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nueva acusación contra bush


Libro acusa a la Casa Blanca de inventar vínculo de Iraq con atentados del 11 de septiembre de 2001.
Washington, Estados Unidos. El gobierno de Bush y ex altos funcionarios de la CIA rechazaron las afirmaciones de un nuevo libro de que la Casa Blanca ordenó la falsificación de documentos iraquíes para sugerir un vínculo entre el presidente iraquí Saddam Hussein y el principal secuestrador en los atentados del 11 de septiembre de 2001.
La afirmación la hizo el autor Ron Suskind, ganador de un Pulitzer, cuyo libro ‘The Way of the World’ también sostiene que a principios de 2003 la Casa Blanca contaba con convincentes evidencias de que Iraq no poseía almacenamientos significativos de armas nucleares o biológicas, pero que decidió invadir el país de todos modos.
Suskind, que ha escrito dos libros de investigación previos con críticas a las políticas del gobierno de Bush, describe la presunta falsificación como una de las grandes mentiras de la reciente historia política estadounidense, comparándola con el Watergate.
La condena oficial fue igualmente dramática. Personeros de gobierno denunciaron el libro como "periodismo de alcantarilla".
En declaraciones separadas, varios ex y actuales funcionarios de la CIA pusieron en duda partes del libro, incluyendo a dos personas mencionadas por Suskind como fuentes claves.
Las afirmaciones más polémicas del libro implican a Tahir Jalil Habbush, jefe de inteligencia de Hussein antes de la invasión norteamericana de marzo de 2003. A medida que se acercaba la fecha límite, funcionarios norteamericanos y británicos se reunieron con Habbush y lo interrogaron sobre las armas de destrucción masiva.
En esas reuniones secretas, Habussh explicó por qué los inspectores de Naciones Unidas no habían sido capaces de encontrar evidencias sobre programas iraquíes activos de armas de destrucción masiva: No existían, escribe Suskind. Las informaciones de Habbush fueron compartidas por la CIA y la Casa Blanca, pero fueron consideradas falsas.
Después de la invasión, la CIA pagó a Habbush cinco millones de dólares por su trabajo como informante para que se instalara en Jordania. Fue entonces, escribe Suskind, que la Casa Blanca solicitó su ayuda para una falsificación: que sugiriera un vínculo entre el gobierno de Hussein y Mohamed Atta, el cabecilla de los secuestradores del 11 de septiembre de 2001.
Suskind afirma que en septiembre de 2003, la Casa Blanca ordenó al entonces director de la CIA, George J. Tenet, que falsificara una carta, datada en julio de 2001, afirmando que Atta había recibido adiestramiento en Iraq para su misión. Habbush accedió a firmar la carta, que fue filtrada a un periodista británico en diciembre de 2003, escribe Suskind.
El autor cita como fuente a dos ex agentes de la CIA: Robert Richer y John Maguire. Pero los ex agentes, en una declaración enviada al Washington Post, negaron la historia. Tenet también rechazó esa versión.
Suskind dijo que no se retractaba de su análisis.

16 de agosto de 2008
©los angeles times
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doctrina del shock 2


