matrimonio convenido a la antigua
M. Karim Faiez en Kabul contribuyó a este reportaje. 19 de junio de 2009
Cuando Muhibi se preparaba para la secundaria, su padre esquivó a sus parientes que le exigían que cumpliera su palabra. Pensaba que Muhibi era demasiado niña, y en lugar de casarla la ayudó a obtener una beca para estudiar en Canadá.
El mes pasado, Muhibi, 24, se graduó en la pequeña Universidad Metodista de aquí. Ahora su padre dice que es hora de que vuelva a Afganistán y se case con su primo.
Se ha negado a hacerlo, enfrentándose a su padre y desafiando las costumbres que exigen que las mujeres sean hijas y esposas obedientes.
Muhibi quiere ir a una escuela de estudios de posgrado en Occidente y seguir dirigiendo un pequeño programa de alfabetización para mujeres afganas fundado por ella. Pero para que el programa florezca -y para que Muhibi vuelva a conectarse con una familia a la que extraña mucho-, debe volver a casa.
"Para mí es difícil decir no porque mi padre me ha ayudado mucho", dice Muhibi, en un fluido inglés, mientras platica con otras estudiantes en el campus. "Pero me niego a someterme".
Muhibi dice que nunca le prestó atención a su primo cuando eran niños en un pueblo en el nordeste de Afganistán. Ahora le preocupa todavía menos, dice. Lo llama mi "supuesto novio".
Le ha dicho en varias ocasiones que no tiene ninguna intención de casarse con él. Cuando él la llamó para felicitarla el día de su graduación, fue directamente al grano.
"Le dije que se buscara a otra", dijo. "Le dije que no quería que me echara la culpa por hacerlo esperar. Se lo tomó a la broma. Me dijo que no creía que yo fuera a decir no, porque eso sería una deshonra para mí".
El padre de Muhibi, Abdul Ghaffer, tiene 63 años -es un hombre alto de cabellos canos. (Algunos afganos utilizan los apellidos de otros parientes. El padre de Muhibi escogió el de su abuelo; ella, el del suyo).
Empleado de gobierno jubilado, él y su familia alquilan una sencilla casa de adobe en una apartada calle lateral en Kabul, Afganistán. Está orgulloso de los logros de su hija en los estudios, dijo, pese a las críticas que ha tenido que soportar de parte de amigos y familiares por permitir que su hija estudiara en el extranjero. Pero ahora que Muhibi ha terminado su educación, dijo, debe cumplir con sus obligaciones.
"Si mi hija no acepta mi idea, bueno, por supuesto perderé respeto entre mis parientes", dijo, bebiendo té negro y saboreando chocolates en su pequeña sala de recibo mehman khana. "Pero no creo que mi hija haga nada contra nuestra cultura".
Ciertas obligaciones familiares no pueden ser ignoradas, dijo. Señaló que su hijo y un sobrino se casaron con hermanas del primo prometido de Muhibi.
"Si mi hija no se casa, no será un problema solamente para mí, sino también para el resto de la familia", dijo Ghaffer.
Una mujer afgana que rechaza un matrimonio convenido puede acarrear deshonra sobre su familia, y eso puede conducir a su expulsión del hogar. En algunos casos, las novias reluctantes se han fugado, han sido encarceladas o se han suicidado.
Ghaffer dijo que consideraba que el novio, hijo de un pastor, era un buen partido. Ahora de veinticinco, estudió en la Universidad de Kabul, se graduó el año pasado y trabaja en una compañía de celulares.
Ghaffer mismo se casó con su mujer -la madre de Muhibi- en un matrimonio convenido cuando tenía once años. También ella ha instado a Muhibi a someterse al matrimonio. "Mi madre me dijo: ‘Deberías escuchar a tu papá’", dijo Muhibi.
Con diplomas en estudios globales y ciencias políticas en la Universidad Metodista, es casi ciertamente la mujer más educada de su tribu nikpai. Después de tantos años en Occidente, Muhibi dice que no puede acatar las antiguas y restrictivas costumbres de su cultura.
Incluso cuando vivía en Afganistán no llevaba su burka como su madre y hermanas. Cuando tenía doce años, dijo, rompió un tabú cultural hablando de política con hombres, alentada por su padre.
En el edificio centro de estudiantes, Muhibi parecía estar en casa: Con una blusa blanca y pantalones negros, bromeaba y reía con varias amigas y saludaba despreocupada a los compañeros que se paraban a platicar.
Muhibi contó que había recibido una beca completa de los metodistas después de que un funcionario de la universidad la visitara cuando hacía la secundaria en British Columbia.
Cuando estaba en la universidad recibió un subsidio de diez mil dólares de la fundación Davis Projects for Peace para empezar un programa de verano que en 2007 hizo posible que estudiantes de Kabul visitaran a gente joven en el pueblo donde creció. Todos asistieron a clases debajo de un árbol, porque el pueblo no tenía escuela.
Entonces recaudó ocho mil dólares en una sola noche, vendiendo comida casera afgana a donantes estadounidenses. Utilizó el dinero para crear el Programa de Alfabetización Cien Madres [100 Mothers Literacy Program] para ayudar en la educación de las mujeres de su pueblo.
