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en las garras de al-mahdi


[Phillip Robertson] Mientras el asedio de Najaf parece acercarse a su fin ahora que Al-Sadr ha declarado su intención de retirarse de tres de sus bastiones, comienzan a llegar más informaciones e historias de primera mano sobre los milicianos del incendiario clérigo Al-Sadr.
Estaba en el aire; minutos antes de que me detuvieran y llevaran a la mezquita de Kufa el jueves por la tarde, se olía que algo marcharía mal. Unos trastornados soldados de Muqtada, con pañuelos enrollados sobre sus caras, detuvieron nuestro coche en el camino hacia Najaf. Tan pronto como ocurrió, una especie de terror descendió sobre el coche; sabíamos que los milicianos nos querían hacer problemas. Uno de ellos, un hombre pequeño y poderosamente robusto, con un pañuelo negro y ojos de loco, le dijo al chofer que bajara y abriera el maletero. Yo también me bajé y traté de hablar con los hombres, pero no me miraron; sólo se entendían con Abu Hussein, nuestro chofer.
Luego, el mal encarado miliciano del pañuelo negro, cansado de su guerra con los estadounidenses y furioso de que fuéramos occidentales, comenzó a revisar el coche. La revisión era desordenada, pero preocupante, porque buscaba documentos incriminatorios, cualquier cosa que nos asociara a los estadounidenses. Parecía que Pañuelo Negro quería mostrar a sus compañeros lo serio que podía ser en su trato de los extranjeros que trataban de cruzar el puesto de control. Pronto, otros pistoleros fueron atraídos por la conmoción y el incidente se transformó en una suerte de competencia, un absurdo abrir y cerrar del maletero de nuestro Chevy Caprice. Casi nos dejan seguir camino, pero entonces apareció un nuevo miliciano y encontró mi cámara de video en el maletero. La vista de la cámara lo hizo sulfurarse, pero también lo puso feliz, porque era la prueba de nuestra culpabilidad. Este nuevo miliciano, dispuesto a no ser superado por Pañuelo Negro, sacó la cámara de su estuche, tomó mis credenciales de prensa y mi salvoconducto, y me dijo que lo siguiera.
Desde el coche, Minka Nijhuis y Abu Hussein vieron cómo los hombres del ejército de Al-Mahdi me llevaban a la mezquita. Caminé con los milicianos bajo el cielo blanco marcado por el negro humo de los hornos de ladrillos.
El día anterior, el miércoles, Najaf y Kufa habían pasado por extrañas convulsiones. Llevábamos apenas una hora en Najaf cuando vimos llegar a las tropas estadounidenses, que cruzaron los lindes de la ciudad, provocando la ira de los milicianos de Al-Sadr. Respondieron atacando repetidas veces a las tropas estadounidenses cerca de Kufa y lanzaron morteros contra la base de Najaf. Estaban furiosos de que los soldados hubieran usado una ruta secundaria para entrar a la ciudad cuando aparecieron para relevar a las fuerzas españolas. "Los espías les han ayudado a encontrar el camino", nos dijo, al día siguiente, uno de nuestros barbudos secuestradores. Cuando entrevistamos a los milicianos en Kufa, estaban casi cerca del delirio. Sospechaban que todos los extranjeros estaban colaborando con las fuerzas de la coalición. Nos gritaron sus lemas, exigiendo que los anotáramos. "¡Tienes que escribir la verdad!", dijeron, gesticulando salvajemente, con rabia visceral. "¡Los estadounidenses son mentirosos!"
Abu Hussein, un ingeniero agrícola que trabaja como chofer de taxi, fue quien nos guió a través del extenso mosaico de desierto y palmares que lleva a Najaf. No quería hacerlo, pero lo convencimos. Apenas salimos de Bagdad tuvimos que doblarle el salario. Se unió a nosotros Minka Nijhuis, una escritora de Holanda. Sentada en el asiento de atrás, parecía un espantapájaros en la negra abaya que estaba obligada a usar porque, de otro modo, las autoridades religiosas de Najaf no la hablarían ni la dejarían entrar a la mezquita. Mechones de pelo se escapaban por debajo de la tela, entorpeciendo sus intentos de parecer una mujer pía.
Justo antes de cruzar el puente de Kufa, vimos que los soldados estadounidenses habían ocupado el principal cruce, donde la carretera se vuelve hacia Najaf. Los soldados controlaban ahora el cruce que une a Najaf con Bagdad y Diwaniya. Hubo una feroz batalla aquí a principios de la semana, y Estados Unidos afirmó haber matado a decenas de milicianos del ejército de Al-Mahdi; la milicia de Al-Sadr había desfilado por la calle con sus muertos. Los soldados estadounidenses se habían acercado a Kufa, quedando las dos fuerzas separadas solamente por el puente. Y más abajo en la carretera hacia Najaf, los soldados estadounidenses habían ocupado las bases usadas previamente por los españoles. Kufa se había transformado en una primera línea de fuego nítidamente trazada.
En la ribera opuesta del río de color de lodo estaba la mezquita de Al-Sadr y una multitud de milicianos de Al-Mahdi difícilmente controlables. A Abu Hussein le tomó 30 segundos pasar con el taxi amarillo de una zona a la otra: el cambio se notaba inmediatamente, al pasar de la zona estadounidense de Iraq a una ciudad aislada controlada por militantes islámicos.
Cuando pasamos el último cruce controlado por las tropas estadounidenses y volvimos al puente, todo estaba tranquilo. Era una mañana fría y brillante, y el cielo estaba lleno de gorriones. Hacia el sur, había un palmar y un campo abierto. Cuando cruzamos el puente, los milicianos estaban instalando los morteros y las ametralladoras, para tratar de impedir el avance de los estadounidenses hacia Kufa. Las mujeres paseaban a sus hijos por las calles. Incluso con la sensación de una batalla inminente, los autobuses llenos dejaban a los peregrinos donde pudieran adorar el sitio donde fuera asesinado el imán Alí.

