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EN EL CORAZÓN DE LA RESISTENCIA SUNNÍ - nir rosen



La formación del nuevo gobierno interino, la transferencia de soberanía y sobre todo la detención de Sadam Hussein opacan la cotidiana brutalidad de la guerra. En Faluya siguen los combates. Y la ciudad debe hacer frente a divisiones internas entre los diferentes grupos de mujahedines y milicianos extranjeros mientras los fundamentalistas tratan de imponer sus leyes estrafalarias. Este informe proviene de The New Yorker.
El 11 de mayo, un día después de que los marines norteamericanos se retiraran de las calles de Faluya, alrededor de quinientos clérigos, líderes tribales, hombres de negocios y militares y agentes de policía se reunieron en un polvoriento patio frente a las anchas escalinatas de piedra que llevan a la entrada del Hospital Rahma. El hospital está en construcción, y durante el sitio de la ciudad, que duró casi todo abril, sirvió como depósito de armas, medicinas y alimentos, y sacos de arena. Un improvisado atril ha sido colocado a mitad de camino en la escalinata, y lo flanquean banderas y pancartas con frases alusivas a los mártires caídos durante el asedio. Los dignatarios estaban sentados en sillas blancas de plástico debajo de una enorme tienda que les procuraba sombra durante el sol del mediodía, aplaudiendo cortésmente y bebiendo agua enlatada y botellas de agua, mientras unos poetas leían textos escritos para la ocasión. Varios poetas venían de otras ciudades de Iraq, incluyendo Najaf, y un tema recurrente esa tarde fue el vínculo entre sunníes y chiís. Desde un punto de vista religioso, Faluya es una de las ciudades más conservadoras del "triángulo sunní", pero la reciente confluencia de la insurrección chií encabezada por Moqtada Al Sadr y el sitio de Faluya por los marines creó una curiosa alianza que transcendió las diferencias religiosas. Un poeta local recitó un poema titulado ‘La Tragedia de Faluya'. Su acento hacía que sus palabras apenas fueran inteligibles, al menos para mí, pero pude entender algunos versos: "Faluya es una alta palmera. No acepta que nadie toque sus dátiles. Arrojará flechas a los ojos de aquellos que intenten probarla. Esta es Faluya, tu novia, ¡oh Eufrates! Se enamoraría de cualquiera, menos de ustedes... Los norteamericanos cavaron en la tierra y arrancaron las raíces de la datilera".
Un niño de Najaf, con una planchada camisa blanca metida pulcramente en los vaqueros, se dirigió hacia el atril y el micrófono fue bajado para ajustarlo a su estatura. El niño alzó el brazo derecho, señalando con su índice hacia el cielo. "¡Vine aquí a elogiar a los héroes de Faluya!", gritó. Su poema terminó con llamados a Dios: "¡Ya Alá! ¡Ya Alá!", gritó. Entonces comenzó a sollozar y le apartaron, llorando. Los hombres en la primera fila lo abrazaron y besaron, y el niño volvió al atril y leyó otro poema. Esta vez, blandió un kalashnikov que era tan grande como él.
El más distinguido de los invitados en la tienda era el jeque Dhafer Al Obeidi, en sus treinta y con ojos chicos y una gruesa barba negra. Estaba sentado regiamente en primera fila, con una pañoleta blanca y un chubasquero transparente con bordes dorados que se había echado a la espalda. El clérigo más poderoso de Faluya, el jeque Abdullah Al-Janabi, había recientemente traspasado al jeque Dhafer la autoridad día-a-día de la ciudad. El jeque Dhafer era el último orador. Describió el acontecimiento como "el día de nupcias de Faluya". Los musulmanes no sentían tanta alegría, dijo, desde que Saladin liberara a Jerusalén en el siglo doce.
La visita de despedida de los marines a Faluya el día anterior había sido presentada como una patrulla conjunta con la nueva fuerza de seguridad iraquí, la Brigada de Faluya. Fue un asunto bastante rápido, que duró sólo media hora, y fue más bien un anticlímax de la Operación Vigilant Resolve, el ataque contra la ciudad lanzado el 5 de abril por la Primera Fuerza Expedicionaria de la Marina después del asesinato y mutilación de cuatro guardias de seguridad de la compañía Blackwater. Funcionarios del hospital de Faluya dicen que al menos seiscientos iraquíes murieron durante el asedio subsiguiente.
