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asalto contra la razón


[Michiko Kakutani] Al Gore ataca a Bush y repite advertencias sobre el calentamiento global.
En ‘The Assault on Reason', Al Gore condena a George W. Bush, afirmando que el presidente "no tiene contacto con la realidad", que su gobierno es tan incompetente que "no puede encontrar la puerta", que ignoró "claras señales" de la amenaza terrorista antes del 11 de septiembre de 2001 y que ha logrado que los estadounidenses, "al agitar el nido de avispas en Iraq", vivan con menos seguridad, utilizando al mismo tiempo "el lenguaje y la política del temor" para manejar la agenda pública sin consideración de las evidencias, los hechos o el interés general".
Según Gore, la defensa del gobierno del unilateralismo en el extranjero ha aislado a Estados Unidos en un mundo cada vez más peligroso, incluso cuando sus intentos de extender el poder del ejecutivo en casa y "relegar al congreso y los tribunales a un segundo plano", han socavado el sistema constitucional de control y supervisión.
El ex vicepresidente dice que el fiasco en Iraq se debe al uso del presidente Bush de una "falsa combinación de una venganza equivocada y el dogmático propósito de dominar el debate nacional, desechar la razón, acallar la disensión e intimidar a los que cuestionan su lógica, tanto dentro como fuera del gobierno".
Argumenta que los espantosos actos de tortura cometidos en la cárcel de Abu Ghraib en Iraq "fueron una consecuencia directa de la cultura de la impunidad -alentada, autorizada e instituida por el presidente Bush y el ex ministro de Defensa, Donald H. Rumsfeld. Y escribe que las violaciones de las libertades civiles cometidas por el gobierno de Bush-Cheney -incluyendo su autorización secreta para que la Agencia de Seguridad Nacional espíe sin una orden judicial las llamadas y mensajes de e-mail entre Estados Unidos y otros países, y su suspensión del derecho a debido proceso para los ‘combatientes enemigos' -demuestran una "falta de respeto por la constitución estadounidense que tiene a nuestra república al borde de una peligrosa fisura en la estructura de la democracia".
Acusaciones similares han sido hechas por un creciente número de historiadores, analistas políticos e incluso antiguos funcionarios de gobierno, y la caída en picado de los índices de aprobación del presidente Bush, han envalentonado a sus críticos. Pero Gore no escribe solamente como ex vicepresidente y el hombre que ganó el voto popular en las elecciones de 2000, sino también un posible candidato a la nominación para la carrera por la Casa Blanca de 2008, y la vehemencia de sus palabras y sus argumentos hacen que declaraciones sobre el gobierno de Bush de candidatos ya anunciados, como Barack Obama y Hillary Rodham Clinton, suenen, en contraste, educadas y afables.
Y, sin embargo, a pesar de sus duras opiniones, ‘The Assault on Reason' resulta ser menos una arenga sesgada del ciclo de las elecciones, que unas copiosas citas con notas a pie de páginas de artículos de diarios, testimonios en el congreso e informes de comisiones -un informe muy convincente a la hora de exponer las implicaciones de las políticas de este gobierno como el libro de 2006 del autor, ‘An Inconvenient Truth', sobre los efectos del calentamiento global.
Este libro va más allá de sus críticas al gobierno de Bush para hacer una diagnóstico de la achacosa condición de Estados Unidos como una democracia participativa -baja participación electoral, descarado cinismo de los electores, un electorado a menudo mal informado, campañas políticas dominadas por anuncios de televisión de treinta segundos, y un paisaje en el mundo de los medios de creciente control de los conglomerados- y no lo hace con el tono calculado y sabiondo de muchos libros tipo plataforma política, sino la suerte de tembloroso ardor que hizo del libro y la versión en cine de ‘Una verdad incómoda' [An Inconvenient Truth] tan francamente efectivo.
El principal argumento de Gore es que "la razón, la lógica y la verdad juegan un papel fuertemente reducido en el modo en Estados Unidos toma ahora decisiones importantes" y que el discurso público en el país ha devenido "menos enfocado y menos claro, menos pensado". Este "asalto contra la razón", propone, se ve personificado por el modo en que opera la Casa Blanca. Repitiendo a muchos periodistas y ex funcionarios de gobierno, Gore dice que el gobierno tiende a ignorar la asesoría de expertos (se trate de los niveles de tropas, el calentamiento global o el déficit) para sortear la tradicional maquinaria de debates y análisis de la política, y cada vez más a reprimir o desechar las mejores evidencias disponibles en un caso para sostener políticas predeterminadas dictadas por la ideología".
Las dudas sobre el acopio de armas de destrucción masiva por parte de Saddam Hussein, fueron echadas a un lado en los preliminares de la guerra: Gore dice que los expertos en uranio del Laboratorio Nacional Oak Ridge en Tennessee le dijeron que "no había ninguna posibilidad" de que los tubos de aluminio adquiridos por Saddam Hussein pudieran ser utilizados para enriquecer uranio, pero se sintieron intimidados para que no "hicieran declaraciones públicas que refutaran los argumentos de la gente del presidente Bush".
Y la recomendación de antes de la invasión, del jefe del estado mayor del ejército, el general Eric K. Shinseki, de que se necesitaban varios cientos de miles de tropas para una ocupación exitosa de Iraq, fue similarmente desechada. "Antes que participar en un debate razonado sobre el tema", escribe Gore, los miembros del gobierno "atacaron a Shinseki por rechazar sus ideas preconcebidas -aunque él era un experto, y ellos no".
Además, dice Gore, la inclinación del gobierno por el secreto (ocultar todo, desde los detalles de sus instrucciones para interrogatorios hasta el programa secreto de vigilancia de su Agencia de Seguridad Nacional) ha desmantelado el principio de la responsabilidad, incluso en lo que llama su "campaña, sostenida y sin precedentes, de engaño de masas" en asuntos como Iraq ha hecho "prácticamente imposible para la gente iniciar un debate significativo y una verdadera reflexión".
Gore señala que la Casa Blanca ha sugerido repetidas veces que había nexos entre al Qaeda y Sadda Hussein, entre los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, cuando de hecho esos nexos eran imaginarios. Observa que el gobierno "ocultó los hechos" al congreso en cuanto a los costes de las medicinas de prescripción de Medicare, que resultaron ser "mucho más abultados que las cifras que entregó el presidente al congreso".
Y dice que "se ha convertido en cosa común que el presidente Bush descanse en intereses especiales -como los representados por el exiliado iraquí Ahmad Chalabi antes de la guerra, y ExxonMobil sobre la crisis climática- para "recoger informaciones básicas sobre las políticas importantes para esos intereses".
Cuando Gore se vuelve hacia las razones culturales y sociales más amplias detrás de la decadencia de la razón en el mercado de las ideas en Estados Unidos, sus argumentos se hacen borrosos y menos convincentes. Su argumento de que la radio fue esencial para el surgimiento y reinado de Hitler, Stalin y Mussolini ("sin la introducción de la radio, es dudoso que estos regímenes totalitarios hubiesen haber inducido a la gente a la obediencia de la manera en que lo hicieron") es altamente empobrecedor, tal como su argumento de que la televisión ha permitido a políticos manipular la opinión de las masas impidiendo al mismo tiempo que los individuos participen en el diálogo .
En cuanto a su convicción de que internet puede ayudar a restablecer "un ambiente de comunicaciones abiertas en el que puedan florecer las conversaciones sobre la democracia", minimiza los aspectos más inquietantes de la red, como su fomento del rumor y la desinformación junto con información seria, y su tendencia a alimentar la polarización y las guerras de facciones.
En parte lección de civismo, en parte jeremiada, en parte tratado filosófico, ‘The Assault on Reason' revela a un Al Gore enfadado y apasionado -un pálido reflejo del Al Gore cuidadosamente redactado de la campaña presidencial de 2000, y la programada ‘criatura de Washington' descrita en la biografía de él, ‘Inventing Al Gore', del periodista Bill Turque, de 2000.
Del mismo modo que la película ‘Una verdad incómoda' mostraba a un Al Gore más accesible -relajado y apasionado sobre los peligros del calentamiento global-, este libro muestra a un Al Gore encendido, entregado, que, sea o no candidato a la Casa Blanca de nuevo, ha decidido ponerlo todo junto con un devastador análisis del gobierno de Bush y el estado del discurso público en Estados Unidos en esta "fatídica coyuntura'‘ de la historia.

