el oponente en el ring
[David Wharton] Que te golpeen para vivir. El boxeo está lleno de púgiles como Corey Alarcón, a los que se les paga para que sean peldaños de los triunfadores.
El muchacho baila en su rincón, lanzando golpes -uno-dos-tres- a la multitud, con un leve brillo de sudor formándose en sus espaldas. Es el favorito de la localidad, joven e invicto, brillando de ilusión.
Al otro lado del ring está Corey Alarcón, con los brazos colgando. No lleva ninguna bata brillante, ni hay fans de su pueblo natal para que lo animen. Sus pantalones rojos están desteñidos.
Te gustaría creer que una vez que suena la campana cualquier cosa puede pasar, pero el resultado de esta pelea parece clara antes de empezar.
No vamos ni en el primer minuto del primer round y el muchacho Alarcón está en problemas, recibiendo duros golpes que lo hacen perder el equilibrio. Gritos y silbidos rebotan haciendo eco en el pequeño auditorio en el centro de Oxnard. El local está semi vacío, y para ser viernes noche es suficientemente tarde como para que los aficionados, aguantando los primeros rounds, hayan tenido algunas horas para beber. Están impacientes de un knockout.
"Vamos", chilla alguien. "¡Machácalo!"
En la jerga del pugilato, Alarcón es un oponente', el tipo de boxeador que es contratado para hacer frente a los triunfadores y verdaderos contendores.
Esta no es la materia de novelas de diez centavos -el cuerpo tibio que proporcionan promotores torcidos. Los oponentes' son trabajadores especializados, suficientemente buenos como para montar una pelea, pero no lo suficiente como para ganar.
Alarcón, 27, peso ligero-welter, ha hecho su carrera enfrentándose a hombres más jóvenes con antecedentes más llamativos. Gana un par de miles de dólares en cada pelea, y persevera porque ama el deporte y sueña con un golpe de suerte.
"Yo soy el Rocky Balboa", dice. "Siempre buscando un vuelco".
Como con casi todas sus peleas, Alarcón aceptó esta en el Centro de Conferencias y Artes Dramáticas de Oxnard el mes pasado con pocos días de antelación. Ha viajado desde Denver, y no se entera sino hasta el día antes que su rival, Víctor Ortiz, es zurdo.
En el boxeo, esa es una información crucial.
Desde el golpe de campana, Alarcón parece dudar sobre cómo atacar al zurdo. Un fuerte golpe lo lanza trastabillando hasta las cuerdas. Después de eso, es cuestión de pegarse al cuerpo y alejarse.
"Yo quería llegar hasta el final del round", dice más tarde. "Estaba tratando de imaginar su estilo".
No todo boxeador puede ser campión. El deporte necesita una clase trabajadora de teloneros y para servir como escalones.
Gil Clancy, que ha entrenado a campeones como Emile Griffith a Óscar de La Hoya, explica que con buenas expectativas "tú tratas de que tu púgil gane la pelea. Y el mejor tipo de victoria es cuando el otro es competitivo. De otro modo, no llegas a ninguna parte".
El folclore del boxeo incluye pocos momentos de gloria para los jornaleros. En 1975, el peso pesado Chuck Wepner -el Bayonne Bleeder'- lanzó a la lona a Muhammad Ali antes de este lo parara en el round 15, una pelea que inspiró la película de Sylvester Stallone, Rocky'.
Pero el trabajo puede ser peligroso. En una pelea el 28 de mayo en el Staples Center, Rubén Contreras -un oponente' veterano- sufrió una lesión en la cabeza y fue transferido hace poco del hospital a un centro de rehabilitación. El sábado, Martín Sánchez murió de lesiones sufridas durante una pelea del viernes por la noche.
Interrogado sobre los riesgos, Alarcón se encoge de hombros y te lanza una de esas frases del tipo "Es la voluntad de Dios..." El deporte todavía no lo agota. Su cara sigue estando relativamente lisa. Es articulado, si no filosófico, sobre su situación.
Empezó del mismo modo que muchos, entrando a un gimnasio a los 14 y descubriendo que tenía una especie de talento natural. Después de ganar unos torneos de amateurs, se hizo profesional en 2000.
En esa época él era como Ortiz, joven y prometedor, con un récord de 6-0 contra oponentes de experiencia y habilidad similar. Entonces, dice: "Nadie me quería pelear".