La retirada norteamericana fue un experimento polémico en autonomía iraquí. Faluya fue la única ciudad en Iraq que fue rendida a una fuerza militar local con fuertes conexiones con el régimen anterior. Esto era fundamentalmente una inversión de la política que se venía implementando desde abril pasado, cuando las tropas norteamericanas llegaron a Faluya dos semanas después de haber tomado Bagdad, cincuenta y seis kilómetros hacia el este. Pero Faluya ahora era un lugar completamente diferente a lo que había sido hace un año. Durante los primeros meses después de la caída del gobierno de Sadam la ciudad había estado razonablemente tranquila. Líderes religiosos y tribales habían elegido su propio consejo de administración antes de que llegaran los norteamericanos. En Faluya no hubo saqueos y los edificios oficiales fueron custodiados. Los estrechos vínculos tribales ayudaron a mantener el orden. A principios de la ocupación, sin embargo, una manifestación de protesta contra la ocupación norteamericana de una escuela terminó sangrientamente y comenzó un ciclo de ataques y venganzas en el que la resistencia se hizo cada vez más sofisticada. A los combatientes locales se unieron los rudos mujahedines y jihadis de otros países árabes, y, como en el resto de Iraq, la violencia y el casos aumentaron fuera de todo control.
El acuerdo entre los norteamericanos y la resistencia fue negociada por los marines, miembros de la Autoridad Provisional de la Coalición (APC)y varios grupos de iraquíes, no todos ellos con el mismo programa, aunque había áreas básicas de consenso. "Se acercó mucha gente pidiendo ser intermediarios", me dijo un miembro de la APC que pidió conservar el anonimato. "Nosotros queríamos a los tipos que mataron a los contratistas y queríamos que nos entregaran las armas pesadas, y queríamos poder entrar y salir de la ciudad. Ellos querían que se abriera el hospital y se despejara el puente viejo y cambiara el toque de queda para que pudieran orar en la mezquita por la noche. Y hablamos sobre qué hacer con los combatientes extranjeros o "huéspedes árabes", como los llaman ellos".

Los hombres que mataron a los contratistas no fueron entregados, y sólo muy pocas armas pudieron ser requisadas, pero los norteamericanos llegaron a un acuerdo de todos modos. El hecho de que la Brigada Faluya incluyera a varios antiguos baasistas y milicianos sunníes radicales a los que los marines habían visto pelear recientemente fue considerado un precio bajo que pagar a cambio de la paz. El poder fue entregado a las autoridades locales, que eran consideradas legítimas. Y los marines dijeron que ellos todavía estaban al mando. Un comunicado de prensa de la coalición observaba que "los habitantes de Faluya se despidieron de ellos agitando las manos" -de los marines- "cuando salían o entraban a la ciudad" el 10 de mayo. Esto era aparentemente una referencia a los miles de residentes que se echaron a las calles a celebrar. Los milicianos en la parte de atrás de las camionetas dispararon sus armas al aire, cantaron, y se sacrificó un cordero. Un oficial iraquí con el uniforme de la antigua Guardia Republicana repartió formularios a los hombres que hacían cola para unirse a la Brigada Faluya.
Los cuatro guardias de seguridad de Blackwater fueron asesinados en un gran cruce en la calle principal de Faluya. Se llamaba antes la calle de Habbaniya, pero se cambió su nombre al de calle del Jeque Ahmed Yassin, el co-fundador de Hamas, en marzo, después de que lo asesinaran los israelíes,. Cuando estuve ahí en mayo vi a unos peones con pañuelos para protegerse sus caras del polvo, que esperaban a ser recogidos para trabajar por el día. Había pintadas anti-norteamericanas garrapateadas en inglés en las paredes de los edificios cercanos. Unos niños que vendían bananas y Kleenex hacían las veces de un sistema de alerta precoz de la ciudad. Conocí a varios que habían sido seguidos por ellos. Los peones iban armados de palas, tubos y picos estaban a mano para implementar la ley de la calle.