24 de mayo de 2007
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©traducción mQh
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así no se rinden cuentas


[Bob Woodward] Después de todo, pese a todo, fue Tenet quien dijo, como jefe de la CIA, que Iraq poseía armas de destrucción masiva.
En su extraordinaria, importante y a menudo, y sin tener la intención de serlo, irrefutable memoria, George Tenet, ex director de la CIA, describe una reunión con Condoleezza Rice, entonces asesora de seguridad nacional, dos meses antes de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Con detalles mucho más vívidos, emotivos y poco o no conocidos, Tenet escribe que había recibido un informe de inteligencia ese día, el 10 de julio de 2001, sobre la amenaza que representaba al-Qaeda, que "me ponían literalmente los pelos de punta".
De acuerdo a ‘At the Center of the Storm', Tenet cogió el teléfono, insistió en reunirse con Rice sobre la amenaza de al Qaeda, y corrió a la Casa Blanca con su subdirector, Cofer Black, y un informador conocido solamente como ‘Rich B'.
"En las próximas semanas o meses habrá un importante atentado terrorista", le dijo Rich B a Rice, y el atentado sería "espectacular". Black agregó: "Este país debe ponerse en pie de guerra ahora mismo". Dijo que el presidente Bush debía dotar a la CIA de los poderes necesarios para emprender nuevas acciones encubiertas para perseguir a Osama bin Laden y su organización, al Qaeda. Después del encuentro, el informador de Tenet y el subdirector "se congratularon uno al otro", escribe Tenet. "Al fin, pensaban, el gobierno les había prestado atención".
Aunque Tenet se reunía casi todos los días con el presidente Bush para entregarle su informe de inteligencia y ponerlo al día sobre los informes sobre amenazas -"acceso extraordinario", lo llama-, según su relato no llevó directamente la petición de actuar "ahora" al presidente.
Durante su entrevista por televisión en ‘60 Minutes' de la CBS, emitida el 29 de abril, el corresponsal Scott Pelley dio en el clavo con la crucial interrogante que Tent no responde en su libro: "¿Por qué no le dice al presidente: ‘Señor presidente, esto es terrible. Tenemos que hacer algo ahora?'", preguntó Pelley a Tenet.
"Porque el gobierno de Estados Unidos no trabaja de ese modo", replicó Tenet. "El presidente no es el oficial a cargo. Tienes que dirigirte al asesor de seguridad nacional y a la gente que le pone la mesa al presidente para que decida sobre políticas que ellos van a implementar".
Guau. Esta es una confesión asombrosa. Estoy bastante seguro de que el presidente Bush o cualquier otro presidente, por lo demás, se consideraría a sí mismo o a sí misma como el oficial a cargo cuando se trata de proteger al país del terrorismo. Ya puedo ver a los candidatos presidenciales de 2008, prometiendo: "Yo seré vuestro oficial a cargo del contraterrorismo y la seguridad".
Para ser justos con Tenet y la CIA, hay que decir que habían estado trabajando durante años en todo el planeta, a menudo con éxito, desbaratando redes terroristas. Pero Tenet tenía que haber sido el mensajero instantáneo del Despacho Oval en el verano de 2001. Su lapso y aparente decisión de no entregar la petición de un plan de acción al presidente mismo, no quiere decir que se pudieron haber evitado los atentados del 11 de septiembre de 2001. Pero el fracaso no revela las limitaciones de Tenet. Él era el oficial de inteligencia del presidente, el más alto funcionario responsable no solamente de proporcionar información, sino también de elaborar posibles soluciones a amenazas.
Un líder dedicado, a menudo innovador y fuerte, querido por muchos en la CIA, Tenet sin embargo era obstaculizado por la visión del mundo de los burócratas, entorpecidos por la tradicional cadena de mando, convencidos de que "la relación más importante del director de la CIA con cualquier funcionario de gobierno es generalmente la que tiene con el asesor de seguridad nacional".
No. Su relación más importante es con el presidente.
El modo en que llegó a su posición es decidor. El director de personal del Comité de Inteligencia del Senado, entonces el director de inteligencia del Consejo de Seguridad Nacional en la Casa Blanca de Clinton y luego subdirector de la CIA, se convirtió en director de la CIA en 1997 fundamentalmente porque las primeras opciones del presidente Clinton no pudieron ser confirmadas. Una persona fuerte, Tenet hizo montones para mejorar la moral de la CIA y elaboró un programa para su reconstrucción, pero en estas memorias de sus siete años como director de la CIA, se pregunta si acaso estaba a la altura de la tarea. "Ninguna experiencia previa me había preparado para dirigir una organización tan grande como esta", escribe. "Yo no era Jack Welch, y lo sabía".
Sin embargo, Tenet obtuvo importantes triunfos, muy especialmente en la planificación y ejecución del asalto paramilitar para expulsar a al Qaeda de su santuario en Afganistán en las semanas y meses después del 11 de septiembre de 2001 -en lo esencial, la acción que había propuesto a Rice en la reunión del 10 de julio de 2001.
Revelación total: Como reportero de este diario, en discusiones con Tenet le he instado muchas veces a escribir sus memorias y, después de que renunciase a la CIA, pasé incluso un día con él y su co-autor Bill Harlow, a fines de 2005, para hacerle preguntas que él trataría de responder. Sobre todo, yo esperaba que nos ofrecería retratos íntimos de los dos presidentes a los que sirvió como director de la CIA -George W. Bush y Bill Clinton. En lugar de eso, acató la regla de los directores de la CIA: proteja al presidente a toda costa.
Dicho eso, varios capítulos individuales justifican el precio del libro: El capítulo 14, ‘Quieren cambiar la historia' [They Want to Change History], explica los persistentes intentos de al Qaeda y otros grupos terroristas de obtener armas estratégicas de destrucción masiva, incluyendo armas nucleares. Su lectura es espeluznante, y Tenet argumenta convincentemente que para Estados Unidos el terrorismo interior no ha terminado. El capítulo 15, ‘El mercader de la muerte y el coronel' [The Merchant of Death and the Colonel], es un escalofriante resumen del desmantelamiento de una red clandestina de tecnología nuclear dirigida por A.Q. Khan, el padre del programa nuclear paquistaní.
Tenet es franco en cuanto a cómo usaba la CIA regularmente el dinero para apresurar la captura de fugitivos de al Qaeda. "Entrábamos a la oficina de alguien, le dábamos las gracias y le dejábamos una maleta llena de crujientes billetes de cien dólares, a veces más de un millón de dólares en una sola transacción".
También proporciona informaciones adicionales sobre el hecho de que el equipo de seguridad nacional de Bush no funcionaba bien y sus miembros no se comunicaban muy bien entre sí o en absoluto. Esta falta de comunicación se hace evidente en su propia interpretación de decisiones cruciales: "Para mí, uno de los grandes misterios es cuándo exactamente la guerra en Iraq se hizo inevitable", escribe. No sabe cuándo decidió Bush declarar la guerra. Pero escribe que en septiembre de 2002, "todavía no se había decidido hacer la guerra" y que para diciembre de 2002 la "decisión de ir a la guerra ya se había tomado". No aporta ninguna evidencia ni declaraciones que respalden esas afirmaciones, y creo que se equivoca en la última fecha. (De mis propios reportajes y entrevistas con Bush y otros participantes claves, creo que Bush decidió finalmente ir a la guerra a principios de enero de 2003).
El 26 de agosto de 2002, siete meses antes de la invasión de Iraq, Tenet dice que le sorprendió completamente que el vicepresidente Cheney dijera en un discurso ante los Veteranos de Guerras en el Extranjero que "no hay ninguna duda de que ahora Saddam Hussein tiene armas de destrucción masiva". Cheney estaba efectivamente emitiendo su propio Estimado de Inteligencia Nacional -estaba metiéndose en el territorio de Tenet. "El discurso también iba más allá de lo que permitían nuestros análisis", escribe Tenet, y reconoce que debió habérselo dicho a Cheney en privado.
A decir verdad, Tenet debería haber hecho un escándalo sobre un tema tan importante, en privado y en público. Escribe que su silencio implicó aceptación. Pero cinco semanas más tarde, Tener entregó el famoso Estimado Nacional de Inteligencia, de noventa páginas, que llegaba esencialmente a la misma y errónea conclusión de que "Bagdad posee armas químicas y biológicas".
Una de las fijaciones más desconcertantes de Tenet tiene que ver con su afirmación ante el presidente y el gabinete de guerra del gobierno, el sábado 21 de diciembre de 2002 (tres meses antes de la guerra), de que era definitivo [slam dunk]que Iraq poseía armas de destrucción masiva. Esto fue publicado por primera vez en mi libro ‘Plan de ataque' [Plan of Attack], de 2004.
Tenet rechaza la versión que publiqué yo, reconociendo ahora que había dicho que Iraq poseía armas de destrucción masiva, pero negando que se hubiera levantado del sillón en el Despacho Oval y levantando los brazos. La reunión fue "esencialmente una reunión de márketing", escribe, para decidir qué tipo de datos de inteligencia se podían hacer públicos para probar que Iraq poseía armas de destrucción masiva. Dice que mi versión "provocó una hoguera mediática, y yo era el tipo que iba a ser quemado en ella".
Con los años, Tenet ha recorrido toda la gama de comentarios posibles sobre su conclusión de que Iraq poseía sin lugar a dudas armas de destrucción masiva, negando primero que lo hubiera dicho, y, más tarde, diciendo que no lo recordaba pero no iba a poner en duda que hubiera ocurrido. En 2005 participé en un foro público con Tenet en Los Angeles ante una audiencia de cinco mil personas. Interrogado sobre su slam dunk, replicó: "Son las palabras más estúpidas que he dicho nunca". Pero no incluye eso en su libro.
En lugar de eso, cuenta que llamó a Andrew Card, el jefe del estado mayor de la Casa Blanca, y se quejó de que la filtración de la historia sobre el slam dunk "me hizo parecer estúpido, y simplemente quería decirte lo furioso que me pone todo eso. Para colgarme a mí, del gobierno, una cosa como esta es casi lo más despreciable que he visto en mi vida".
Tenet sugiere incorrectamente que yo tenía una fuente para este reportaje. Hubo al menos cuatro fuentes de primera mano. Cuando yo entrevisté al presidente Bush en diciembre de 2003, repitió la frase slam dunk cuatro veces, y luego, a la quinta citación, el presidente dijo: "Y Tenet dijo: ‘No se preocupe, señor, es un slam dunk y eso fue muy importante". Yo le proporcioné a Tenet una parte de esta transcripción.
"Realmente dudo que el presidente Bush se acordara del comentario que hice", escribe Tenet en ‘At the Center of the Storm'. "Tampoco creo que haya influido en su convicción sea de la legitimidad u oportunidad de la guerra". Puede tener razón en cuanto a eso, pero sigue tratando de deshacerse de ese comentario. "De cierto modo, el presidente Bush y yo somos muy parecidos", escribe. "A veces decimos cosas que nos salen de las vísceras, sea su "que me los despachen", o mi slam dunk".
Pero diez semanas después de su comentario, Tenet y la CIA entregaron al secretario de estado Colin Powell la información que utilizó en su famosa presentación, el 5 de febrero de 2003, ante Naciones Unidas y el mundo, diciendo que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva. Tenet escribe que creía que eso era un "producto sólido". Eso, por supuesto, es una forma menos memorable y menos colorida que slam dunk".
Sobre el discurso de Powell en Naciones Unidas, Tenet escribe: "Fue una gran presentación, pero desgraciadamente la substancia no se mantuvo. Uno por un empezaron a torcerse los pilares del discurso, especialmente sobre las armas químicas y biológicas de Iraq. El secretario de estado fue luego dejado solo para resistir los embates y la credibilidad de nuestro país se hundió profundamente".
A decir verdad, Powell acusa a Tenet de convertirlo en chivo expiatorio. Aunque Tenet asume alguna responsabilidad por este y otros errores de la agencia, en su libro a menudo la esquiva. "Quizá es simplemente la manera en que se trabaja en Washington", se lamenta cuando es acusado del fracaso de la inteligencia. O quizás es, simplemente, rendir cuentas.
Gasta nueve páginas diseccionando a un experimentado agente de la CIA, Tyler Drumheller, y al servicio de inteligencia alemán que no lo advirtieron de las invenciones de una fuente (llamada en código, curiosamente apropiado, Bola Cortante) que decía que Iraq poseía laboratorios biológicos móviles. Esto fue central en la presentación de Powell en Naciones Unidas; sin embargo, Tenet no le ofrece a Powell ninguna explicación.
Pero hay otra misión de inteligencia crítica que tampoco llevó al Despacho Oval -ciertamente lo más crítico de su carrera- y que fueron sus dudas sobre la invasión de Iraq. Como informé en mi tercer libro sobre Bush, ‘Estado de negación' [State of Denial], en los meses previos a la invasión en el otoño de 2002, Tenet confió a uno de sus ayudantes, John O. Brennan, que pensaba que no era lo que debía hacerse. "Es un error", le dijo Tenet a Brennan.
Pero eso no se lo dijo nunca al comandante en jefe. Y tampoco lo dice a los lectores de estas memorias.