Desesperado por algo de acción, atraído por el glamour del boxeo en un gimnasio de Houston, Alarcón aceptó un reto de un as llamado Rocky Suárez, con sólo unos pocos días de preparación. Dice que tuvo que bajar más de 5 kilos para entrar en la categoría y subió al ring sintiéndose débil. Juárez, ahora un contendores peso pluma muy reputado, lo machacó en un knockout técnico a la segunda vuelta.
Alarcón todavía se encoge con el recuerdo. Volvió a casa deshidratado y apenas en estado de salir de la cama, vomitando y no comiendo otra cosa que pollo durante dos semanas. "Odio la sopa de pollo", dice. Pero no renunció al boxeo.
La camaradería del gimnasio, la adrenalina de enfrentarse a otro hombre en el ring -el boxeo lo había conquistado. Además, dice, "cuando pierdo, me cuesta menos que me contraten".
De un día para otro se convirtió en un oponente'. Eso significó aceptar peleas donde pudiera, viajando a la ciudad natal del otro tipo y rara vez siendo contratado de antemano para más de una semana.
Es un secreto público en el deporte. Los representantes deben no solamente elegir a los oponentes, a menudo esperan hasta el último minuto. Pat Nelson, promotor y representante en Youngstown, Ohio, explica: "No hay que dar ventajas al otro tipo durante la preparación".
Como el récord de Alarcón no es demasiado alto, imaginó que el único modo de salir de su situación era sorprendiendo a alguien, ganar una pelea que no se supone que tiene que ganar.
Nada queda en el primer round cuando Alarcón se pega a Ortiz en un abrazo cerca de las cuerdas. Parece que va a sobrevivir. Pero entonces, cuando el referí los separa, Ortiz le lanza un gancho a la mandíbula.
Desde un ángulo, el golpe parece aterrizar en la mejilla de Alarcón. Desde otro, parece que le da más sólidamente. De cualquier modo, cae a la lona, se sienta, y se desploma.
La pelea termina en un caos. El referí determina que el gancho fue un golpe ilegal, lanzado después del break.
Debido a que Alarcón no puede continuar, Ortiz es descalificado. Gana Alarcón.
Los aficionados abuchean y gritan obscenidades, furiosos de ver perder a su favorito. Ortiz había subido al ring con un récord de 7-0, y la gente ya había empezado a hablar sobre el muchacho de 18 como un futuro contendor. Mientras los oficiales del estado se arremolinan en torno a un monitor de televisión para confirmar la decisión, el manager de Ortiz, Cameron Dunkin, cuenta a todo el mundo que Alarcón se desplomó a propósito, una manera solapada de conseguir una victoria.
"¡No le pagen!", aúlla Dunkin. "¡Abandonó!".
Alarcón jura que el golpe fue fuerte y, con la trifulca, no se ha enterado de que es el ganador. De pie, hace callar a los intrusos, se acerca a Ortiz y le dice: "Ese fue un golpe de mala leche".
Para él, es un tema delicado. Dice que pelear en el patio de otro significa que nunca que dan una oportunidad.
"Un montón de golpes bajos", dice. "Parece que el referí los deja hacer lo que quieren".
También: "Si no salgo y noqueo al buey, voy a perder por puntaje".
Cuando habla sobre su deporte, Alarcón tiene el hábito de levantar la mano, pasando un dedo sobre una angosta cicatriz debajo de su ojo derecho, como para acentuar su punto.
De vuelta en el auditorio de Oxnard, en un atiborrado camarín que comparte con otro boxeador, Alarcón no se siente bien. Cuando un doctor del estado entra a chequear, el púgil se queja de tener la vista borrosa y dolor de cabeza.
Rubén Contreras tuvo síntomas similares en el Staples Center hace una semana, justo antes de sufrir un ataque de apoplejía, así que los paramédicos amarraron a Alarcón a una camilla. La multitud está todavía furiosa, y lo sacan por una puerta lateral.
Lou DiBella, el importante promotor de Nueva York, tiene una frase estándar para los jornaleros: "Podrías estar mejor con otro acto". Quiere decir, algo fuera del boxeo. "Ganas más dinero, y sigues estando sano".
El dinero no fue nunca un problema para Alarcón. Después de un par de años como profesional, se dio cuenta de que nunca iba a tener demasiado éxito.
Mientras que algunos boxeadores podrían vivir con 14.000 o 15.000 dólares al año y dedicarse a entrenarse, él tenía una esposa y dos niños que mantener. Entró a la escuela industrial para convertirse en un electricista sindicado.