La ‘doctrina del shock’ de Naomi Klein: ‘tetriconomía’.
[Joseph E. Stiglitz] En el mundo, según lo ve Naomi Klein, no hay accidentes. La destrucción de Nueva Orleans por el huracán Katrina expulsó a muchos de sus habitantes negros pobres y permitió que la mayor parte de las escuelas públicas de la ciudad fueran reemplazadas por escuelas de gestión privada. La tortura y asesinatos cometidos bajo el gobierno del general Augusto Pinochet en Chile y durante la dictadura militar de Argentina fueron una forma de derribar la resistencia al libre mercado. La inestabilidad en Polonia y Rusia después de la caída del comunismo y en Bolivia después de la hiperinflación de los años ochenta permitió a los gobiernos imponer allí una impopular "terapia de shock" económica a una población renuente. Y luego está "el plan de Washington para Irak": "sembrar el shock y el terror en todo el país, destruir sus infraestructuras, permanecer de brazos cruzados mientras su cultura y su historia eran víctimas del pillaje, para arreglarlo después con un abastecimiento ilimitado de electrodomésticos baratos y comida basura importada", por no mencionar una bolsa de valores y un sector privado fortalecidos.
La doctrina del shock es la ambiciosa mirada de Klein a la historia económica de los últimos cincuenta años y el auge del fundamentalismo del libre mercado en el mundo entero. "El capitalismo del desastre", como ella lo llama, es un sistema violento que a veces recurre al terror para hacer su trabajo. Como Pol Pot proclamando que Camboya bajo los jemeres rojos estaba en el Año Cero, el capitalismo extremo gusta de una tabla rasa, encontrando con frecuencia su oportunidad después de crisis o "shocks". Por ejemplo, sostiene Klein, la crisis asiática de 1997 preparó el terreno para que el Fondo Monetario Internacional estableciera programas en la región y para liquidar muchas empresas estatales a bancos y multinacionales de Occidente. El tsunami de 2004 permitió al gobierno de Sri Lanka forzar a salir a los pescadores de las propiedades costeras de manera que pudieran ser vendidas a los urbanizadores hoteleros. La destrucción del 11-S en Estados Unidos permitió a George W. Bush lanzar una guerra destinada a lograr un Irak con libre mercado.
En uno de sus primeros capítulos, Klein compara la política económica capitalista radical con la terapia de electroshock administrada por los psiquiatras. Entrevista a Gail Kastner, una víctima de experimentos encubiertos de la CIA sobre técnicas de interrogación que fueron llevados a cabo por el científico Ewen Cameron en los años cincuenta. Su idea era usar la terapia de electroshock para quebrantar a los pacientes. Una vez lograda la "desesquematización completa", los pacientes podrían ser reprogramados. Pero después de quebrantar a sus "pacientes", Cameron nunca fue capaz de reconstruirlos de nuevo. La conexión con un científico canalla de la CIA es excesivamente dramática y poco convincente, pero para Klein las enseñanzas importantes están claras: "Los países sufren shocks: guerras, atentados terroristas, golpes de Estado y desastres naturales". Luego "vuelven a ser víctimas del shock a manos de las empresas y los políticos que explotan el miedo y la desorientación frutos del primer shock para implantar una terapia de shock económica". A la gente que "se atreve a resistir" se le aplica un tercer shock "por acciones policiales, intervenciones militares e interrogatorios en prisión".
En otro capítulo introductorio, Klein ofrece un recuento de Milton Friedman —lo llama "el otro doctor shock"— y su lucha por ganar los corazones y las mentes de los economistas y las economías latinoamericanos. En los años cincuenta, mientras Cameron llevaba a cabo sus experimentos, la Escuela de Chicago estaba desarrollando las ideas que eclipsarían las teorías de Raúl Prebisch, un defensor de lo que hoy en día se llamaría la tercera vía, y las de otros economistas entonces de moda en América Latina. Ella cita al economista chileno Orlando Letelier, que habló de la "armonía interna" entre el terror del régimen Pinochet y su política de libre mercado. Letelier dijo que Milton Friedman compartía la responsabilidad de los crímenes del régimen, desechando su argumento de que él sólo ofrecía una asesoría "técnica". Letelier fue asesinado en 1976 mediante un auto bomba colocado en Washington por la policía secreta de Pinochet. Para Klein, él fue otra víctima de los "Chicago boys" que quisieron imponer el capitalismo de libre mercado en la región. "En el Cono Sur, donde nació el capitalismo contemporáneo, «la guerra contra el terror» fue una guerra contra todos los obstáculos que se oponían al nuevo orden", escribe.
Klein, una de las más famosas activistas antiglobalización del mundo y la autora del best seller ‘No logo: el poder de las marcas’, entrega una espléndida descripción de las maquinaciones políticas necesarias para imponer políticas económicas desagradables en países que ofrecen resistencia, así como de su costo humano. Pinta un inquietante retrato de arrogancia, no sólo de parte de Friedman, sino también de aquellos que adoptaron sus doctrinas, a veces para perseguir fines más corporatistas. Resulta sorprendente el recordatorio de cuánta gente involucrada en la guerra de Irak lo estuvo antes en otros episodios vergonzosos de la historia de la política exterior de los Estados Unidos. Klein traza una línea clara desde la tortura en América Latina en los años setenta hasta la que existe en Abu Ghraib y en Bahía Guantánamo.
Klein no es una académica y no puede juzgarse como tal. Hay muchas partes de su libro donde simplifica demasiado. Pero Friedman y los otros terapeutas de shock también fueron culpables de simplificación excesiva al fundamentar su creencia en la perfección de las economías de mercado sobre modelos que daban por sentadas información perfecta, competencia perfecta, mercados de riesgo perfectos. En realidad, los argumentos contra estas políticas son aún más fuertes que los que Klein plantea. Ellas nunca estuvieron basadas en fundamentos empíricos y teóricos consistentes, e incluso mientras muchas de estas políticas estaban siendo impulsadas, los economistas académicos estaban explicando las limitaciones de los mercados —por ejemplo, cuando la información es imperfecta, es decir, siempre—.
Klein no es economista, sino periodista, y recorre el mundo para averiguar, en terreno y de primera mano, lo que realmente sucedió durante la privatización de Irak, las secuelas del tsunami asiático, la prolongada transición polaca al capitalismo y los años posteriores a la asunción del poder por el Congreso Nacional Africano en Sudáfrica, cuando no logró proseguir las políticas redistributivas consagradas en la Carta de la Libertad, su declaración de principios esenciales. Estos capítulos son las partes menos atractivas del libro, pero también las más convincentes. En el caso de Sudáfrica, Klein entrevista a activistas y a otras personas, sólo para constatar que no hay una respuesta. Ocupado en intentar impedir la guerra civil en los primeros años después del fin del apartheid, el Congreso Nacional Africano no entendió del todo cuán importante era la política económica. Temeroso de espantar a los inversionistas extranjeros, adoptó el parecer del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial e instituyó una política de privatización, reducciones de gasto, flexibilidad laboral y otras similares. Esto no impidió que dos de las principales empresas de Sudáfrica, South African Breweris y Anglo-American, trasladaran sus oficinas centrales a Londres. La tasa de crecimiento promedio ha sido un decepcionante 5 por ciento (mucho más baja que en los países del Este asiático, que siguieron una ruta distinta); el desempleo para la mayoría negra es del 48 por ciento, y el número de personas que vive con menos de 1 dólar al día se ha duplicado hasta los cuatro millones desde los dos millones de 1994, año en que asumió el Congreso Nacional Africano.
Algunos lectores pueden considerar los hallazgos de Klein como prueba de una gigantesca conspiración, una conclusión que ella explícitamente niega. No son las conspiraciones las que arruinan al mundo, sino la sucesión de opciones erradas, políticas fallidas y las pequeñas y grandes incorrecciones que se suman. Sin embargo, esas decisiones son guiadas por modos de pensar más generales. Los fundamentalistas del mercado nunca apreciaron verdaderamente las instituciones necesarias para hacer que una economía funcione bien, dejando de lado el tejido social más amplio que las civilizaciones requieren para prosperar y florecer. Klein termina con una nota esperanzadora, describiendo organizaciones no gubernamentales y activistas en todo el mundo que intentan marcar una diferencia. Después de las 700 páginas de ‘La doctrina del shock’ está claro que tienen una difícil labor.

5 de mayo de 2008
©el mercurio
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la cia, cerca de ser sólo cenizas


[Tomás Eloy Martínez] Nunca se sabrá todo el daño que ha causado la CIA al mundo.
Nadie sabe cuánto daño le han hecho a la paz del mundo los agentes y directores de la CIA, sigla en inglés de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos. Sin duda, más del que se sabe, pero menos del que se llegará a saber cuando se debilite la omnipotencia con que dispuso de vidas humanas y gobiernos cómplices en todos los continentes, desde que Harry Truman la fundó, en 1947.

La CIA ha encendido la imaginación de incontables libretistas de Hollywood y de novelistas de toda laya, algunos meros comerciantes afortunados, como Tom Clancy y Robert Ludlum, y otros verdaderamente grandes, como Graham Greene y John Le Carré. También desató la paranoia de panfletistas sin información y de políticos oportunistas. De cada brote de miedo la CIA obtuvo beneficios que le permitieron comprar más conciencias, sumirse en más pantanos de corrupción e imponer dictaduras indignas en países que estaban levantando cabeza. Todos esos secretos, que se mantuvieron bajo una llave envenenada durante más de seis décadas, acaban de salir a la luz en un libro de investigación tan abrumador como escalofriante: ‘Legacy of Ashes. The History of the CIA' (Legado de cenizas. La historia de la CIA), distribuido hace pocas semanas.

El autor es Tim Weiner, uno de los corresponsales en Washington de The New York Times y quizás el mejor dotado de los periodistas norteamericanos en temas de inteligencia. Ya había ganado un premio Pulitzer en 1988 por sus artículos sobre los rubros secretos en el presupuesto del Pentágono, publicados por The Philadelphia Inquirer. Hace diez años escribió también una formidable biografía del espía Aldrich Ames. Sabe tanto del tema que la CIA –si acaso alguna vez fue eficaz– debió de haber hecho lo imposible para evitar que se publicara este libro.

