niñas se rebelan contra ritual en kenia
[Ribyn Dixon] Arror, Kenia. En Kenia, 23 niñas huyeron de su aldea para evitar la mutilación genital. Pero el poderoso papel de la tradición en su cultura hace que escapar sea difícil.
Es tan tímida que sólo puede susurrar su historia, tapándose la boca con la mano empuñada, sin mirar nunca a los ojos.
Dorcas Chelagat, 13, es la más desamparada de su tribu, una niña cuya valor es igual a la dote de algunas cabras y mantas. Pero la timidez oculta a veces un pozo de fortaleza.
Habla de su viaje con las otras 22 niñas que desafiaron a sus padres y parientes, que ignoraron el miedo al ridículo, maldiciones y golpizas y dieron la espalda a sus hogares. Las niñas, de entre 12 y 16 años, caminaron durante seis horas en la oscuridad a través de colinas infestadas de serpientes, y ocultándose cada vez que veían a alguien, manteniendo el silencio. Estaban decididas a escapar del ritual de mutilación genital que todavía se practica casi en todas partes en el valle de Kenia.
Lo que hicieron en diciembre fue tan atrevido que los mayores se asustaron. Algunos padres temían oscuras repercusiones. ¿Se las maldeciría? Para los viejos de la aldea era la amenaza más grande a la unidad y a la tradición que habían visto.
Pero el gobierno de Kenia, que ha puesto fuera de la ley la mutilación genital femenina, envió a las niñas rápidamente a casa a sufrir la certeza del ritual, obligando a las que se habían atrevido a huir, a escapar de nuevo.
La aldea de Arror, a 170 kilómetros de Eldoret en el occidente de Kenia, está ubicada en un lujuriante y verde valle a los pies de espectaculares montañas. Resonando con los trinos de los pájaros y el burbujeo de un arroyo, este villorrio de mil doscientos habitantes parece un mundo de idílica paz. Las chozas circulares de barro están dispersas a lo largo de angostos senderos donde las mujeres de la tribu marakwet, llevando alegres pañoletas y bonitas cuentas de cristal y machetes en bolsas de paja, se rezagan charlando.
Pero debajo de la superficie hay todo un mundo de brutal fatalismo, juramentos secretos, oscuras maldiciones y un sofocante temor que es tan poderoso que muchas madres no pueden proteger a sus hijas del agonizante ritual que sufrieron de niñas.
En la comunidad marakwet, como en otras muchas tribus, no hay otra ruta hacia la madurez de las chicas que la mutilación genital.
Algunas madres impulsan a sus hijas a hacerlo, prometiéndoles regalos. Pero los más ardientes partidarios del ritual son los padres y las viejas y viejos de la aldea.
"Mi madre me dijo que era bueno para mí", recordó Dorcas. "Me dijo: Serás una chica madura. Ahora podrás ir de fiestas con las otras chicas'. Me dijo que sacrificarían cabras de la familia para la fiesta. Me dijo que una vez que estuviera iniciada sería libre de casarme, porque las chicas que no han pasado por el ritual no pueden casarse".
El primer corte, hecho durante una ceremonia anual pública, es pequeño y simbólico, dijo Jacob Kibor, un pastor marakwet que viene luchando contra esta práctica durante años. Luego se lleva a las niñas a una choza de reclusión donde tiene lugar la operación más importante, en la que se usa un cuchillo o una hoja de afeitar, sin anestesia, para extraer los órganos sexuales externos, incluyendo todo o partes del clítoris y de los labios vaginales.
"Se supone que las niñas deben mostrarse estoicas", dijo Kibor. "Pero no todas lo pueden soportar". "Si una niña grita y causa así la vergüenza de la familia, las mujeres en la choza de reclusión se ponen a cantar en voz alta para ocultar los gritos.
Las niñas han jurado mantener el secreto. Joseph Chebii, que envió a su hija al ritual hace tiempo, todavía está convencido de que es una tradición que vale la pena y que no causa dolor. "No es doloroso, es nada", dijo, mofándose mientras trabajaba con una azada un pedazo de tierra.
