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el principio del fin


Posición sobre Honduras pone en riesgo credibilidad del presidente Obama.
[Atilio A. Boron] Zelaya ya está en Tegucigalpa y su ingreso a Honduras, burlando las "medidas de seguridad" instaladas a lo largo de la frontera, debería marcar el comienzo del fin del régimen golpista. Son varias las razones que fundamentan esta esperanza.
Primero, porque los gorilas hondureños y sus instigadores y protectores en Estados Unidos (principalmente en el Comando Sur y el Departamento de Estado) subestimaron la masividad, intensidad y perseverancia de la resistencia popular que, sin desmayos, manifestaría su oposición al golpe de Estado. En realidad, tamaño rechazo no estaba en los cálculos de nadie, si nos atenemos a la historia contemporánea de Honduras. Pero el nuevo rumbo decidido por Zelaya: su positiva respuesta ante largamente postergados reclamos populares tuvieron un efecto pedagógico impresionante y desencadenaron una reacción popular inesperada para propios y ajenos.

Segundo, el régimen golpista demostró ser incapaz de romper un doble aislamiento. En el frente interno, quedó en evidencia que su base social de sustentación se reducía a la oligarquía y algunos grupos subordinados a su hegemonía, incluyendo los medios de comunicación dominados sin contrapeso por el poder del capital. En el flanco internacional el aislamiento de Micheletti y su banda es casi absoluto: salvo poquísimas excepciones toda América latina y el Caribe retiró sus embajadores, y lo propio hicieron varios de los países más gravitantes de Europa. La misma OEA adoptó una línea dura en contra del régimen y, a poco andar, el único apoyo externo con que contaba el gobierno provenía de Estados Unidos. Este, sin embargo, siguió una trayectoria declinante que se fue acentuando con el paso del tiempo.

Tercero, porque las ambiguas políticas del gobierno de Estados Unidos –producto de la puja interna dentro de la administración– que facilitaron la perpetración del golpe de Estado fueron definiéndose en una dirección contraria a los intereses de los usurpadores. Si el inicial rechazo al golpe manifestado por Obama fue luego atenuado y entibiado por su antigua (¿y actual?) rival, la secretaria de Estado Hillary Clinton, el carácter indisimulablemente retrógrado de Micheletti y su entorno, así como la interminable sucesión de exabruptos e insultos dirigidos a Obama cada vez que la Casa Blanca expresaba alguna crítica a Tegucigalpa, fueron creando una atmósfera cada vez más antagónica en relación con los golpistas.

Cuarto y último, el régimen instaurado el 28 de junio constituye un serio dolor de cabeza para Obama porque desmiente enfáticamente sus promesas de fundar una nueva relación entre Estados Unidos y los países del hemisferio. La continuidad del régimen golpista haría aparecer a Obama como un político irresponsable y demagógico o, peor aún, como alguien incapaz de controlar lo que hacen y dicen sus subordinados en el Pentágono, el Comando Sur y el Departamento de Estado. Y esto se liga con otro asunto sumamente importante y que excede el marco de la política hemisférica: su credibilidad en la arena internacional. Al mostrar su impotencia para controlar lo que ocurre en su "patio trasero" los gobernantes de otros países –especialmente China, Rusia e India– tienen razones para sospechar que tampoco será capaz de controlar a los sectores más belicistas y reaccionarios de Estados Unidos, para quienes sus promesas de alentar el multilateralismo equivalen a una capitulación incondicional ante sus odiados enemigos. Esto es particularmente grave en momentos en que Obama está negociando con Rusia un nuevo acuerdo para reducir el arsenal nuclear de ambos países. El fracaso de este acuerdo tendría un costo económico enorme sobre el presupuesto público en momentos en que ese dinero se necesita para aventar los riesgos de una profundización de la crisis estallada en el 2008. Pero para persuadir a los rusos de que su plan de reducción de armamentos es viable tiene primero que demostrar que está en control de la situación y que sus halcones dentro del Pentágono no le quebrarán la mano. Cada día que permanezca Micheletti en el poder equivale a un mes más de difíciles conversaciones con Medvedev y Putin para convencerlos de que sus promesas se traducirán en hechos. Porque si no puede controlar a los suyos en Honduras, ¿podrá hacerlo cuando se trate de una cuestión estratégica y vital para la seguridad nacional de Estados Unidos?

23 de septiembre de 2009
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