Blogia
mQh

IMAGINA QUE TE MATAN - rick loomis



Ese día pudo haber contado con su cámara lo que había pasado en Faluya, pero a veces hasta un fotógrafo debe usar las palabras. Rick Loomis, un fotógrafo que sobrevivió una emboscada en Faluya, contó a Los Angeles Times su espantosa historia.

Finalmente traté de lavar la sangre del marine de mis pantalones. Habían pasado nueve días desde la batalla, y capas diarias de polvo y tierra ocultaban lo que yo sabía que había debajo. Desde la relativa comodidad de Dreamland, una base norteamericana razonablemente protegida justo en las afueras de Faluya, escurrí mis pantalones en un recipiente de metal, cuadrado, que contenía diez centímetros de precioso agua. El agua se volvía cada vez más marrón con cada escurrida. Pronto puede ver la sangre del sargento Josué Magaña, las manchas intactas en el agua agitada. Así comenzaron mis recuerdos de esa mañana.

Abril 26. Cinco de la mañana. Los marines de la Compañía Echo debían tomar por asalto dos casas en el barrio de Jolan al noroeste de Faluya, el corazón del sonado Triángulo Sunní y base de la resistencia a la ocupación norteamericana. No había pasado ni siquiera un mes de la horrenda muerte de cuatro guardias extranjeros [sudafricanos] allá.
En su marcha inicial sobre Faluya, los marines habían combatido por ganar un punto de apoyo ahí y ese, para la Compañía Echo, consistía de tres casas abandonadas y una escuela, todas a unos 300 metros unas de otras. Habían fortificado sus posiciones con sacos de arena, alambradas y francotiradores. Montaban guardia las 24 horas del día. Cuando llegué ahí el 22 de abril, era el barrio de una ciudad fantasma. La mayoría de los residentes había huido, excepto un iraquí ciego al que un traductor kurdo que trabajaba para los marines daba cariñosamente de comer.
En las casas, y en la escuela, los marines habían dispersado sus pertrechos en todos los cuartos. Había rifles M-16 delicadamente posados contra las puertas de cristal de la alacena con la platería más fina de la familia. Los marines más afortunados ocuparon los sofás; el resto se repartía en los otros pisos cada noche.
Las paredes que alguna vez separaron la casa de los vecinos fueron demolidas para permitir un acceso casa-a-casa más fácil. En el tejado había ametralladoras M-240, una ametralladora mayor de calibre 50, un lanzagranadas Mark 19 y bazucas. En las paredes habían perforado "cuevas de ratón" para que los francotiradores pudieran disparar contra blancos distantes.
Desde los nidos de los francotiradores se podía ver un coche lleno de agujeros de bala abandonado en mitad de la calle. Había profundos cráteres donde antes hubo una calle. Los cables del tendido eléctrico serpenteaban por el suelo de un lado a otro de la calle. También había el hedor de vacas pudriéndose y de perros que murieron en el fuego cruzado.
También a la vista de los nidos de francotiradores estaban los objetivos A y B. Las casas, justo al otro lado del cementerio, estaban siendo vigiladas desde hacía semanas y los comandantes norteamericanos las veían como una amenaza.
En la mañana del 26 de abril un pelotón de marines se arrastró por las calles oscuras. A la distancia se oía un lamento, el llamado a la oración de los musulmanes. Como mi cámara era inútil en la oscuridad, traté torpemente de grabar el lamento con una grabadora digital. Pero estaba demasiado oscuro para ver los botones, así que lo dejé de lado.
Más adelante, dos pelotones se hacían brecha en las casas, rompiendo puertas para checar los edificios. Los marines ocuparon los objetivos A y B, tomaron posiciones defensivas, con un par de ojos en guardia en casi todas las ventanas. Se acercaba el amanecer y comenzó a aclarar.
Estaba comenzando a parecer demasiado fácil cuando una granada RPG hizo pedazos el frente de la casa con un estrépito espantoso. Las paredes temblaron. Los marines devolvieron el fuego con sus M-16 y luego todo quedó en silencio.
