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El monóculo ha quedado para siempre como el icono de Manucho, y Manucho, como un icono de la homosexualidad de toda una época entendida en clave del arte por el arte, de rancia aristocracia con permiso para travesuras, de ambigüedad. A cien años de su nacimiento, una lectura de sus propios fetiches va recogiendo las pistas que él mismo dejó para la posteridad.
[Claudio Zeiger] Argentina. Según el relato de uno de sus biógrafos (Jorge Cruz, en ‘Genio y figura de Mujica Lainez’), cada 11 de septiembre, fecha del cumpleaños de Manucho, su departamento de la calle O’Higgins en el barrio de Belgrano (antes de irse a vivir a las sierras de Córdoba) abría sus puertas de par en par desde la tarde hasta la madrugada y un verdadero enjambre bullicioso, snob y, sobre todo, festivo, lo invadía para la celebración. "Sin abandonar su aire de aristocrática distancia, Manucho improvisa ademanes ceremoniosos, besamanos; exagera su júbilo de anfitrión; representa un juego que lo divierte. ¿Qué detalle de su atuendo resalta esta vez? ¿El chaleco, la corbata, los anillos? Los luce con humor, con desenvoltura", escribió el biógrafo.
Y así, a cien años de su nacimiento, Manucho quedará para siempre enmarcado entre el monóculo, los anillos, los brazaletes y tantos otros objetos que su goloso afán de coleccionista acumuló en sus mansiones y en sus novelas. Esa forma de vivir rodeado de objetos fetiche, van haciendo del propio escritor y su emblemático nombre, un fetiche privilegiado y un icono ambulante.
Perteneció a un tiempo y una franja de escritores a los que se les adjudicaba un refinamiento y una riqueza que podía ser verdadera o no tanto, pero esa era la imagen que el público había decidido tener de ellos. Pertenecieron a una época gloriosa de la novela argentina, Silvina Bullrich, Beatriz Guido y Manuel Mujica Lainez fueron sus principales animadores: construyeron figuras públicas de escritores que no escatimaban dosis de actuación y exhibicionismo.
En el reparto, a Manucho se le adjudicó el status de dandy excéntrico, el hombre mirado y narrado por un perro de pedigree que piensa, naturalmente, como un aristócrata y se llama Cecil; un hombre naturalmente asociado a la riqueza y al arte enjoyado.
Si el icono es un signo que guarda una relación de semejanza con aquello que representa, entonces el monóculo es el gran icono de Manucho y Manucho es un icono gay más allá de su sexualidad y, en parte, hasta de su literatura. Siempre importó lo externo, las máscaras y los disfraces, los velos y los fetiches para hablar de lo que verdaderamente lo conmovía: la belleza. En Mujica Lainez, la homosexualidad no es tanto una cuestión de deseo sino de belleza, de estética percepción. Una cuestión de mirada, de observación. Al monóculo sagaz no se le iba a escapar detalle.
La literatura argentina no tendrá su Tadzio pero sí tuvo su Sergio, su Gustavo y su Lucio San Silvestre, su hada Melusina, su duque de Bomarzo. A su manera velada y recargada, a la manera de su tiempo y de su rango, Manucho escribió muchas páginas que transportaban sin escalas al sexo entre personas del mismo sexo, sobre todo varones, y en ‘La casa’, en un juego camp no muy advertido en su momento, utiliza la voz de una mujer vieja, revieja –la casa misma– que lo libera a lo largo de más de doscientas páginas. En ‘El gran teatro’ sitúa una escena de audacia sexual entre primos (no concretada, hay que decirlo) en un palco del Teatro Colón, el mismo que se reabrió hace poco en medio de una ceremonia un poco grasa ¿viste?
A pesar de todo, de eso no se hablaba públicamente. Esa visibilidad escandalosamente invisible o –casi lo mismo– esa invisibilidad escandalosamente visible marcó la figura y la literatura de Mujica Lainez. Un poco a la manera de el Thomas Mann de ‘La muerte en Venecia’ o el Mishima de ‘Confesiones de una máscara’, todo está dicho y nada está dicho del todo. Cuerpo y palabra, carne y alma aparecen escindidos y lo inocultable se oculta de una manera tan retorcida como frívola, detrás de afeites y mascaritas de carnaval: son las no confesiones de una máscara. Por eso, el icono, semejanza y no reflejo estricto, cobra vigor y es tan altamente apreciable en el caso de Manucho.
La aristocracia ayuda, vaya si ayuda; de eso se trata. Una manera de ser y de estar en el mundo. Un cosmopolita tan extremadamente snob como austero; gran trabajador de la pluma, escritor profesional de la primera a la última página. Una persona capaz de dar la vida por una broma, una frase ingeniosa, un poema rimado y satírico. A la manera de Oscar Wilde. Ingenio y decadentismo. Y también, con ese enorme caudal de fiesta y goce vicario. La aristocracia, la pertenencia a una clase y una vida de placeres, viajes y objetos de arte, signaron una forma de entender la belleza, el amor y también la homosexualidad que entendió básicamente como trato entre hombres y muchachos.
Mujica Lainez nunca rompió ese tejido espeso de maquillaje y mascaradas en su literatura, salvo, quizás, en Sergio, donde la belleza se terminará tramando con la violencia. Pero eso sucede como en un advenimiento final y como una suerte de castigo a la ambigüedad infinita del personaje. No altera en demasía la concepción más inalterable del Manucho escritor. La elegancia y el velo por encima de todo.
Manucho, escritor aristócrata y novelero, barroco y humorístico, brilla casi solo en la literatura argentina del siglo XX. Logró estar en ese sitial sin mucho esfuerzo, y sin esfuerzo aparente redondeó esa figura macerada con el tiempo, con anillos, monóculo y brazalete. El resto son anécdotas picantes, murmullos y chismes proustianos de fiestas cortesanas. Y desde luego, unos cuantos libros que a pesar de presagios y desatenciones, resistieron el paso del tiempo –gran enemigo de la belleza– mucho mejor de lo que podía suponerse.
11 de septiembre de 2010
©página 12
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