guerra hacia el desastre
[Arthur Schlesinger, Jr.] El autor pasa revista a temas menos explorados en torno a la guerra de Iraq: la influencia en el pensamiento del presidente Bush y sus asesores del aburrido y proto-fascista filósofo teutón Leo Strauss, las falsedades con que el servicio secreto israelí alimentó la paranoia del presidente y los esfuerzos de la prensa norteamericana para acallar las voces contra la guerra. La democracia estadounidense se deteriora a pasos de gigante.
¿Quién nos metió en este lío -en nuestra precipitada zambullida en una guerra preventiva contra Iraq? La respuesta correcta y rápida es: el presidente George W. Bush. Pero nuestro presidente hizo campaña hace cuatro años prometiendo humildad en la política exterior y un rechazo de la construcción de países como si fuera trabajo social. ¿Quién le hizo cambiar de opinión?
La democracia, a su debido tiempo, le pedirá cuentas, aunque esa exigencia ha cambiado con el tiempo y la historia deberá algún día enfrentarse a la tarea de encontrar una explicación. Los historiadores de la Guerra de Iraq tendrá montones de materiales para trabajar. A diferencia de la Guerra de Vietnam, se nos envolvió sigilosamente y fue lenta en producir documentos, la Guerra de Iraq fue pregonada de antemano y ha sido el tema de un montón de tomos de historia instantánea, que cubren muchos aspectos de la veloz victoria y su sangrienta secuela.
James Mann es el autor de dos libros sobre las relaciones sino-americanas. James Bamford es el autor de dos libros sobre la Agencia de Seguridad Nacional. Sus dos libros, hábilmente escritos, El ascenso de los Vulcanos' [Rise of the Vulcans] y Un pretexto para la guerra' [A Pretext for War], ofrecen varias respuestas sobre los orígenes de la teoría en la que basó el presidente Bush la Guerra de Iraq -la teoría de que Iraq representaba un peligro tan urgente e inminente para Estados Unidos que se justificaba una guerra preventiva.
Los dos libros se complementan perfectamente. El tema central de Mann son los ministerios de Asuntos Exteriores y de Defensa; el de Bamford, los servicios secretos. Vulcanos' cubre terreno conocido, pero está mejor organizado, se lee mejor y es más mesurado de tono. Pretexto' está torpemente organizado, pero trata materiales menos conocidos y su tono es de más indignación.
Vulcano, el dios romano del fuego y de la metalurgia, fue el apodo adoptado por los asesores en política exterior de George W. Bush para la campaña del 2000. Mann estudia las carreras de una galería de funcionarios a los que llama con razón el gabinete de guerra de Bush: Colin Powell, Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Condoleeza Rice, Paul Wolfowitz y Richard Armitage. Bamford empieza con un meticuloso relato del 11 de septiembre de 2001, y luego analiza la guerra terrorista contra Occidente en los años noventa. El último capítulo, y el más interesante del libro, da cuenta del uso y abuso que ha hecho el gobierno de Bush de las informaciones del servicio secreto.
Mann y Bamford comparten su escepticismo de la fantasía neo-conservadora de que el establecimiento de la democracia en Iraq tendrá un efecto de dominó y democratizará a todo el mundo musulmán. Mann atribuye estas ilusiones visionarias de los neo-conservadores a la influencia de Leo Strauss (1899-1973), el filósofo y refugiado alemán que encontró finalmente un hogar en la Universidad de Chicago. Strauss enseñó a sus discípulos la creencia en los absolutos, el desdén por el relativismo y el placer de las proposiciones abstractas. Aprobaba las nobles mentiras' de Platón, despreciaba la vida moderna y creía que una elite straussiana en el gobierno dominaría con el tiempo la sensación de sentirse perseguido. Las enseñanzas de Strauss se pueden encontrar, en forma vulgarizada, en el libro éxito de ventas de Allam Bloom, El cierre de la mente moderna' [ The Closing of the American Mind] de 1987, un libro notable por la total exclusión de dos de los más excelsos filósofos estadounidenses: Emerson y William James.