Las posiciones defensivas adquirieron una nueva urgencia. Se pusieron los colchones para arriba para colocarlos contra las ventanas, sacos de arroz en el vano de las puertas abiertas para reducir la velocidad de las balas. Se hicieron hoyos en las paredes para los francotiradores. Y luego, nada. Estar sentado. Esperar. Descansar. Beber. Comer. Nada. Ningún disparo. Ningún enemigo a la vista. Nada.
Habían pasado cinco horas desde el comienzo de la misión y los marines estaban dispersos por el piso, durmiendo cuando podían. Visité brevemente el tejado para mirar las posiciones de los francotiradores, luego bajé a planta baja donde estaban durmiendo los marines. Al volver al primer piso traté de fotografiar el reflejo de un marine en un espejo agujereado de balas. Yo también me aburría.
Los marines que dormían se agitaban un poco cuando sonaban disparos en la distancia. Se decía que había siete insurgentes, me corrijo, seis insurgentes (por el radio dijeron que uno de ellos había sido matado por un francotirador norteamericano) en el área de la mezquita. Una ronda de tiros de mortero impactó en una casa vecina, provocando un incendio.
Los comandantes de los marines decidieron que un pelotón, de alrededor de doce hombres, barrerían el área de la mezquita. No se advertía ningún movimiento ni hubo disparos cuando los marines se acercaron a ella a través del cementerio. Afuera estaba brillante, caliente y tranquilo; dentro, vacío. Mientras los marines rastreaban a los insurgentes miré alrededor pero no encontré ningún casco de bala. Sólo un edificio había sido dañado parcialmente. La brisa movió las cortinas. Comencé a preguntarme si alguna vez había vivido alguien ahí.
Los hombres trotaron de regreso por el cementerio y me sentí mucho menos expuesto que cuando los había seguido antes, corriendo alrededor y por encima de las tumbas. Correr por un cementerio creaba la sensación de estar violando la paz de los que descansaban en la tierra. Me sentí aliviado cuando volvimos a las casas.
Fue justo en ese momento -cuando me sentía completamente seguro- que se armó la de Dios. Comenzó repentinamente. Los insurgentes había ocupado posiciones que cubrían todos los lados de la casa, excepto donde acabábamos de entrar. Soltaron una ronda interminable contra la casa. Los marines se pusieron rápidamente de pie para hacer frente a la emboscada. "Roger, estamos recibiendo fuego pesado. Tienes que orientarte hacia el este, hacia la mezquita", transmitió el comandante por el radio, fríamente.
The estruendo de las ametralladoras y el chasquido de las rondas de los AK-47 contra el edificio resonaban en mis tímpanos. En el cuarto de al lado un marine disparaba con su ametralladora desde la ventana del segundo piso. Comencé a fotografiar la seriedad de su expresión mientras se defendía del ataque. En ese momento un flujo de un furioso naranja envolvió el cuarto. Una RPG había impactado a la altura de la cabeza del marine que estaba disparando. La pared le salvó la vida. El ataque fue tan repentino y violento que sólo tengo una foto borrosa como recuerdo. El soldado estaba gritando cuando cayó al suelo, anonadado por la sacudida y el estruendo ensordecedor de la granada.
No le tomó nada recuperar la compostura. Estaba claramente cabreado. Volvió a la ventana y comenzó a disparar con incluso más determinación. No pasó mucho tiempo antes de que otra granada impactara en la misma pared. Las milicias insurgentes estaban decididas a dejar algún muerto. En el cuarto, las rápidas rondas sucesivas de fuego calentaron tanto los cañones de las ametralladoras M-249 que estas se derritieron y fundieron.
En el tejado se libraba otra batalla. Los marines estaban tan cerca de los insurgentes que ambos se lanzaban granadas de un lado a otro. Una ronda de metralla barrió todo el techo, alcanzando a los marines. Un soldado que estaba en el segundo piso gritó: "¡Me dieron!" Una de las varias miles de rondas que se dispararon en los primeros treinta minutos de la batalla había dado en el blanco. Lanzó un angustioso grito y volvió a gritar que estaba herido.
