la secretaria de scott fitzgerald
16 de junio de 2009
Era abril de 1939, tenía veintidós años, y era una transplantada del Bronx que sabía escribir a máquina y apuntar dictados. Llevaba poco más de un año en California del Sur, se había venido al oeste para ayudar a su padre, un peletero de Nueva York, a instalar una tienda en Wilshire Boulevard. "Todo el mundo me decía: ‘¿Trabajas en pieles? ¿Y qué estás haciendo en California del Sur?’", recuerda Ring. "Pero él sabía que los estudios usaban pieles. Porque en esa época las actrices se vestían hasta los topes".
A los 92, Ring es un duende: pequeña, inquieta, lleva pantalones negros y zapatos bajos. Su pelo cano es corto, pero no al rape, y cuando ríe, lo que hace a menudo, muestra todos sus dientes. Su casa, en esta apacible mañana en Benedict Canyon, está repleta de libros y recuerdos; un dibujo del autor William Saroyan cuelga de una pared. Sentada a su mesa de comedor, sorbiendo café, recuerda la tarde en que empezó todo.
"En la agencia", recuerda, "me preguntaron si conocía Scott Fitzgerald y yo dije que no estaba segura. Entonces no había oído hablar de él todavía. Había leído a Hemingway, que era del que hablaba todo el mundo". No era improbable. Para 1939, catorce años después del triunfo de ‘El gran Gatsby’ [The Great Gatsby], Fitzgerald había sido esencialmente olvidado, y gran parte de sus escritos se habían agotado. Ahora estaba en Los Angeles trabajando para los estudios cinematográficos, luchando por su mujer, Zelda, que estaba ingresada en Carolina del Norte, y su hija Frances, a la que llamaba Scottie, que estudiaba en un internado en el este. Él era un alcohólico que se estaba recuperando de una crisis nerviosa; no había publicado nada en cuatro años.
Sin embargo, Ring no sabía nada de eso cuando se dirigió "al otro lado de la colina" hacia donde estaba viviendo Fitzgerald. Tampoco sabía que Fitzgerald estaba planeando su propia resurrección literaria con una novela que, según observa el biógrafo A. Scott Berg (con un Pulitzer a su haber), "prometía ser su mejor libro". Era ‘El último magnate’ [The Love of the Last Tycoon], una epopeya hollywoodense en la que Fitzgerald trabajaría, con la asistencia de Ring, durante los últimos veinte meses de su vida. Quedó sin terminar cuando murió en diciembre de 1940, y el libro contribuiría a rehabilitar la reputación de Fitzgerald cuando se publicó en 1941.
"Ella es realmente la última testigo", señala Berg, "junto con Budd Schulberg" (el escritor de 95 años, autor de la clásica novela hollywoodense ‘¿Por qué corre Sammy?’ [What Makes Sammy Run?]) "que vio a Fitzgerald trabajando como escritor. Estuvo en las primeras butacas durante un año y medio". El novelista Steve Erickson la llama "la conexión viva con una cultura americana en la que la literatura y el alfabetismo eran importantes... Ella mantenía encendida la llama literaria en una ciudad que siempre ha tenido más literatura de lo que se reconoce".
Ring ha contado, ocasionalmente, su historia; en 1985 publicó una breve memoria, ‘Against the Current: As I Remember F. Scott Fitzgerald’, que fue llevada al cine como ‘La última batalla’ [Last Call] en 2002. Pero también protege con ahínco el tiempo que pasó con Fitzgerald -"no quería que pensaran que lo estaba explotando"-, sugiere Erickson-, lo que explica por qué son tan pocos los que saben algo sobre esos últimos meses.
Desde el principio, Fitzgerald estaba débil, aunque concentrado. Había regresado recién de un desastroso viaje a Cuba, con Zelda -la última vez que se verían juntos- y se estaba recuperando de la juerga en que se había convertido el viaje. "Estaba en cama", dice Ring sobre su primer encuentro, "y me hizo todo tipo de preguntas. Luego me dio algo de dinero y me pidió que se lo enviara a su hija -y que lo llamara cuando lo hubiera hecho. Esa fue su manera de poner a prueba mi honestidad. Estaba apenas en la cuarentena, pero estaba débil. Era el tipo de persona a la que te gustaría ayudar. Estaba muy pálido y tenía los ojos muy azules, y era encantador".
Hacia el fin de la entrevista, Fitzgerald le pidió a Ring que abriera una gaveta de la cómoda en su dormitorio; "en lugar de camisas o ropa interior o de lo que esperas encontrar en una cómoda, había botellas de gin", escribe en su libro.
No está exactamente claro si Fitzgerald la estaba advirtiendo sobre lo que le esperaba o haciéndole saber lo que estaba tratando de superar. Una posibilidad es que fuera otra prueba, otro indicio de la necesidad de discreción, del tipo de cercanía que exigía trabajar con él. "Me dijo que iba a escribir una novela sobre Hollywood", dice Ring. "Había algo más: ¿Podía confiar en mí? Porque no quería que nadie supiera lo que estaba haciendo".