Los niños se reunieron en torno a mí y los peones se sacaron sus kaffiyehs de sus caras para hablar. Varios de ellos dijeron que habían presenciado el ataque, y describieron cómo dos todoterrenos SUV se habían detenido en una luz roja y los mujahedines habían abierto fuego desde otros vehículos. Un mujahedín gritó: "¡Vengué a mi hermano asesinado por los norteamericanos!", y los atacantes se retiraron. La espantosa escena de la multitud mutilando los cuerpos, quemándolos y luego golpeándolos hasta que fueron prácticamente desmembrados, fue grabado por camarógrafos locales. (Hay una palabra para este tipo de cosas. En el dialecto iraquí, la palabra árabe ‘sahl', que significa literalmente arrastrar a un cuerpo por la calle, ha llegado a significar ahora cualquier tipo de masacre colectiva). Las imágenes fueron emitidas una y otra vez por las televisiones árabes y occidentales.
En el barrio de Jolan, al lado noroeste de la ciudad, cerca del puente donde fueron colgados los cuerpos calcinados de dos de los guardias de seguridad de Blackwater, la gente estaba escarbando entre los escombros de sus casas. Había un hombre parado en el centro de un inmenso cráter mientras sus hijos jugaban sobre una pila de ladrillos que alguna vez fueron parte de la casa. Varios hombres me pidieron que fotografiara los destrozos, y cuando estaba en eso se acercó un sedán blanco y dos hombres con las caras cubiertas con pañuelos a cuadros pidieron saber quién era yo. Estaban preocupados por los espías, dijeron. La paranoia mujahedín estaba haciendo imposible el trabajo de los periodistas occidentales en Faluya. Yo fui capaz de evitar ser secuestrado o matado porque hablo árabe y tengo la piel cobriza y el pelo negro y, cuando me preguntan, digo que soy bosnio. No llevé mi pasaporte norteamericano a Faluya. Más importante todavía era que yo viajaba con un palestino que había ayudado a los líderes de la resistencia durante el combate. Eso tranquilizó a los hombres en el sedán blanco.
Varias personas en Jolan dijeron que los milicianos extranjeros -saudíes, tunecinos, marroquíes, yemeníes y libaneses, dirigidos por militantes sirios- habían sido cruciales para la defensa del barrio. Entre los grupos de mujahedines que rondaban por las mezquitas había hombres que a mí me parecieron árabes del Golfo. La mayoría de ellos eran oscuros, de rasgos angulares, y tenían barbas largas y bien cuidadas. Sus dishdashas eran cortas, al estilo wahhabi, y terminaban un poco arriba de la rodilla. Amigos que habían estado retenidos por los mujahedines me dijeron que habían encontrado a gente que hablaba con acento del Golfo, Siria y África del Norte.
Los mujahedines extranjeros que todavía están en Jolan impusieron estrictas normas musulmanas de conducta en el barrio. Comenzaron a hostigar a los iraquíes que fumaban cigarrillos o bebían agua con la mano izquierda, que es considerada impura. Prohibieron el alcohol, las películas occidentales, el maquillaje, los peluqueros, "comportarse como mujer" -esto es, la homosexualidad- e incluso el dominó en las cafeterías. Hombres sorprendidos en estado de ebriedad en la calle fueron castigados con latigazos, y me dijeron que una docena de hombres habían sido golpeados y encarcelados por vender drogas.
El barrio de Nazil, en la parte sur de la ciudad, también fue un campo de batalla durante el asedio y conocí ahí a Abu Muhammad, un antiguo general de brigada del ejército iraquí. Nos sentamos a mirar un telediario en el vestíbulo de su imponente mansión mientras sus tres pequeños hijos se destrozaban en el sofá. Abu Muhammad perdió su trabajo cuando Paul Bremer disolvió el ejército. Cuando la guerra terminó, dijo, "esperábamos que las cosas mejoraran, pero todo se hizo peor: la electricidad, el agua, el alcantarillado". Los oradores en las mezquitas empezaron a hablar abiertamente de guerra santa yihad. "Eso atrajo a los árabes extranjeros, que se sienten reprimidos por sus propios gobiernos", dijo Abu Muhammad, "y por supuesto había países vecinos que los apoyaban. Nadie en Faluya opuso resistencia, y llegaron muchos grupos diferentes de la resistencia. Había una gran disponibilidad de armas. El Partido Baas había repartido armas, y después de la caída del régimen de Sadam los soldados y el personal de seguridad se llevó las armas a casa. Aquí la gente se cría con armas. Son parte de nuestra personalidad".