Libro reseñado
At the Center of the Storm. My Years at the CIA
George Tenet con Bill Harlow
HarperCollins
549 pp.
$30

20 de mayo de 2007
3 de mayo de 2007
©washington post
©traducción mQh
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haciendo frente al fascismo


[Edward Rothstein] Facing Fascism: New York and the Spanish Civil War. La Guerra Civil Española: Blanco y negro en un mundo turbio y ambiguo.
Si hubiera alguna duda sobre la profunda nostalgia que sentimos de los héroes, los deseos de descubrir a esos hombres de coraje, visión y compromiso superiores, y luego celebrar sus logros, la nueva exposición en el Museo de Nueva York http://www.mcny.org/se encargará de disiparla. ‘Facing Fascism: New York and the Spanish Civil War', que se inauguró ayer, está en modo de completa celebración.
¿Y por qué no? De acuerdo a la interpretación de la exposición de ese sangriento conflicto de mediados de los años treinta, que oponía la virtud política contra el mal fascista, el grupo de neoyorquinos sobre los que gira -cuyos miembros más famosos eran conocidos como la Brigada Abraham Lincoln- eran en realidad héroes.
Eran héroes, primero, sugiere la exposición, porque estaban entre los tres mil o más ciudadanos norteamericanos (casi un tercio de ellos de Nueva York) que ignoraron la prohibición del gobierno y viajaron en secreto a España en 1937 para pelear contra las fuerzas del fascismo. Unos ochocientos perdieron la vida como miembros de la Brigada Internacional, formada para ayudar en la defensa del gobierno republicano español contra los rebeldes de Franco respaldados por Alemania e Italia.
También eran héroes, sugiere la exposición, porque veían lo que los otros no podían ver. La República Española cayó en abril de 1939, y la Segunda Guerra Mundial comenzó poco después, en parte porque esos proféticos combatientes y sus aliados políticos no fueron escuchados. En lugar de eso, los presidentes del Occidente democrático mantuvieron la neutralidad durante la Guerra Civil Española. La Unión Soviética, la principal fuente de hombres y materiales para la república, trató aparentemente de evitar la catástrofe.
Esos neoyorquinos eran también héroes, debemos pensar, porque continuaron luchando contra el fascismo incluso después de volver a casa. En una serie de entrevistas en video, un veterano sostiene (presumiblemente en los años ochenta) que lo que había pasado en España no era muy diferente de lo que pasó en Nicaragua, El Salvador y África del Sur; otros dijeron que Estados Unidos hizo en Vietnam lo que hicieron Hitler y Mussolini.
Por su visión moral, sugiere también la exposición, estas heroicas figuras pagaron todavía otro precio. Fueron perseguidos por ser leales miembros del Partido Comunista. Un objeto aquí es una lata de colección etiquetada ‘Salve A Un Niño De La República Española', que pertenecía a Julius y Ethel Rosenberg -una de las evidencias introducidas cuando fueron acusados de conspiración para espiar. Se queda uno con la impresión que tanto las acusaciones como las evidencias de la intervención del partido eran frívolas en comparación con las virtuosas intenciones de la pareja.
En realidad, esta exposición, que es un proyecto en colaboración entre el museo, los Archivos de la Brigada Abraham Lincoln, el Instituto Cervantes de Nueva York y la Biblioteca Tamiment de la Universidad de Nueva York, se aparta poco de lo que en el pasado se habría llamado la línea oficial del partido. Su historia es contada en tiras negras, que deben sugerir el rebobinado de los telediarios, el diseño un eco de pancartas de manifestantes; pilares biográficos de recuerdos emergen como memoriales de mártires. Perry Rosenstein, el presidente de la Fundación Puffin, el principal patrocinador de la exposición, escribe sobre los brigadistas: "Representaban lo mejor de nuestro país y lo mejor de nuestra conciencia".
¿En realidad? La situación real es mucho más complicado de lo que se sugiere aquí. Algunos ensayos en un catálogo adjunto publicado por el museo y N.Y.U. Press, indican otras direcciones que pudo haber tomado la exposición, incluyendo la de tomar nota de la distintiva vida intelectual de Nueva York que se desarrolló a la izquierda, en parte en oposición a esas ideas. En lugar de eso, los curadores Sarah M. Henry y Thomas Mellins, se concentran tanto en las virtudes de los brigadistas que la exposición parece un intento de rehabilitar a la izquierda comunista después de que investigaciones historiográficas y los archivos soviéticos abiertos al público han mostrado que la guerra en España fue mucho más oscura de lo que pretende la interpretación del partido.
En este intento de restablecer la guerra civil como un cuento con moraleja, la exposición no es la única. En febrero, por ejemplo, en el Guardian de Londres, el historiador Eric Hobsbawm celebró el máximo triunfo de los perdedores de la guerra, y sugirió que las virtudes de su causa transcienden las maquinaciones de Stalin. La reciente película ‘El laberinto del fauno' [Pan's Labyrinth], retrata a los guerrilleros de las montañas haciendo frente a un líder fascista monstruosamente malo. En junio, W.W. Norton lanzará la última edición de la muy aclamada historia de Paul Preston, ‘Venganza y reconciliación: la Guerra Civil española y la memoria histórica', que acusa a "la profana alianza de anarquistas, troskistas y soldados de la Guerra Fría" de oscurecer la naturaleza de la guerra contra el fascismo español. Preston se está empleando a fondo para justificar y explicar la posición soviética, rechazando a los "revisionistas" que "resucitan las tesis básicas de la propaganda franquista".
"Lo que más quería Stalin para la república" escribe Preston, "era que hubiera una solución aceptable para las democracias occidentales".
La visión soviética de la guerra, por supuesto, poseía tanto el atractivo de la simplicidad como de la verdad, aunque parcial: Franco era en realidad un tirano implacable cuya victoria implicó masivas purgas, encarcelamientos y extensas limitaciones. Las democracias occidentales fueron en realidad lentas a la hora de darse cuenta de la amenaza que representaba Hitler. Y sin la ayuda soviética, la república se habría ido a pique mucho antes. ¿Qué habría pasado si la república hubiese sido defendida por una fuerza internacional real?
Pero si miramos más de cerca, las fórmulas dejan de ser aplicables. ¿Era realmente la España de Franco un brazo del llamado ‘fascismo internacional'? Durante la Segunda Guerra Mundial, España fue neutral y el Führer no estaba interesado en el tardío ofrecimiento de apoyo de parte de Franco. Además, la postura tiránica de Franco nunca estuvo a la altura de las normas fijadas por los dementes planes de Hitler ni de los demoníacos proyectos de Stalin, que es la razón por la que España pudo volver rápidamente a la democracia después de la muerte de Franco.
De hecho, la guerra civil tuvo más que ver con España que con el fascismo. La enciclopédica ‘La Guerra Civil Española', de Hugh Thomas, revela pasmosas instancias de fracaso legislativo y maníacos proyectos en los años previos a la guerra. España no tenía ni clase media ni fuertes tradiciones democráticas. Era una anomalía: era país europeo que había sido ignorado incluso por la Primera Guerra Mundial, caracterizado por un estancamiento agrario preindustrial acompañado por rígidas jerarquías sociales y fuertes lealtades regionales. Cuando se fundó la república en 1931, demostró ser tan vulnerable al extremismo revolucionario como a la reacción conservadora: la reforma agraria podía significar expropiaciones de tierra; la reforma de la iglesia, violencia. El anarquismo, disturbios y rebeliones fueron acompañantes familiares de la torpe modernidad de la república.
¿Qué papel entonces jugó la Unión Soviética una vez empezada la rebelión militar? Invitada por un débil gobierno de izquierda, comenzó un intento sistemático de colocar a sus agentes en posiciones de poder. En octubre de 1936, André Marty -líder del Comintern desenmascarado por Ernest Hemingway en ‘Por quién doblan las campanas'- habló sobre utilizar a los anarquistas españoles para ganar la guerra: "Después de la victoria arreglaremos cuentas con ellos".
El mismo año, Pravda habló también de victoria, y de "limpiar" España "con la misma energía que en la Unión Soviética". Stalin se oponía a la revolución en España; lo que quería era su control.
Para 1937, después de la farsa de los juicios de Moscú, era evidente para muchos dedicados idealistas que las moralistas proclamas del partido no eran lo que parecían. Esto es lo que George Orwell reconoce en su ‘Homenaje a Cataluña'. Primero pelea en una división marxista independiente que, aparentemente, es mantenida a propósito sin los suministros adecuados. Más tarde teme por su vida en Barcelona -territorio republicano- cuando el partido empieza la planeada purga, que incluye torturas y asesinatos. Investigaciones recientes han sugerido que incluso los miembros de la Brigada Lincoln -algunos de los cuales ‘desaparecieron'- no estaban inmunes.
"En cuanto a la cháchara de diario de que esta es una ‘guerra por la democracia'", escribió Orwell, "es simplemente colirio. Nadie con sus cinco sentidos en orden creía que había esperanzas de democracia".
Nada de esto se menciona en la exposición, y nuestros héroes de la Brigada Lincoln eran ciegos, o peor. El pacto entre Hitler y Stalin, que se firmó unos meses después de la victoria de Franco, parece no haber influido en nada sus lealtades. La semana pasada, en el New York Sun, Ronald Radosh, autor de ‘España traicionada: Stalin y la Guerra Civil' [Spain Betrayed: The Soviet Union in the Spanish Civil War], citó un discurso de Milton Wolff, uno de los milicianos de la Brigada Lincoln en la exposición, pronunciado en 1941 cuando el pacto todavía estaba en vigor. Para Wolff, Franklin D. Roosevelt se había convertido en la nueva amenaza fascista; no se necesitaban brigadas para luchar contra Hitler. "Luchamos", proclamó, contra la intervención de nuestro país en una guerra imperialista".
Orwell dijo que nadie podía pasar "unas semanas en España sin sentirse desilusionado de alguna manera".
Gracias a Dios que todavía tenemos héroes.