Momentos más tarde el sargento Josué Magaña era jalado por el tirador de su chaleco antibalas hacia el cuarto donde estaba yo, agachado. Le habían dado en la espalda y tenía fuertes dolores. Mientras sus compañeros examinaban su herida, me di cuenta de que comenzaba a perder la conciencia. Su mirada se volvió vacía y comenzó a cerrar los ojos. Murmuró algo sobre una carta a su hija, y tuve miedo de que se estaba dejando ir.
Le tomé de la mano y le aseguré que volvería a ver a su hija. Lo miré directamente a los ojos, diciéndole que me mirara y me apretara la mano para que yo supiera que todavía me estaba siguiendo.
Me sentí atrapado entre ser un periodista objetivo y responder como ser humano. Pedí excusas al equipo de noticias que estaba tratando de filmar la escena cuando me di cuenta de que estaba fuera de lugar, que no me estaba comportando como un fotógrafo. "Primero tengo que ser humano", me oí decir torpemente. Era una lección que había aprendido de un profesor de fotografía que tuvo un profundo efecto sobre mi vida.
Sólo tomé unas fotos para describir la escena, algunas cuando Magaña estaba siendo arrastrado hacia el cuarto y luego cuando se estabilizó. Me sentí contento de haber hecho mi trabajo y de haber hecho lo que era correcto. Los disparos hacían impacto por todos lados en el edificio y un segundo marine herido entró por la puerta. Todo comenzaba a desenmarañarse. Aquí había un grupo de hombres, 37 en total, a los que yo veía como soldados con coraje, bien adiestrados y bien equipados, y estaban siendo abatidos frente a mí unos tras otros. Empecé a sorprenderme. ¿Esto era? ¿Qué si nada más que por la cantidad y la intensa voluntad de los que se les oponían, estos marines y yo fuéramos matados a tiros ahora mismo? Me pregunté si los marines en la planta baja estaban disparando sus últimos tiros.
Por un instante imaginé lo siguiente: Mientras atisbo desde la entrada los insurgentes suben las escaleras corriendo, y disparan contra los que están tratando de reanimar a Magaña. Serían tres muertes fáciles. ¿Qué haría yo? ¿Me acobardaría y gritaría: "¡Sahafi, sahafi!" ("¡Periodista, periodista!) para distanciarme de los marines? ¿Me vería a mí mismo con el cañón de una pistola contra el cuerpo rogando por mi vida? ¿Me matarían de inmediato, sin hacer distinciones, con una lluvia de balas? ¿O agarraría yo un arma y pelearía por mi vida y la de los que estaban conmigo?
Esas decisiones son guturales, instintivas. Cada opción parece ser analizada en un proceso que dura décimas de segundo. Mientras seguía la batalla yo estaba tomando decisiones basadas en salvar mi vida y hacer mi trabajo, en ese orden.
Pero en ese momento yo sabía que fotografiar un tiroteo puede ser lo mismo que fotografiar un triplete de béisbol. Mientras que es ciertamente un momento dramático, una fotografía no siempre puede capturar la esencia de lo que estás presenciando. Las fotografías de los hombres disparando por las ventanas en el cuarto adyacente transmitían poco de la intensidad de vida o muerte del momento, el sonido de los disparos, el olor, la envolvente realización de tu condición mortal. En lo que a ellos se refería, podían haber estado ensayando puntería con una latas en un callejón.
Así, ¿me iba a transformar en blanco cuando al menos dos de los hombres estaban heridos de bala y las granadas rebotaban en las paredes con igual rapidez con que los atacantes recargaban sus armas? La escueta respuesta fue no, yo no lo arriesgaría todo por una foto. En ese momento pensé en mi mamá, y lo terrible que sería para ella recibir esa llamada que ninguna madre quiere recibir. Sería temprano por la mañana en esa diminuta ciudad del norte de Michigan. El teléfono sonaría cuando mi madre se preparara para ir al trabajo. Ninguna foto valía todo eso.
