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haciendo la calle


[Jon Jeter] Buenos Aires. Sylvia Ozuna agarró su cajetilla de Marlboro y salió por la puerta, en dirección a la esquina. Eran las 9:19 de la noche, el primer viernes de febrero, día de pago para la mayoría de sus clientes regulares. El cielo estaba claro y el aire tibio. Y Sylvia, que dejó un pequeño pueblo de Paraguay hace seis años para labrarse una vida mejor en esta reluciente ciudad, esperaba que esta noche todo le saliera bien.
"Será una buena noche", dijo, zambulléndose en el Charly´s Bar, un grasiento tugurio abierto toda la noche, para sacarse sus pantalones caqui y dejar ver una minifalda pantalón de tela muy delgada blanca y de tiro corto.
Este es su trabajo, en la esquina de Pavón con Santiago del Estero, dos calles sin salida que no llegan a ninguna parte. En este vecindario venido a menos, de edificios sin ascensores, hoteles iluminados con neón y tiendas de segunda mano, lo más próximo a una industria viable son los cientos de prostitutas pintadas con colorete que hacen la calle día y noche enfundadas en cuero barato y fucsia.
En esta esquina se apostan las mujeres blancas de los pequeños pueblos de Argentina, Paraguay y Perú. En la otra, las negras de la República Dominicana, Cuba y Haití. Cada día llegan más. Tantas, que Sylvia, a regañadientes, dijo que tuvo que bajar su tarifa el último año sólo para poder seguir compitiendo.
"¿Cuánto pedís?", le preguntó un marino mercante de ojos soñolientos y cara arrugada.
"Treinta pesos" [alrededor de diez dólares], dijo Sylvia. Estaba parada debajo de una farola, acariciándose la larga cabellera (le llega a la cintura) color miel.
"Más 10 pesos para el hotel".
El hombre asintió con la cabeza. Se alejaron para tener 15 minutos de sexo en una cama de matrimonio torcida en un oscuro albergue para vagabundos donde Sylvia dijo que pedía que por lo menos le cambiaran las sábanas antes de pagar.
Una cantidad sin precedente de mujeres pobres cruza las fronteras para buscar ocupación, y lo que les espera al otro lado son trabajos como este, en servicios donde los salarios son bajos y además te rompes la espalda, dicen economistas, sociólogos y trabajadores del desarrollo internacionales.

Opciones Limitadas
"Toda la naturaleza del trabajo ha cambiado", dijo Marceline White, directora de comercio global de la Women´s Egde Coalition, una organización con sede en Washington que trata asuntos relacionados con el comercio y el sexo. "Ahora las familias dependen más del ingreso de las mujeres, pero hay pocas opciones para las que están entrando al mercado de trabajo. Si no puedes conseguirte un trabajo mal pagado en una fábrica, entonces las opciones son trabajar como empleada o en la prostitución".
Nadie sabe cuántas prostitutas hay en Argentina, pero los académicos, trabajadores del desarrollo, abogados y las prostituas mismas están de acuerdo en que cada vez más mujeres inmigrantes terminan su viaje en Pavón con Santiago del Estero, o en miles de esquinas semejantes.
"Hay muchas más mujeres en las calles hoy que 10 años atrás", asegura Cecilia Bordon, de 47 años, una prostituta argentina que ha trabajado en este barrio de Constitución desde inicios de los años noventa.
"No necesitás uniforme para hacer este trabajo", dijo. "Todo lo que necesitas es una minifalda".
"Éste es mi trabajo", dijo Sylvia mientras se sentaba en una silla de plástico en una tambaleante mesa del Charly´s Bar, tomando café y fumando su sexto Marlboro de la noche. Eran las 21:44.
"Así es como tengo que verlo. Conozco chicas que se han venido a trabajar de prostitutas, pero yo no. Pero esta es la única manera de alimentar a mi hija, enviar dinero a mi padre", dijo.
Quería ser doctora. Ahora, a los 27, es una madre soltera con una una sonrisa ligeramente torcida y un lunar del tamaño de un escarabajo en su mejilla derecha. Sylvia llegó a Buenos Aires en 1998, detrás de sus dos hermanas mayores que se mudaron aquí desde un pequeño pueblo agrícola de Misiones, 120 millas al este de Asunción.
Su padre era veterinario, pero su jubilación no le llegaba como para cuidar de Sylvia, un hermano y cuatro hermanas que seguían en casa. Buscó trabajo, pero no encontró nada.
Sylvia decidió que ella iría a trabajar, pero no encontró nada en Paraguay, donde el paro en 1998 subía casi en un 16 por ciento. Sus hermanas encontraron trabajo como empleadas en Argentina, donde la política de gobierno de aparear el peso al dólar había atraído a cientos de miles de inmigrantes.
Se subió al autobús para Buenos Aires y por un rato lo intentó. Por las noches trabajaba limpiando oficinas y durante el día asistía a los cursos de la Universidad de Buenos Aires. La matrícula era libre; sólo tenía que pagar sus libros. Cuando la economía entró en recesión, comenzó a tener cada vez menos horas de trabajo.
Cuando Argentina se hundió en una completa crisis financiera en 2001 y el gobierno devaluó la moneda nacional en cerca de un tercio, la tasa de desempleo afectó a casi un cuarto de la fuerza de trabajo. Como empleada, Sylvia descubrió que sus ganancias se habían desplomado a poco más de 1 peso por hora.
Ella y una compañera estaban trapeando una tarde una oficina cuando Sylvia le confió sus preocupaciones sobre el dinero. Su compañera le dijo que ella hacía dinero extra trabajando como prostituta.
"Siempre quieren caras nuevas", le dijo.