'Facing Fascism: New York and the Spanish Civil War', hasta el 12 de agosto en el Museo Nueva York [Museum of the City of New York], Fifth Avenue at 103rd Street, 1 (212) 534-1672.

3 de abril de 2007
24 de marzo de 2007
©new york times
©traducción mQh
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orígenes de un caníbal


[Douglas E. Winter] Un monstruo que quiere justicia y venganza.
Cuando lo vimos por última vez en las novelas de Thomas Harris, el doctor Aníbal Lecter -psiquiatra clínico, cerebro criminal y macabro sibarita- estaba bailando con la ex agente del FBI, Clarice Starling en una terraza de Buenos Aires. El desconcertante final de ‘Aníbal el Caníbal' [Hannibal] (1999), que sugería que Clarice había sucumbido ante los químicos de Lecter, si no ante su encanto, fue descartado en la versión cinematográfica en favor de (¿nos atreveremos a decirlo?) una confección más digerible. Ahora Harris elude la disonancia de estos finales alternativos escribiendo una protosecuela llena de suspenso, ‘Hannibal Rising', un retrato del caníbal cuando era joven.
La novela también concluye la transformación de Lecter de némesis en antihéroe. Introducido por un personaje secundario en ‘El dragón rojo' [Red Dragon] (1981), luego llevado al centro del escenario como el maléfico tutor Starling en ‘El silencio de los corderos' [The Silence of the Lambs] (1988) y ‘Aníbal', Lecter suplanta al profesor James Moriarty como el popular y ficticio canalla. Con ojos de color granate, de seis dedos y más allá de todo diagnóstico, alcanzó la infamia por más de un crimen -quizás más famosamente por haber comido el hígado de un censista, con "habas y un gran Amarone". Encerrado en un hospital para dementes criminales, se convierte en la eminencia gris de los crímenes en serie y de la manipulación psicológica, capaz de hacer llorar a sus visitantes y de conducir al suicidio a otros reclusos. Su tenebrosa presencia estimuló los siniestros y cada vez más raros anti-misterios de Harris, cuyos detectives resolvían crímenes grotescamente violentos sólo dejando de lado la deducción y la ciencia forense para adoptar la demencia y lo inhumano.
Con ‘Hannibal Rising', Harris hurga profundamente en la historia de Lecter y desentierra una fundamental necesidad de justicia sólo insinuada en los libros anteriores. Presentada con una estructura serial conveniente, la historia empieza en los años treinta en Lituania, en el bucólico Castillo Lecter, hogar de los aristocráticos descendientes del caudillo militar de la Edad Media, Aníbal el Severo. Después de fugaces presentaciones de sus tocayos a los ocho y trece años, la novela se asienta para su acción central, cuando Aníbal Lecter tiene dieciocho -pero después de que su dulce infancia es ensangrentada y cicatrizada por la blitzkrieg de Hitler, la ocupación soviética y los miserables colaboracionistas lituanos que saquean la propiedad de la familia y matan a la adorada hermanita de Aníbal, Misha, para comérsela. "Su corazón murió con Mischa", se nos dice -pero entonces nació su apetito.
Huérfano y solo, Aníbal se convierte en pupilo de su tío, cuya encantadora mujer, Lady Murasaki, supervisa su domesticación en el París de posguerra, introduciéndolo al haiku, a la ópera y, por supuesto, a las artes culinarias, donde su educación demuestra ser transcendente: "Los mejores trozos del pescado son las mejillas. Lo mismo es verdad de muchos animales". Experto en anatomía -y arte, un elemento definitorio de las cuatro novelas de Lecter-, el precoz muchacho de dieciocho entra a la facultad de medicina, donde perfecciona su talento para el crimen. El hallazgo de una reliquia de la familia -una pintura saqueada- en una galería parisiense, reenvía a Aníbal al sitio del asesinato de su hermana, donde encuentra las placas de identificación de sus asesinos: esos carroñeros lituanos, ahora activos en una red de trata de blancas y mercado negro que va desde el bloque soviético hasta Canadá. La cacería empieza, y sus terribles y dramáticas muertes a manos de Aníbal lleva la historia a una conclusión igual de apropiada que anunciada.
La escritura de Harris es confiada, con elegantes giros de tiempos y puntos de vista; quizás es la trama concentrada o el estilo insistentemente visual que admite la inevitable adaptación al cine, pero simplemente en términos de oficio, ‘Hannibal Rising' es demostrativamente su mejor novela. Y hasta sus últimas páginas nos protege de las macabras frases ingeniosas que, demasiado a menudo, definen la persona cinemática de Lecter.
Luego la venganza lleva a Aníbal a Estados Unidos y su residencia en la Universidad John Hopkins; pero los fanáticos se alegrarán de saber que todavía quedan veinte años inexplorados, sus historias todavía desconocidas, hasta su fatídico encuentro con Will Graham, el técnico del FBI que lo llevó (aunque brevemente) a la justicia.
Esos veinte años representan todo un reto para Harris. En ‘Hannibal', un camillero observa que Lecter prefería víctimas meritorias, olvidando a los agentes que habían muerto cumpliendo su deber y el encuentro casi fatal de Graham con la cuchilla de linóleo de Lecter. En ‘Hannibal Rising', el castigo de Lecter es casi heroico: justificado, incluso perversamente honorable. Que sea ilegal y horrendo parece ser, en el contexto más amplio, casi trivial.
Pero la venganza es lo que agentes de policía y psiquiatras e incluso autores de reseñas bibliográficas llaman motivo, algo humano y explicable -a diferencia del Aníbal Lecter que cautivó primero nuestra imaginación. A medida que ‘Hannibal Rising' se acerca a su conclusión, el inspector de policía francés, Popil -que, como observa Lecter maliciosamente, "nunca sabrá nada sobre mis gustos"-, confirma lo que las novelas anteriores nos habían enseñado: "¿Qué es él ahora? No existe una palabra para ello. A falta de un término más apropiado, lo llamaremos monstruo". Sin embargo, conociendo su origen, Aníbal Lecter y su creador deben consideran el destino de otros muchos monstruos, reales e imaginados: "Mientras más sabemos sobre ellos, menos temibles nos parecen".