Continuamos hacia Najaf, pasamos frente a los tanques estadounidenses cerca del hospital y llegamos a un puesto de control del ejército de Al-Mahdi, donde nos reconocieron. Este particular puesto controla la principal ruta hacia la ciudad que yace al frente al mar de Najaf, próxima a un destartalado hotel de peregrinos. Un agente con una camiseta verde, un hombre llamado Ghazal, me dijo que él se había graduado en la universidad local y había estudiado economía antes de unirse al ejército de Al-Sadr. Nos llevó a la mezquita y nos ofreció asiento. "No me preocupan los tanques ni los camiones ni las bombas", dijo. "Yo voy a luchar una, dos, tres veces. No importa. Quiero que los estadounidenses se vayan. Eso es lo más importante para mí".

Después de hablar con Ghazal en su puesto, nos dirigimos al santuario de Alí, luego entramos por una estrecha calle donde los tribunales, donde se aplican la sharia musulmana, se ocupan de sus asuntos habituales. No teníamos el permiso de la corte que nos autorizaba a entrevistar a gente en Najaf, y tampoco se nos permitió viajar a Kufa. Tomar fotografías era completamente imposible. Así que esperamos en los alrededores hasta que un funcionario nos dio una carta mágica, que también sirve como visado para los extranjeros que se encuentran en la zona controlada por Al-Mahdi. Salió un hombre que nos dijo que todos los jeques de Al-Sadr estaban orando. Nos arremolinamos en el callejón mientras más jeques, en sus largas túnicas negras y turbantes inmaculados entraban y salían por la puerta, aparentemente sin vernos. Se movían con una practicada solemnidad; su corte, instalada en el estrecho callejón, es el centro real del gobierno de la ciudad santa.
Sentados en el suelo fuera de la corte había un hombre con una chaqueta de pana, no la camiseta negra de los milicianos de Al-Mahdi. Estaba cubierto de polvo y muy excitado -tenía el aspecto de alguien que había sido golpeado. Cuando se dio cuenta de que lo estábamos mirando, se subió las mangas y nos mostró manchas de rojos verdugones, que cubrían sus dos brazos. Le preguntamos quién lo había hecho. "Unos hombres del ejército de Al-Mahdi", dijo. Uno de los guardias de la corte estaba escuchando la historia de este hombre e intervino rápidamente. "Este hombre usa drogas y es un mentiroso. Es malo".
Abu Hussein continuó, inseguro acerca de la oportunidad de actuar como traductor del hombre con la chaqueta de pana. Después de que se metieran los guardias, el hombre herido modificó su historia. "Los que me atacaron dijeron que eran del ejército de Al-Mahdi, pero no era verdad. Quizás me mintieron". Estaba tratando de aplacar a los guardias, pero no logramos enterarnos de su nombre antes de que lo llevaran al tribunal adentro y cerraran la puerta. Un funcionario nos dijo que nos marcháramos y que volviéramos más tarde a recoger el salvoconducto. De las paredes colgaban unos carteles, pidiendo información sobre familiares extraviados. Uno de ellos parecía haber sido colgado ahí recientemente. En la plaza frente al santuario de Alí, aparecieron camionetas llenas de milicianos armados, cantando el himno de Muqtada. Hace una semana, Najaf parecía de alguna manera acogedora, pero los ánimos se estaban cargando a medida que caía la noche. Los milicianos marchaban haciendo gala de sus ametralladoras pesadas y lanzacohetes, declarando su lealtad a la causa. Estábamos mirando este espectáculo cuando un periodista de Al Jazeera nos dio una sorprendente noticia. Una delegación de paz estadounidense acababa de llegar, para detener la invasión de Najaf. "¡Y están alojando en mi hotel!", nos dijo Ahmed Samarrai después de haber predicho que esta noche habría una gran batalla.
Resultó ser un pequeño grupo de pacifistas estadounidenses, que esperan por lo menos impedir un ataque estadounidense. "No tenemos delirios de grandeza; nuestra presencia aquí es sólo simbólica", nos dijo Meg Lumsdaine, cuando asistimos a una de sus reuniones en el hotel Najaf Sea. Podía tratarse de una reunión de cuáqueros o de una reunión de oraciones: cinco personas sentadas en sillas de plástico, junto a cajones de refrescos. Una pancarta brillantemente azul, en el suelo, dice: "EEUU: No Seas Un Nuevo Sadam. ¡Vete A Casa!" Lumsdaine es una pastora luterana; ella y su marido Peter han llegado para impedir el asalto de Najaf.
Había tres estadounidenses más con ellos: Mario Galván, un maestro de una escuela pública de Sacramento, California; Brian Buckley, de Virginia; y Trish Schuh. Era la Delegación de Paz de Emergencia de Najaf, unos escudos humanos temporales para la gente de Najaf. "Queremos meternos en el medio y decir no", dijo Peter Lumsdaine.
La delegación se había encontrado con soldados estadounidenses esa tarde, no mucho antes que nosotros. Increíblemente, el grupo de Meg y Peter marcharon con su pancarta hacia una base de soldados estadounidenses -los que son regularmente atacados por los milicianos de Al-Sadr. Caminaron hacia un camino vacío y polvoriento, sin controles ni soldados, y cuando llegaron a cierto punto, un guardia efectuó, al aire, un tiro de advertencia. La delegación no se devolvió. Esperaron hasta que soldados de la base se acercaran a ellos. Meg pudo entonces hablar con un representante de la Autoridad Provisional.