Sus días empiezan antes del amanecer con un largo trayecto hacia las montañas, al balneario de Breckenridge, Colorado. Allá hace las instalaciones eléctricas para las bañeras de las enormes casas de vacaciones, pasándose por alto la pausa de almuerzo de 15 minutos para poder salir más temprano y bajar de la montaña de vuelta a casa.La mayoría de las noches, llega al gimnasio a las seis y entrena algunas horas antes de marcharse a casa. Su esposa, April, no está encantada, pero dice que piensa que podría pasar el tiempo haciendo cosas peores.
"Le encanta, y no quiero quitarle algo que quiere tanto", dice.
April acostumbraba a asistir a sus peleas, pero eso terminó el año pasado después de una dura noche contra el invicto Isaac Mendoza. En una pelea en un casino indio de Oklahoma, Alarcón sufrió un corte -es la cicatriz debajo del ojo- y sangró profusamente. La multitud entró en éxtasis, y chillaban: "¡Mátalo!"
"Fue terrible", dice April.
Con un hijo e hija jóvenes, y otro niño en camino para este verano, ella quiere que el deporte les proporcione algo parecido a un seguro de salud, quizás un plan de pensión.
Esta primavera, el senado norteamericano aprobó la Ley de Enmienda del Boxeo Profesional de 2005, un proyecto de ley auspiciado por el senador John McCain (republicano, Arizona). La ley, una versión que fue también aprobada por un comité de la Cámara la semana pasada, creará una comisión nacional para fijar reglas uniformes y mejorar las condiciones de seguridad.
DiBella dice: "Esto no es para proteger a Óscar de La Hoya o Shane Mosley. Es para proteger a los jornaleros".
Eso le huele bien a Alarcón, aunque todavía no ha visto ningún cambio y no espera ninguno en el futuro cercano.
"¿Sabías que todos los jugadores de béisbol y de fútbol tienen sindicatos?", dice.
"El boxeo es uno de los deportes más peligrosos que hay, y no tenemos nada".
Para la sala de urgencias del Centro Médico Regional St. John, de Oxnard, es una noche agitada. Alarcón está en su cubículo, todavía con sus pantalones y zapatillas de boxeo, una camiseta blanca -la camiseta levantada, arrugada. Está lúcido -sólo tiene dolor- cuando hace una petición a los paramédicos.
Su manager se quedó en el auditorio, ocupándose de otros púgiles de su ficha, así que Alarcón necesitan que lo lleven a casa. Los paramédicos dicen que no pueden.
Cerca hay gente llorando.
"Quiero irme", dice Alarcón. "No me gustan los hospitales".
Aparece una enfermera para examinarlo y hacer algunas preguntas. ¿Todavía tiene la visión borrosa? ¿Le cosquillean los pies? ¿Siente dolor?
Alarcón dice que no es nada fuera de lo habitual.
Con un analgésico, que toma reluctantemente, dice que prefiere aguantar el malestar que siente después de las peleas.
El boxeo le ha dado buenos momentos. Los promotores normalmente le envían el billete de avión para que viaje cómodamente, y los cuartos de los moteles están bien. Su récord ha subido a 12-9.
Pero esta noche está sombrío. Como esa vez en Laughling, Nevada, una de las varias ocasiones en que los aficionados le han arrojado cervezas. U otra pelea, en un casino Atlantic City, cuando el promotor llegó a los boxeadores a una cantina de empleados. La comida no era tan buena, así que Alarcón se disculpó. Su manager sí comió y estuvo enfermo todo el día siguiente.
"Después de eso, siempre traigo un par de dólares para meterme a un McDonald's", dice el púgil.
Aunque no depende del deporte para vivir, es dinero es un asunto delicado.
De los 2.000 dólares que recibirá por pelear con Ortiz -a pesar de las amenazas del manager del rival-, un 25 por ciento es para su manager y su cornerman. Habrá regateo para ver quién paga la cuenta de la sala de emergencias.
Y, por primera vez, el gimnasio donde entrena ha empezado a exigir pagos mensuales.
"Es una pelea que no termina nunca', dice.
Cuando el doctor finalmente lo deja marcharse, Alarcón aprovecha el viaje de un periodista para volver al auditorio.
Los aficionados todavía están dando vueltas frente al gimnasio, y Alarcón, preocupado de que puedan atacarle, sugiere entrar por detrás.
Su manager, parado junto a la puerta, le avisa que no baje del coche.