Libro reseñado:
Hannibal Rising
Thomas Harris
Delacorte
327 pp.
$27.95

15 de febrero de 2007
8 de febrero de 2007
©washington post
©traducción mQh
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sobre la derecha estúpida


[Michiko Kakutani] Feroz ataque contra la izquierda cultural.
Con este libro, Dinesh D'Souza, investigador invitado Rishwain de la Hoover Institution en la Universidad de Stanford, se ha convertido oficialmente en el Ann Coulter del mundo de los laboratorios ideológicos.
Su nuevo libro ‘The Enemy at Home' abunda en aserciones deliberadamente incendiarias -y ridículas- sobre que "la izquierda cultural en este país es responsable del 11 de septiembre de 2001"; que la izquierda tiene una "alianza secreta" con el movimiento representado por Osama bin Laden y los extremistas islámicos "para socavar al gobierno de Bush y la política exterior estadounidense"; y sobre que "la izquierda quiere que Estados Unidos se convierta en un brillante faro de la depravación global, una especie de Gomorra en lo alto de una colina".
Escribe que las cárceles estadounidenses de Bahía Guantánamo y Abu Ghraib "son comparables a los hoteles corrientes de Oriente Medio" en términos de limpieza, alimentos y servicios, y argumenta que las torturas en Abu Ghraib no reflejan una falta de respeto a los derechos humanos sino más bien "la falta de modestia sexual de los liberales estadounidenses" ("Lynndie England y Charles Graner eran dos despreciables individuos de la América roja que estaban tratando de vivir las fantasías de la América azul").
Mientras que ‘Illiberal Education', el libro que convirtió a D'Souza en una estrella de los conservadores en 1991, tenía algunos puntos que hacer sobre los excesos de la corrección política en los recintos universitarios, este embarazoso libro es un mamotreto redomadamente partidista compuesto de argumentos ilógicos, información distorsionada y prejuiciada, generalizaciones ridículas y digresiones lunáticas. Es una indigerible olla podrida de premisas intelectualmente insostenibles y especulaciones irresponsables que parecen a menudo una parodia de ‘Saturday Night Live' de una derecha descerebrada. Le da al conservadurismo un mal nombre, mientras que arroja viciosamente aceite a las llamas del partidismo que ya empezaron a arder en los estados rojos y azules de Estados Unidos.
La principal tesis de D'Souza es absurda, construida sobre dos argumentos contradictorios: 1) que la izquierda norteamericana se ha aliado al movimiento islámico radical para socavar la Casa Blanca de Bush y la política exterior estadounidense; y 2) que "la izquierda es la principal razón de ser del islamismo anti-norteamericano, así como el anti-norteamericanismo de otras culturas tradicionales del mundo" porque "los liberales defienden y fomentan valores que son controvertidos en Estados Unidos y profundamente repugnantes en sociedades tradicionales, especialmente en el mundo musulmán".
Por ‘izquierda cultural' D'Souza dice que no quiere decir todo el Partido Demócrata ni todos los liberales, pero incluye en su lista de ‘rebeldes nacionales' no solamente a los sospechosos habituales, como Michael Moore y Noam Chomsky, sino también a políticos convencionales como Hillary Rodham Clinton, Robert Byrd y Jimmy Carter, y a periodistas como Garry Wills, Seymour Hersh y varios columnistas del New York Times.
Para probar sus teorías, D'Souzza lanza montones de afirmaciones basadas en informaciones falsas, verdades parciales y anécdotas poco representativas. Por ejemplo, dice repetidas veces que Osama bin Laden odia a Estados Unidos porque "la izquierda cultural ha fomentado una cultura norteamericana decadente", no debido a la política exterior estadounidense. Dice que los musulmanes no pueden haber visto una amenaza al islam en la presencia de tropas norteamericanas en Arabia Saudí, porque la base norteamericana allá "está a más de mil quinientos kilómetros de los sitios sagrados del islam"; ni podían haber sido empujados a esos atentados suicidas por la situación entre palestinos e israelíes debido a que Israel es "una pequeña irritación dentro de los vastos territorios del islam".
Ignora a una buena cantidad de expertos como el agente de la CIA, Michael Scheuer, y al analista de terrorismo, Peter Bergen, que han citado como la principal queja de bin Laden contra Estados Unidos la continuada presencia de tropas estadounidenses en la península arábica después de la primera guerra del golfo, el permanente apoyo de Estados Undios a la causa de Israel y su respaldo a los regímenes de Egipto y Arabia Saudí considerados como apóstatas por Al Qaeda. También ignora las observaciones hechas por Lawrence Wright en su bien fundamentado libro ‘The Looming Tower', que bin Laden no parece estar motivado por su odio a la cultura norteamericana, sino que incluso ha permitido que sus hijos pequeños jueguen Nintendo y ha proyectado películas policiales hollywoodenses a los combatientes en los campos de Al Qaeda.
En cuanto a las guerras de Iraq y Afganistán, D'Souza escribe que "el punto importante es que cincuenta millones de afganos y de iraquíes son libres, y por primera vez en su historia, tienen la posibilidad de controlar su propio destino" y, además, que los "liberales tienden a enfatizar lo negativo y se deleitan con los chascos de la política exterior norteamericana".
Ignora el resurgimiento de los talibanes en Afganistán, lo que muchos críticos de Bush atribuyen a la decisión del gobierno de concentrarse en Iraq. Ignora la plétora de informes sobre las crecientes divisiones religiosas en Iraq y el empeoramiento de la situación de seguridad. E ignora las encuestas que indican que una mayoría de los estadounidenses -no solamente los izquierdistas o liberales- desaprueba la conducción de la guerra de Iraq por Bush.
En cuanto a eso, D'Souza deja fuera todo lo que podría ser negativo para el actual gobierno de Bush, mientras que se concentra en todo lo que pudiera dejar mal parados a los demócratas o liberales. Condena a Bill Clinton por no hacer lo suficiente para capturar a bin Laden, pero no dice casi nada sobre el fracaso de la Casa Blanca de Bush a la hora de perseguir a Al Qaeda tras las primeras advertencias del zar del contraterrorismo, Richard A. Clarke, en 2001, y uno de los memoranda presidenciales del 6 de agosto de 2001, titulado ‘Osama bin Laden Empecinado En Atacar A Estados Unidos'.
Igualmente denuncia a los liberales por fomentar en el planeta ideas como los derechos de la mujer: este intervencionismo, dice, irrita a los musulmanes que consideran que esas formas extranjeras de liberación minan su religión y valores familiares tradicionales. Pero elogia al gobierno de Bush por tratar de exportar la democracia a Iraq.
A lo largo de este libro, D'Souza despotrica contra la separación de iglesia y estado en la vida pública estadounidense, y denuncia lo que llama ‘guerreros laicos', que están "tratando de erradicar todo vestigio público de los valores religiosos y morales por los que vive el mundo hoy". Alega que en Estados Unidos la libertad "ha llegado a ser definida por sus abusos más espantosos" y se queja de que en las películas y en la televisión "el hombre de negocios blanco es normalmente el malo", "las prostitutas son siempre retratadas más favorable y decentemente que los que las critican" y "los homosexuales son normalmente presentados como guapos y encantadores, y los aspectos desagradables del estilo de vida homosexual son o ignorados o presentados como algo divertido".
En este libro estridente y mediocre, D'Souza suena a menudo como si tuviera mucho en común con esos ulemas radicales de Oriente Medio que se muestran ansiosos por someter la vida diaria a códigos religiosos estrictos y por limitar las libertades personales y civiles.
Es una interpretación que él no rechaza: "Sí", escribe. "Prefiero ir a un partido de béisbol o beber un trago con Michael Moore que con el gran mufti de Egipto. Pero cuando se trata de creencias fundamentales, tengo que confesar que me siento más cerca del tipo solemne envuelto en una túnica y con cuentas de oración que al despreocupado tipo con gorra de béisbol".

Libro reseñado:
The Enemy At Home. The Cultural Left and Its Responsibility for 9/11
Dinesh D'Souza
333 páginas
Doubleday
$26.95

6 de febrero de 2007
©new york times
©traducción mQh
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nos odian


[Robert Wright] Libros antinorteamericanos. Lapolítica exterior debe tomar en cuenta que ¡nos odian!, opina Wright, de la New American Foundation.