Al principio encontró resistencia en Afganistán, dijo -de los viejos del pueblo y de las mujeres mismas. Las mujeres decían que eran demasiado viejas para aprender y preferían que el dinero se usara para construir inodoros.
"Pensé: ¿Cómo puedes preferir un retrete a la educación?", dice Muhibi. "Si me hubiese quedado en el pueblo, habría terminado como ellas".
Muhibi recaudó más dinero, y, después de que las mujeres y los viejos cedieran, visitó Afganistán en diciembre de 2008, iniciando el programa con 104 estudiantes. Contrató a maestros y chicas educadas en la primera escuela del pueblo que fue construida en 2007. Les pagó cuarenta dólares al mes a cada uno.
El programa es dirigido por el hermano mayor de Muhibi, 45, maestro en el pueblo. Su hermana mayor, 22, que vive en Kabul, también ayuda.
A varias horas de coche desde Kabul, al pueblo se llega solamente por viejas huellas de tierra. Muhibi pidió que no se publicaran ni los nombres de sus hermanos ni el nombre del pueblo. Dijo que temía que los insurgentes talibanes o sus simpatizantes pudieran vengarse por educar a las mujeres -la educación de las mujeres es considerada una apostasía por algunos afganos.
Alguien, dijo, amenazó hace poco con arrojarle ácido a los ojos de su hermana, un frecuente castigo talibán. Otros han difundido rumores de que Muhibi está tratando de convertir a los pueblerinos al cristianismo, un rumor que Ghaffer acalló asegurando a los viejos del pueblo que su hija era una devota musulmana.
Pese a la insistencia de su padre sobre el matrimonio convenido, Muhibi dijo que lo consideraba relativamente moderado. Cuando lo visitó en diciembre, dijo, él le pidió que llevara una burka. Ella se negó. No trató de obligarla.
De hecho, Ghaffer es la única razón del extraordinario viaje de su hija.
Las pocas mujeres afganas que logran estudiar en el extranjero tienden a provenir de familias prominentes con conexiones políticas. Muhibi se crió en un pueblo en la provincia de Baghlan sin agua potable ni electricidad. Su madre es analfabeta. Su padre no asistió a la escuela, pero aprendió a leer y escribir con un ulema.
Muhibi y su familia son hazara, un grupo étnico musulmán chií que ha sido históricamente discriminado por los dominantes musulmanes sunníes de Afganistán. Algunos antropólogos piensan que los hazara emigraron hacia el Afganistán de hoy desde Mongolia; muchos hazara dicen que descienden de Gengis Kan.
Durante el régimen talibán a fines de los años noventa, hombres armados quemaron pueblos y asesinaron a miembros de la tribu hazara en Hazarajat, el territorio étnico al nordeste de Afganistán, donde se encuentra el pueblo de Muhibi. Las legendarias estatuas de Buda en Bamian, que se remontaban al siglo sexto, fueron destruidas.
Muhibi dijo que su familia tuvo que huir en 1998, cuando ella tenía trece años, abandonando sus casas y pertenencias. Caminaron durante tres días hacia un pueblo vecino, pasando por aldeas arrasadas y cuerpos de hazara.
Su padre le cubrió los ojos, recuerda, pero ella sabía lo que había ocurrido. "Yo sabía lo que había ahí. Podía oler a los muertos", recordó. Más tarde la familia se encaminó hacia Kabul, caminando durante siete días, y luego huyeron a Pakistán. Volvieron a Kabul en 2002, después de que la invasión norteamericana derrocara al gobierno talibán.
Muhibi dice que fue la determinación de su padre lo que mantuvo a la familia a salvo durante todos esos años. Usó sus ahorros para dar educación a sus cuatro hijos -y también a sus cuatro hijas. Cuando Muhibi tenía once años, la recompensó por sus buenas notas pagándole clases privadas de inglés.
"Mi papá es uno de los mejores papás del mundo", dijo. "Si fuera un papá malo, no me sería tan difícil decirle no".
Mientras considera si volver a Afganistán para rechazar por última vez, en persona, el matrimonio convenido, Muhibi ha estado solicitando en una escuela de posgrado y en trabajos temporales. El mes pasado, dijo, fue aceptada para cursos de posgrado en una pequeña universidad islámica en Londres.
Dijo que le gustaría estudiar desarrollo internacional y volver a Afganistán a dirigir proyectos. Incluso podría casarse, dijo, si llega a encontrar al pretendiente correcto. Pero no se casará con su primo.
"Estoy esperando que encuentre a alguien", dijo, aliviada y sonriendo entre sus amigas del centro estudiantil.
A once kilómetros de distancia, Ghaffer bebía té en cuclillas sobre cojines y una alfombra persa extendida sobre el suelo. Fue amable, pero firme.
"Pensé en su futuro, y la envié a educarse en el extranjero", dijo. "Así que espero que también acepte que hemos prometido casarla con su primo".
Muhibi puede estar ahora en Estados Unidos, dijo, pero su hogar está aquí en Afganistán. "Y las costumbres afganas", dijo su padre, "son diferentes de otras costumbres".
2 de junio de 2009
©los angeles times
cc traducción mQh
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