El púgil vuelve a su hotel, todavía en sus shorts. Es la indignidad final de una larga y desalentadora noche, cuando incluso ganar sabe mal.
5 de julio de 2005
©los angeles times
©traducción mQh
"
Al otro lado del ring está Corey Alarcón, con los brazos colgando. No lleva ninguna bata brillante, ni hay fans de su pueblo natal para que lo animen. Sus pantalones rojos están desteñidos.
Te gustaría creer que una vez que suena la campana cualquier cosa puede pasar, pero el resultado de esta pelea parece clara antes de empezar.
No vamos ni en el primer minuto del primer round y el muchacho Alarcón está en problemas, recibiendo duros golpes que lo hacen perder el equilibrio. Gritos y silbidos rebotan haciendo eco en el pequeño auditorio en el centro de Oxnard. El local está semi vacío, y para ser viernes noche es suficientemente tarde como para que los aficionados, aguantando los primeros rounds, hayan tenido algunas horas para beber. Están impacientes de un knockout.
"Vamos", chilla alguien. "¡Machácalo!"
En la jerga del pugilato, Alarcón es un oponente', el tipo de boxeador que es contratado para hacer frente a los triunfadores y verdaderos contendores.
Esta no es la materia de novelas de diez centavos -el cuerpo tibio que proporcionan promotores torcidos. Los oponentes' son trabajadores especializados, suficientemente buenos como para montar una pelea, pero no lo suficiente como para ganar.
Alarcón, 27, peso ligero-welter, ha hecho su carrera enfrentándose a hombres más jóvenes con antecedentes más llamativos. Gana un par de miles de dólares en cada pelea, y persevera porque ama el deporte y sueña con un golpe de suerte.
"Yo soy el Rocky Balboa", dice. "Siempre buscando un vuelco".
Como con casi todas sus peleas, Alarcón aceptó esta en el Centro de Conferencias y Artes Dramáticas de Oxnard el mes pasado con pocos días de antelación. Ha viajado desde Denver, y no se entera sino hasta el día antes que su rival, Víctor Ortiz, es zurdo.
En el boxeo, esa es una información crucial.
Desde el golpe de campana, Alarcón parece dudar sobre cómo atacar al zurdo. Un fuerte golpe lo lanza trastabillando hasta las cuerdas. Después de eso, es cuestión de pegarse al cuerpo y alejarse.
"Yo quería llegar hasta el final del round", dice más tarde. "Estaba tratando de imaginar su estilo".
No todo boxeador puede ser campión. El deporte necesita una clase trabajadora de teloneros y para servir como escalones.
Gil Clancy, que ha entrenado a campeones como Emile Griffith a Óscar de La Hoya, explica que con buenas expectativas "tú tratas de que tu púgil gane la pelea. Y el mejor tipo de victoria es cuando el otro es competitivo. De otro modo, no llegas a ninguna parte".
El folclore del boxeo incluye pocos momentos de gloria para los jornaleros. En 1975, el peso pesado Chuck Wepner -el Bayonne Bleeder'- lanzó a la lona a Muhammad Ali antes de este lo parara en el round 15, una pelea que inspiró la película de Sylvester Stallone, Rocky'.
Pero el trabajo puede ser peligroso. En una pelea el 28 de mayo en el Staples Center, Rubén Contreras -un oponente' veterano- sufrió una lesión en la cabeza y fue transferido hace poco del hospital a un centro de rehabilitación. El sábado, Martín Sánchez murió de lesiones sufridas durante una pelea del viernes por la noche.
Interrogado sobre los riesgos, Alarcón se encoge de hombros y te lanza una de esas frases del tipo "Es la voluntad de Dios..." El deporte todavía no lo agota. Su cara sigue estando relativamente lisa. Es articulado, si no filosófico, sobre su situación.
Empezó del mismo modo que muchos, entrando a un gimnasio a los 14 y descubriendo que tenía una especie de talento natural. Después de ganar unos torneos de amateurs, se hizo profesional en 2000.
En esa época él era como Ortiz, joven y prometedor, con un récord de 6-0 contra oponentes de experiencia y habilidad similar. Entonces, dice: "Nadie me quería pelear".
Desesperado por algo de acción, atraído por el glamour del boxeo en un gimnasio de Houston, Alarcón aceptó un reto de un as llamado Rocky Suárez, con sólo unos pocos días de preparación. Dice que tuvo que bajar más de 5 kilos para entrar en la categoría y subió al ring sintiéndose débil. Juárez, ahora un contendores peso pluma muy reputado, lo machacó en un knockout técnico a la segunda vuelta.