Uno no espera encontrar buenas noticias para el presidente Bush en un libro de Andrew Kohut, un encuestador y comentarista, que parece dividir su tiempo entre cuantificar la zambullida de Estados Unidos de Bush en la estima del planeta y la zambullida de Bush en la opinión pública estadounidense. Tampoco vamos a encontrar buenas noticias para el presidente Bush en un libro de Julia E. Sweig, liberal y miembro del Consejo para las Relaciones Exteriores. Pero ‘Friendly Fire', de Sweig, se une a ‘America Against the World', de Kohut, escrita con el columnista Bruce Stokes, en mostrar que Bush no es el único culpable de la turbia percepción de Estados Unidos. Y en estos días, eso equivale a anunciar buenas noticias para Bush.
Si también son buenas noticias para Estados Unidos, es algo que está por verse. Una vez que piensas en las profundas y difusas raíces del antinorteamericanismo, te das cuenta de que la solución no será fácil. Sin embargo, estos dos libros -especialmente ‘Friendly Fire', que es el más descriptivo- ofrecen ideas sobre cómo podemos evitar lo que Sweig llama ‘el siglo del antinorteamericanismo".
La opción del ‘excepcionalismo norteamericano' que el presidente Bush ha convertido en internacionalmente infame, no es nueva, observa Sweig. Especialista en América Latina, puede hacer un listado de todo un siglo de ejemplos de la dudosa idea de que "Estados Unidos debe hacerse sentir -ignorando las leyes internacionales y la soberanía de otros estados-, porque sus objetivos son nobles, y porque el atractivo de sus valores es universal".
Y no se detiene en América Latina. Más obviamente vinculado a titulares actuales que al golpe de 1954 en Guatemala, que fue patrocinado por Estados Unidos, es el que respaldó en Irán en 1953, iniciando un autoritarismo laico que provocaría, a su vez, la revolución fundamentalista de 1979. Como gran parte del apoyo norteamericano a la opresión durante la guerra fría, esto causó menos impacto en Estados Unidos que en los oprimidos. "Los dramas que contenían las semillas de la rebelión de hoy, se desarrollaron en la oscuridad, y son todavía imperceptibles al ojo desnudo norteamericano", escribe Sweig en el curso de su extensa y amarga revisión de la cáustica política exterior norteamericana.
El antinorteamericanismo que emana de la globalización también precede por un largo tiempo la presidencia de Bush. Como señalan Kohut y Stokes en su libro pródigo en datos, el resentimiento internacional con la cultura norteamericana (el cine, McDonald's) y las prácticas comerciales (largos horarios de trabajo) empezó a aparecer en los sondeos de Gallup a principios de los años ochenta.
Si Estados Unidos se ha estado enajenando gente durante décadas, ¿por qué resuena tanto hoy el antinorteamericanismo? En todo caso, varias fuerzas han convergido para crear una nueva verdad: la seguridad nacional depende de manera crucial de los sentimientos hacia Estados Unidos en otros países.
Por supuesto, siempre ha sido importante que alguna gente -especialmente los dirigentes políticos de países considerados aliados- nos simpatice. (Enajenarse a dictadores recién instalados ha sido considerado durante largo tiempo como una estrategia paupérrima). Pero los sentimientos populares importaban menos en los años de antes de que la democratización lograra que los presidentes acataran la voluntad de las masas en tantos países, y antes de que la tecnología de información microelectrónica convirtiera a las masas de incluso países autoritarios, en gente ingobernable.
Y, por supuesto, el terrorismo no era la amenaza que es hoy. Los venezolanos que lanzaron piedras contra el coche del vice presidente Richard Nixon en 1958 habrían logrado que se oyeran sus quejas más alto y más al norte si hubiesen tenido municiones modernas, transporte y tecnología de la información. Ninguno de los libros enfatiza demasiado este peligro del antinorteamericanismo -el creciente carácter letal del odio de base. Pero la guerra contra el terrorismo es el telón de fondo de su iluminación de cómo el antinorteamericanismo impide la formación de alianzas efectivas.
La preeminencia de Estados Unidos durante la Guerra Fría -y la repentina visibilidad de esa preeminencia- complica nuestros intentos de ganar amigos. La gente que ya es ambivalente en cuanto al asedio que implican la cultura y comercio norteamericanos, puede cada vez más ver a la afluente sociedad norteamericana por video. Las masas que se han sentido defraudadas por los ricos en sus propios países, pueden transferir parte de esa antipatía a sus vecinos, o sea nosotros: la globalización del resentimiento.
En resumen, a fines de los años noventa, Estados Unidos se estaba convirtiendo en un blanco más natural de la mala voluntad, incluso cuando su seguridad nacional descansa cada vez más en la buena voluntad. Necesitábamos más que nunca un presidente con sensibilidad diplomática, finamente en sintonía con las esperanzas y temores de gentes diversas, dispuesto a ayudar a otros países a solucionar sus mayores problemas.
Y entonces entró... George W. Bush. Sus presuntos fracasos a este respecto han sido tan exhaustivamente comentados que podemos ahorrar tiempo evocándolos con palabras claves: "cruzada", "demonio", Iraq, Bolton, la Convención de Ginebra, etc. No se puede probar la afirmación de Sweig de que "las políticas y no-políticas de Bush... dejaron al desnudo el latente, estructural ánimo antinorteamericano que se ha acumulado en el tiempo", pero las encuestas del Pew Research Center de Kohut muestra que la opinión global sobre Estados Unidos ha caído en picado durante Bush -no solamente desde su poco natural preeminencia desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, sino desde que asumiera el cargo.
Y esta vez es personal. Hace sólo unos años, el antinorteamericanismo se concentraba en las políticas del gobierno; el mundo "estima más a los norteamericanos que a Estados Unidos", observan Kohut y Stokes. Pero los extranjeros "cada vez más están obviando la diferencia entre el pueblo y el gobierno de Estados Unidos".
Kohut y Stokes argumentan, en efecto, que estos extranjeros están confundidos, que los norteamericanos no están bajo el influjo del agresivo excepcionalismo exhibido últimamente por su gobierno. De acuerdo a las encuestas, "el pueblo norteamericano, al contrario de sus algunos de sus dirigentes, no hace proselitismo de su ideología". Y tampoco son "imperialistas culturales". Quizás no. Pero esta reserva parece menos anclada en la humildad (sesenta por ciento de los estadounidenses considera su cultura "superior a otras") que en la apatía. Los estadounidenses, escriben Kohut y Stokes, tienden "a minimizar la importancia de las relaciones de Estados Unidos con otros países... a ser indiferentes en cuanto a problemas globales... a carecer de entusiasmo hacia iniciativas e instituciones multinacionales" y en general tienen "una concentración en sí mismos inconscientes de la profundización de los vínculos de su país con otros".
En otras palabras: No somos odiosamente evangélicos, apenas odiosamente interesados. Así que incluso si Bush no refleja al verdadero Estados Unidos, y sea reemplazado por alguien que sí lo haga, todavía estaremos en problemas. Al menos, estaremos en problemas si el problema es en realidad, como argumenta Sweig, la permanente "casi incapacidad de Estados Unidos de ver su poder desde la perspectiva de los impotentes". Cambiar esa voluntad requerirá no un presidente merecedor de su pueblo, sino un líder dispuesto a conducir a su gente.
Sweig se queja de que "los norteamericanos se creen los reyes y reinas del baile de graduación del mundo". Pero, en realidad, no podemos eludir ese papel, al menos no ahora. En riqueza y poder somos el número uno. La pregunta es si seremos el típico rey o reina -resentida por la mayoría de los que están en el escalón más bajo de la jerarquía social y muchos en el medio- o el raro rey o reina del baile que trata de ser realmente, verdaderamente, sabes, popular.
Los estadounidenses pueden ser malos a la hora de hacer lo que recomienda Sweig -"tratar de vernos como nos ven los otros"-, pero no somos los únicos. La gente en general tiene problemas en ponerse en lugar de gente cuyas circunstancias difieren de las suyas. Es por eso que el mundo es el desastre que es -y la razón por la que tener éxito en esta tarea sería considerado como un verdadero progreso moral.
Así la historia a puesto a Estados Unidos en una posición en la que su seguridad nacional depende de su crecimiento moral. Esto asusta, pero también es, de cierto modo, inspirador. Quizás el término ‘grandeza norteamericana' no necesite tener esas connotaciones militaristas con las que, en los últimos tiempos, parece vinculada. Aquí, quizás, es un excepcionalismo que vale la pena. Pero si tenemos éxito, tratemos de no fanfarronear.

Robert Wright, investigador del New America Foundation, es el autor de, ente otros, ‘Nonzero: The Logic of Human Destiny'.

Libros reseñados
Friendly Fire. Losing Friends and Making Enemies in the Anti-American Century
Julia E. Sweig
251 pp.
A Council on Foreign Relations Book/PublicAffairs
$25.


America Against the World. How We Are Different and Why We Are Disliked
Andrew Kohut and Bruce Stokes
259 pp.
Times Books/Henry Holt & Company
$25.

14 de mayo de 2006
©new york times
©traducción mQh
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soldado de la guerra fría


