cómo impedir las dictaduras
El autor es abogado. Fue querellante en España en los juicios contra los responsables del terrorismo de Estado en Argentina. 24 de noviembre de 2009 El autor es consultor permanente de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. 24 de noviembre de 2009
A partir de la reciente experiencia hondureña y de un juicio presentado contra los bancos por el financiamiento brindado a la última dictadura argentina, dos expertos en derechos humanos analizan el papel que puede jugar la Justicia internacional en el castigo y prevención de los golpes de Estado, tan comunes en la historia latinoamericana.
[Carlos Slepoy] El escritor y periodista argentino Marcelo Fabián Monges, radicado en México, está impulsando una notable iniciativa que he apoyado sin hesitar como me consta lo han hecho, entre otros, el Premio Nobel alternativo de derechos humanos Martín Almada y esa ejemplar Madre de Plaza de Mayo, Línea Fundadora, que es Nora Cortiñas. En su ingente actividad Marcelo Monges se ha entrevistado con representantes diplomáticos de distintos países. No dudo de que cuando la idea se generalice –y es urgente que lo haga– todos los organismos de derechos humanos de América la impulsarán: se trata de la necesidad de una Convención Interamericana que declare como crimen de derecho internacional, y penalice, los golpes de Estado. El reciente golpe cívico militar en Honduras y las amenazas que se ciernen en el mismo sentido sobre otras naciones actualizan dramáticamente la necesidad de perseguir este antiguo e impune delito que, una y otra vez en nuestra historia, ha abortado procesos de cambio imprescindibles para profundas transformaciones sociales y la integración indoafrolatinoamericana continental.
Desde las declaraciones de independencia de nuestros países se produjeron 327 golpes de Estado y asonadas militares. Durante el siglo XX los golpes de Estado en América latina fueron 288 (Bolivia, 56; Guatemala, 36; Perú, 31; Panamá, 24; Ecuador, 23; Cuba, 17; Haití, 16; Santo Domingo, 16; Brasil, 10; Chile, 9; Argentina, 8; Venezuela, 12; Colombia, 8; Uruguay, 5; en las islas de Surinam, Jamaica, Guyana, Granada y Trinidad Tobago, 15; México, 1; Paraguay, un golpe de Estado que duró 45 años). En la inmensa mayoría de los casos sus autores no sufrieron sanción alguna. En el 30 por ciento medió la intervención directa de tropas de EE.UU. (en un 70 por ciento en países de Centroamérica y el Caribe) [Fuente: Modesto Emilio Guerrero, periodista y escritor venezolano residente en Buenos Aires www.voltairenet.org/article137304.html].
En su ya larga historia, la Organización de Estados Americanos (OEA) aprobó en 1948 la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, la Convención Americana sobre Derechos Humanos en 1969 y, ya con carácter punitivo, la Asamblea General adoptó la Convención Interamericana para prevenir y sancionar la tortura en 1985 y la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas en 1994. Restan, clamorosamente, convenciones para prevenir y reprimir los genocidios, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra tan pródigos en nuestras tierras. Y los aquí comentados golpes de Estado, puertas de entrada y prolegómenos de aquéllos y de la violación masiva de los derechos económicos, sociales y culturales. Este crimen debe ser regulado como un delito autónomo de los demás y sus autores perseguidos judicialmente por el solo hecho de alterar el orden constitucional (cómo deberán serlo los golpistas hondureños, independientemente de que sean además sancionados por los otros delitos que están cometiendo).
Hay muchos que, con fundadas razones, opinarán que estos instrumentos internacionales son ineficaces: no impiden los crímenes y apenas son útiles para perseguir a unos pocos de los tantos implicados. Sin embargo, lo hasta hoy conseguido es, aunque poco, mucho más de lo que hubiéramos tenido si miles de personas y víctimas, cientos de organizaciones sociales y de derechos humanos no se hubieran conjurado para dar vida a tratados internacionales que nos dignifican y abren caminos. Es sabido que toda larga caminata comienza con los primeros pasos. La anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida por la Corte Suprema en Argentina o la reciente declaración de inconstitucionalidad de la eufemística Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado por parte de la Corte Suprema del Uruguay no hubieran sido posibles sin las aludidas convenciones y las interpretaciones que de las mismas han hecho la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la OEA.
Sin embargo, estas instancias interamericanas, que como se ha dicho han cumplido un importante papel, revelan ya su insuficiencia. Es preciso desarrollar los principios y crear los juzgados y tribunales que, a escala americana, persigan efectivamente a los autores de los crímenes. En el caso, los responsables de golpes de Estado. Sin perjuicio naturalmente de su persecución en el país donde se cometen los hechos aunque, como es sabido, la impunidad que conllevan los mismos suele impedir su persecución.
Por eso se torna necesaria la creación de un Tribunal Penal Interamericano Permanente, a modo de la Corte Penal Internacional Permanente, pero sin sus groseras servidumbres a favor de los poderosos del planeta y la aplicación efectiva del principio de justicia universal –existente en la mayoría de las legislaciones de nuestros países pero lamentablemente inédito en su implementación–, conforme al cual estos hechos deben ser sancionados por los tribunales de cualquier país dada su naturaleza de crimen lesivo para la humanidad que convierte a sus autores en enemigos del género humano.
Sin estos dos elementos no avanzaremos, en lo sustancial, más que hasta ahora.
