo que quiere decir que los hombres sólo son admitidos como visitantes y que las mujeres heterosexuales y transexuales son excluidas.
Hace poco cuando una residente de Alapine recibió la visita de un nieto de seis años, se distribuyó un mensaje por correo electrónico entre las residentes, que solo era parcialmente humorístico: "Hay un hombre en el terreno".
"Entonces existía la necesidad real de identificarse como mujer y tener un espacio propio", dijo la doctora Dickie, 62, sobre el movimiento feminista de los años sesenta y setenta. "Sentíamos la necesidad de apartarnos, de hacer acopio de nuestras fuerzas y de nuestras propias capacidades. Pero hoy las jóvenes feministas retroceden ante la idea de una política de identidad, de ser uno en esta categoría". Entre las pocas mujeres más jóvenes que forman parte del movimiento, existe la preocupación de que las lesbianas de la vieja guardia son demasiado rígidas en una época en que se necesita mayor flexibilidad, aunque no sea más que por sobrevivir.
"Veo la situación y la idea de la utopía de las tierras de mujeres, y a menos que tengas una fuente ilimitada de dinero para ti misma, he visto que se marchan todas en la bancarrota", dijo Andrea Gibbs-Henson, 42, que vive en Camp Sister Spirit, una tierra de mujeres en Ovett, Mississippi, donde llegó a ser directora ejecutiva cuando su madre, una de las fundadoras, murió el año pasado. "Lo esencial es que el mundo es muy diverso. La idea misma de una utopía feminista es simplemente un ideal. Si nos dedicáramos a ofrecer servicios solamente a las lesbianas separatistas no sobreviviríamos".
Camp Sister Spirit tiene una política más flexible sobre a quién admitir en la comunidad; inclusive en Alapine, algunas mujeres no creen en el separatismo puro.
Pero Rand Hall, 63, una de las más nuevas residentes de Alapine, cuya hijastra de cincuenta años, se ha unido a ella en la propiedad, dijo que el separatismo todavía tiene sentido.
"Al otro lado del portón, está todavía el mundo de los hombres", dijo Hall, que se jubiló como editora de un diario homosexual y lésbico de Tampa y St. Petersburg, Florida, y se mudó a Alapine en 2006. "Y las mujeres allá no están seguras, punto. Es tan simple como eso".
"No tengo cortinas", dijo. "Y no tengo que preocuparme de si alguien está mirando cuando me desnudo o visto. Hay un sentido de comunidad, de apoyarnos unas a otras".
Hall agregó: "No somos competitivas. Las mujeres, cuando estamos juntas, tendemos a cooperar más. No se trata de que una tenga éxito y todas las demás fracasen, como en el mundo convencional, donde alguien tiene que estar arriba para que todos los demás estén abajo".
En Alapine, una fundación inmobiliaria de tres mujeres que empezaron una temprana comunidad de mujeres en Florida, vende terrenos a propietarias individuales. Si alguien decide vender, la fundación tiene el derecho a comprar la propiedad. Las mujeres de Alapine han decidido que serán una comunidad exclusiva de lesbianas. Reconocen que esto las podría hacer vulnerables ante impugnaciones de compradoras no-lesbianas, pero dicen que de momento no ha habido ninguna.
"No queremos pasar los últimos veinte años de nuestras vidas luchando por otra gran causa", dijo MacVicar. "Ya ha sido bastante duro vivir luchando estos últimos treinta años. Pero ahora somos una familia que quiere vivir y morir aquí".
30 de enero de 2009
©new york times
cc traducción mQh
0 comentarios