Un artículo de la Organización Mundial de la Salud calculaba en dos millones por año las niñas que corrían el riesgo de una mutilación genital, la mayoría en alguno de 28 países africanos. Estimaba la frecuencia de las mutilaciones en Kenia en un 38%, con cifras más altas en zonas rurales.
El artículo decía que la hemorragia inicial y la impresión podían matar y que las mujeres sufren a menudo en silencio complicaciones que duran toda la vida.
Si se le pregunta a los aldeanos por las razones del ritual, aparte de iniciar a las niñas a la vida adulta, dicen simplemente que siempre ha sido así.
El ritual se practica de varias formas en otras tribus de Kenia y de otros países africanos. En algunas culturas es visto como un modo de prevenir la promiscuidad femenina; en otros, como estéticamente placentero.
Todos los viejos marakwet esperan ansiosamente el ritual. Cada diciembre se sacrifican cabras y se monta una fiesta, una celebración con cerveza elaborada tradicionalmente.
Cuando las niñas huyeron, todo la tribu se sintió amenazada en su unidad y significación. Hubo conmoción y rabia. Un grupo de aldeanos abordó a los funcionarios del distrito alegando que no tenían la intención de someter a las niñas al ritual.
"A los viejos les gusta porque hay una celebración y una fiesta. ¿Cómo podrían hacer fiestas si no hay niñas a las que someter a la circuncisión?", preguntó Susana Cheboi, 45, madre de Belinda, una de las escapadas. "Yo fui cortada cuando era muy niña. Me dolió mucho, y juré que no dejaría que mis hijas pasaran por esto".
En 1992 Cheboi trató de evitar que sus hijas fueran sometidas al ritual.
"Hablé con los viejos y les dije que no quería que mis hijas fueran sometidas a la circuncisión. Pero llegaron una noche y se llevaron a mi hija mayor y a la segunda y las cortaron a las dos", dijo.
"Lloré mucho".
El marido de Cheboi ha estado siempre resueltamente a favor del ritual. Ella tocó el tema con él un par de veces, explicándole lo que ella había sufrido de niña durante la ceremonia, y cada vez que tenía que parir, cuando tenían que cortarla de nuevo. Pero él no le hizo caso.
"Él dijo: Es imposible, porque es nuestra cultura'. No me hizo caso y dijo que todas las mujeres tenían que pasar por ello, así que para qué me quejaba".
Tina Kamaina, 36, la madre de otra de las escapadas, dijo que su marido simplemente le había informado que su hija Patropa sería sometida al ritual.
"Cuando planean una circuncisión, los viejos de aquí las cortan a todas. Y no puedes decir nada", dijo Kamaina.
"Tenía miedo de lo que podía pasar si mi hija se quedaba sin ser cortada. Aquí, si levantas la voz cuando van a cortar a las niñas, te pueden echar de la aldea o te puede pasar algo terrible. Te pueden maldecir. Los marakwets tienen su propia cultura y hacen lo que dicen".
Estaba impresionada y con miedo cuando Patrona se escapó hace unos días antes de la ceremonia. Pero dijo más tarde que, en secreto, se sentía feliz de que su hija hubiera escapado.
Le pregunté si había sufrido durante su propia operación, y ella murmuró: "Demasiado".
Las niñas cuyos padres esperan demasiado tiempo para realizar el ritual son ridiculizados y aislados. Se hacen canciones sobre sus deberes como niños eternos, que se las entonan cada vez que pasan.
En los años precedentes también hubo niñas que escaparon. Aquí en Kerio Valley, 17 niñas escaparon en 2000 de una aldea a unos 70 kilómetros de Arror, y buscaron la ayuda del Centro para los Derechos Humanos y la Democracia, de Eldoret, que logró una orden de los tribunales que impidió que fueran sometidas al ritual.
El director del centro, Ken Wafula, levantó una red de monitores comunitarios que se ocupan de organizar seminarios de prácticas en las aldeas al comienzo de la estación ritual para advertir a las chicas sobre las posibles complicaciones e informarles de sus derechos y ofrecer apoyo y protección a las que escapan.
