cuando egipto mató a los cerdos
Noha El-Hennawy contribuyó a este reportaje. 4 de junio de 2009
El hombre pasa entre la fetidez del pescado, junto a la carne que se seca al sol, aminorando su paso agobiado por el peso. Acarreando el saco de basura, dobla tambaleando por una esquina y desaparece entre un grupo de hombres encorvados. Los sacos son dejados al sol y las moscas se reúnen en oscuros y zumbones remolinos. Las manos rasgan el plástico, rompen el cartón, pero falta un sonido.
Faltan los chillidos.
Los cerdos no son responsables de la llamada influenza porcina, la que en todo caso no ha llegado a esta barriada en la cima de la colina, pero los camiones del gobierno, escoltados por policías armados, llegaron de todos modos para retirarlos. Criados por los recolectores de basura -cristianos cópticos-, que los engordaban y vendían a carniceros no musulmanes, los cerdos pertenecían a los trescientos mil que el gobierno ordenó retirar y matar. El silencio quiere decir que la escasa prosperidad que había en estos precipicios, ha desaparecido.
"¿Cómo voy ahora a alimentar a mis hijos? He perdido el setenta por ciento de mis ingresos", dice Ramzi Shawki, cuyos cerdos -120- vivían en un corral junto a su casa hasta que fueron incautados, rociados con cal y enterrados en zanjas. "Nuestros cerdos no están enfermos. Los puedo tener en mis brazos. Tengo 41 años. Nací recogiendo basura y criando cerdos. Nunca he sido infectado. Pero a los que no entregan sus cerdos, se los llevan presos".
En la colina, donde se acumula la basura de la ciudad abajo, la gente pobre se hace más pobre en los vecindarios de los zabaleenzabaleen. Son las decenas de miles de recolectores de basura de El Cairo, que tienen sus casas entre los montículos de basura y han convertido los desechos en un modo de vida. Pero el temor a la influenza porcina, la crisis económica global, los tambaleantes precios del reciclaje, y todos los indiscernibles errores de la biología y las bolsas de valores llegan a lo más profundo de los bolsillos de la gente que vive aquí.
"El gobierno me dio 2.500 libras por mis animales" -unos 450 dólares-, dice Shawki, "pero valían dieciocho mil".
Los hombres que se han reunido a su alrededor sacuden sus cabezas. Les ha ocurrido lo mismo a todos ellos. Están sentados entre el sol y la sombra. Los camiones están aparcados, los sacos arrojados a un lado. Hay cruces grabadas en las paredes, y los hombres hablan de Dios del mismo modo que cuando el mundo y sus propias manos ya no responden. Han estado trabajando toda la mañana, desde las cuatro, y algunos afortunados tienen contactos con los hoteles turísticos, pero hay menos basura, como si en estos días hasta la gente rica se comiera todo lo que les sirven en sus platos y no están deshaciéndose de cosas que todavía pueden ser recuperadas.
Los hombres volverán a salir y sus mujeres y los niños se quedarán trabajando hasta las diez de la noche, pero ahora es la hora del té, pan y huevos. Fuman y los niños se acercan, formando un círculo, curiosos; miden sus palabras. Al otro lado cacarean unos pollos blancos, algo desplumados por la venta de sus plumas, y las madres muestran billetes a un panadero que les entrega el pan a través de una ventana.
El tío de Shawki, Mosad, tiene una voz insistente, zumbando en torno a las conversaciones de los otros, interrumpiendo de vez en cuando con datos sobre el pasado y hechos de la vida. Antes habían en esta colina solo chozas diminutas. Dos incendios las redujeron a cenizas en los años setenta, pero entonces llegaron los ladrillos y el cemento y ampliaron el lugar para que miles de cerdos dieran cuenta de seis mil toneladas de basura al mes.
Eso es lo que dice, pero también dice que aquí el aire es fresco, como si no pudiera ver la nube de polvo que se extiende desde los precipicios sobre la ciudad, que se despliega en un silencioso caos abajo. Los callejones en torno a Mosad son angostos y enredados. En una barbería retumba una tele. Un sastre plancha en la calle. Los coches pasan esquivando las carretas tiradas por burros, las amarillas espirales de humo, y el olor a cebolla cortada y a cabras destripadas que se eleva con el sol y se queda suspendido en el aire hasta después de que ha aparecido la luna.