Es una novela tan apasionante como verdadera de más de 500 páginas, a las que siguen otras 200 de notas y menciones de fuentes que no se deberían pasar por alto. En conjunto, Weiner revela que la arrogancia, la inepcia y el desdén por el mundo de unos dos mil agentes –asistidos por un número impreciso de empleados: por lo menos 20 mil– indujeron a once presidentes de los Estados Unidos a tomar decisiones equivocadas, involucrarse en conspiraciones delirantes y arrastrar a la muerte a cientos de miles de personas en Asia, África, Europa y América latina. La CIA merece mucha de la pésima reputación que se ha ganado en el mundo, pero no toda. Algunos de los altos dirigentes de Washington han ganado también un sitio en el cuadro de honor –o deshonor– por haber creído en mentiras evidentes que convenían a sus intereses.

Los tiempos han ido desplazando la brújula de esos intereses. El primer fantasma contra el que se combatió fue el poderío bélico de la Unión Soviética, que desnudó su fragilidad al caer el Muro de Berlín, justo cuando la Agencia asustaba a Ronald Reagan con el cuento de una fortaleza política y una expansión económica crecientes. Luego, se agitó el espantajo de la expansión comunista en Africa y América latina, lo que impidió una política de diálogo y buena voluntad entre los Estados Unidos y el Congo de Patrice Lumumba, la Guatemala de Jacobo Arbenz y el Chile de Salvador Allende. Tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, el terrorismo fundamentalista, último de los fantasmas adversarios, se ha vuelto tan difícil de investigar y de infiltrar, que el poder de la CIA ha ido pasando a manos del Pentágono y de corporaciones de ex agentes clandestinos.

Algunos de los fiascos de la Agencia van a quedar en la historia. Weiner los describe a todos sin la menor piedad. Dwight Eisenhower, que era extremadamente celoso de su reputación de honestidad, se apresuró a decir que la Agencia había sido creada para preservar la paz. Era un anticomunista fervoroso y habría hecho lo que fuera para que el comunismo no se moviera más allá de China y Europa del Este. No contaba con que Allen Dulles, su director de la CIA, desconfiaba de la diplomacia y andaba diciendo por ahí que le "encantaría matar comunistas donde los encontrara". En las últimas semanas de su mandato, Eisenhower estaba furioso porque la Agencia no había previsto que el régimen de Castro se arrojaba velozmente en brazos de la Unión Soviética y le abría las puertas al comunismo en todo el hemisferio. El diligente Dulles ordenó entonces la inmediata eliminación del hombre fuerte de Cuba, lo que condujo a un fracaso tras otro. El asesinato político para quitar de en medio a un adversario potencial o verdadero se había vuelto ya un recurso habitual de la CIA. Lo había probado con Lumumba en 1961 y lo intentaría de nuevo con Salvador Allende, veintidós años más tarde.

El terrorismo islámico y el desconcierto del gobierno harían que la Agencia recomendara los interrogatorios con tortura y el aislamiento de los sospechosos. Weiner explica que la degradación sobrevino desde que las operaciones encubiertas de la Agencia se hicieron con el asesoramiento de agentes educados por instructores nazis y fascistas sin escrúpulos, algunos de los cuales eran también maestros en una escuela situada en Los Fresnos, Texas, de la que salieron los escuadrones de la muerte que asolaron Honduras y El Salvador.

De todos los directores de la CIA, uno de los pocos cuya integridad defiende Tim Weiner es Richard Helms, el agente al que John y Robert Kennedy responsabilizaron por el fracaso de la invasión a Playa Girón. En 1962 circulaban por los pasillos de la Casa Blanca los más disparatados planes para liquidar a Castro. A Helms no le gustaba ninguno. Pensaba que un crimen político en tiempos de paz era una intolerable aberración moral. "Si empiezas asesinando a un líder extranjero", diría Helms, "¿por qué los de afuera no tendrían derecho a matar también a uno de tus propios líderes?"

John F. Kennedy era un lector ávido de las novelas sobre James Bond escritas por Ian Fleming y almorzó con él meses antes de que lo eligieran presidente. Como quien propone un acertijo, le preguntó qué haría Bond si su misión principal fuera matar a Castro. Hay testimonios verosímiles según los cuales a Fleming se le ocurrieron varios planes enloquecidos, todos tendientes a poner a Fidel en ridículo, ya fuera dejándolo sin barba o asustándolo con la aparición de una cruz luminosa en el cielo de La Habana. Weiner, que es un escritor mucho más serio que Fleming –y no menos entretenido–, supone que el plan más cercano al éxito fue verter una cápsula de un veneno inodoro e insípido en el café que Castro tomaba en el desayuno, permitiendo que su efecto retardado le diera tiempo al camarero para huir. Pero Castro ya lo había previsto y hacía analizar los alimentos antes de llevárselos a la boca.

Uno de los fiascos más desastrosos de la Agencia fue haber convencido al gobierno de George W. Bush de que el gobierno de Saddam Hussein estaba fabricando armas químicas y nucleares de destrucción masiva. Todas las evidencias contrariaban esa hipótesis, pero los asesores de Bush no necesitaban argumentos. Ya estaban seguros de que las cosas eran así. El presidente tenía a Hussein entre ceja y ceja desde que la CIA le atribuyó un complot para asesinar a su familia en 1993. En abril de ese año, Bush padre –el ex presidente– viajó con su esposa y dos de sus hijos a Kuwait, para conmemorar la victoria en la Guerra del Golfo. La policía secreta kuwaití arrestó a 17 hombres y los acusó de tramar la muerte de los Bush con una bomba plástica de 90 kilos que estaba escondida en el vehículo que los llevaba. Los supuestos conspiradores declararon bajo tortura que la inteligencia iraquí había tramado el crimen, y los técnicos de la CIA confirmaron que la bomba había sido armada por soldados de Hussein.

Lo que no verificaron esos expertos era que la banda de conspiradores no estaba integrada por fanáticos del dictador de Bagdad, sino por traficantes de hashish, contrabandistas de whisky y veteranos de guerra mercenarios. Bush hijo creyó en la versión de la CIA y nunca le perdonó a Hussein el atentado.

Si la Agencia muere derrotada por sistemas de computación que se cuelan en todas partes y son de una eficacia insuperable en la conspiración y el espionaje, pocos seres humanos van a lamentarlo. La excepción serán, sin duda, los veinte mil empleados que trabajan en la central de Langley, Virginia –y los desamparados libretistas de Hollywood.