Cuando empezó el asedio de Faluya a comienzos de abril, Abu Muhammad dijo: "Alguna gente aquí estaba vigilando los movimientos de los norteamericanos y llevaban ventaja. Tenían experiencia militar y se habían preparado para el combate". La Autopista 10, la carretera que une a Bagdad con Jordania y el occidente del país, atraviesa Faluya y había sido prácticamente clausurada. Los milicianos levantaron barricadas y comenzaron a revisar los coches a la búsqueda de extranjeros, atacaron a los convoyes militares y robaron y requisaron camiones. Abu Muhammad dijo que el cubrimiento de Al Yasira del sitio alentó la simpatía hacia la resistencia. Comparó al corresponsal de Al Yasira con un comentarista deportivo: "Alentaba a la gente a apoyar a un equipo contra el otro. Y levantó el ánimo de los combatientes". Abu Muhammad no se mostró optimista sobre el futuro de Faluya. "Es como Afganistán, donde gobiernan las bandas y las mafias y los talibanes", dijo. "Si deciden que alguien es un espía, lo matan. No hay procedimientos jurídicos. A los imanes que dejaron la ciudad durante los combates no se les permitió volver a sus mezquitas". Temía que las diferencias entre los grupos de mujahedines resultaran en más violencia.

Varios consejos, comités, partidos políticos y organizaciones religiosas estaban compitiendo por el control de Faluya, entre ellos el capítulo local de la Asociación de Estudiosos Musulmanes, una de las organizaciones sunníes más poderosas del país. Es dirigida por Harith Al Dhari, que es un líder al mismo tiempo religioso que tribal y ha sido un estridente opositor de la ocupación norteamericana. La Asociación de Estudiosos Musulmanes, que tiene su sede en la mezquita de Abdel-Azziz Al Samarrai, contó con sus propias unidades de mujahedines durante los combates. La verde cúpula de la mezquita estaba salpicada de impactos de bala y había un enorme agujero en la torre.
El principal rival de la Asociación de Estudiosos Musulmanes es el Partido Islámico Iraquí, que tiene sus oficinas en un viejo teatro al otro lado del mercado central de Faluya. El partido domina el ayuntamiento, pero sus miembros no participaron en los combates e incluso algunos de ellos abandonaron la ciudad, ganándose el desprecio de muchos residentes. Otra organización, el Consejo de la Autoridad Provisional de Faluya, de 45 miembros, estaba preocupada sobre todo por las negociaciones con los norteamericanos acerca de la reconstrucción de la ciudad. Su cuartel general, en la calle principal de Faluya, estaba rodeado de enormes vallas de cemento, empapeladas con carteles de la resistencia.
De lejos la sede de autoridad más importante de la ciudad es la mezquita de Al Hadhra Al Muhammadiya, dirigida por el jeque Dhafer. Faluya es conocida como "medinat al-masajid", la ciudad de las mezquitas, de las que tiene al menos ochenta, y la de Hadhra es pequeña y desteñida en comparación con las otras. Sin embargo, es el centro de mando y control de la ciudad. Un comité informal de líderes religiosos, tribales y políticos con base en la mezquita se reúnen a debatir sobre estrategia y asesoran al alcalde y al ayuntamiento. Durante los combates de abril un altavoz en la torre de la mezquita emitió boletines animando a la resistencia, dando noticias e instrucciones a los milicianos sobre a qué frentes dirigirse. Compré varios DVDés en Faluya que mostraban a milicianos armados con kalashnikovs, rifles de repetición y lanza-granadas congregados en la mezquita y cargando camiones con provisiones que estaban aparcados frente a ella. Se utilizan DVDés de este tipo para operaciones de reclutamiento mujahedín, y tienen bandas sonoras que normalmente comienzan con rimbombantes cantos recordando a las víctimas de las fuerzas de ocupación, acompañados con fotografías de niños iraquíes muertos o ensangrentados. Luego la música se torna más reggae y hay imágenes de mujahedines lanzando morteros y explosiones de bombas en las calles, debajo de vehículos norteamericanos. Un DVD mostraba una ametralladora pesada, pistolas, granadas, teléfonos móviles, walkie-talkies, carnés de videotecas, un itinerario de vuelo impreso desde una cuenta de correo electrónico, y billetes de avión -todos esparcidos sobre la alfombra del cuarto de invitados ("diwan") de alguien. El botín provenía de los vehículos de los cuatro guardias de Blackwater asesinados.