La teutona charlatanería de Strauss ha tenido casi el mismo efecto en pensadores más empíricos que la que tuvo Hegel en William James (véase Sobre algunos hegelianismos' [On Some Hegelisms]). "La influencia de Strauss no es sorprendente", escribe Mann, "porque sus voluminosos, y a menudo esotéricos escritos no dicen prácticamente nada específico sobre temas políticos, ni sobre política exterior ni interior". Sin embargo, los estudiantes de Strauss y de Bloom -William Kristol, el editor; Robert Kagan, el polemista anti-europeo; Francis Fujuyama, el profeta del fin de la historia'; Paul Wolfowitz, el planificador estratégico- inspirados quizás por la visión straussiana del rey-filósofo, se marcharon en tropel al Washington de Ronald Reagan, se sintieron descontentos durante la presidencia del viejo Bush, y florecieron bajo el régimen de Bush el Joven.
Anne Norton, una politóloga de la Universidad de Pensilvania, escribió su disertación sobre los straussianos de la Universidad de Chicago. En su bien documentado y hábil libro, Leo Strauss and the Politics of American Empire'[Leo Strauss y las políticas del Imperio Americano] 1, menciona a más de treinta straussianos influyentes en el Washington de 1999. Dada la práctica de la contrataciones ideológicas evocadoras del Partido Comunista, hoy debe de haber más del doble de esa cantidad esparcidos entre agencias gubernamentales, escuelas militares, academias de guerra y laboratorios ideológicos.
Hay un enigma sobre la transmutación de los conservadores tradicionales en reyes-filósofos neo-conservadores. "El conservadurismo reverenciaba la costumbre y la tradición", escribe Anne Norton. Los conservadores "desconfiaban de los principios abstractos, de las teorías grandiosas, de los proyectos utópicos". El conservadurismo norteamericano era normalmente burkeano en su respeto de las costumbres, de la sabiduría incrustada en hábitos e instituciones antiguas. Pero los straussianos cambiaron todo esto. Los llamados a la historia y a la memoria se hicieron anticuados. "En su lugar aparecieron los llamados a lo universal, a los principios abstractos, a los proyectos utópicos mismos que el conservadurismo desdeñaba en el pasado".
¿Qué podría ser más utópico que el sueño neo-conservador de que la democratización de Iraq conducirá a la democratización del mundo musulmán? ¿Qué llevó a los neo-conservadores straussianos a abandonar su antiguo neo-conservadurismo anglo-americano?", pregunta Norton.
Quizás fue el desmedido orgullo que se produce cuando se obtiene demasiado poder en muy poco tiempo. Quizás, lo mismo que Jefferson enfrentado a la oferta de Luisiana, creían que la oportunidad debía superar las limitaciones. Quizás un conservadurismo generado en el contexto estadounidense con el fin de preocuparse fundamentalmente de asuntos domésticos se encontró a sí mismo sin aferraderos a la hora de considerar la política exterior. Quizás el temor alimentó al temor, hasta tal punto que los que fueron alguna vez conservadores dejaron de distinguir entre amigos y enemigos en la bruma de una guerra interminable. Quizás fue la fascinación del imperio.
¿Quizás también la fascinación del poder? En cualquier caso, el viejo conservadurismo ha sido "suplantado, entre los straussianos, por un entusiasmo por el imperio y la determinación de explotar la hegemonía imperial estadounidense". El imperio no era, evidentemente, una de las preocupaciones de Strauss. "Nada en los escritos de Strauss", observa Norton, "endorsa una cruzada judeo-cristiana contra el islam". Se dice que Marx dijo que él no era marxista, y Strauss aparentemente no era straussiano.
James Bamford, en A Pretext for War', no menciona en absoluto a Leo Strauss. Quizás no encontró a straussianos en su tour por las agencias de inteligencia. Por otro lado, tiene algunas páginas francas donde describe las presiones ejercidas en Washington por los partidarios de la guerra sobre los analistas de la CIA -por ejemplo, una cínica circular distribuida en una reunión del personal de la CIA: "Si Bush quiere hacer la guerra, nuestro trabajo es encontrarle una razón para que la haga".
Bamford pone considerable más énfasis que Mann en el papel que jugó Israel para meternos en este desastre. El índice de Mann tiene sólo diez referencias a Israel, en once páginas. Hay 21 referencias en 37 páginas en el índice de Bamford. Los defensores de la línea dura israelí tratan rutinariamente de acallar las críticas a Ariel Sharon y al Likud, acusando a los críticos de anti-semitismo. Pero ciertamente la identificación estadounidense con el Israel de Sharon es una de las principales causas del odio de los árabes hacia Estados Unidos, incluso aunque los gobiernos árabes no hayan demostrado ellos mismos demasiada simpatía por los palestinos. Bamford y Norton tratan el problema de Israel de manera franca y sin trazas de anti-semitismo.