Desempleo Global
A Sylvia se le unieron 844,797 mujeres que llegaron a Argentina en los años noventa desde otros países sudamericanos y caribeños, de acuerdo a una estadística de gobierno. Ligeramente más que los 770,000 hombres que emigraron aquí en ese mismo período.
El número de trabajadores desempleados en el mundo ha aumentado en cerca de 35 millones desde el año 2000, según un estudio de la Organización Internacional del Trabajo, de 2004, que dice que la tasa de desempleo global el último año llegó al 6.2 por ciento.
De las casi 186 millones de personas sin trabajo el último año, 78 millones eran mujeres, de acuerdo al estudio. En América Latina y el Caribe, los salarios reales de los trabajadores más pobres han descendido en cerca de un tercio desde 1990, según un estudio de Naciones Unidas, de 2002.
Jorgelina Sosa, la secretaria general del sindicato de Trabajadoras Sexuales de Argentina, declaró que las afiliadas al sindicato han aumentado de 60 en 1994 a 1.700 ahora.
Las mujeres que llegaron aquí atraídas por los trabajos pagados en dólares -o su equivalente- se vieron pronto sin empleo o con trabajos en los que se ganaba menos que antes. "Entonces es cuando viste realmente este enorme aumento de la cantidad de prostitutas trabajando en barrios como Constitución", dijo Jorgelina, de 34 años, que trabajó como prostituta durante 15 años. "Fue como abrir las puertas del infierno".
Bruno Medina, el camarero nocturno, retiró la taza de Sylvia y ella se levantó de la mesa. Dijo que le dolía la cabeza. Eran las 12:56 de la mañana. Terminada su pausa, volvía a trabajar cuando otra mujer que apareció en la entrada, la detuvo y rió.
"Parecés una puta", le dijo, tocándole el hombro.
Sylvia se echó a reír. "Sólo vos lo sabés", le dijo a la mujer, una amiga. A veces, las dos trabajan juntas.
Sylvia es todo negocios. Normalmente llega temprano al trabajo y se queda hasta tarde. Es económica con sus palabras y las otras prostitutas que la conocen creen que es un poco distante. La llaman juguetonamente, ´La Paraguaya´.
"Trato de no sobresalir", dijo. "No bebo, no uso drogas. Yo ahorro".
En Buenos Aires, la prostitución callejera es un delito, pero la policía aplica rara vez la ley. Cuando lo hacen, de acuerdo a los trabajadores del desarrollo, es selectivamente -concentrándose en las trabajadoras sexuales extranjeras.
El barrio Constitución es tan sinónimo de prostitución como la estación de trenes que se construyó cien años atrás para llevar a los adinerados terratenientes y trabajadores argentinos a la ciudad.
Una carretera diseccionó el barrio en los años 70, demoliendo su corazón comercial. Las tiendas y las bodegas cerraron sus puertas. El barrio perdió a un tercio de su población. Los precios del alquiler cayeron en picada y los inmigrantes que comenzaron a llegar a la ciudad en los 90 encontraron alquileres asequibles.
"El barrio fue mutilado", dijo Emilión Vareso, de 44, arquitecto y presidente de la asociación del barrio. "Aquí siempre hubo prostitutas. Cuando yo era pibe, podía ver hasta 10 prostitutas en un día. Ahora, las ves a todas en una esquina".
A las 1:22, hay 10 mujeres en la esquina de Pavón con Santiago del Estero: dos están sentadas en un oscuro portal a unos metros de donde Sylvia se apoya contra un árbol, una en la esquina adyacente a Sylvia, dos al otro lado de la calle y cuatro en el Charly´s Bar.
