barbarie en la civilización
Alberto Sucasas, filósofo de la Universidad de la Coruña, analizó los desafíos del siglo 21. Invitado por la Universidad de Tres de Febrero, Sucasas señaló que "el exilio tiene una centralidad política radical en nuestro presente". El filósofo español advirtió que los derechos humanos deben ser el imperativo de las próximas décadas.
[Adrián Pérez] "Una parte esencial de mi compromiso intelectual es intentar asumir el desafío de revisar y repensar la tradición filosófica desde el trauma de los campos de concentración." Así se presenta el filósofo español Alberto Sucasas –docente de la Universidad de La Coruña, donde investiga sobre pensamiento judío, exilio y Holocausto–, que fue invitado a disertar en la conferencia internacional "Políticas de exilio", organizada la semana pasada por el Centro de Estudios sobre Genocidio de la Universidad de Tres de Febrero. Antes de regresar a su país, el especialista dialogó con Página/12 sobre las políticas inmigratorias en los países centrales, la transición hacia la democracia en España, la memoria y el trabajo pendiente de la filosofía.
¿Cómo define el exilio en un contexto donde el comercio mundial se profundiza, pero la inmigración, desde ciertos países, es cada vez más perseguida?
El exilio presupone una referencia territorial porque es el exiliado quien abandona su tierra. Sin anular las fronteras, pareciera ser que la globalización tiende a difuminar las fronteras. Sin embargo, más allá de la planetarización económica, el equivalente político y social no existe. El flujo y la distribución de la riqueza siguen sujetos a múltiples fronteras, que no son sólo nacionales sino también internas a los países, fronteras de clase. El exilio tiene una centralidad política radical en nuestro presente.
¿Sobre qué pilares se apoya esa centralidad política?
La llamada globalización crea un nuevo sujeto, que es la humanidad. Esa es la imagen que se nos vende como resultado del proceso de globalización. Eso ocurre a nivel comercial. Sin embargo, lo político, social y cultural sufre una especie de atraso. Para hacer de la globalización un proceso humanizador, la asignatura pendiente sería una globalización a nivel social, político y cultural. En ese marco, el tema de las grandes migraciones sigue estando en el centro. Uno de los grandes problemas es que ya no podemos pensar en los grandes desafíos a los que tiene que responder la política en marcos estrictamente nacionales (los problemas ecológicos, la carrera armamentística y la amenaza de las armas nucleares o la distribución de la riqueza, entre otros). El reloj de la política internacional lleva un notable retraso con respecto al reloj del comercio, los flujos financieros y las multinacionales.
Los países centrales observan la inmigración como un mal. El Congreso de Estados Unidos aprobó una ley para reforzar la frontera con México, y en Europa se percibe un sentimiento de rechazo acentuado por la crisis económica.
Vengo de España, donde hubo momentos en los que, aunque de una manera tímida, el gobierno de (José Luis Rodríguez) Zapatero estableció medidas que favorecían la situación de los inmigrantes ilegales. Sin embargo, hubo un vuelco radical de los países europeos, no sólo con el cierre de puertas para quien está a la espera de alcanzar el Primer Mundo, sino también de políticas menos tolerantes para los inmigrantes que viven en esos países, con preocupantes brotes de xenofobia. La crisis económica de los últimos meses aceleró peligrosamente el repliegue del rico, que cierra las puertas y pretende gestionar su propia riqueza manteniendo alejado a quien está llamando a la puerta. Incluso con políticas abiertamente represivas, no hay manera de impedir el flujo migratorio.
¿Cómo se trató el pasado, en relación con la Guerra Civil y la dictadura de Franco, a partir de la transición democrática?
Habría que ser prudente e intentar situarse nuevamente en 1976, donde se reactiva el fantasma de la Guerra Civil. Desde el concepto de "las dos Españas" de Antonio Machado, pienso que en la sociedad española había una vocación de construir un futuro en paz, y que no se reactivase el fantasma de una guerra civil. En aquel momento, las fuerzas políticas pagaron el peaje que se imponía desde el franquismo para la transición hacia una democracia formal. La condición fue que no se podían reactivar las cuentas pendientes del pasado. Ahí hubo un acuerdo unánime de todas las fuerzas. La izquierda tenía una infinidad de cuentas pendientes con el régimen y asumió un cierto silencio, en todo caso, la no apertura de procesos judiciales de enjuiciamiento a los responsables de la dictadura franquista. Aunque como español me duela que la transición democrática se hiciera a expensas de una amnesia colectiva, al mismo tiempo no puedo dejar de tener presente que, como valor cívico, la preservación de la paz era una prioridad. Revisar ese proceso y dar al menos una compensación simbólica a las víctimas de la Guerra Civil y del franquismo es una asignatura pendiente ineludible de la sociedad española.