Animadas por los monitores 40 niñas de aldeas de este distrito escaparon, en diciembre, hacia Eldoret, incluyendo a 23 de Arror.
Las niñas de Arror huyeron cuando vieron los preparativos para el ritual -la elaboración de la cerveza y la aparición en sus casas de pieles de cabra que las chicas deben usar después de la iniciación- y lo hicieron con una de las monitoras de comunidad de Wafula.
La noche estaba cayendo. Sólo habían cubierto una corta distancia. Un sospechoso grupo de aldeanos las paró en el camino y les preguntaron qué estaban haciendo.
Con el corazón en la mano, las niñas dijeron que iban a un campamento de la escuela. Los aldeanos volvieron a Arror, donde toparon con uno de los padres y le alertaron. Él las persiguió, pero su hija lo vio acercarse y se ocultó entre los matorrales.
Furioso, el hombre exigió a las niñas que le entregaran a su hija, pero no la vio y finalmente abandonó su búsqueda. Entonces las chicas se salieron del camino y se internaron por un terreno escarpado y lleno de serpientes.
"No íbamos pensando en que nos podía morder una serpiente. Estábamos pensando en cómo escapar de la circuncisión", susurró Dorcas. "Teníamos miedo, porque estaba oscuro".
Después de seis horas de caminata llevaron a una parada de autobús y esperaron ahí cuatro horas más. Llegaron a Eldoret en la mañana. Al día siguiente, Edward Limo, un anciano del African Inland Church, llevó a las 40 chicas a su casa.
"No te puedo entregar si estás huyendo de algún peligro", dijo Limo, 78, un ferviente cristiano. "Las cuidaré tanto tiempo como quieran quedarse aquí".
Como niño marakwet no supo lo que era una escuela sino hasta que huyó de su aldea a los 13 años e ingresó en la escuela de la misión. La primera niña marakwet que salvó del ritual fue su propia hermana, a la que ayudó a huir en 1943.
Pero sus esfuerzos en diciembre por rescatar a las 40 niñas no tuvieron éxito. Pocos días después de que las niñas huyeran intervino Linah Kilimo, ministro de gobierno para la comunidad marakwet, que insistió en que las niñas fueran enviadas a casa. Las llevaron a casa en vehículos del gobierno.
Limo dijo que Kilimo, una mujer, lo reprochó enfadada por acoger a las niñas. "Me dijo: No puedes cambiar la cultura de un día para otro'".
Cuando las obligaron a volver a casa, "todas lloramos", dijo Dorcas. "Pensábamos que el ministro no quería que nos quedáramos, por cuestiones políticas"
Gladys Chelakat, otra escapada, dijo que cuando las chicas volvieron sus padres juraron que seguirían adelante con los rituales. "Mis padres estaban muy enojados. Querían someterme al ritual porque dijeron que si no lo hacía siempre sería una niña. Pero decidí que me mantendría firme pasara lo que pasara, para dar un ejemplo a la comunidad".
Poco después, 33 de las 40 escapadas volvieron a buscar refugio en casa de Limo, desplazándose esta vez en grupos de tres o cuatro chiquillas. No sabe lo qué pasó con las otras siete que no escaparon. Esta vez el gobierno no intervino.
Mantuvo a cuatro niñas en su casa y envió a las otras a internados cristianos. Once de ellas fueron más tarde enviadas a sus familias, porque eran muy jóvenes y echaban de menos a sus madres o porque no se acostumbraban a la escuela. Una de ellas estaba embarazada.
Las chicas que se quedaron son el problema más grande y Limo se pregunta qué hará con los miles de chelines en matrículas impagas, que suben con cada trimestre.
"En julio ya no las podré mantener. Tendré que discontinuarlas", dijo John Cherviyot, rector de la Escuela Básica de Kaptagat, a la que asisten algunas de ellas. No está claro qué pasará si nadie paga la cuenta.
Naciones Unidas se opone a la mutilación genital femenina desde principios de los años de 1950, pero medio siglo después todavía hay millones que corren peligro cada año. Activistas como Kibor se muestran perplejos de que décadas de campaña contra la práctica no han logrado terminar con ella.