24 de diciembre de 2007
©el mercurio
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economía lúgubre


[Joseph E. Stiglitz] El capitalismo sobrevive sobre la base de catástrofes naturales y humanas.
En el mundo tal como es visto por Naomi Klein, no hay accidentes. La destrucción de Nueva Orleans por el huracán Katrina expulsó a muchos residentes negros pobres y permitió que la mayoría de las escuelas públicas fueran reemplazadas por escuelas experimentales particulares. La tortura y asesinatos durante el régimen del general Augusto Pinochet en Chile y durante la dictadura militar argentina fueron maneras de romper la resistencia al libre mercado. La inestabilidad en Polonia y Rusia después del derrumbe del comunismo y después de la hiperinflación de los años ochenta en Bolivia permitió a los gobiernos allá imponer una impopular terapia de shock económica a una población refractaria. Y luego está la ‘estrategia de Washington para Iraq': "Apabulle y aterrorice a todo el país, destruya concienzudamente su infraestructura, no haga nada cuando se saquee su cultura y su historia, luego compense todo esto con un suministro ilimitado de aparatos domésticos baratos y comida barata importada", para no mencionar una fuerte actividad bursátil y sector privado.
‘La doctrina del shock' es la ambiciosa interpretación de la historia económica de los últimos cincuenta años y el surgimiento del fundamentalismo de la economía de libre mercado en todo el mundo. "El capitalismo del desastre", como lo llama ella, es un sistema violento que a veces necesita recurrir al terror. Como Pol Pot que proclamaba que Camboya estaba en el Año Cero con el régimen de los Khmer Rouge, el capitalismo extremo adora los estados en blanco, encontrando a menudo sus aperturas después de crisis o ‘shocks'. Por ejemplo, dice Klein, la crisis asiática de 1997 allanó el camino para que el Fondo Monetario Internacional impusiera programas en la región y la venta por liquidación de muchas empresas estatales a bancos occidentales y multinacionales. El tsumani de 2004 permitió que el gobierno de Sri Lanka obligara a los pescadores propietarios del borde costero a vender sus propiedades a proyectos de hostelería. La destrucción del 11/9 permitió que George W. Bush iniciara una guerra destinada a crear el libre mercado en Iraq.
En un capítulo anterior, Klein compara las política económicas capitalistas radicales a la terapia de shock aplicada por psiquiatras. Entrevista a Gail Kastner, víctima de experimentos encubiertos en técnicas de interrogatorio que fueron realizados por el científico Ewen Cameron en los años cincuenta. Su idea era usar la terapia de electroshock para romper a los pacientes. Una vez que se logra el ‘desprogramación completa', los pacientes pueden volver a ser programados. Pero después de romper a sus ‘pacientes', Cameron nunca pudo recomponerlos después. La relación con un científico renegado de la CIA es melodramático y poco convincente, pero para Klein las lecciones importantes están claras: "Los países son sometidos a terapias de shock: guerras, atentados terroristas, golpes de estado y desastres naturales". Luego "vuelven a aplicar la terapia de shock: multinacionales y políticos que explotan el temor y la desorientación de este primer shock para avanzar a través de la terapia de shock económico". La gente que "se atreve a resistir" son sometidos por tercera vez a la terapia, "por policías, soldados e interrogadores en las cárceles".
En otro capítulo introductorio, Klein ofrece una versión de Milton Friedman -lo llama el "otro doctor Shock"- y su guerra por ganarse la lealtad de economistas y economías latinoamericanas. En los años cincuenta, cuando Cameron realizaba sus experimentos, la Escuela de Chicago estaba elaborando las ideas que eclipsarían las teorías de Raúl Prebisch, defensor de lo que hoy podría ser llamada la tercera ruta, y de otros economistas de moda en América Latina en esa época. Cita al economista chileno Orlando Letelier que habla sobre la "armonía interna" entre el terror del régimen de Pinochet y sus políticas libre-mercadistas. Letelier dijo que Milton Friedman compartía la responsabilidad en los crímenes del régimen, y rechaza su argumento de que sólo ofrecía asesoría "técnica". Letelier fue asesinado en un atentado con bomba en 1976, cometido en Washington por la policía secreta de Pinochet. Para Klein, él es otra víctima de los ‘Chicago Boys' que querían imponer el capitalismo de libre mercado en la región. "En el Cono Sur, donde nació el capitalismo contemporáneo, la ‘guerra contra el terrorismo' fue una guerra contra los obstáculos al nuevo orden", escribe.
Una de las activistas anti-globalización más famosas del mundo y autora del éxito de ventas ‘No Logo: Taking Aim at the Brand Bullies', Klein presenta una rica descripción de las maquinaciones políticas que se requieren para imponer medidas económicas desagradables a países que se resisten, y del coste humano. Pinta un inquietante retrato de la arrogancia, no sólo de parte de Friedman, sino también de aquellos que adoptaron sus doctrinas, a veces para implementar objetivos más corporativos. Es asombroso constatar que muchos de los implicados en la guerra de Iraq lo estuvieron en otros episodios vergonzosos en la historia de la política exterior norteamericana. Traza una nítida línea desde las torturas en América Latina en los años setenta y las de Abu Ghraib y Bahía Guantánamo.
Klein no es académica y no puede ser juzgada como tal. Hay muchos lugares en su libro donde simplifica demasiado las cosas. Pero Friedman y los otros terapeutas del shock fueron también culpables de sobre-simplificación, porque su creencia en la perfección de las economías de mercado se basa en modelos que asumen información perfecta, competencia perfecta, mercado de riesgos perfecto. En realidad, los argumentos contra estas políticas son incluso más fuertes de lo que dice Klein. No se basaron nunca en fundamentos empíricos y teóricos sólidos, e incluso cuando se implementaban muchas de estas políticas, los economistas académicos explicaban las limitaciones del mercado -por ejemplo, cuando la información es imperfecta, que lo es siempre.
Klein no es economista, sino periodista, y viaja por el mundo para enterarse de primera mano de qué ocurrió realmente durante la privatización de Iraq, las secuelas de tsunami asiático, la persistente transición polaca al capitalismo y los años del Congreso Nacional Africano en Sudáfrica, cuando no logró implementar las medidas redistribucionistas consagradas en la Carta de la Libertad, la declaración de sus principios más importantes. Esos capítulos son las partes menos atractivas del libro, pero también las más convincentes. En el caso de Sudáfrica, entrevista a activistas y otros, sólo para constatar que no hay respuesta. Ocupadísimo tratando de evitar una guerra civil en los primeros años después del apartheid, el Congreso Nacional Africano no entendió completamente lo importante de las medidas económicas. Temeroso de asustar a los inversores extranjeros, aceptó la asesoría del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, e instituyó una política de privatización, recortes fiscales, flexibilidad laboral y similares. Eso no impidió que las dos principales compañías sudafricanas, South African Breweries y Anglo-American mudaran su sede global a Londres. La tasa de crecimiento promedio ha sido un desalentador cinco por ciento (mucho más bajo que otros países en Asia del Este, que siguió una ruta diferente); el 48 por ciento de desempleo entre la mayoría negra; y el número de personas viviendo con menos de un dólar al día ha pasado de dos millones en 1994, el año del primer gobierno del Congreso Nacional Africano, a cuatro millones.
Algunos lectores verán en los hallazgos de Klein evidencias de una gigantesca conspiración, que es una conclusión que ella desautoriza explícitamente. No son las conspiraciones las que llevan al mundo a la ruina, sino las series de decisiones erróneas, planes fracasados, y pequeñas y grandes injusticias, para redondear. Sin embargo, esas decisiones son guiadas por perspectivas más amplias. Los fundamentalistas del mercado nunca apreciaron realmente las instituciones que se necesitan para que una economía funcione bien, menos todavía el tejido social más amplio que necesitan las civilizaciones para prosperar y florecer. Klein termina con una nota esperanzadora, describiendo a las organizaciones no gubernamentales y activistas en el mundo que están tratando de hacer una diferencia. Después de quinientas páginas de ‘The Shock Doctrine', está claro tienen un programa hecho a la medida.