Su área de investigación ha sido el pensamiento judío y el impacto filosófico de la Shoá.
Hay un interés intrínseco en la experiencia judía del exilio, pero también en indagar en qué medida se podrían extraer lecciones de esa experiencia para entender otras formas de exilio, fenómenos migratorios, prácticas de deportación, destierros. Pensemos en lo que fue la Shoá, pero también en el Gulag, la experiencia camboyana o el efecto de la brutal colonización y el imperialismo sobre los pueblos del Tercer Mundo. Hay una masa de barbarie al lado de logros que debemos tener siempre presentes: el estado de bienestar, la emancipación de las mujeres, la escolarización obligatoria. Tomando como paradigma de esa barbarie los campos de concentración y exterminio nazi, hay una exigencia por dar una respuesta discursiva a ese desafío, que es ciertamente difícil de tratar. No olvidemos que esos hechos se produjeron en el supuesto corazón de la civilización europea: la sociedad alemana de los ’30. Ese nexo civilización-barbarie ya no se puede plantear en los términos de Sarmiento. Ya no es una disyuntiva, sino que tenemos la barbarie en el seno de la civilización. Por lo tanto, tenemos la necesidad de revisar a fondo los supuestos implícitos de una civilización que llevaba dentro de su propio seno el huevo de la serpiente. La filosofía debe repensar la barbarie e intentar hacer los aportes necesarios para que eso no suceda nunca más.
¿Cómo puede repensarse el Holocausto desde esa dimensión filosófica?
Hay dos tareas fundamentales. La primera, intentar dar cuenta, desde la filosofía, de la experiencia extrema de las víctimas. Podríamos resumirlo en la pregunta: ¿Qué significa ser un concentracionario? Eso nos obliga a repensar la humanidad del hombre porque el mundo de los Lager, de los campos, es un inmenso dispositivo que produce la radical deshumanización. Es necesario acercarse a la voz de los deportados que lograron sobrevivir al horror y que optaron por dejar testimonio de lo que fue su experiencia. El tiempo, el amor, la muerte, el recuerdo, la imaginación, el hambre, la sed, el deseo, la justicia son todos grandes núcleos de la experiencia humana que adquieren una fisonomía nueva en el mundo de los campos de concentración. La segunda gran tarea pendiente sería, a la luz de lo acontecido en la experiencia concentracionaria, revisar las grandes categorías, los modelos discursivos de la tradición filosófica. La filosofía, después de Auschwitz, no puede seguir siendo la misma filosofía. Una de las paradojas de su horror es que, salvo contadísimas excepciones, como (Theodor) Adorno o Hannah Arendt, la producción masiva de reflexión sobre el mundo concentracionario remite a las dos o tres últimas décadas. Revisar y repensar la tradición filosófica desde el trauma de los campos de concentración es una de las tareas mayores de la filosofía contemporánea.
En una entrevista concedida al diario El País, Juan Gelman mencionó en 2001 que el exilio produce "una profunda sensación de desamparo, de vivir a la intemperie".
Admiro sin límites la personalidad moral e intelectual de Gelman. Esas son unas palabras extraordinarias. Aunque las circunstancias sean políticas, económicas o ambas, el individuo se ve violentamente arrancado de ese espacio físico, pero también de un espacio simbólico y afectivo. Lo dejan desnudo, a la intemperie, a merced de los elementos. Es la figura del sin techo. Por lo que sigo de la política argentina y por las propias discusiones en el congreso sobre exilio, he comprobado que últimamente se están dando medidas valientes para corregir esas situaciones sociales inadmisibles. En el marco intelectual nos llenamos la boca con palabras como humanidad o humanismo. Tenemos que ser capaces, y eso es una tarea política transnacional, de construir no mañana pero sí pasado mañana un mundo a escala humana. Un mundo en el que los derechos humanos no sean simplemente un desideratum presente en solemnes declaraciones sino una realidad social efectiva. Para la filosofía, pero ante todo para la política, ése es el imperativo máximo que tenemos pendiente para las próximas décadas.
17 de agosto de 2010
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