Los muchos poderes del jeque Dhafer incluyen dar o negar a los periodistas permisos para trabajar en la ciudad, y yo tenía que sacarle un pedazo de papel que me permitiera moverme libremente. Los periodistas que no lo hicieron terminaron en las manos de bandas armadas. La oxidada puerta de la mezquita de Hadhra estaba empapelada de anuncios, incluyendo uno de la "qaimmaqamiya" (una vieja palabra otomana para ayuntamiento) que daba instrucciones acerca de qué documentos eran necesarios para pedir una compensación por los mártires, heridos y vehículos dañados. Una alta palmera daba un poco de sombra al sendero que llevaba a la oficina de la mezquita, donde me saqué los zapatos para dejarlos junto a la puerta. La oficina tenía pocos muebles y yo me senté en un sofá viejo, bebí un vaso de agua y comí unos caramelos que me dio un celador. Había varios representantes del jeque Dhafer en la oficina y los visitantes entraban a raudales. Todos los hombres que entraban decían "assalamu aleikum" o "que la paz sea contigo" y todos se levantaban y respondían "wa aleikum salam" o "y contigo". Luego nos dábamos la mano y nos saludábamos al estilo de Iraq occidental: un beso en la mejilla seguido de tres besos en el hombro. Un niño de doce años llamado Saad fue introducido como un intrépido francotirador. Lo abrazaron y besaron y felicitaron por ser un "batal", un héroe. Saad sonrió orgullosamente. Tenía una voz ronca y adulta y se comportaba de manera insolente con los niños mayores y más grandes que había en la habitación.
Se apareció entonces por el lugar el general de división Jassim Muhammad Saleh, el antiguo oficial del ejército iraquí que fue nombrado jefe de la Brigada Faluya cuando se llegó a un acuerdo con los norteamericanos. Se veía elegante con su dishdasha y pañuelo blancos. Saludó a los presentes en la oficina cada vez más atiborrada, y les informó sobre los últimos acontecimientos políticos, vociferando bruscamente en un cortante estilo militar, con los mofletes temblándole a medida que pasaba entre los dedos las cuentas amarillas de la oración. El general Saleh es un bien conectado miembro de una importante familia de Faluya, e hizo una dramática demostración de control de la ciudad a fines de abril, pero resultó ser una desafortunada elección desde el punto de vista de los norteamericanos. Pronto se esparcieron rumores de que había sido miembro de la Guardia Republicana de Sadam y de que estuvo implicado en el aplastamiento de la insurrección kurda y chií de principios de 1991, después de la primera Guerra del Golfo. Fue remplazado pronto por Muhammad Latif, un antiguo oficial del ejército que fue encarcelado por Sadam. Latif no era de Faluya, y continuó viviendo en Bagdad, aunque sus deficiencias en términos de credibilidad local eran compensadas por el hecho de que no parecía ser un baasista reconstituido. Mi guía palestino, entre otros, dijo que Latif era sólo un testaferro, aunque oficiales del ejército norteamericano y reporteros, a los que complacía concediendo entrevistas en su jardín de Bagdad, lo retrataron como un líder poderoso. Saleh, entretanto, se reunía a menudo con el jeque Dhafer y otras autoridades en la mezquita de Hadhra.