[Henry Kissinger] Kissinger sobre el ministro de la Guerra Fría.
Dean Acheson es quizás el ministro de estado más vilipendiado de la historia de Estados Unidos en la época moderna. Robert L. Beisner, en ‘Dean Acheson: A Life in the Cold War', su extensa y reflexiva interpretación de la gestión de Acheson, cita a un académico que, con meticulosa pedantería, descubre que durante los cuatro años -1949 a 1953- en que Acheson fue ministro de estado, los republicanos hicieron 1.268 declaraciones hostiles sobre él en el hemiciclo del Senado y sólo siete favorables (se pregunta uno por qué).
La historia ha sido más amable con Acheson. Los elogios para él se han convertido en cuestión de partido. Los ministros de estado designados por el partido de sus antiguos torturadores lo describen como un ejemplo ideal; Condoleezza Rice es el ejemplo más reciente. Treinta y cinco años después de su muerte, Acheson ha alcanzado el estatus de un icono. Y esto es cuanto más extraordinario si se considera su personalidad tan fuera de lo común, tan en desacuerdo con el período actual, en el que la eminencia parece ser tolerable sólo en las ropas del sentido común.
El porte elegante, el bigote erizado, la ropa hecha en la Bond Street, el ingenio mordaz, su extraordinaria capacidad de análisis, acompañada de un desafiante rechazo a poner la otra mejilla, delataban una afirmación de lo idiosincrásico sobre lo convencional. Acheson era un hombre de grandes principios, cuyo héroe era Oliver Wendell Holmes Jr., un iconoclasta de Boston Brahmin modelado por el siglo diecinueve, y cuyo mejor amigo era Felix Frankfurter, el genial hijo de una familia de inmigrantes judíos.
Aunque Acheson sirvió durante la transición cuando Estados Unidos emergía como una potencia mundial y gozaba del monopolio nuclear, la escala de gobierno era todavía relativamente pequeña, y Washington era todavía una ciudad bastante provincial. Sus conflictos políticos no eran diseñados por asesores de relaciones públicas ni probados en grupos de enfoque; eran personales. Que los funcionarios superiores deban permanecer insípidamente leales mientras su sinceridad o el honor está siendo atacado sistemáticamente no fue nunca parte del código de Acheson. Eso explica la escena, inimaginable hoy, cuando Acheson, en palabras del autor, en una audiencia ante el Comité de Asignaciones del Senado, advirtió al senador Kenneth Wherry, de Nebraska, que no moviera su sucio dedo en su cara. Cuando Wherry persistió, Acheson se levantó y le lanzó un puñetazo al senatorial tábano, que fue evitado a último momento cuando Adrian Fisher, el asesor jurídico del Departamento de Estado, cogió a Acheson con sus brazos y lo llevó a su silla.
Cuando Acheson fue nombrado ministro de estado, Estados Unidos había recién empezado su viaje hacia la intervención global. África era todavía una colonia; Gran Bretaña dominaba en gran parte de Oriente Medio; la democracia india tenía apenas dos años; Alemania y Japón eran todavía países ocupados. El debate no giraba sobre las aspiraciones hegemónicas, sino sobre si el país debía o no actuar independientemente en el plano internacional, sin eludir intervenciones permanentes. Fue apropiado que Acheson titulara sus memorias como ‘Present at the Creation'.
La posición del ministro de estado es potencialmente la más satisfactoria del gobierno, excepto la presidencia. Su alcance es global; a fin de cuentas, descansa sobre supuestos cuasi-filosóficos sobre la naturaleza del mundo y la relación de orden y progreso y el interés nacional. En la ausencia de un marco conceptual similar, la incoherencia acecha frente a la diaria tarea de redefinir las relaciones de Estados Unidos con el mundo a través de los miles de mensajes de las casi 200 delegaciones diplomáticas y el constante flujo de comunicación desde el Departamento Ejecutivo -todo esto con el telón de fondo del enlace con el Congreso y las pesquisas de la prensa.
Acheson sirvió como subsecretario y luego como ministro durante el período en que la gente que no tiene conocimiento directo de la amenaza permanente a su seguridad desde los primeros días de la República, debe ser obligada a reconocer que su participación permanente en el mundo era indispensable para la paz y la seguridad. Inevitablemente, esta percepción fue dolorosa y lenta, si acaso en realidad se ha alcanzado en estos días. Es por esto que Acheson era atacado desde los dos lados del espectro político, por aquellos que, en un extremo, insistían en la intervención mediante la victoria total sobre la amenaza, y, por otro lado, por aquellos que pensaban que, para comenzar, no existía esa amenaza, o al menos no una que necesitara la respuesta fanática de Acheson.
En este remolino, Acheson realizó las cinco tareas principales de todo ministro de estado: la identificación del peligro; la elaboración de una estrategia para combatirlo; la organización y motivación de la burocracia en el Departamento de Estado y en otras dependencias; convencer a la opinión pública norteamericana; e implementar la diplomacia norteamericana en otros países. Estas tareas requieren la más estrecha colaboración entre el presidente y el ministro de estado; los ministros de estado que buscan basar su influencia en las prerrogativas de su oficina, son invariablemente marginados. Los presidentes no pueden ser obligados a actuar según un organigrama administrativo; para que un ministro de estado sea efectivo, él o ella deben meterse, para decirlo de alguna manera, en la cabeza del presidente. Esto es lo que explica que Acheson haya insistido en ver a Truman casi todos los días que pasaban en la misma ciudad y por qué su amistad fue tan crucial para los logros de los años de Truman.
Ningún ministro de estado pueden realizar estas tareas con igual capacidad -aunque Acheson estuvo más cerca que cualquier otro del período moderno. Su principal reto era definir un marco conceptual en el que basar la participación de Estados Unidos en asuntos del mundo. Beisner, un ex presidente de la Sociedad de Historiadores de las Relaciones Exteriores de Estados Unidos, describe este proceso en detalle y con especial énfasis en el creciente debate con George Kennan. Acheson convirtió el seminal artículo de Kennan, ‘The Sources of Soviet Conduct', en el principio operacional de la política exterior estadounidense. Lo interpretó en el sentido de que creía que la tarea de la política exterior era crear situaciones de poder en torno a la periferia soviética, que disuadiera toda tentación de agresión. Las negociaciones con la Unión Soviética debían ser aplazadas hasta que estas situaciones de poder fuesen alcanzadas; todo intento de utilizar las vías diplomáticas prematuramente, ciertamente socavarían la tarea principal.
La prioridad más importante de Acheson en los años inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, fue reconstruir Europa Occidental y crear una comunidad atlántica para hacer frente a lo que entonces era percibido como el coloso soviético. Con el Plan Marshall, la creación de la OTAN y el retorno de Alemania y Japón a la comunidad de naciones. construyó la estructura que sostuvo a la democracia durante la guerra fría,. Pero Acheson fue menos preciso en cuanto al papel de la diplomacia en este proceso, una vez que se completase la fase arquitectónica.
Kennan representaba la otra tendencia del pensamiento estadounidense. Rechazaba lo que consideraba que era la militarización de sus propias opiniones, inaugurando un debate que aún continúa. En el fondo, Acheson creía que las situaciones de poder sería auto-implementadas, y minimizó la importancia del enfoque diplomático con respecto al adversario. Kennan planteó el tema de cómo ganarse la aquiescencia soviética en el proceso e instó a negociar, incluso mientras se estaba construyendo la última estructura. Acheson trataba la diplomacia como una consecuencia más o menos sistemática de un despliegue estratégico; Kennan la veía como una empresa autónoma, que dependía fundamentalmente de las habilidades diplomáticas. El peligro del enfoque de Acheson ha sido el estancamiento y la gradual desilusión del público con la situación de tablas. El peligro del enfoque de Kennan ha sido que la diplomacia se convierta en un ejercicio técnico en agudas diferencias y así se conviertan en contemporización. Cómo fundir las dos tendencias de modo que la fuerza militar y la diplomacia se apoyen mutuamente y así la estrategia nacional se convierta en una red fluida, es la esencia de la controversia nacional.
Beisner nos muestra cómo el fracaso en hacerlo con respecto a la Guerra de Corea, fue la causa del único gran error de la gestión de Acheson: al principio, dejó a Corea fuera del perímetro norteamericano de defensa (aunque esto en la época era visto como sentido común), y, más tarde, la incapacidad de coordinar las operaciones militares después de que Estados Unidos hubiese cruzado el paralelo 38 con algunos objetivos diplomáticamente realizables.
Para alguien como yo, que conocía a Acheson, el retrato de Beisner no captura siempre la viveza de su personalidad, que emerge quizás sobre todo como una lista de excentricidades. La relación de Acheson con la Casa Blanca de Nixon, y con el presidente Nixon mismo, es dejada de lado arrogantemente como resultado del ego y de la vanidad del viejo. Como actor de todos estos encuentros, considero que esa relación es un ejemplo de la amplitud de miras de Acheson. Nixon lanzó ataques básicamente inolvidables contra Acheson durante su campaña de 1952, para la vicepresidencia. Pero cuando se acercó a Acheson, fue recibido con la consideración que Acheson creía que debía a la oficina, como una suerte de lealtad al país. Acheson trataba las preguntas de Nixon reflexivamente, con precisión, sin intentar adularlo, en búsqueda de su concepción del servicio nacional y, a diferencia de los asesores externos, sin ofrecer consejos no solicitados.
En el libro de Beisner, Acheson emerge como el más importante ministro de relaciones exteriores en el período de posguerra en el alcance de su plan, su capacidad de implementarlo, los extraordinarios asociados de quienes se rodeaba y la nobleza de su conducta personal. Era impaciente con los relativistas, que buscaban poner fin a las complejidad de las decisiones, postulando la equivalencia moral de Estados Unidos y la Unión Soviética. Sus valores eran absolutos, pero también sabía que los estadistas son juzgados por la historia más allá de los debates contemporáneos, y esto exige una voluntad de plantearse grandes objetivos en fases, cada uno de los cuales es imperfecto en términos absolutos.
Este fue el tema del discurso de Acheson en la Academia de Guerra de 1951: "No había más ríos que cruzar, sino innumerables problemas que se estiraban en el futuro... Los estadounidenses deben plantearse ‘objetivos limitados', y cooperar con otros, pues parte fundamental del poder americano es la ‘capacidad de invocar el apoyo de otros -una habilidad casi tan importante como la capacidad de imponerse'".
La importancia de esa percepción no ha cambiado nada con el tiempo.

Henry A. Kissinger fue ministro de relaciones exteriores desde el 22 de septiembre de 1973 hasta el 20 de enero de 1977. Es presidente de Kissinger Associates, un firma consultora internacional.