Nada más estar en este país como periodista es un gran riesgo, me dije. Y aquí me sentía más expuesto al peligro que nunca en toda mi carrera. Tuve una serie momentánea de pensamientos, contemplé mi futuro inmediato y el de los que estaban ahí, y volví a la realidad.
La casa todavía recibía un intenso castigo, había heridos en los dos edificios y los insurgentes continuaban su feroz ataque. Luego oí el familiar, reconfortante y sordo resonar de dos tanques que se acercaban por el callejón. Me asomé por la ventana para tomarles una foto. Eran nuestra salvación. Pero había algo raro. El principal cañón de uno de los tanques estaba dirigido directamente hacia nuestra ventana. Por una décima de segundo pensé: "¡Oh, no, creen que nosotros somos los insurgentes y van a dispararnos!"
El fuego amigo es uno de los hechos tristes de las guerras, y nunca creí que fuera posible hasta lo que vi con mis propios ojos durante la marcha hacia Kuwait hace trece meses. Me pregunté si los tanques sabían que los que los estaban mirando desde la ventana de arriba eran "amigos". Retrocedí, lo que era totalmente inútil ya que una ronda de disparos de un tanque seguramente nos haría polvo a todos sin importar dónde estuvieras en la habitación.
"Okey, vamos a retirarnos ahora mismo, y vamos a retirarnos a balazos!", gritó uno de los comandantes. Los tanques nos estaba dando el tiempo y la cobertura de fuego necesaria para correr de vuelta por el mismo callejón por el que nos habíamos arrastrado en las primeras horas de la madrugada de ese mismo día".
Todos debíamos bajar la planta baja. Al mismo tiempo, los heridos del edificio al norte estaban llegando poco a poco a nuestro patio. Cuatro marines llevaban el cuerpo inerte del soldado de primera clase Aaron Austin. Aparecería en el parte del día como "muerto en combate". Su heroísmo le ganaría el reconocimiento oficial por sus acciones, póstumamente. Austin recibió varios impactos en el pecho cuando trataba de lanzar una granada de mano de un techo a otro. Magaña estaba tendido sobre una puerta rota en el segundo piso. Los marines la usaron como camilla para llevarlo abajo. La escalera crujía tanto que parecía que iba a quebrarse, pero llegaron a la planta baja.
El foyer donde se reunían los hombres ofrecía un espectáculo sangriento. Magaña estaba tendido en la puerta, y miraba con miedo. El soldado de primera clase Lucas Sieltstad, 18, un enjuto aunque rudo marine en todo respecto, tenía las vendas de su brazo derecho empapadas de sangre. Sus pantalones habían sido desprendidos de la piel con tijeras médicas desde la cintura hacia abajo para tratar una herida de metralla en su pierna, y sus labios sangraban. Parecía cansado y sorprendido.
Otro marine bajó desde el tejado con un trapo envuelto desordenadamente en torno a la cabeza, que le sangraba. Tenía heridas en otras partes del cuerpo. Sin embargo, estaba tranquilo y alerta, y un poco entristecido de no poder terminar la batalla.
Llegó la orden de evacuar y salimos apresuradamente al patio. Por un momento me sentí como un paracaidista de caída libre saltando por primera vez desde la puertas del avión. Me sentí tan vulnerable que deseé que volviera la oscuridad que nos había protegido antes esa mañana.
El patio estaba rodeado de paredes de cinco metros que nos protegían de la vista de cualquiera en las calles. Pero los marines eran un blanco fácil para los francotiradores en el segundo piso o en los tejados de las casas del sector. Teníamos que agacharnos y desplazarnos cerca de la muralla, pero mi instinto me decía que me echara a correr, que me separara de todos esos marines que iban saliendo en formación. Sentí que el tiempo era esencial.
Me pareció que pasaron horas antes de que me llegara el turno, pero en realidad no fueron dos minutos. Yo no sabía exactamente de dónde venía el fuego, o cuánto fuego entraba o salía. Sólo sabía que era fuego pesado y quería volver a un lugar más seguro.