Al principio, Fitzgerald no podía trabajar. "Todavía no se había organizado", dice Ring. "Escribíamos cartas. Yo tipeaba, yo podía escribir cartas, podía llevar los libros porque yo me ocupaba de los negocios de mi padre. Y al principio, él sólo quería estar sentado y hablar. Estaba en cama la mayor parte del tiempo, y se levantaba para dar vueltas por el cuarto. Hablaba sobre libros, y yo sabía bastante de literatura, lo que le intrigaba, porque un montón de secretarias no son demasiado cultas. En esa época tenían otras funciones, y yo no era ese tipo de chica".
En realidad, Ring se convirtió en una suerte de hija substituta para Fitzgerald, haciéndole compañía, ayudándolo a recuperarse para escribir.
"Lo fascinante", cavila Berg al teléfono, "es que al final hay un Scott Fitzgerald, con su mujer en un manicomio, su hija en un internado en la Costa Este, y se enamora de otra rubia y, de cierto modo, adopta a otra chica llamada Frances -como su hija- y repite la familia. Para mí, eso es pavoroso, espeluznante, casi como un universo paralelo".
La rubia era Sheilah Graham, columnista de sociedad, con la que Fitzgerald empezó una relación en 1937. Finalmente él se mudaría a su apartamento en Laurel Avenue en Hollywood Oeste, pero cuando todavía vivía en Encino, Graham lo visitaba en las tardes. "Empezaba a sacarse las medias", ríe Ring. "Era la señal para que me marchara".
Aunque hubo, admite, "períodos de borracheras", la mayor parte del tiempo se mantuvo estable. "Tenía una hija por la que se sentía completamente responsable", dice. "Pensaba que él era el único miembro sólido de la familia, y lo era".
Esta responsabilidad se manifestaba en una variedad de maneras, empezando con su trabajo en ‘El último magnate’, cuando Fitzgerald se concentraba en la novela, dictaba notas y bosquejos de personajes, delineaba capítulos y escenas. "El libro estaba meticulosamente planeado", dice Ring. "Para cuando empezó a escribir, sabía quiénes eran sus personajes y por qué estaban peleando".
‘El último magnate’ es la historia de Monroe Stahr, un niño maravilla de Hollywood al que Fitzgerald consideraba un alma sensible, incluso artística, en un negocio feroz. La clave, sugiere Ring, era la idea de Fitzgerald de la novela como redención, una manera de hacer uso de todo lo que había observado en Hollywood para describir su degradación ("Odio este lugar como si fuera veneno, y lo odio con un odio sincero", escribió a su agente en 1935) y transformarlo en literatura.
Fitzgerald escribía "en largas hojas de papel", recuerda Ring, "en blocs amarillos. Yo tipeaba en triplicado, y él lo volvía a hacer todo de nuevo". Trabajaba todo el tiempo: en la novela, en varios proyectos de guiones, incluyendo una adaptación de su propia ‘Regreso a Babilonia’ [Babylon Revisited], y en ‘Historias de Pat Hobby’ [Pat Hobby Stories], que escribía para Esquire y fueron publicadas en enero de 1940, a 250 dólares cada una. En su introducción a ‘Historias de Pat Hobby’, recogidas en un libro en 1962, el editor de Esquire, Arnold Gingrich, menciona los numerosos telegramas que envió Fitzgerald pidiendo que le pagaran: "Otra vez el viejo achaque del dinero", escribe el autor. "Tienes que enviarme dinero. Tienes que enviármelo a mi Línea Maginot: el Banco de America, Culver City".
En parte esto tenía que ver con sus obligaciones con su esposa e hija, dispersas en el país como dos satélites distantes. "No podía dedicarse al libro", dice Ring, "porque necesitaba constantemente dinero. Escribía un cuento y luego se dedicaba a escribir durante una semana para un estudio, a veces dos semanas. No podía dejarlo".
Sin embargo, el mero volumen y calidad del trabajo que estaba haciendo dice algo más sobre Fitzgerald, poniendo una lápida al mito de que su talento se había quemado. Más bien, los últimos veinte meses de su vida representaron su resurrección creativa, una refutación de sus propias palabras en las páginas de ‘El último magnate’, de que "no hay segundos actos en la vida en Estados Unidos".
De hecho, prosigue Ring, Fitzgerald estaba ferozmente consciente de su reputación, de la brecha entre el trabajo que estaba haciendo y el modo en que lo habían pasado por alto. "Se molestaba si un editor de Collier al que no respetaba, lo rechazaba", dice. "Se volvía loco. Era esencialmente un hombre gentil, pero se ponía furioso si lo rechazaban. Su fortaleza residía en que nunca se rendía. Un montón de tipos lo habrían dejado todo por menos que eso. Se ponía a beber, pero moderadamente. El trabajo era más importante que la bebida".