"Una razón es que no hay un substituto viable de esa costumbre", dijo. Agregó que debía haber un modo de transmitir las buenas enseñanzas y tradiciones tribales sin mutilar a nadie.
Tradicionalmente las niñas deben pasar por el ritual hacia los 17 años, pero los viejos han respondido a la campaña contra el ritual aplicando la mutilación a niñas de hasta ocho años, que es menos probable que ofrezcan mucha resistencia.
Pero las recientes fugas de decenas de chiquillas a la vez plantean un reto nunca visto a la autoridad de los viejos, y la cantidad de chicas aumentará si queda en manos de Wafula.
"Si las niñas siguen huyendo, la tradición morirá por sí sola", dijo Chebio, la aldeana que mandó a su hija a sufrir el ritual. Pero en privado algunas mujeres dicen otra cosa: que la comunidad no perderá nada con abandonar el ritual.
Kamaina, cuya hija Petrona asiste a una de las escuelas, quiere que sus otras hijas también se fuguen para evitar la mutilación genital.
Cuando le pregunté cómo, se quedó callada.
"No sé", susurró finalmente.
Cuando Belinda escapó, Cheboi le contó a su marido una vez más las agonías del doloroso ritual. Esta vez sí le hizo caso.
"Me dijo: Te estoy escuchando, estoy aprendiendo de a poco".
Cheboi está decidida a enviar a la menor de sus cuatro hijas, Jepkoech, 9, a casa de un tío para evitar la mutilación.
A 160 kilómetros de Eldoret, en una pintoresca salita con citas de la Biblia colgando de las paredes, Limo hojeaba orgullosamente varios decenas de informes escolares que compartían sus mismas esperanzas de que las niñas fueran a la universidad.
Dorcas quiere ser abogado y ayudar a las otras niñas. Limo dice que es una chiquilla fuerte, debajo de su timidez. "Lo hará", dijo, sonriendo.
Más tarde, cuando me disponía a partir, Dorcas levantó la vista y me miró a los ojos.
7 de julio de 2004
©los angeles times ©traducción mQh"
Es tan tímida que sólo puede susurrar su historia, tapándose la boca con la mano empuñada, sin mirar nunca a los ojos.
Dorcas Chelagat, 13, es la más desamparada de su tribu, una niña cuya valor es igual a la dote de algunas cabras y mantas. Pero la timidez oculta a veces un pozo de fortaleza.
Habla de su viaje con las otras 22 niñas que desafiaron a sus padres y parientes, que ignoraron el miedo al ridículo, maldiciones y golpizas y dieron la espalda a sus hogares. Las niñas, de entre 12 y 16 años, caminaron durante seis horas en la oscuridad a través de colinas infestadas de serpientes, y ocultándose cada vez que veían a alguien, manteniendo el silencio. Estaban decididas a escapar del ritual de mutilación genital que todavía se practica casi en todas partes en el valle de Kenia.
Lo que hicieron en diciembre fue tan atrevido que los mayores se asustaron. Algunos padres temían oscuras repercusiones. ¿Se las maldeciría? Para los viejos de la aldea era la amenaza más grande a la unidad y a la tradición que habían visto.
Pero el gobierno de Kenia, que ha puesto fuera de la ley la mutilación genital femenina, envió a las niñas rápidamente a casa a sufrir la certeza del ritual, obligando a las que se habían atrevido a huir, a escapar de nuevo.
La aldea de Arror, a 170 kilómetros de Eldoret en el occidente de Kenia, está ubicada en un lujuriante y verde valle a los pies de espectaculares montañas. Resonando con los trinos de los pájaros y el burbujeo de un arroyo, este villorrio de mil doscientos habitantes parece un mundo de idílica paz. Las chozas circulares de barro están dispersas a lo largo de angostos senderos donde las mujeres de la tribu marakwet, llevando alegres pañoletas y bonitas cuentas de cristal y machetes en bolsas de paja, se rezagan charlando.