Me acerqué a la puerta que daba a la calle. Mi equipo que se me hacía pesado y me estorbaba. Me pidieron que llevara varias rondas de granadas 203 en una bolsa empapada de sangre que había retirado de un marine herido. Cuando los dos marines que estaba frente a mí finalmente se pusieron en movimiento, salté detrás de ellos.
Corrimos pegados a la muralla afuera. A mitad de la cuadra había una brecha de un metro que ofrecía una clara vista de nosotros. Una escena de la película ‘Enemy at the Gates' me pasó por la cabeza, aquella en la que el célebre francotirador ruso Vassili Zaitsev de la Segunda Guerra Mundial, derriba a sus blancos a voluntad.
No sé por qué se me vino a la memoria esta escena. Lo que sí sé es que cuando me tocó a mí exponerme durante ese medio segundo, dudé, aunque que hubiera un francotirador esperando hacer un tiro perfecto era producto de mi imaginación. Estábamos casi en casa. Podía ver la escuela a menos de doscientos metros.
Cuando crucé la calle, tres marines acarreaban a un compañero herido. Uno de ellos me dijo con señas que me acercara, y disminuí mi velocidad. Me pidió que lo ayudara. Por un segundo pensé: "Estás loco, mi trabajo ahora mismo es salir de aquí corriendo a todo dar de modo que pueda vivir para otro día más y hacer mi trabajo".
Ese segundo pasó cuando estaba sujetando al marine que había sido herido en el brazo y hombro derechos. Corrimos a la escuela, una estructura razonablemente fortificada. Traté de entrarlo por la puerta, pero desde el otro lado lo estaban jalando muy fuerte. Se nos escapó de las manos, a mí y al soldado que lo sostenía por el otro brazo. Su cabeza golpeó contra el escalón de concreto. Fue un sonido sordo.
Varios marines más entraron a la escuela. Las ametralladoras en el tejado estaban abandonadas. Con todos los marines de vuelta en el edificio, sus puntos de mira estaban despejados y disparaban a todo lo que se veía. Varias RPGés más impactaron en la escuela, y disparos de AKs-47.
La escena en la planta baja era un pandemonio, más parecido a un nido de hormigas después de haber sido derruido. Un marine estaba disparando órdenes: "¡Necesitamos más rondas de M-16 en el segundo piso!" Otro marine sufría una conmoción nerviosa; se había sacado el casco y apoyaba la cabeza entre las manos. Varios otros heridos estaban esperando un todoterreno para salir de allí. Contuve la respiración. Hice un repaso de lo que había pasado. La adrenalina bombeaba mis venas desde hacía dos horas y mi cuerpo necesitaba un descaso.
Los heridos, quince en total, fueron llevados a un hospital de emergencia a un kilómetro o algo así de distancia, que estaba casi superado por el volumen. Los comandantes comenzaron a poner orden en la escuela. Su principal misión era mantener sus ametralladoras tronando y parar cualquier avance de los insurgentes.
Cuando los soldados del pelotón que estaba apostado en una casa a trescientos metros más allá se reunieron a la entrada de la escuela para correr de vuelta, me uní a ellos. Una última carrera hacia la seguridad.
Cuando nos acercábamos a nuestra base me di cuenta de que algo faltaba. Me había servido de punto de referencia en mi paisaje durante la semana que estuve en Faluya. El minarete, el mismo que se levantaba imponente por encima de nuestras cabezas cuando corríamos esa mañana por el cementerio, ya no estaba ahí.
Me contaron más tarde que fue destruida por el cañonazo de un tanque cuando los marines vieron a un francotirador en la torre. El grupo que estaba en la casa no era el mismo cuadro optimista que había visto el día anterior. Habían visto morir a uno de los suyos. Había tenido una muerte brutal, con su cuerpo destrozado y lleno de sangre. Se habían mirado unos a otros cuando una granada enemiga arrancó el brazo de un compañero. Yo sabía que esos hombres eran rudos y preparados para todo, pero eso les llegó a los huesos. Los había cambiado.