Parte de esta dureza, parece, se la transmitió a Ring; cuando ella se ocupó de los detalles cuando Fitzgerald murió de un ataque al corazón a los 44 años el sábado previo a la Navidad de 1940, en el departamento de Graham, donde se había mudado después de tener un primer ataque cardiaco unos meses antes. "Tuve que encargarme", cuenta Ring, "de que el cuerpo fuera embarcado hacia el este, donde se celebraría el funeral. Aquí no conocía a nadie. Sheilah no era una gran ayuda. Estaba histérica. Lo que es muy bizarro es que había apartado setecientos dólares en efectivo, sobre los que me había hablado; la tumba y el ataúd costaron justo algo menos de setecientos dólares. Siempre pensé que tenía que haber llamado para enterarse de los precios, que vivía, en cierto sentido, con la premonición de su muerte".
Entonces, en 1941, se enfrentó al formidable crítico Edmund Wilson, sobre la edición póstuma de ‘El último magnate’, criticando su resumen de los capítulos inconclusos del libro y argumentando que "algunos coloridos hechos sobre su origen harán más memorable a Stahr, aunque gran parte de la novela tenga que irse apagando de forma sumaria".
Esas experiencias le sirvieron a Ring; en los años cuarenta, como lectora del departamento de guiones de la Paramount, fue detenida en Hollywood por participar en un piquete de manifestantes en una polémica huelga de ocho meses decretada por la Conference of Studio Unions.
En la época estaba casada, pero veinticinco años después, tras la muerte de su marido, se reinventó a sí misma como editora de Westways, la revista del Club del Automóvil de California del Sur, que convirtió en un centro neurálgico que publicó a Saroyan, Carey McWilliams y Anaïs Nin.
Oyendo ahora a Ring, es imposible no imaginar a la joven mujer que debe haber sido, como si, tras su muerte, Fitzgerald la hubiera dejado para ser su defensora. Ese sentimiento queda. El vínculo es casi físico, distinto a su modo en el espacio y el tiempo. No es que Ring viva en el pasado -no lo hace-, pero que aquí en la cima del Benedict Canyon, donde el pasado está de algún modo presente, las fronteras son porosas.
La sensación aumenta cuando Ring sube las escaleras al segundo piso donde en una pequeña oficina hay tres primeras ediciones (‘Suave es la noche’ [Tender Is the Night], ‘Toque de diana’ [Taps at Reveille] y ‘El gran Gatsby’), que Fitzgerald le dedicó, así como una Biblia King James que le regaló su padre por haber cortado un abrigo de piel para Scottie al estilo de la época.
Ring coge los libros uno por uno, y lee en voz alta las dedicatorias: "Esta es mi favorita", dice, abriendo ‘Toque de diana’:
Frances Kroll
Tiene alma
(Dice que lo sabe)
Pero cuando la joven Frances
Baila
No lo demuestra.
Desde la calva cabeza
del hombre de la primera fila,
Scott Fitzgerald
‘The Gayieties’
1939
Pero es la Biblia la que proporciona una coda inesperada, introduciendo en la habitación a Fitzgerald mismo, en una carrera casi tridimensional. El libro está en una caja, aunque se ha roto hace tiempo y la mantiene en su lugar una cinta de goma.
Lenta y cuidadosamente, como si estuviera invocando a sus dos padres -físico el uno, figurativo el otro-, Ring abre y saca una carta, escrita a lápiz y metida en un sobre.
Es una nota de agradecimiento:
"Querida señora Kroll, quiero agregar mi gratitud a la de Scottie por el bello corte del abrigo. Es magnífico y estamos felices de tenerlo. No la veo desde hace catorce meses, y me ha deleitado imaginar su rostro cuando lo vio, su sorpresa y placer".
"Fue un gran regalo de Navidad, mucho mejor de lo que yo hubiera sido capaz de regalarle este año...
"Con mis mejores deseos para estas festividades".
Debajo de la firma hay un post scriptum: "El lápiz es el resultado de escribir en cama, en estos momentos".
"Siempre hacía eso", dice Ring, riendo dulcemente. "Agregar esa etiqueta. Llamar la atención sobre su enfermedad. Era hipocondriaco". Se detiene. "Pero esta vez era verdad. No tenía más energía. Era el 14 de diciembre, apenas una semana antes de su muerte".
El silencio invade la habitación. Casi se puede sentir que Fitzgerald está aquí. Las marcas del lápiz en el papel sin pautar se ven tan frágiles, vulnerables incluso, y en ellas se contiene todo contra lo que Fitzgerald tuvo que luchar.
"Estaba muy involucrada con Fitzgerald", dice Ring, volviendo a doblar la carta. "Porque no podías estar con él y no saber lo desesperado que estaba por escribir un buen libro más. Pero ya no podía, y era demasiado bueno para aceptarlo".
8 de junio de 2009
©los angeles times
cc traducción mQh
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