El jeque Dhafer, además de ser el imán de la mezquita, era ahora también el director del consejo superior de la fatwa, "amana al-ulia lilifta", que fue instaurado después del derrocamiento del gobierno de Sadam. El consejo de la fatwa reside en Bagdad y es dirigido por un radical clérigo sufí. Cuando le pregunté a Dhafer si acaso él era el verdadero jefe de la ciudad, sonrió falsamente. "Sólo soy un hombre sencillo que vivió el sufrimiento de Faluya", dijo. Le dije que había oído decir que él era el arquitecto de la victoria sobre los norteamericanos, y él sonrió orgullosamente, pero susurró: "No lo menciones, por mi seguridad".
En las oraciones del viernes de esa semana, la mezquita estaba rebosante y yo cogí uno de las esterillas para orar que estaban extendidas fuera. La voz áspera y aguda del jeque Dhafer se esparció desde los altavoces. Según la costumbre, su sermón comenzó con una discusión general sobre la religión, pero pronto se volvió hacia la política. "Todos odian a Estados Unidos ahora a causa de las políticas del presidente Bush, y su propio pueblo lo condena. ¿Qué podemos hacer?", preguntó. "¿Qué es lo que no podemos decir? ¿Cuáles son los límites de nuestra respuesta?" Dhafer tocó el tema de los rudos mujahedines. "Es una vergüenza que gente que dice ser mujahedín monten controles para robar coches y secuestrar gente", dijo. "Hacen lo mismo que los norteamericanos, obligan a la gente a tenderse en el suelo, con las piernas abiertas. ¿Qué religión es ésa?" Dhafer instó a los mujahedines a ser más piadosos.
Después de que terminara la oración y el sermón del mediodía, me llovieron invitaciones a almorzar y acepté la de un hombre de negocios con conexiones con los mujahedines. Los hombres de su familia se alinearon a la entrada de su diwan para saludar con la mano y dar la bienvenida a los visitantes. Una esterilla de plástico fue extendida en el suelo para poner sobre ella cuencos con arroz y carne, rodeados de cuencos más pequeños con trozos de verduras y pollo. Unos panes redondos estaban apilados a un lado de la esterilla. Estábamos todos sentados en el suelo con las piernas cruzadas y pidieron una cuchara y un plato para el huésped occidental, por respeto hacia su supuesta incapacidad para comer del cuenco directamente con la mano, como hacen las personas civilizadas. Cuando finalmente metí mi mano en el arroz grasoso, rompiendo los trozos de carne y metiéndolos en mi boca, los hombres estallaron en demostraciones de agrado. Sacaron unos finos vasos, llenos a la mitad de azúcar y té negro. La habitación resonaba con el agudo tintineo de las cucharas al revolver al azúcar, y miramos en Al Yasira los ataques norteamericanos contra Najaf y Karbala.
Mis anfitriones me mostraron una octavilla que circula en la región. Un foto-collage borroso mostraba a una criatura gigante, como araña, junto a un par de piernas que pertenecían a un hombre con el uniforme militar norteamericano. La octavilla explicaba que la criatura circula por Faluya y ataca a los norteamericanos. Podía correr hasta cuarenta kilómetros aullando y mordiendo. Yo había oído numerosas historias fantásticas como esa. Una historia giraba sobre un rifle kalashnikov que disparaba durante cuatro horas sin recargar. Una fábrica de armas usada por los mujahedines se transformó en una cornucopia de armas. Se decía que los mujahedines muertos olían agradablemente a perfume de almizcle. "Están pasando cosas que no son naturales", me dijeron una y otra vez.

El 27 de mayo mi guía palestino me dijo que tres periodistas de la NBC habían sido secuestrados en Faluya, y nos dirigimos hacia allá, desde Bagdad, al día siguiente. Para entonces, el equipo de la NBC había sido liberado, y los marines estaban vigilando la ciudad cautelosamente desde detrás de dos barricadas y vehículos cubiertos por una malla de camuflaje. Varias decenas de miembros de la Brigada Faluya, policías y civiles, se agolparon junto a la entrada de la mezquita de Hadhra. Le pregunté a un guardia al que reconocí que me dijera qué estaba pasando, y me dijo que habían detenido a dos "espías": "Son británicos, quizás alemanes".