Pero debajo de la superficie hay todo un mundo de brutal fatalismo, juramentos secretos, oscuras maldiciones y un sofocante temor que es tan poderoso que muchas madres no pueden proteger a sus hijas del agonizante ritual que sufrieron de niñas.
En la comunidad marakwet, como en otras muchas tribus, no hay otra ruta hacia la madurez de las chicas que la mutilación genital.
Algunas madres impulsan a sus hijas a hacerlo, prometiéndoles regalos. Pero los más ardientes partidarios del ritual son los padres y las viejas y viejos de la aldea.
"Mi madre me dijo que era bueno para mí", recordó Dorcas. "Me dijo: Serás una chica madura. Ahora podrás ir de fiestas con las otras chicas'. Me dijo que sacrificarían cabras de la familia para la fiesta. Me dijo que una vez que estuviera iniciada sería libre de casarme, porque las chicas que no han pasado por el ritual no pueden casarse".
El primer corte, hecho durante una ceremonia anual pública, es pequeño y simbólico, dijo Jacob Kibor, un pastor marakwet que viene luchando contra esta práctica durante años. Luego se lleva a las niñas a una choza de reclusión donde tiene lugar la operación más importante, en la que se usa un cuchillo o una hoja de afeitar, sin anestesia, para extraer los órganos sexuales externos, incluyendo todo o partes del clítoris y de los labios vaginales.
"Se supone que las niñas deben mostrarse estoicas", dijo Kibor. "Pero no todas lo pueden soportar". "Si una niña grita y causa así la vergüenza de la familia, las mujeres en la choza de reclusión se ponen a cantar en voz alta para ocultar los gritos.
Las niñas han jurado mantener el secreto. Joseph Chebii, que envió a su hija al ritual hace tiempo, todavía está convencido de que es una tradición que vale la pena y que no causa dolor. "No es doloroso, es nada", dijo, mofándose mientras trabajaba con una azada un pedazo de tierra.
Un artículo de la Organización Mundial de la Salud calculaba en dos millones por año las niñas que corrían el riesgo de una mutilación genital, la mayoría en alguno de 28 países africanos. Estimaba la frecuencia de las mutilaciones en Kenia en un 38%, con cifras más altas en zonas rurales.
El artículo decía que la hemorragia inicial y la impresión podían matar y que las mujeres sufren a menudo en silencio complicaciones que duran toda la vida.
Si se le pregunta a los aldeanos por las razones del ritual, aparte de iniciar a las niñas a la vida adulta, dicen simplemente que siempre ha sido así.
El ritual se practica de varias formas en otras tribus de Kenia y de otros países africanos. En algunas culturas es visto como un modo de prevenir la promiscuidad femenina; en otros, como estéticamente placentero.
Todos los viejos marakwet esperan ansiosamente el ritual. Cada diciembre se sacrifican cabras y se monta una fiesta, una celebración con cerveza elaborada tradicionalmente.
Cuando las niñas huyeron, todo la tribu se sintió amenazada en su unidad y significación. Hubo conmoción y rabia. Un grupo de aldeanos abordó a los funcionarios del distrito alegando que no tenían la intención de someter a las niñas al ritual.
"A los viejos les gusta porque hay una celebración y una fiesta. ¿Cómo podrían hacer fiestas si no hay niñas a las que someter a la circuncisión?", preguntó Susana Cheboi, 45, madre de Belinda, una de las escapadas. "Yo fui cortada cuando era muy niña. Me dolió mucho, y juré que no dejaría que mis hijas pasaran por esto".
En 1992 Cheboi trató de evitar que sus hijas fueran sometidas al ritual.
"Hablé con los viejos y les dije que no quería que mis hijas fueran sometidas a la circuncisión. Pero llegaron una noche y se llevaron a mi hija mayor y a la segunda y las cortaron a las dos", dijo.
"Lloré mucho".
El marido de Cheboi ha estado siempre resueltamente a favor del ritual. Ella tocó el tema con él un par de veces, explicándole lo que ella había sufrido de niña durante la ceremonia, y cada vez que tenía que parir, cuando tenían que cortarla de nuevo. Pero él no le hizo caso.