Joseph E. Stiglitz, profesor en la Universidad de Columbia, recibió el Nobel en ciencias económicas en 2001. Su último libro es ‘Making Globalization Work'.

Libro reseñado
The Shock Doctrine. The Rise of Disaster Capitalism
Naomi Klein
558 pp.
Metropolitan Books
$28


30 de septiembre de 2007
©new york times
©traducción mQh

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oh, henry


[David Greenberg] Un historiador analiza la realpolitik de Kissinger.
Debido quizás al penetrante hedor nixoniano de la Casa Blanca de Bush -la política patriotera, las declaraciones de ‘l'état, c'est moi', la guerra- esta temporada ha producido todo un tesoro de libros sobre los protagonistas de Watergate. El clima actual ha vuelto a dar vida a las ansiedades sobre una presidencia demasiado imperial, llamando nuevamente la atención sobre los años de Nixon entre escritores tan eminentes como Robert Dallek, Elizabeth Drew, Margaret MacMillan, James Reston Jr. y Jules Witcover -para no mencionar la biografía de Nixon de mano del polémico magnate Conrad Black y el drama de Broadway, ‘Nixon/Frost'.
Uniéndose a esta cola cada vez más larga se encuentra Jeremi Suri, historiador de la Universidad de Wisconsin, con un útil e idiosincrásico estudio, ‘Henry Kissinger and the American Century'. Suri no está tratando de competir -ni por la audiencia ni por posiciones académicas- ni con el Nixon y Kissinger de Dallek ni con el Nixon y Mao de MacMillan, que combinan el rigor académico con la diversión popular. El Kissinger de Suri es una cavilación sobre el cerebral profesor de Harvard convertido en asesor de seguridad nacional que, aunque intencionadamente limitado en su radio de acción, era sin embargo osado en su alcance.
Con su grave farfullar germánico, gafas con marco de carey, fría defensa de la realpolitik y una cabeza que Oriana Fallaci comparaba con la de un cordero, Kissinger se ha convertido en uno de los más inverosímiles iconos estadounidenses. Como su igualmente complejo y controvertido protector, Richard Nixon, ha generado resmas de chácharas, teorías psicologizantes y anécdotas, desde su tesina de 383 páginas hasta sus presuntas aventuras con desconocidas estrellas de cine. (Una historia favorita: cuando una admiradora le agradeció por haber "salvado al mundo", Kissinger replicó: "De nada"). Aunque fuera sólo por su strangeloveana presencia en la cultura americana, justifica una explicación.
Suri se ocupa de Kissinger de dos modos. En la primera parte del libro explora las experiencias formativas de Kissinger en su contexto binacional -el judío de Baviera durante el régimen nazi, el inmigrante en los Altos de Washington de Nueva York, el administrador del ejército en la Alemania de posguerra. En cada difícil situación, Kissinger aprendió a convertir su condición de desconocido en influencia, una práctica que se transformó pronto en característica de Kissinger. En la segunda parte del libro, Suri ofrece una lectura más atenta de la erudición de Kissinger, encontrando en ella elaboraciones de la desconfianza que le inspiraban las pasiones populares en la Alemania de entre guerras. En los dos capítulos finales, analiza estos rasgos en el contexto de las políticas internacionales de Nixon.
Algunos lectores, hay que advertir, pueden erizarse con la poco disimulada admiración del autor por su personaje, y particularmente con las palabras "brillante", "genio" y "revolucionario", que salpican el texto. Y, sorprendentemente, Suri omite tratar el bien conocido papel de Kissinger en el pecado original de Watergate: la interceptación ilegal de periodistas y de asesores de la Casa Blanca, y su presunto perjurio para echarle tierra.
En general, sin embargo, Suri no adopta la postura de un seguidor sino la de un apacible académico. Después de todo, la historia, aunque no se abstiene completamente de juicios de valor, exige más comprensión que moral, no solamente para explicar los debates sobre la continuación de Nixon de la Guerra de Vietnam y la détente, sino también para explicar el significado de esos debates. Si el libro no condena a Kissinger por el bombardeo de Vietnam del Norte en la Navidad de 1972 ni el golpe de estado contra Salvador Allende en 1973 en Chile, trata al menos de explicar por qué decidió recurrir a esas medidas.
El origen de las ideas de Kissinger importan porque pese a sus defectos en política exterior y éticos, todavía suscita una ronroneante admiración entre algunos círculos de entendidos. Estos adoran a Henry porque en asuntos de política exterior, pese a la demostrada importancia de la diplomacia personal, los norteamericanos adoran las visiones globales y las grandes estrategias desde las que se dice que fluyen naturalmente las decisiones en política exterior. Kissinger logró asociar la milenaria doctrina de la realpolitik consigo mismo.
Por supuesto, los responsables políticos no se dedican a implementar ideas puras. Los individuos deben interpretar la doctrina a la luz de situaciones nuevas y a través de filtros de sus propios hábitos mentales. En el caso de Kissinger, su realismo era animado por un cinismo tan virulento que finalmente terminó devorándose a sí mismo: Mientras que realistas con más escrúpulos, como el politólogo Hans Morgenthau, se opusieron a la Guerra de Vietnam muy temprano, Kissinger (siguiendo a Nixon) desechó los realistas análisis que advertían que no era posible ganar la guerra y prefirió salir a la caza de quimeras de credibilidad y prestigio. Hace poco, el consejo secreto de Kissinger a Bush, que fue que imitara el curso adoptado por Nixon en Vietnam y perseverar allá en Iraq -en contraste con una perspectiva realista-, sugiere que su ansia de influencia puede haber impedido que sacara las conclusiones lógicas de su propia visión del mundo.
El problema de fondo es que Kissinger nunca admitió una contradicción fatal de su particular forma de realismo. Como observa Suri, Kissinger despreciaba tanto la rendición de cuentas democrática que llegó a pensar que una habilidad política efectiva "dependía de un gran maestro de dimensiones casi míticas" -un rey filósofo, un profesor con uniforme de Superman- cuya brillantez y personalidad podría mantenerla de manera consistente. Reflexionando sobre su propia épica, Kissinger no dejó lugar a dudas sobre a quién consideraba él un gran maestro.
Al describir el legado que deseaba dejar, Kissinger dijo una vez que quería erigir un marco internacional duradero que reflejara no solamente sus propias preferencias sino los intereses básicos de Estados Unidos. Sin embargo, irónicamente, su gran esquema exigía que dependiera de su toque personal.
A medida que pasan los años, la presunta grandeza de Kissinger se hace cada vez más difícil de defender. Su prestigio académico se ha desinflado. Ahora la mayoría de los estudiosos concuerdan con que Nixon concibió y dirigió su propia política exterior (excepto cuando quedó incapacitado por Watergate), y Kissinger funcionó como su delegado. Incluso las persistentes acusaciones de crímenes de guerra contra Henry suenan un poco como propaganda exagerada -es una acusación demasiado sublime para dirigirla contra simple delegado.
Al final, Kissinger es un hombre listo -no un genio, ni siquiera inusualmente brillante- cuyo destino fue servir a un presidente cuya manía por la aclamación pública, delirio de grandeza e inclinación por el secreto y el engaño estaban a la par de los suyos propios. En cierto sentido, pegar su estrella a la de Nixon fue desafortunado para Kissinger, porque la vergüenza de Nixon será también siempre la suya. Pero en otro sentido tuvo suerte, porque en los últimos años de la Guerra Fría Nixon lo liberó para que prosiguiera sus ambiciones comunes en la escena mundial, no sin beneficios. Cuando Nixon cayó, Kissinger, lucía una astuta sonrisa y estaba todavía de pie, listo para recibir los créditos.