Taghlub al-Alusi, un viejo amable, alto y digno, de cara de rasgos muy definidos, que era el administrador de la mezquita, estaba en la oficina del jeque Dhafer con varios otros hombres. Se veía más preocupado de lo normal. Había una mujer sentada en un rincón, frente a una mesa cubierta con bolsas de poliestireno. Era muy blanca, y joven. Tenía la cara hinchada y su camisa tenía manchas de sangre. Un hombre de edad mediana salió del baño, alto y pálido, y se sentó junto a ella. Su cara estaba llena de cardenales, y hacía muecas de dolor al moverse. Sus manos temblaban. Taghlub y otro hombre estaban examinando dos pasaportes alemanes, dándolos vuelta y mirando cada página hasta quedar bizcos. El jefe de policía estaba sentado a otro lado de la mesa, mirando a los alemanes, con un trutro de pollo en la mano. Su hijo de dieciséis años, que llevaba una pistola a un lado del cinto y un walkie-talkie en el otro, estaba junto a él, frente a un hombre chico y redondo con capas de cinta adhesiva sobre la nariz. Había a su lado un hombre con cara de bebé con un traje a la medida. Era el alcalde, y estaba preparando una declaración.
El alemán se llamaba Uwe Sauermann, un periodista por cuenta propia de 25 años. La mujer era su asistente de 24 años, Manya Schöche. Habían llegado a Faluya esa mañana después de que se les dijera no acercarse a Najaf porque era demasiado peligroso. Sauermann había seguido el consejo del manager del hotel y se puso una dishdasha al entrar a la ciudad, pero alguien vio su cara cuando el coche fue parado en el cruce donde fueron asesinados los cuatro contratistas, y fueron capturados por seis hombres armados, uno de ellos con un uniforme de policía, y acusados de ser un general norteamericano con una mujer soldado. Una turba los golpeó con palas, palos y piedras. Su intérprete, un cristiano de Bagdad que llevaba una cruz, fue golpeado en la nuca con un machete y le habían quebrado la nariz. Él era el hombre chico con la cinta adhesiva en la nariz.
Justo cuando los alemanes y su intérprete iban a ser rociados con gasolina, alguien metió a Sauermann en un coche, le puso una bolsa de plástico en la cabeza y, después de más agresiones, durante las cuales se destruyó un coche policial, él y los otros dos rehenes fueron llevados a la mezquita de Hadhra, que se vio pronto rodeada de hombres con RPGés y kalashnikovs. Dentro estaban el jeque Dhafer, el general Saleh y Muhammad Latif, el jefe putativo de la Brigada Faluya, pero pensaron que la situación se estaba poniendo muy volátil y se marcharon. El "comité para la investigación del espionaje" de la mezquita determinó que Sauermann y Schöche eran en realidad periodistas alemanes, y Abu Abdullah, un líder mujahedín extranjero que entró al despacho pidiendo que le devolvieran a los que seguía llamado "espías norteamericanos", fue despedido.
El intérprete, que cruzó la habitación y se sentó junto a mí, seguía secándose la nariz, sacándose la sangre, y cuando el alcalde le dijo que comiera algo, dijo con una voz nasal: "No puedo, vomitaría". Sauermann y Schöche fueron llevados a una oficina donde encargados locales de Al Yasira y Al Arabiya se preparaban para filmar la declaración del alcalde. Estaban sentados en un sofá a cada lado del alcalde, que miraba a una cámara y explicaba que había sido un malentendido que pudo haber sido evitado si los alemanes se hubieran reportado primero a su despacho. Le dijeron a Sauermann que podía hacer una declaración. "Decidí venir cuando vi las fotografías de los ataques norteamericanos a Faluya", dijo en inglés con un fuerte acento alemán. "Alguien gritó: ‘¡Norteamericanos, norteamericanos!' y la gente salió y ya sabes lo que pasó después. Unos hombres armados me pusieron una bolsa en la cabeza, como hacen los norteamericanos". Dijo que era amigo del pueblo iraquí. El alcalde le dio la mano a Sauermann y le dijo que se retractara de su declaración en la que comparaba la conducta de la turba con la de los norteamericanos. "Cuando dije que usaron una bolsa de plástico no quise comparar a la gente de Faluya con los norteamericanos", dijo Sauermann. "Sólo dije que la bolsa de plástico misma me había hecho pensar en los norteamericanos".