Para mí no era algo nuevo acompañar a tropas en una zona de combate. Desde el 11 de septiembre he pasado casi una tercera parte de mi trabajo en zonas conflictivas como Afganistán, Israel y los territorios palestinos, Haití e Iraq. He estado rondando por las montañas de Afganistán con las unidades antiterroristas norteamericanas y viajé con los marines cuando avanzaron hacia Bagdad desde Kuwait. Me sentía seguro con los soldados norteamericanos y relajado por la relativa seguridad de estar rodeado por un montón de hombretones fuertemente armados y adiestrados.
Hubo momentos de peligro. Recuerdo la primera vez que me dispararon, en Afganistán, y era demasiado novato como para darme cuenta. Un intérprete alerta me informó que yo era el blanco. Me cayó muy mal que alguien me disparara sin saber siquiera quién era yo.
Desde ese primer disparo he sobrevivido innumerable balas, morteros, misiles y explosiones. He sobrevivido los disparos de balas de acero recubiertas de caucho y bombas de gases lacrimógenos de soldados israelíes en Nablús, el caos de haitianos escapando aterrados de los balazos que alcanzaban a la multitud al azar en los días que precedieron la destitución del presidente Aristide, y el chillido de los misiles pasando por sobre nuestras cabezas cuando los soldados iraquíes dispararon contra los marines usando un lanzacohetes múltiple.
Todo digno de recuerdo, pero nada parecido a lo que me hizo la batalla de Faluya ese día.
A medida que las nuevas de la batalla se fueron haciendo conocidas esa tarde, un capellán de la Armada pasó a visitar a los hombres de la Compañía Echo. Las caras solemnes de más de 50 hombres llenaron el cuarto; en el centro había un montículo de tierra. Cuando el capellán terminó sus palabras de consuelo, los marines pusieron cada uno una vela en el montículo. Pronto el frío y húmedo cuarto se llenó de velas y los hombres se retiraron a serenarse.
Días después llamé a Magaña a su cuarto de hospital en Bethesda, Michigan. Hablaba susurrando y sonaba débil. Estaba seguro de que no recordaba que yo lo hubiera agarrado de la mano o hablado de su hija, pero parecía apreciar que alguien lo llamara desde Iraq. Me pidió que le dijera a sus compañeros que él rezaba por ellos todos los días. Le dije que lo haría.
Hablé con la madre de soldado de primera clase Austin. Me tomó un tiempo armarme de valor para llamar a la señora Miller a su casa en Lovington, Nuevo México. No había nada que yo pudiera hacer para que su hijo volviera a casa. ¿Le molestaría que la llamara alguien de la prensa? Lo único que le podía llevar era una foto de su hijo leyendo las cartas de casa que le había tomado el día anterior a su muerte. Pensé que ella podría querer tenerlas, como recuerdo de su hijo en un lugar que ella sólo podía imaginar.
Aceptó mi llamada y mi poco pulido discurso sobre su hijo. "Buenos días, señora", le dije. "Yo estaba con su hijo el día que murió". Me dijo que estaba orgullosa de él, y comencé a quebrarme cuando me dijo que si ella hubiera estado allí ese día habría sacado el cuerpo inerte de su hijo de esa casa ella misma. Quería cualquier foto de él que yo tuviera, cualquiera brizna de información, lo que se decía sobre él en conversaciones, cualquier cosa a la que pudiera aferrarse. Era su único hijo.
Los marines que sobrevivieron la batalla no fueron los únicos en cambiar. Yo quiero que mis objetivos como periodista coincidan con el modo en que vivo mi vida.
Quiero estar cerca del abismo y mirar, pero no cruzarlo. Cuando me arrodillé junto al recipiente de agua y escurrí enérgicamente las manchas de sangre, pensé en lo fácil que puede ser tropezar, y caer en él.

11 de julio de 2004©los angeles times ©traducción mQh

0 comentarios