Quede dicho ahora que, como nunca antes, el contexto latinoamericano, con sus asechanzas pero también con sus sólidas promesas de futuro, es propicio para que muchos de nuestros gobiernos impulsen perentoriamente, tras dos siglos de golpes de Estado, una convención que persiga y reprima a sus responsables.
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Los bancos de la dictadura.
[Rodolfo Mattarollo]
Nace en las Indias honrado,
Donde el Mundo le acompaña;
Viene a morir en España,
Y es en Génova enterrado.
Y pues quien le trae al lado
Es hermoso, aunque sea fiero,
Poderoso Caballero
Es don Dinero.
De la conocida letrilla satírica de Francisco de Quevedo y Villegas.
Este diario publicó en el mes de marzo una nota titulada "Financistas del terror" del periodista Horacio Verbitsky. Era la nota principal de esa edición y en ella se informaba que dos hijos de detenidos-desaparecidos de La Plata, Leandro Manuel Ibáñez y María Elena Perdighe, demandarían a los bancos que financiaron a la dictadura, cuya "máquina de matar" –como la llamó al salir de la Argentina Philippe Labreveux, el corresponsal en Buenos Aires del diario francés Le Monde– se hubiera detenido sin ese combustible financiero.
La demanda fue interpuesta el 19 de marzo de este año en la ciudad de Buenos Aires y hasta una fecha reciente no se habría designado el juzgado competente para tramitarla.
A su vez, la Universidad de Palermo publicó recientemente en su revista jurídica (agosto 2009) un debate sobre "Dictadura y responsabilidad corporativa", que incluye el estudio sobre las implicancias jurídicas del financiamiento de la dictadura militar argentina en que se basa la acción civil intentada por Leandro y María Elena.
Los autores del ensayo publicado por la Universidad de Palermo son Pablo Bohoslavsky y Veerle Opgenhaffen. El primero es Hauser Global Fellow, Escuela de Derecho de la Universidad de Nueva York y dirige la Maestría en Derecho Administrativo Global de la Universidad Nacional de Río Negro. Veerle Opgenhaffen, la coautora de esa colaboración, comanda el Centro de Derechos Humanos y Justicia Global de la Universidad de Nueva York.
No se va a repetir aquí la sólida argumentación jurídica que había sido adelantada por Verbitsky en marzo y desarrollada por los dos juristas antes mencionados en agosto. El propósito de esta nota es recordar muy brevemente que el tema de la responsabilidad corporativa en la violación de los derechos humanos tiene tradición en el derecho internacional y en particular en la doctrina elaborada por la Subcomisión de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
En efecto, cuando se hizo evidente que la ayuda económica internacional era uno de los elementos que permitían la perpetuación e incluso la consolidación de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile, la Comisión de Derechos Humanos de la ONU (el 9 de marzo de 1977) solicitó a la subcomisión un estudio a este respecto.
Se encomendó el mismo al gran jurista italiano, profesor de la Universidad de Florencia, miembro de la subcomisión y gran amigo de Latinoamérica, Antonio Cassese, quien con el correr de los años presidiría el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia y actualmente cumple la misma función en el Tribunal Especial para el Líbano.
Se trataba de saber si un cambio cuantitativo o cualitativo de la asistencia económica extranjera podría contribuir a la restauración de los derechos humanos en Chile.
Del amplio y documentado estudio de Cassese ("La repercusión de la ayuda y la asistencia económica extranjera en el respeto a los derechos humanos en Chile", Documento ONU E/CN.4/Sub.2/412, cuatro volúmenes) resulta que Chile recibió más asistencia económica en los primeros años de la dictadura que en varias décadas de regímenes democráticos. Esa asistencia provenía de instancias financieras internacionales y regionales, pero también de fuentes privadas: bancos multinacionales bajo la forma de préstamos y sociedades multinacionales bajo la forma de inversiones. Gracias a la asistencia de bancos privados y de sociedades transnacionales, la dictadura de Pinochet pudo evitar en una amplia medida el efecto de las presiones financieras ejercidas por la comunidad internacional para obligarla a respetar los derechos humanos (informe Cassese par. 536538).
En su conclusión el profesor Cassese subraya que la ayuda económica y financiera debe ser considerada siempre en el contexto general de la política económica y social del Estado beneficiario. En el caso de la dictadura chilena existía suficiente evidencia para afirmar que su política económica y social conducía necesariamente a violaciones de los derechos civiles y políticos y de los derechos laborales y sindicales.
Como señala el fino y lamentado jurista vietnamita Tran Van Minh, que profesó en la Universidad de Paris II (en una obra pionera "Multinacionales y Derechos Humanos", publicada en francés, PUF 1984), en su momento las conclusiones de Cassese no eran espectaculares, en el sentido de estridentes, y por el contrario expresaban una tendencia que ya se afirmaba sólidamente en el seno de la ONU en los años ’70, la de situar la cuestión de los derechos humanos en el proceso de desarrollo económico.
Sería conveniente, para la ilustración del tribunal que debía intervenir, a más de los consistentes argumentos en que parece inspirarse el planteo judicial en curso, acompañar algunos de los otros antecedentes de la doctrina reparatoria elaborada a través del "desarrollo progresivo" del derecho internacional, en especial en la Subcomisión de Derechos Humanos de la ONU, de cara a las sistemáticas violaciones de los derechos humanos cometidas por las dictaduras del terrorismo de Estado. No es fácil el enfrentamiento con ese poderoso caballero Don Dinero.
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