"Respetaron nuestra voluntad de venir hasta acá. Estaban dispuestos a hablar, pero no creo que estuvieran dispuestos a escuchar", dijo Meg. La mañana del jueves hicimos un segundo intento de obtener un salvoconducto del ejército de Al-Mahdi. Nos quedamos al acecho en los alrededores del santuario de Alí durante más de una hora, pero los jeques estaban fastidiados y no querían darnos el permiso. Le rogamos al recepcionista de la corte sharia, un gigante llamado Raad, que escribiera los salvoconductos y que los hiciera firmar por un jeque. Prometió que lo haría. Cuando los milicianos detienen a extranjeros y gritan: "¡Wen kithab!", es el salvoconducto lo que están pidiendo. Si no lo tienes, dejan de ser razonables. La pequeña pila de cartas y tarjetas que recibí de la gente de Al-Sadr durante mi último viaje, no me servían para nada en ese momento: sólo son válidos los salvoconductos nuevos.
Volvimos a Kufa y visitamos, sin permiso, la universidad local, un conjunto de edificios, que está en el lado del río que cruza la primera línea. Las puertas estaban cerradas, pero no con llave. Entramos y llamamos: "Salaam Aleikum". Alguien respondió y aparecieron cuatro hombres saliendo de los edificios vacíos, cuidadores que se quedaban en la noche para proteger las instalaciones contra los saqueadores. Tuvieron suficiente coraje como para decirnos lo que pensaban del ejército de Mehdi.
"A nadie aquí le gusta pelear", dijo Riyal. "Antes de la guerra, mi salario era bajo, y ahora es mucho más alto. No quiero perder esta vida, ahora que la tengo". A Abu Hussein, en árabe, le dijo: "Ahora estoy comiendo pan", una expresión que significa que ahora podía alimentar a su familia con su salario.
Estallaron unos obuses en el techo de la Universidad de Kufa, lanzados probablemente por un helicóptero de ataque estadounidense. Uno de ellos había estallado entre la hojalata y roció de metralla una puerta. Otro había caído cerca de ahí. "Estos son nuevos", dijo Riyal. Yo quería saber si había milicianos usando la universidad y su techo para parapetarse, pero los hombres dijeron que no. No había cartuchos vacíos por ahí, pero era imposible saber la verdad. Nos preparamos para partir y preguntamos si podíamos volver más tarde para hacer entrevistas en la universidad. Todos dijeron que seríamos bienvenidos; no eran del ejército de Al-Sadr y no querían saber nada de él.
Más tarde nos dirigimos hacia Najaf, pasando por la principal rotonda de Kufa, con la esperanza de hacer una última entrevista con el representante del ayatollah Ali Sistani. Abu Hussein nos llevó hasta el puesto de control, al otro lado de la mezquita de Al-Sadr; el representante estaba a cerca de cien metros más abajo en la carretera. En toda Kufa los hombres se preparaban para luchar contra los estadounidenses.
Pasamos por el puesto de control en un mal momento y nos pararon pensando que éramos espías. Antes de que pudiéramos planear algo juntos, dos milicianos nos escoltaron hacia la mezquita.
Los milicianos me llevaron al patio y me hicieron esperar, mientras un hombre se ocupó de mi cámara y credenciales confiscadas. Nadie me miró; nadie me miró a los ojos. El comandante -el que tenía mi equipo- desapareció en uno de los edificios y me llevaron a una hornacina, cerca de la puerta. Parecía una prisión. Traté de negarme a entrar, pero me obligaron. Por alguna razón, los milicianos me querían ocultar, y me obligaron a sentarme en un cubo detrás de un pedazo de hojalata ondulada. Entraron dos milicianos a la hornacina y se sentaron junto a mí.
En el coche, Minka, la escritora de Holanda, y Abu Hussein, tuvieron la oportunidad de marcharse y de llegar a un acuerdo con las autoridades de Najaf; no estaban detenidos y los milicianos no sabían qué hacer con ellos. Pero después de unos minutos, aparecieron por la entrada de la mezquita a tratar de rescatarme. Entonces los milicianos de Al-Mahdi los arrestaron. Minka fue metida en la hornacina conmigo, por un breve período de tiempo. Los milicianos aparentemente decidieron que no era decente meter a una mujer con los hombres, así que la sacaron de la hornacina y la metieron en la sección de damas de la mezquita. Mientras me interrogaba un desgarbado ex estudiante de química, a Minka la revisaba, bruscamente, una agente de la policía secreta de la milicia de Al-Sadr. Algunas de ellos llevaban chalecos antibalas negros debajo de sus abayas. Abrieron el tubo de pasta dental de Minka, y la probaron; se pusieron sus gafas de sol; e inspeccionaron perplejos su estuche de lentes de contacto. Su celular fue requisado. Pero poco después, las damas les ofrecieron caramelos. "Les han lavado el cerebro", dijo Minka sobre ellas, más tarde. "No saben nada".
El ex estudiante de química tiene algunas preguntas políticas básicas para mí. Mostró mucha curiosidad por mi nacionalidad, sobre la que mentí una y otra vez -me lo preguntó varias veces. Pasamos a otros temas. Me dejó fumar mientras hablábamos. Me ofreció agua, que es cortesía rutinaria aquí, y entonces me preguntó si quería unirme al ejército de Al-Mahdi. Decliné la invitación, diciendo que tenía muy mala vista.