Libro reseñado
Henry Kissinger and the American Century
Jeremi Suri
Harvard University
358 pp.
$27.95

David Greenberg es profesor de historia y de estudios en comunicación en la Universidad Rutgers, y autor de ‘Nixon's Shadow: The History of an Image' y de numerosos libros y artículos sobre Nixon y Kissinger.

18 de septiembre de 2007
29 de julio de 2007
©washington post
©traducción mQh
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ensayos sobre el fascismo


[Mariano Dorr] Tragedia y farsa. Ocho ensayos del filósofo italiano Norberto Bobbio que analizan el fascismo, sus orígenes y su caída.
"El fascismo tenía la violencia en el cuerpo. La violencia era su ideología." A lo largo de los ocho ensayos, escritos entre 1964 y 1975 (seleccionados, traducidos e introducidos por Luis Rossi, docente y especialista en filosofía política), se respira la profunda repugnancia que siente el filósofo italiano por Mussolini y sus secuaces. A la brutalidad destructora y asesina del fascismo, Bobbio opone la construcción democrática, y es precisamente en la democracia donde encuentra el blanco principal contra el que se levantaron los fascistas. El primer motor del fascismo no fue otro que el aborrecimiento de la democracia como sociedad de iguales. Una sola cosa tuvieron en común los grupos (conservadores y extremistas) que confluyeron en el fascismo: "el odio a la democracia". En este sentido, los ensayos de Bobbio, escritos desde la más intensa vocación democrática, resultan fundamentales. En ‘Fascismo y antifascismo', leemos: "Cuando nos sucede –y nos sucede a menudo– de no estar satisfechos con nuestra democracia, recordemos que la tarea que nos esperaba era enorme. La democracia, precisamente porque es el régimen de los pueblos civiles, requiere tiempo y paciencia. Inglaterra ha empleado tres siglos para ello". Y más abajo, agrega: "Los problemas de la vida asociada en una sociedad moderna son terriblemente intrincados: son un nudo enmarañado. El fascismo había creído que lo podía cortar. Nosotros, en cambio, debemos aprender a desatarlo".
A la pregunta de si existió o no una cultura fascista, Bobbio responde negativamente. Sin embargo, eso no significa que no haya existido una organización fascista de la cultura: "Culturalmente, el fascismo vive de rentas. Es una encrucijada en la cual se encuentran todas las calles que provienen de la cultura de la derecha conservadora y reaccionaria". Un cierto Hegel y un cierto Nietzsche (instrumentos teóricos, leídos de un modo banal, para justificar la violencia y la opresión más absurda, estúpida y sangrienta que se haya imaginado jamás la filosofía). No hay un solo libro fascista, insiste Bobbio, que merezca ser recordado: "Hablo de algún libro cuya importancia sea semejante a la de las grandes obras de la tradición de la cual el fascismo se sirvió instrumentalmente".
En ‘La caída del fascismo' (un texto conmovedor, con anotaciones del autor –de su propio Diario– del día siguiente a la caída de Mussolini), Bobbio analiza las diferencias y semejanzas entre la caída del Duce y la de Hitler: "El fin de Mussolini fue una comedia a la italiana"; Hitler, "en cambio, fue correspondiente al crepúsculo de los dioses". Uno fue acusado por su propio régimen, el otro se pegó un tiro en la última hora: "El fascismo se mató con sus propias manos. El nazismo, en cambio, murió de muerte violenta". El suicidio de Hitler fue la consecuencia, no la causa de la caída del régimen.
¿Cómo es posible que haya existido el consenso para tan nefasta experiencia histórica? ¿Es posible que se repita el fascismo? Para Bobbio, cuando nos referimos a fascismo, no podemos hablar propiamente de consenso: "No se puede hablar de consenso allí donde no hay espacio para el disenso". Y si, según Bobbio, el fascismo no puede repetirse, eso no significa que Marx estuviese equivocado respecto de la inexorable repetición de los acontecimientos históricos: "El fascismo no se puede repetir porque fue tragedia y farsa a la vez". Ahora bien, la muerte del fascismo es la vida de la democracia: "Tanto en lo bueno como en lo malo, nuestro destino".

Libro reseñado
Ensayos sobre el fascismo
Norberto Bobbio
Universidad Nacional de Quilmes
Editorial Prometeo
176 páginas

24 de junio de 2007
©página 12
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horrores del holocausto