"Estas no son pocilgas", dice Mosad. "Aquí se vive bien, no es como dice la gente".
La mayor parte de los hombres llegaron al Cairo hace décadas, cuando eran niños, desde pueblos del sur de Egipto. Abandonaron las escuelas y cogieron sacos para unirse a sus padres y tíos en las nuevas calles de los nuevos barrios a medida que se extendía la ciudad, desordena y desenfrenadamente, entre el Nilo y el desierto. Aquí arriba se sienten seguros, pero a veces las rocas se desprenden de las quebradizas colinas y se incrustan en los tejados.
Mosad y Shawki entran a un callejón. Las mujeres se arrodillan entre las pilas de basura frente a sus casas, las manos sucias, pero sus túnicas, adornadas con cuentas, se mantienen de algún modo limpias. Parecen no ver a las moscas, que revolotean como embudos junto a ellas, mientras separan, reciclan y queman la basura. Shawki señala una pared de ladrillos y una niña corre y cruza por una abertura hacia otra pared de ladrillos, donde se desliza por un pasaje hacia un sonido que no deberíamos oír.
"Aquí atrás tenemos a tres cerdos", dice Shawki, un hombre corpulento con una larga y ancha nariz y las manos hechas para acarrear cosas. "No sé qué harán los jóvenes. Mi hijo se escapó para buscar otro trabajo, pero no encontró nada y volvió a casa... Yo necesitaba esos cerdos para poder casar a mis hijos".
Los ojos ennegrecidos de Yousef Ishaq brillan contra su turbante blanco. Ha estado recogiendo basura desde 1958. Tiene nueve hijos, muchos de ellos grandes, y todos ellos trabajan recogiendo basura, inclusive Daoud, que tiene un diploma universitario en comercio -pero que no pudo encontrar trabajo en una oficina.
"Los problemas económicos del mundo nos afectan a todos nosotros", dice Ishaq. "Antes vendíamos plásticos y reciclábamos unas tres mil toneladas. Ahora son setecientas. El gobierno quiere encargar la recolección de basura a grandes compañías y dejarnos fuera. Pero lo que hicieron con nuestros cerdos selló nuestro destino".
Daoud escucha. Lleva el pelo echado hacia atrás, la camiseta impecable. Se supone que tiene que casarse el mes que viene. "Dios tiene que ayudarme", dice.
Una imagen de Jesús cuelga de la pared del callejón. Más abajo, hacia la base de la colina, hay mezquitas y minaretes. El llamado a la oración rebota entre los precipicios, pero Daoud y los otros viven en un reducto de santos y cruces. Es mejor no hablar demasiado sobre religión, pero estos hombres creen que cópticos, que constituyen el diez por ciento de la población de Egipto, son discriminados y que la matanza de sus cerdos es otra afronta a su fe.
"No puedo hablar sobre esta discriminación. Me podrían arrestar", dice Shawki.
Mosad asiente. La creencia en una conspiración se anida en su mente.
Los cópticos y los musulmanes han vivido juntos durante siglos. Han habido ocasionales y sangrientos enfrentamientos; en los últimos dieciocho meses han estallado conflictos, un seminario cristiano fue atacado y varios cópticos fueron asesinados en lo que pareció que eran crímenes premeditados. Los hombres no quieren hablar sobre esto; pero es lo que piensan.
"No hablamos sobre religión y no queremos una guerra civil", dice Daoud. "Pero Egipto es el único país del mundo que está matando a sus cerdos por temor a la influenza porcina. El noventa por ciento de la gente de este vecindario son analfabetos. Si les quitas sus trabajos en la recolección de basura, terminarán robando y matando".
Suena su celular y se aleja, seguido por los jóvenes y un niño con muletas que resuenan contra la tierra endurecida. El sol está arriba. La basura hierve. Los hombres acomodan los camiones y doblan los cartones; apachurran las botellas de plástico y las arrojan formando pilas cada vez más grandes. Mosad busca una sombra. Está más viejo, tiene el pelo cano, y le ofrecen un asiento.
Un poco de historia.
Antes ganaba unos noventa centavos al mes con cada casa que había en su recorrido. Ahora recibe menos de la mitad de eso. Y sin los cerdos, sobrevivir será más difícil. Peor que cuando tenía cinco años y él y su padre se fueron de su pueblo para ganar dinero en la ciudad.
29 de mayo de 2009
©los angeles times
cc traducción mQh
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