Alarcón todavía se encoge con el recuerdo. Volvió a casa deshidratado y apenas en estado de salir de la cama, vomitando y no comiendo otra cosa que pollo durante dos semanas. "Odio la sopa de pollo", dice. Pero no renunció al boxeo.
La camaradería del gimnasio, la adrenalina de enfrentarse a otro hombre en el ring -el boxeo lo había conquistado. Además, dice, "cuando pierdo, me cuesta menos que me contraten".
De un día para otro se convirtió en un oponente'. Eso significó aceptar peleas donde pudiera, viajando a la ciudad natal del otro tipo y rara vez siendo contratado de antemano para más de una semana.
Es un secreto público en el deporte. Los representantes deben no solamente elegir a los oponentes, a menudo esperan hasta el último minuto. Pat Nelson, promotor y representante en Youngstown, Ohio, explica: "No hay que dar ventajas al otro tipo durante la preparación".
Como el récord de Alarcón no es demasiado alto, imaginó que el único modo de salir de su situación era sorprendiendo a alguien, ganar una pelea que no se supone que tiene que ganar.
Nada queda en el primer round cuando Alarcón se pega a Ortiz en un abrazo cerca de las cuerdas. Parece que va a sobrevivir. Pero entonces, cuando el referí los separa, Ortiz le lanza un gancho a la mandíbula.
Desde un ángulo, el golpe parece aterrizar en la mejilla de Alarcón. Desde otro, parece que le da más sólidamente. De cualquier modo, cae a la lona, se sienta, y se desploma.
La pelea termina en un caos. El referí determina que el gancho fue un golpe ilegal, lanzado después del break.
Debido a que Alarcón no puede continuar, Ortiz es descalificado. Gana Alarcón.
Los aficionados abuchean y gritan obscenidades, furiosos de ver perder a su favorito. Ortiz había subido al ring con un récord de 7-0, y la gente ya había empezado a hablar sobre el muchacho de 18 como un futuro contendor. Mientras los oficiales del estado se arremolinan en torno a un monitor de televisión para confirmar la decisión, el manager de Ortiz, Cameron Dunkin, cuenta a todo el mundo que Alarcón se desplomó a propósito, una manera solapada de conseguir una victoria.
"¡No le pagen!", aúlla Dunkin. "¡Abandonó!".
Alarcón jura que el golpe fue fuerte y, con la trifulca, no se ha enterado de que es el ganador. De pie, hace callar a los intrusos, se acerca a Ortiz y le dice: "Ese fue un golpe de mala leche".
Para él, es un tema delicado. Dice que pelear en el patio de otro significa que nunca que dan una oportunidad.
"Un montón de golpes bajos", dice. "Parece que el referí los deja hacer lo que quieren".
También: "Si no salgo y noqueo al buey, voy a perder por puntaje".
Cuando habla sobre su deporte, Alarcón tiene el hábito de levantar la mano, pasando un dedo sobre una angosta cicatriz debajo de su ojo derecho, como para acentuar su punto.
De vuelta en el auditorio de Oxnard, en un atiborrado camarín que comparte con otro boxeador, Alarcón no se siente bien. Cuando un doctor del estado entra a chequear, el púgil se queja de tener la vista borrosa y dolor de cabeza.
Rubén Contreras tuvo síntomas similares en el Staples Center hace una semana, justo antes de sufrir un ataque de apoplejía, así que los paramédicos amarraron a Alarcón a una camilla. La multitud está todavía furiosa, y lo sacan por una puerta lateral.
Lou DiBella, el importante promotor de Nueva York, tiene una frase estándar para los jornaleros: "Podrías estar mejor con otro acto". Quiere decir, algo fuera del boxeo. "Ganas más dinero, y sigues estando sano".
El dinero no fue nunca un problema para Alarcón. Después de un par de años como profesional, se dio cuenta de que nunca iba a tener demasiado éxito.
Mientras que algunos boxeadores podrían vivir con 14.000 o 15.000 dólares al año y dedicarse a entrenarse, él tenía una esposa y dos niños que mantener. Entró a la escuela industrial para convertirse en un electricista sindicado.