[Aron Heller] En un diario de vida encontrado recientemente.
Jerusalén, Israel. El diario de vida de una niña judía de catorce años, apodada la ‘Ana Frank polaca',fue presentado ayer en el Museo del Holocausto de Israel más de sesenta años después de que la adolescente describiera vívidamente el derrumbe del mundo a su alrededor cuando crecía en un gueto judío.
"El nudo se pone cada vez más tenso", escribi[o Rutka Laskier en 1943, poco antes de ser deportada a Auschwitz. "Me estoy convirtiendo en un animal que quiere morir".
Rutka murió algunos meses después y parecía que su diario también se había perdido. Pero el año pasado una amiga polaca que escondió el cuaderno finalmente se atrevió a revelarlo, mostrando un fascinante documento histórico.
‘Rutka's Notebook' [Cuaderno de Rutka] es tanto un relato día a día de los horrores del Holocausto en Bedzin, Polonia, y un álbum de recortes contando en detalle la vida de una adolescente atravesando por circunstancias extraordinarias. La memoria de sesenta páginas incluye inocentes bromas, preocupaciones y primeros amores, todo combinado con un frío análisis del destino de los judíos de Europa.
Durante la Segunda Guerra Mundial los nazis asesinaron a seis millones de judíos, después de concentrarlos en guetos, prohibirles la mayoría de los trabajos y obligarlos a lucir una estrella amarilla para ser identificados.
"Simplemente no puedo creer que llegue el día en que se nos permita salir de esta casa sin la estrella amarilla. Ni siquiera creo que esta guerra termine algún día. Si ocurre, probablemente me volveré loca de alegría", escribió el 5 de febrero de 1943. "La poca fe que tenía está completamente trizada. Si Dios existiera, ciertamente no habría permitido que seres humanos fueron arrojados vivos a los hornos, ni que niños que apenas empiezan a caminar murieran con sus cabezas destrozadas por las culatas de las armas y metidos en sacos y asfixiados con gas".
Las noticias sobre la muerte por gas de los judíos, que entonces en Occidente no era algo ampliamente conocido, aparentemente se había filtrado en el gueto de Bedzin, que estaba cerca de Auschwitz, dijeron expertos.
Al día siguiente inició su diario con una acalorada descripción de su odio hacia los torturadores nazis. Pero entonces, con una fluida transición, describe su amor por un niño llamado Janek y la anticipación de su primer beso.
"Creo que ha despertado la mujer en mí. Eso quiere decir que ayer, cuando me estaba bañando y el agua acariciaba mi cuerpo, deseé que me acariciaran las manos de alguien", escribió. "No sé qué es. Nunca he tenido antes esa sensación".
Más tarde ese mismo día, volvió a su dura realidad, describiendo cómo observó a un soldado nazi arrancarle el bebé de los brazos de su madre judía y matarlo con sus propias manos.
El diario hace la crónica de la vida de Rutka de enero a abril de 1943. Lo compartió con su amiga Stanislawa Sapinska, a la que conoció después de que la familia de Rutka se mudara a una casa de propiedad de la familia Sapinska, que había sido confiscada por los nazis para ser incorporada en el gueto de Bedzin. Sapinska llegó a revisar la casa y las niñas -una judía, cristiana la otra- forjaron un profundo vínculo.
Cuando Rutka se dio cuenta de que no sobreviviría, le reveló a su amiga la existencia del diario de vida. Sapinska se ofreció para esconderlo en el sótano debajo de las tablas del suelo. Después de la guerra, volvió para reclamarlo.
"Ella quería que guardara el diario", dijo Sapinska, ahora en sus ochenta. "Me dijo: ‘No sé si yo sobreviva, pero quiero que el diario se conserve, de modo que algún día se sepa qué pasó con los judíos'".
Sapinska escondió el diario en la biblioteca de su casa durante más de sesenta años. Dijo que era un precioso recuerdo y pensaba que era demasiado íntimo como para compartirlo con otros. Sólo a petición un sobrino accedió el año pasado a revelarlo.
"Me convenció de que era un importante documento histórico", dijo en polaco.
En 1943, Rutka tenía la misma edad que Ana Frank, la adolescente holandesa cuyo diario de Holocausto se convirtió en uno de los libros más leídos del mundo. El investigador Yad Vashem dijo que el diario de Rutka recién descubierto fue autentificado por expertos y sobrevivientes del Holocausto.
El padre de Rutka, Yaako, fue el único sobreviviente de la familia. Murió en 1986. Pero a diferencia del padre de Ana Frank, mantuvo oculto su doloroso pasado. Después de la guerra, se mudó a Israel, donde empezó una nueva familia. Su hija israelí, Zahava Sherz, dijo que su padre nunca habló de sus otros hijos, y que el diario la introdujo a una familia perdida que nunca conoció.
"Me impacto esta profunda conexión con Rutka", dijo Sherz, 57. "Yo era sólo una niña, y ahora de repente encuentro que tengo una hermana mayor. Este hoyo negro se llenó repentinamente, y me enamoré inmediatamente de ella".
Yad Vashem ha coleccionado cientos de diarios de vida y poemas escritos por judíos durante el Holocausto, pero el diario de Laskier se destaca entre los demás, incluyendo el bien conocido diario de Ana Frank, debido a la historia de su descubrimiento, dijo Bella Gutterman, directora de Yad Vashem Publishing.
"El diario mismo es maravilloso, sobre la vida personal, los amores, las envidias a la sombra del Holocausto. Pero fue encontrado por su amiga, y lo hemos podido leer sólo después de sesenta años", dijo Gutterman.
El manuscrito original en polaco fue publicado antes este año y se lo ha traducido ahora al inglés y al hebreo.
"Tengo la sensación de que estoy escribiendo por última vez", escribió Rutka el 20 de febrero de 1943, cuando soldados nazis empezaron a reunir a los judíos frente a su casa para ser deportados.
"Me gustaría que terminara ahora. Esto es una tortura; esto es el infierno. Trato de no pensar en lo que ocurrirá mañana, pero las ideas me siguen acosando, como moscas. Si sólo pudiera decir: se acabó, sólo se muere una vez... pero no puedo, porque a pesar de todas las atrocidades, quiero vivir, y sigo esperando el día siguiente".
Sin embargo, Rutka volvería a escribir. Su última entrada data del 24 de abril de 1943, y sus últimas palabras escritas fueron: "Estoy muy aburrida. He estado todo el día caminando en mi cuarto. No tengo nada que hacer".
En agosto, ella y su familia fueron deportados a Auschwitz, donde se cree que fueron asesinados al llegar.

13 de junio de 2007
5 de junio de 2007
©boston globe
©traducción mQh
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memorias de un lavaplatos