"Él dijo: Es imposible, porque es nuestra cultura'. No me hizo caso y dijo que todas las mujeres tenían que pasar por ello, así que para qué me quejaba".
Tina Kamaina, 36, la madre de otra de las escapadas, dijo que su marido simplemente le había informado que su hija Patropa sería sometida al ritual.
"Cuando planean una circuncisión, los viejos de aquí las cortan a todas. Y no puedes decir nada", dijo Kamaina.
"Tenía miedo de lo que podía pasar si mi hija se quedaba sin ser cortada. Aquí, si levantas la voz cuando van a cortar a las niñas, te pueden echar de la aldea o te puede pasar algo terrible. Te pueden maldecir. Los marakwets tienen su propia cultura y hacen lo que dicen".
Estaba impresionada y con miedo cuando Patrona se escapó hace unos días antes de la ceremonia. Pero dijo más tarde que, en secreto, se sentía feliz de que su hija hubiera escapado.
Le pregunté si había sufrido durante su propia operación, y ella murmuró: "Demasiado".
Las niñas cuyos padres esperan demasiado tiempo para realizar el ritual son ridiculizados y aislados. Se hacen canciones sobre sus deberes como niños eternos, que se las entonan cada vez que pasan.
En los años precedentes también hubo niñas que escaparon. Aquí en Kerio Valley, 17 niñas escaparon en 2000 de una aldea a unos 70 kilómetros de Arror, y buscaron la ayuda del Centro para los Derechos Humanos y la Democracia, de Eldoret, que logró una orden de los tribunales que impidió que fueran sometidas al ritual.
El director del centro, Ken Wafula, levantó una red de monitores comunitarios que se ocupan de organizar seminarios de prácticas en las aldeas al comienzo de la estación ritual para advertir a las chicas sobre las posibles complicaciones e informarles de sus derechos y ofrecer apoyo y protección a las que escapan.
Animadas por los monitores 40 niñas de aldeas de este distrito escaparon, en diciembre, hacia Eldoret, incluyendo a 23 de Arror.
Las niñas de Arror huyeron cuando vieron los preparativos para el ritual -la elaboración de la cerveza y la aparición en sus casas de pieles de cabra que las chicas deben usar después de la iniciación- y lo hicieron con una de las monitoras de comunidad de Wafula.
La noche estaba cayendo. Sólo habían cubierto una corta distancia. Un sospechoso grupo de aldeanos las paró en el camino y les preguntaron qué estaban haciendo.
Con el corazón en la mano, las niñas dijeron que iban a un campamento de la escuela. Los aldeanos volvieron a Arror, donde toparon con uno de los padres y le alertaron. Él las persiguió, pero su hija lo vio acercarse y se ocultó entre los matorrales.
Furioso, el hombre exigió a las niñas que le entregaran a su hija, pero no la vio y finalmente abandonó su búsqueda. Entonces las chicas se salieron del camino y se internaron por un terreno escarpado y lleno de serpientes.
"No íbamos pensando en que nos podía morder una serpiente. Estábamos pensando en cómo escapar de la circuncisión", susurró Dorcas. "Teníamos miedo, porque estaba oscuro".
Después de seis horas de caminata llevaron a una parada de autobús y esperaron ahí cuatro horas más. Llegaron a Eldoret en la mañana. Al día siguiente, Edward Limo, un anciano del African Inland Church, llevó a las 40 chicas a su casa.
"No te puedo entregar si estás huyendo de algún peligro", dijo Limo, 78, un ferviente cristiano. "Las cuidaré tanto tiempo como quieran quedarse aquí".
Como niño marakwet no supo lo que era una escuela sino hasta que huyó de su aldea a los 13 años e ingresó en la escuela de la misión. La primera niña marakwet que salvó del ritual fue su propia hermana, a la que ayudó a huir en 1943.
Pero sus esfuerzos en diciembre por rescatar a las 40 niñas no tuvieron éxito. Pocos días después de que las niñas huyeran intervino Linah Kilimo, ministro de gobierno para la comunidad marakwet, que insistió en que las niñas fueran enviadas a casa. Las llevaron a casa en vehículos del gobierno.