Sus días empiezan antes del amanecer con un largo trayecto hacia las montañas, al balneario de Breckenridge, Colorado. Allá hace las instalaciones eléctricas para las bañeras de las enormes casas de vacaciones, pasándose por alto la pausa de almuerzo de 15 minutos para poder salir más temprano y bajar de la montaña de vuelta a casa.La mayoría de las noches, llega al gimnasio a las seis y entrena algunas horas antes de marcharse a casa. Su esposa, April, no está encantada, pero dice que piensa que podría pasar el tiempo haciendo cosas peores.
"Le encanta, y no quiero quitarle algo que quiere tanto", dice.
April acostumbraba a asistir a sus peleas, pero eso terminó el año pasado después de una dura noche contra el invicto Isaac Mendoza. En una pelea en un casino indio de Oklahoma, Alarcón sufrió un corte -es la cicatriz debajo del ojo- y sangró profusamente. La multitud entró en éxtasis, y chillaban: "¡Mátalo!"
"Fue terrible", dice April.
Con un hijo e hija jóvenes, y otro niño en camino para este verano, ella quiere que el deporte les proporcione algo parecido a un seguro de salud, quizás un plan de pensión.
Esta primavera, el senado norteamericano aprobó la Ley de Enmienda del Boxeo Profesional de 2005, un proyecto de ley auspiciado por el senador John McCain (republicano, Arizona). La ley, una versión que fue también aprobada por un comité de la Cámara la semana pasada, creará una comisión nacional para fijar reglas uniformes y mejorar las condiciones de seguridad.
DiBella dice: "Esto no es para proteger a Óscar de La Hoya o Shane Mosley. Es para proteger a los jornaleros".
Eso le huele bien a Alarcón, aunque todavía no ha visto ningún cambio y no espera ninguno en el futuro cercano.
"¿Sabías que todos los jugadores de béisbol y de fútbol tienen sindicatos?", dice.
"El boxeo es uno de los deportes más peligrosos que hay, y no tenemos nada".
Para la sala de urgencias del Centro Médico Regional St. John, de Oxnard, es una noche agitada. Alarcón está en su cubículo, todavía con sus pantalones y zapatillas de boxeo, una camiseta blanca -la camiseta levantada, arrugada. Está lúcido -sólo tiene dolor- cuando hace una petición a los paramédicos.
Su manager se quedó en el auditorio, ocupándose de otros púgiles de su ficha, así que Alarcón necesitan que lo lleven a casa. Los paramédicos dicen que no pueden.
Cerca hay gente llorando.
"Quiero irme", dice Alarcón. "No me gustan los hospitales".
Aparece una enfermera para examinarlo y hacer algunas preguntas. ¿Todavía tiene la visión borrosa? ¿Le cosquillean los pies? ¿Siente dolor?
Alarcón dice que no es nada fuera de lo habitual.
Con un analgésico, que toma reluctantemente, dice que prefiere aguantar el malestar que siente después de las peleas.
El boxeo le ha dado buenos momentos. Los promotores normalmente le envían el billete de avión para que viaje cómodamente, y los cuartos de los moteles están bien. Su récord ha subido a 12-9.
Pero esta noche está sombrío. Como esa vez en Laughling, Nevada, una de las varias ocasiones en que los aficionados le han arrojado cervezas. U otra pelea, en un casino Atlantic City, cuando el promotor llegó a los boxeadores a una cantina de empleados. La comida no era tan buena, así que Alarcón se disculpó. Su manager sí comió y estuvo enfermo todo el día siguiente.
"Después de eso, siempre traigo un par de dólares para meterme a un McDonald's", dice el púgil.
Aunque no depende del deporte para vivir, es dinero es un asunto delicado.
De los 2.000 dólares que recibirá por pelear con Ortiz -a pesar de las amenazas del manager del rival-, un 25 por ciento es para su manager y su cornerman. Habrá regateo para ver quién paga la cuenta de la sala de emergencias.
Y, por primera vez, el gimnasio donde entrena ha empezado a exigir pagos mensuales.
"Es una pelea que no termina nunca', dice.
Cuando el doctor finalmente lo deja marcharse, Alarcón aprovecha el viaje de un periodista para volver al auditorio.
Los aficionados todavía están dando vueltas frente al gimnasio, y Alarcón, preocupado de que puedan atacarle, sugiere entrar por detrás.
Su manager, parado junto a la puerta, le avisa que no baje del coche.
El púgil vuelve a su hotel, todavía en sus shorts. Es la indignidad final de una larga y desalentadora noche, cuando incluso ganar sabe mal.
5 de julio de 2005
©los angeles times
©traducción mQh
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2 comentarios
Aleyda -
almanaque do roberto -