[Charles McGrath] Lavaplatos y editor en la cocina.
Hasta hace poco, Pete Jordan había pasado siete años sin fregar profesionalmente un plato. Ahora escritor, Jordan se ganaba la vida como lavaplatos, siguiendo los pasos de ancestros literarios como Theodore Dreiser y George Orwell. Este, recordando sus tiempos en el fregadero en París, escribió:
"Fregar era un trabajo completamente odioso -no difícil, pero sí aburrido y terriblemente estúpido. Es horrible pensar que alguna gente pase décadas enteras de sus vidas en este tipo de ocupaciones".
Jordan, 40, pasó más de diez años en un oficio como ese antes de colgar finalmente su toalla y su mandil. Ahora vive en Amsterdam, donde él y su esposa llevan un taller de bicicletas y está trabajando en un libro sobre el ciclismo en Holanda.
Pero cuando estuvo en Nueva York la semana pasada, promoviendo su libro recién publicado, ‘Dishwasher: One Man's Quest to Wash Dishes in All 50 States' (Harper Perennial), trabajó por un turno en Union Picnic, un pequeño restaurante sureño en Williamsburg, Brooklyn, cuya propietaria es su amiga Suzy O'Brien. Llevaba antes un local mexicano donde Jordan trabajó de vez en vez en los años noventa, y ella lo dejaba dormir en su cama de mimbre.
O'Brien lo recibió con malas noticias: su lavavajillas se había estropeado. "No me duró dos meses", dijo. "La compré en eBay".
En realidad, Jordan se sintió aliviado después de que descubriera que la máquina estropeada, una Hobart, era un modelo intervenido, lo que iba a significar un montón de trabajo. En lugar de eso, se dirigió hacia el fregadero, compuesto de tres cubas de acero inoxidable, echó a correr el agua caliente, vertió algo de Palmolive de un frasco gigantesco y empezó a trabajar con sus manos.
Observó con aprobación que la Hobart es la máquina lavavajillas profesional por excelencia en estos, y explicó: "Es una heredera directa de la máquina Josephine Cochrane. Hobart la compró en 1926".
(Josephine Cochrane, descubrirán los lectores del libro de Jordan, es la santa patrona de los lavavajillas. Cochrane era una importante mujer adinerada de Shelbyville, Illinois, que inventó el lavavajillas en 1886, después de aburrirse de que la servidumbre le rompiera la porcelana).
Cuando se enfrenta a una cuba llena de platos, Jordan adopta una posición ancha, con sus pies instalados hacia fuera, para acercarse al nivel del fregadero. Mantiene el plato en su mano izquierda y después de fregar el centro, le da una cuidadosa limpiada por los bordes, siguiendo las agujas del reloj. Friega las cacerolas con una esponja gigante de estopa de acero y una generosa aplicación de jabón.
Esta noche en particular, dijo, los cocineros le estaban haciendo el trabajo fácil. "De momento marcha muy lento", dijo. "Así que no tienen nada que quemar. Se pone héctico, y nunca sabes qué vas a encontrar en el fregadero".
El subtítulo del libro de Jordan es algo engañoso. Se le ocurrió fregar platos en los cincuenta estados en febrero de 1990, después de un año que lo había pasado fregando, vagabundeando, y rebotando de trabajo en trabajo en Alaska y en la costa Oeste, pero durante la década siguiente sólo fregó platos en 33 cocinas. Un día, parado frente a un restaurante Cracker Barrel en Myrtle Beach, Carolina del Sur, decidió vender su furgoneta y marcharse, abandonando su grandioso plan con la misma facilidad y ausencia de remordimiento con que había abandonado muchos de sus trabajos.
Pero su carrera no carecía de variedad. Entre los lugares donde trabajó Jordan se encuentran una envasadora de pescado, una plataforma petrolífera en el mar, una cantidad universitaria, un balneario de esquí, una residencia kosher (donde había dos fregaderos: uno para la carne y otro para los lácteos), una comuna, un hospital, el balneario Lawrence Welk en Branson, Montana, y en el restaurante de un tren en Rhode Island donde alguien olvidó llenar el depósito de agua.
Sus favoritos, contó la semana pasada, eran lugares de barrio, como Suzy. "Lo que más odiaba", agregó, "eran los lugares donde tenías que ponerte un uniforme, donde había luches fluorescentes y montones de gerentes mirando por encima de tus hombros".
Jordan es uno de siete hermanos de una familia de San Francisco que no tenía un lavavajillas. Su padre pensaba que debía terminar la universidad, y durante un tiempo no pudo aceptar la profesión de su hijo, que en una encuesta de atractivo laboral ocupaba el lugar 735, de 740. Sólo los encargados de la correspondencia, las prostitutas, los vendedoras de drogas, los adivinos y mendigos estaban más abajo.
Jordan se metió a lavaplatos por la misma razón que muchos otros: porque estaba en la ruina y porque era un trabajo fácil de obtener. Decidió rápidamente, sin embargo, que lavar platos era más digno que servir mesas, que hace poco definió como "mendigar propinas".
También le gustaba la comida gratis (gentileza de lo que llama el Buffet del Fregadero, vale decir, las sobras de los platos de la gente), los ocasiones tragos gratis y la libertad que le permitía un descubrimiento que hizo al terminar su primera semana: "Una mañana desperté pensando que debía levantarme para ir al trabajo, me di vuelta en la cama y seguí durmiendo. Eso fue lo que hice". Lo más que estuvo en un trabajo fue seis meses, y fue en un vano intento por demostrar que podía recibir un crédito hipotecario; su trabajo más breve duró 45 minutos.
‘Dishwasher' se lee en partes como el idilio de un gandul. Jordan no pasa día sin alguna novia, y hay innumerables camas donde es bienvenido. Pero parte de su gandulismo es nocional, aunque reclama hasta el día de hoy que "yo, obviamente, preferiría no trabajar, y creo que lo he demostrado en muchas ocasiones".
Fue un concienzudo lavaplatos durante la mayor parte del tiempo, recurriendo rara vez al viejo truco de esconder los platos sucios. Mantuvo una extensa correspondencia con otros colegas lavaplatos y buceadores de perlas (como se llaman en el oficio) y también publicó una revista de los lavaplatos, lleno de historias en torno al fregadero y trivialidades de los lavaplatos. Descubrió, por ejemplo, que los presidentes Ford y Reagan había fregado platos por dinero, lo mismo que Malcolm X y Little Richard.
La revista no tenía nada de convencional y era suficientemente original, y con el tiempo Jordan se convirtió en todo un personaje, Pete el Lavaplatos. "La gente estaba tratando de ‘descubrirme' todo el tiempo", dijo cuando estaba en Nueva York. "Se suponía que yo debía ser un tipo medio excéntrico. Eso me volvía loco. Yo no necesitaba que me descubrieran, América no necesitaba ser descubierta por Colón".
A fines de los años noventa, el programa de televisión de David Letterman se enteró de su existencia y le envió una carta pidiéndole que participara en un programa. Por modestia y travesura, Jordan envió a un amigo, el impostor de Pete el Lavaplatos, mientras él esperaba en la sala de espera, comiendo.
Tiene ganas de empezar su gira por el país porque para él es una oportunidad para ver a viejos amigos y también para distribuir el número dieciséis y último de su revista, que terminó hace poco -la última de las cosas por terminar de sus días de perro como lavaplatos. Poco después de mudarse a Holanda, dijo que mientras trabajaba en Union Picnic, había solicitado, en un momento de pánico económico, para trabajar como lavaplatos en Amsterdam. Le dijeron que para alguien mayor de 23, podría costar demasiado debido a las leyes laborales holandesas.
Sin embargo, siete años después, literalmente el día que terminó ‘Dishwasher', lo llamaron por teléfono desde un restaurante ofreciéndole un trabajo. Respondió su mujer y ella deliberadamente olvidó apuntar los detalles. "Es como la mujer de un jonqui", dijo. "Simplemente colgó".

24 de mayo de 2007
23 de mayo de 2007
©new york times
©traducción mQh
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