Limo dijo que Kilimo, una mujer, lo reprochó enfadada por acoger a las niñas. "Me dijo: No puedes cambiar la cultura de un día para otro'".
Cuando las obligaron a volver a casa, "todas lloramos", dijo Dorcas. "Pensábamos que el ministro no quería que nos quedáramos, por cuestiones políticas"
Gladys Chelakat, otra escapada, dijo que cuando las chicas volvieron sus padres juraron que seguirían adelante con los rituales. "Mis padres estaban muy enojados. Querían someterme al ritual porque dijeron que si no lo hacía siempre sería una niña. Pero decidí que me mantendría firme pasara lo que pasara, para dar un ejemplo a la comunidad".
Poco después, 33 de las 40 escapadas volvieron a buscar refugio en casa de Limo, desplazándose esta vez en grupos de tres o cuatro chiquillas. No sabe lo qué pasó con las otras siete que no escaparon. Esta vez el gobierno no intervino.
Mantuvo a cuatro niñas en su casa y envió a las otras a internados cristianos. Once de ellas fueron más tarde enviadas a sus familias, porque eran muy jóvenes y echaban de menos a sus madres o porque no se acostumbraban a la escuela. Una de ellas estaba embarazada.
Las chicas que se quedaron son el problema más grande y Limo se pregunta qué hará con los miles de chelines en matrículas impagas, que suben con cada trimestre.
"En julio ya no las podré mantener. Tendré que discontinuarlas", dijo John Cherviyot, rector de la Escuela Básica de Kaptagat, a la que asisten algunas de ellas. No está claro qué pasará si nadie paga la cuenta.
Naciones Unidas se opone a la mutilación genital femenina desde principios de los años de 1950, pero medio siglo después todavía hay millones que corren peligro cada año. Activistas como Kibor se muestran perplejos de que décadas de campaña contra la práctica no han logrado terminar con ella.
"Una razón es que no hay un substituto viable de esa costumbre", dijo. Agregó que debía haber un modo de transmitir las buenas enseñanzas y tradiciones tribales sin mutilar a nadie.
Tradicionalmente las niñas deben pasar por el ritual hacia los 17 años, pero los viejos han respondido a la campaña contra el ritual aplicando la mutilación a niñas de hasta ocho años, que es menos probable que ofrezcan mucha resistencia.
Pero las recientes fugas de decenas de chiquillas a la vez plantean un reto nunca visto a la autoridad de los viejos, y la cantidad de chicas aumentará si queda en manos de Wafula.
"Si las niñas siguen huyendo, la tradición morirá por sí sola", dijo Chebio, la aldeana que mandó a su hija a sufrir el ritual. Pero en privado algunas mujeres dicen otra cosa: que la comunidad no perderá nada con abandonar el ritual.
Kamaina, cuya hija Petrona asiste a una de las escuelas, quiere que sus otras hijas también se fuguen para evitar la mutilación genital.
Cuando le pregunté cómo, se quedó callada.
"No sé", susurró finalmente.
Cuando Belinda escapó, Cheboi le contó a su marido una vez más las agonías del doloroso ritual. Esta vez sí le hizo caso.
"Me dijo: Te estoy escuchando, estoy aprendiendo de a poco".
Cheboi está decidida a enviar a la menor de sus cuatro hijas, Jepkoech, 9, a casa de un tío para evitar la mutilación.
A 160 kilómetros de Eldoret, en una pintoresca salita con citas de la Biblia colgando de las paredes, Limo hojeaba orgullosamente varios decenas de informes escolares que compartían sus mismas esperanzas de que las niñas fueran a la universidad.
Dorcas quiere ser abogado y ayudar a las otras niñas. Limo dice que es una chiquilla fuerte, debajo de su timidez. "Lo hará", dijo, sonriendo.
Más tarde, cuando me disponía a partir, Dorcas levantó la vista y me miró a los ojos.
7 de julio de 2004
©los angeles times ©traducción mQh"
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