Saad, el joven francotirador, que estaba sirviendo refrescos, me preguntó si Schöche era la hija de Sauermann. No podía entender cómo podía una mujer viajar con un hombre que no era un pariente de ella. "Dame cinco minutos a solas con ella", dijo, con una sonrisa significativa.
Sauermann y Schöche fueron subidos al coche del alcalde, y alrededor de veinte miembros de la Brigada Faluya, en camionetas, los acompañaron hasta las afueras de la ciudad. El alcalde, el jefe de policía y varios ayudantes y guardias siguieron camino hacia Bagdad, hacia la embajada alemana, un lugar parecido a una fortaleza en el elegante barrio de Mansour. El alcalde y el jefe de policía entraron con sus antiguos rehenes y yo esperé fuera, conversando con los dos ayudantes del alcalde. Estaban preocupados por la situación política de Faluya. Los milicianos extranjeros y los rudos mujahedines no respetaban la autoridad del jeque Dhafer y de los consejeros asignados a la mezquita de Hadhra. No obedecían a los líderes tribales y religiosos de Faluya y hacían lo que se les venía en gana. Los ayudantes del alcalde temían que el jeque Dhafer y sus colegas perdieran el control de la ciudad.

Volví a Faluya una vez más antes de sentir que estaba abusando de mi suerte. El 28 de mayo, cuando fueron liberados los alemanes, el jeque Janabi, que además de ser el clérigo de mayor rango era el director del Consejo Asesor Mujahedín, un grupo ad-hoc formado para controlar a los milicianos de la ciudad, advirtió en su sermón del viernes que todos los periodistas extranjeros que entraran a Faluya serían liquidados. Dos semanas después se descubrieron los cuerpos de seis transportistas chiís que habían estado llevando provisiones para la Brigada Faluya en la vecina ciudad de Ramadi. Los familiares de los choferes dijeron que habían sido brutalmente asesinados por orden del jeque Janabi, aunque este negó tener algo que ver con la matanza. Entonces el Pentágono anunció que Abu Musab Al-Zarqawi estaba usando Faluya como cuartel general, instruyendo a los asesinos y terroristas suicidas que estaban transformando la transferencia de la soberanía iraquí en un baño de sangre, y la aviación norteamericana bombardeó una casa en Faluya que era supuestamente una casa de seguridad de Zarqawi. Murieron al menos veinte personas. El 22 de junio fue decapitado Kim Sun Il, el intérprete coreano que había sido capturado cerca de Faluya, y un coche y un garaje del barrio de Jubail fueron impactados por cohetes norteamericanos. Se iniciaron finalmente las hostilidades entre los marines y las fuerzas de la resistencia, y hubo más bombardeos.
Los oradores en una manifestación callejera en Faluya negaron que Zarqawi estuviese en la ciudad. Uno de ellos, un joven clérigo dijo que ellos no necesitaban la ayuda de Zarqawi. "Faluya tiene hombres que prefieren la muerte del mismo modo que los occidentales la vida", gritó. El jeque Janabi dijo que Estados Unidos estaba usando a Zarqawi como una excusa para atacar a los iraquíes, tal como antes había usado las armas de destrucción masiva. De cualquier modo, los bombardeos indicaron que los norteamericanos habían dejado de lado gran parte de la idea de que la Brigada Faluya pudiera encargarse del trabajo policial serio entre los milicianos de la resistencia, y ciertamente de ninguna manera entre los sospechosos de terrorismo. Incluso hubo informes de que miembros de la brigada se habían unido a la resistencia cuando estallaron nuevos combates. A medida que comenzaba el traspaso de soberanía, el experimento con el auto-gobierno de Faluya comienza a verse cada vez más como una medida desesperada que se tomó demasiado tarde.

28 de junio de 2004
©new yorker ©traducción mQh

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