Una pobre alma me preguntó sobre mi religión, y cuando le dije que yo no era religioso, estaba horrorizado. "Tú sabes que el imán Mahdi viene de entre los muertos", me dijo. Parecía una persona dispuesta a morir por sus creencias.
Me di cuenta de que estaba viendo al verdadero ejército de Al-Mahdi, sin la fanfarria y alarde que montan, especialmente para la prensa. Algunos de ellos no son más que niños con ojos de loco, liderados por jóvenes semi-analfabetos, llenos de fervor revolucionario.
Pero poco después reapareció Abu Hussein, con dos guardias, y, muy deprimido, dijo que él también estaba detenido. Para demostrarlo, cruzó sus muñecas. Lo habían amenazado y tratado mucho peor que a nosotros. Lo habían llevado a una oficina en las profundidades de la mezquita y lo habían acusado de un delito. Redactaron un documento con la acusación, para el tribunal islámico de Najaf.
Después de algún tiempo, las milicianas volvieron a aparecer, con Minka, y nos hicieron cruzar la calle, hacia nuestro coche. Por un momento pensé que nos dejaban marcharnos. Le pregunté a Abu Hussein si acaso podíamos salir de la ciudad. "No, no podemos". Le pregunté si Minka podía marcharse. "No, tampoco puede marcharse". Seguro que le habían dicho a Abu Hussein qué iban a hacer con nosotros. Pero él no sabía lo que iba a pasar, o sabía tanto como nosotros, y dejó de hablarme, enfadado por el barullo en que lo había metido.