"Bruno, ¿qué tenés para comer?", preguntó una mujer que entraba al bar. Besó a las tres mujeres que había a la mesa.
"Todas estas mujeres tienen una historia que contar", dijo Bruno, de 60, un enjuto obrero jubilado de delgados cabellos blancos y ojos que parecen no terminar nunca de abrirse. Trabaja cinco noches a la semana, sirviendo salchichas, tostadas y café tan negro y caliente que podría levantar a un muerto, bromean las mujeres.
"Todas tienen hijos, o tienen maridos que las abandonaron", dijo.
"Hacen lo que pueden con lo que tienen. No tienen mucho trabajo. Preguntále a cualquiera si no prefiere un laburo de verdad, donde les paguen decentemente... Todas dirían que sí".
Sylvia entró. Volvía de estar con un cliente, un hombre casado al que ve todas las semanas. La mayoría de los clientes son casados y las mujeres dicen que es una pérdida de tiempo tratar de vigilar a sus maridos. Si ellos quieren engañarlas, las engañarán. La Prueba A es un cliente regular cuya esposa sólo le deja salir de la casa sin ella una vez al día a pasear al perro.
Cuando las mujeres lo ven -correa en mano-, llaman a su chica favorita. Cierran la puerta de los lavabos durante 30 minutos y sigue su camino.
"La fidelidad es un sueño", dijo Sylvia mirando hacia la calle. La farola le daba un brillo amarillento.
Cuando hablaba, entró al bar una niña de unos 6 años, con chancletas y chupando un carámbano.
Sin decir una palabra, besó mojando a Sylvia en la mejilla. Sylvia sonrió, dijo hola y metió la mano en el escote para sacar unas monedas.
La niña es hija de un cartonero, uno de los miles de obreros desempleados que ganan unos dólares al día escarbando la basura para rescatar materiales reciclables para venderlos, quizás el símbolo más visible de la deteriorada economía del país.
"Viene todas las noches", dijo Sylvia. "Es otra de mis clientes".
Sylvia dijo que siente camaradería con los cartoneros, gente pobre como ella que trabaja en lo que puede. Tanto en su negocio como en el de ella, hay poca dignidad. Dice que no le cuenta casi a nadie lo que hace para ganarse la vida, ni siquiera a la niñera paraguaya que cuida de su hija mientras ella trabaja sólo dos calles más lejos. "Creo que sospecha algo, pero no lo sabe y no se atreve a preguntar", dijo Sylvia.
Se siente sucia. A su hija no la toca sino hasta que se ha tomado una ducha. Pero las duchas no limpian todo. Aunque es católica, no comulga en Buenos Aires; sólo lo hace cuando visita a su familia en Paraguay.
Durante su visita a Misiones hace dos años y medio, su padre le preguntó que cómo se las arreglaba para enviar 150 dólares mensuales a casa, tres veces más de lo que mandaba cuando estaba trabajando como criada. "Él lo sabía", dijo Sylvia. "Pero creo que quería que se lo contara yo".
Sylvia dice que había empezado a levantarse, pero se compuso, aspiró profundamente y se lo contó todo.
"Yo vendo mi cuerpo", le dijo.
Se hizo un silencio de muerte, que a ella le parecieron 40 días, dijo, y hasta el día de hoy no está segura de si la peor pena que ha tenido fue contarle a su padre que era una prostituta o darse cuenta de que él lo había aceptado porque sabía que era lo mejor que podía hacer.
"Por favor", recordó que le había dicho, "prómeteme que lo dejarás a la primera oportunidad que tengas".

Jimena Aracama contribuyó a este reportaje.
4 mayo 2004
©washington post ©traducción mQh

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