Libro reseñado: Dean Acheson. A Life in the Cold War.
Robert L. Beisner
Ilustrado, 800 pp.
Oxford University Press
$35.

15 de octubre de 2006
©new york times
©traducción mQh
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origen biológico del bien y del mal


[Nicholas Wade] Teoría evolucionista sobre origen del mal y del bien.
¿Quién no conoce la diferencia entre el bien y el mal? A pesar de ser un conocimiento esencial, sobre el que se supone generalmente que es impartido por enseñanza de los padres o por instrucción religiosa o jurídica, podría tener un origen bastante diferente.
Los primatólogos como Franz de Waal han argumentado durante largo tiempo que las raíces de la moral humana son evidentes en animales sociales como monos y primates. Los sentimientos de empatía de los animales y las expectativas de reciprocidad son conductas esenciales para la vida en grupo de los mamíferos y pueden pueden ser considerados como la contraparte de la moral humana.
Marc D. Hauser, un biólogo de Harvard, ha elaborado sobre esta idea para proponer que la gente nace con una gramática moral conectada por la evolución a sus circuitos neurales. En su nuevo libro, ‘Moral Minds' (Harper Collins 2006), argumenta que la gramática genera juicios morales instantáneos que, en parte debido a las rápidas decisiones que deben tomarse en situaciones de vida o muerte, son inaccesibles a la mente consciente.
Generalmente la gente no está consciente de este proceso porque la mente es experta en producir racionalizaciones plausibles de por qué se llegó a una decisión que ha sido generada subconscientemente.
El doctor Hauser presenta su argumento como una hipótesis que debe ser probada, no como un hecho estabecido. Pero es una idea que surge en terreno sólido, incluyendo invetigaciones con primates, suyas y de otros, y en resultados empíricos alcanzados por filósofos morales.
La proposición, si resultase ser verdadera, tendría revolucionarias consecuencias. Implica que los padres y profesores no están enseñando a los niños reglas de conductas correctas a partir de cero, sino que, en el mejor de los casos, están dando forma a conductas innatas. Y sugiere que las religiones no son la fuente de los códigos morales, sino más bien reforzadores sociales de conductas morales instintivas.
Tanto ateos como personas que pertenecen a un amplio rango de credos, hacen los mismos juicios morales, escribe Hauser, lo que implica "que el sistema que genera inconscientemente los juicios morales es inmune a las doctrinas religiosas". Hauser argumenta que la gramática moral opera en gran parte del mismo modo que la gramática universal propuesta por el lingüista Noam Chomsky como la maquinaria neural innata del lenguaje. La gramática universal es un sistema de reglas para generar sintaxis y vocabularios, que no especifica ningún lenguaje particular. Eso lo suministra la cultura en la que se crece.
Según Hauser la gramática moral es también una herramienta de generación de conductas morales y no una lista de reglas específicas. Limita tan fuertemente la conducta humana que, de hecho, muchas normas son las mismas o muy similares en todas las sociedades -no hagas lo que no quieres que te hagan; protege a los niños y a los débiles; evita el adulterio y el incesto; no engañes, robes o mientas.
Pero también admite variaciones, ya que las culturas pueden asignar diferente peso a los elementos en los cálculos de la gramática. Así, mientras una sociedad puede prohibir el aborto, otra ver el infanticidio como un deber moral en ciertas circunstancias. O, como observó Kipling: "Los sueños más estrafalarios de Kew son hechos en Katmandú, y los crímenes de Clapham son virtudes en Martaban".
Asuntos relacionados con el bien y el mal han sido durante largo tiempo la provincia de filósofos morales y moralistas. La proposición de Hauser es un intento de reclamar la materia para la ciencia, en particular para la biología de la evolución. La gramática moral evolucionó, cree, porque los límites a la conducta son parte de las exigencias de la vida social y han sido favorecidos por la selección natural debido a su valor de supervivencia.
Gran parte de las evidencias presentes de la gramática moral son indirectas. Algunas provienen de tests psicológicos de niños, que muestran que poseen un sentido innato de justicia que empieza a desarrollarse hacia los cuatro años. Algunas provienen de ingeniosos dilemas diseñados para mostrar el funcionamiento de un generador subconsciente de juicios morales. Son conocidos por los filósofos morales que los definieron como trolley problems.
Supon que estés parado en una vía férrea. Más allá, en un profundo tramo del que no es posible escapar, hay cinco personas caminando. Oyes que se acerca un tren. A tu lado hay una palanca con la que puedes cambiar la dirección del tren. Hay una persona caminando por esa otra vía. ¿Es correcto jalar la palanca y salvar a las cinco personas, sabiendo que la otra morirá?
La mayoría de la gente dice que sí lo es.
Asumanos que estás en un puente mirando las vías. Más allá, hay cinco personas en la vía que corren peligro de muerte. Los puedes salvar arrojando un objeto pesado en la ruta del tren que se aproxima. Hay un objeto pesado a tu lado, que es un hombro gordo. ¿Sería correcto empujarlo para salvar la vida de los otros cinco?
La mayoría de la gente dice que no, aunque las vidas que se salvan y que se pierden son las mismas que en el primer problema.
¿Por qué genera la gramática moral juicios tan diferentes en situaciones aparentemente similares? Introduce una distinción, escribe Hauser, entre un daño previsto (el tren que matará a la persona en los rieles) y el perjuicio intencionado (empujar a una persona a las vías del tren), pese al hecho de que las consecuencias son las mismas en los dos casos. También determina que matar a un animal es más aceptable que matar a una persona.
Mucha gente no puede articular la distinción entre lo previsible y lo intencionado, dice Hayser, lo que es un signo de que se realiza en niveles inaccesibles a la mente. Esta incapacidad desmiente la creencia general de que la conducta moral es aprendida. Pues si la gente no puede articular la distinción entre lo previsible y lo intencionado, ¿cómo podrían enseñarla?
Hauser empezó su carrera como investigador en el campo de la comunicación animal, trabajando con monos cercopitecos en Kenia, y con pájaros. Ha escrito un libro de texto sobre la materia, ‘The Evolution of Communication'. Empezó a interesarse en el animal humano en 1992, después de que los psicólogos idearan experimentos que permitían inferir lo que pensaban los bebés. Encontró que podía repetir muchos de esos experimentos con monos tamarinos, permitiendo colocar las capacidades cognitivas de los niños en un marco evolutivo.
Su proposición de una gramática moral surge de su colaboracióncon Chomsky, que se había interesado en las ideas de Hauser sobre la comunicación animal. En 2002 escribieron, con el doctor Tecumseh Fitch, un inusual artículo argumentando que la facultad lingüística debe de haberse desarrollado como una adaptación de algún sistema neural poseído por los animales, quizás usado en la navegación. A partir de esta interacción Hauser elaboró la idea de que la conducta moral, como la conducta lingüística, se adquiría con la ayuda de un conjunto innato de reglas que se despliega temprano en el desarrollo de los niños.
Según él, los animales sociales poseen los rudimentos de un sistema moral en el que pueden reconocer el engaño o las desviaciones de la conducta esperada. Pero en general carecen de los mecanismos psicológicos en los que se basa la omnipresente reciprocidad de la sociedad humana, como la capacidad de recordar la conducta inadaptada, calcular sus costes, recordar interacciones previas con un individuo y castigar a los transgresores. "Los leones cooperan en la cacería, pero no castigan a los rezagados", dice Hauser.
La gramática moral ahora universal entre la gente evolucionó probablemente hasta su forma final durante la fase de caza-recolección en el pasado humano, antes de la dispersión desde la tierra ancestral en el nordeste de África hace unos 50 mil años. Esto puede explicar por qué eventos que toman lugar ante nuestros ojos poseen más peso moral que los que ocurren a gran distancia, dice Hauser, ya que en esos días nadie debía preocuparse de gente demasiado alejada del propio territorio.
Hauser cree que la gramática moral se puede haber desarrollado a través del mecanismo evolutivo conocido como selección de grupo. Es más probable que un grupo unido por el altruismo hacia sus miembros y un riguroso rechazo de los transgresores, prevalezca sobre una sociedad menos cohesiva, de modo que los genes para una gramática moral se harían más comunes.
Muchos biólogos de la evolución fruncen el ceño ante la idea de la selección de grupo, observando que los genes no se pueden hacer más frecuentes a menos que beneficien al individuo que los porte, y una persona que ayude altruistamente a gente no relacionada reducirá su propia adecuación y dejará menos descendencia.
Pero aunque no se ha demostrado que la selección de grupo ocurra en animales, Hauser cree que puede haber operado en la gente debido a su mayor conformidad social y voluntad de castigar o aislar a los que desobedecen los códigos morales.
"Eso permite que una fuerte cohesión de grupo no vista en otros animales, lo que puede suplir a la selección de grupo", dijo.
Su propuesta de una gramática moral innata, si la gente le presta atención, podría erizar muchas plumas. Sus colegas biólgoos han arqueado las cejas ante la proposición de ideas demasiado generales en circunstancias de que las evidencias que la demuestran no han sido completamente recabadas. Los filósofos morales pueden no acoger de buena gana el intento del biólogo de anerxarse su coto, a pesar del deseo expreso de Hauser de colaborar con ellos.
Sin embargo, la definición de los investigadores de qué constituye una buena hipótesis es que debe generar predicciones interesantes y verificables. Con este criterio, parece poco probable que la proposición de una gramática moral innata termine en una decepción.

31 de octubre de 2006
©new york times
©traducción mQh
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