Minka estaba tranquila, pero no contenta. De tiempo en tiempo, una de las milicianas malas le chillaría en la cara que se metiera el pelo debajo de su abaya. Al otro lado de la calle había otra base, llena de gente de Muqtada. Unos hombres más viejos, nos hicieron preguntas: "¿Es usted de la Reuters?", preguntó un comandante. "Responda simplemente: sí, o no". Dije que no era de Reuters, deseando repentina e intensamente haber dicho que sí. Los milicianos tenían simpatía por la gente de Reuters, nos enteramos luego. Mientras esperábamos, Abu Hussein hablaba y contaba chistes más rápido y mejor que ninguno de los intérpretes con los que había trabajado. Palmoteaba en las piernas a los secuestradores, hizo migas con ellos, y así salimos de Kufa.
Mientras nos interrogaban, habían estallado tres granadas lanzadas por cohetes en las cercanías; los milicianos habían comenzado su ataque. Un chaleco antibalas negro fue colgado en una silla en el jardín, eso lo recuerdo claramente. Los milicianos ya no tenían tiempo para nosotros. Nos sacaron del coche, y entonces apareció un hombre con todos nuestros equipos. Él nos llevaría a Najaf. Otro hombre tomó las llaves del coche y se sentó al volante. Por una esquina apareció una ambulancia, y los milicianos, sospechando que transportaba a estadounidenses, le dispararon para que se detuviera.
Abu Hussein se metió como pudo al asiento trasero, nos metimos al tráfico y salimos de Kufa, hacia el campo. Yo estaba preocupado, porque salimos en la dirección norte, que es la ruta equivocada. Nuestro nuevo carcelero nos llevaba por caminos secundarios, donde no se veían tanques estadounidenses. Pasamos varios puestos de control de la policía iraquí y salimos al campo, finalmente, doblando hacia el poniente, y luego hacia el sur, hacia Najaf.
Cuando nos acercábamos a Najaf desde el norte, entramos a una enorme necrópolis. Cientos de miles de silenciosos muertos cubren un ondulado llano, con 1.400 años de criptas en la tierra santa. "Es un regalo para ellos, en la otra vida", dijeron los secuestradores. Pasamos por unos hoyos negros, donde las familias comulgan con los muertos entre las frías sombras. La necrópolis de Najaf es la ruta secreta de los milicianos de Al-Mahdi para salir y entrar de la ciudad; la cruza una red de pequeños senderos, que conocen muy bien. Un amigo me mostró unas instantáneas de alijos de armas y bases de fuego en el cementerio.
Más tarde, al entrar a Najaf, Ghazal, nuestro amigo del puesto de control del hotel Najaf Sea, se dio cuenta de que estamos detenidos y se acercó a explicar la situación a uno de nuestros secuestradores de Kufa. Le dijo al funcionario más viejo, en el asiento de delante, que no éramos espías, que todo está en orden. Cuando llegamos a los tribunales sharia, el gigante Raad agitó dos hojas de papel en nuestra dirección, las cartas que habíamos pedido, pero no recibido a tiempo. Una vez que un juez islámico examinara las cartas y determinara que eran correctas, fuimos dejados en libertad ahí mismo. La gente de Al-Sadr nos pidió disculpas, pero era demasiado tarde. Habíamos visto lo que teníamos que ver. Dentro, en la mezquita, los chicos -mis secuestradores-, me enseñaron a cantar. Suena algo así como:


Allah humma

Sallee Allah Mohammed
Wa'ali Mohammed

Wa'adjil farajahom

Wala'an aduahom

Wansur waled'ahom

Muqtada, Muqtada, Mouqtada

Ya'allah, Ya Mohammed, Ya Ali, Ya Mehdi!

Unsurnah!


Dios alabado,

Saludemos a Mohamed

Y a los Doce Imanes

El Pueblo pide a Dios que envíe al Mahdi

Que envíe al Infierno a los Enemigos.

¡Dadle la victoria

A Muqtada, Muqtada, Muqtada!

¡Ave, Alá! ¡Ave, Alá, Ave Alá!

¡Danos la victoria!



1 mayo 2004 ©salon.com ©traducción mQh

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