Norton tiene un capítulo, Athens and Jerusalem', en el que analiza el plan estratégico post-11 de septiembre de 2001 de Paul Wolfowitz, como:
"construido conceptual y geográficamente en torno a la posición central de Israel... Esta estrategia se puede entender como un refuerzo de los intereses y seguridad estadounidenses sólo si uno los considera como idénticos a los intereses y seguridad del estado de Israel".
Se puede argumentar convincentemente que Estados Unidos tiene la obligación de defender a un país democrático contra fuerzas anti-democráticas. Pero entre los straussianos, escribe Norton, "Israel es a menudo admirado más por sus menos que democráticas cualidades. Israel tiene la agresividad de la que carece Estados Unidos".
Bramford arroja una luz particular sobre el misterio del Mossad, la agencia de inteligencia israelí. El Mossad ha tenido siempre una reputación encumbrada, e Iraq ha estado siempre en su. En 1981 aviones israelíes, presumiblemente dirigidos por el Mossad, destruyeron un reactor nuclear iraquí. El Mossad tenía los más poderosos motivos para continuar espiando e infiltrando el gobierno de Saddam Hussein y muchas más oportunidades que la CIA o los servicios secretos europeos de hacerlo. Sin embargo, sobre la cuestión de las armas de destrucción masiva en Iraq, el Mossad estaba aparentemente igual de mal informado que la CIA. ¿O no era así? Ese es el misterio.
Bamford ha desenterrado un documento, The War in Iraq: An Intelligence Failure?' [La guerra en Iraq: ¿un fracaso de los servicios de inteligencia?], escrito en noviembre de 2003 por el general Shlomo Brom, antiguo director de la División de Planificación Estratégica del Estado Mayor General israelí. Los servicios secretos israelíes, de acuerdo al documento, "no habían recibido ninguna información sobre las armas de destrucción masiva ni sobre misiles tierra-a-tierra durante casi ocho años". Brom también denunció, escribe Bamford, que:
"a pesar del hecho de que la inteligencia israelí, como la de Estados Unidos, no tenía evidencias de armas de destrucción masiva en Iraq, el gobierno israelí, junto con los medios de comunicación, exageró deliberadamente el peligro que representaba Iraq antes de la guerra".
Yossi Sarid, un prominente miembro del Comité de Asuntos Exteriores y Defensa del Knesset, dijo que el Mossad sabía que Iraq no tenía arsenales de armas de destrucción masiva, pero que no informó al gobierno estadounidense porque quería que la guerra prosiguiera y no quería "estropear los planes del presidente Bush". Bamford va más lejos. Sugiere que el Mossad y Ranaan Gissin, "el principal asesor de Sharon', compitió con Ahmed Chalabi en enviar a Washington informes de inteligencia falsos con el propósito de asustar al presidente Bush.
Aparentemente, el engaño del gobierno estadounidense por el régimen del Likud en Israel fue conveniente para los sueños e ilusiones imperiales de los straussianos. La visión neo-conservadora es que Estados Unidos, como la superpotencia militar suprema, está determinado a imponer su voluntad al resto del mundo. Se hicieron a menudo comparaciones con el Imperio Romano y con los imperios británico y francés del siglo diecinueve. ¿Es el llamado Imperio Norteamericano un sucesor adecuado? Los neo-conservadores esperan que sí, y Niall Ferguson, el escritor de historia económica, autor de Colossus: The Price of America's Empire' 2, y admirador de los imperios liberales, insta a los reticentes estadounidenses a ponerse a la altura de sus responsabilidades históricas.
Pero los norteamericanos, a diferencia de los romanos, británicos y franceses, no fueron colonizadores de lugares remotos y exóticos. Nosotros poblamos los espacios despoblados de América del Norte, como pretendieron los invasores blancos, de mar a mar, pero no enviamos a nuestros hijos más jóvenes a equipar las avanzadas del imperio. El Reino Unido creó un mundo británico en India y en África, como lo hicieron los franceses en África ecuatorial y en Indochina. Pero los estadounidenses, como escribió James Bryce en 1888, "no tienen nada de ese hambre de tierra que arde en las grandes naciones de Europa".
Algunos de nuestros líderes políticos, sí. Jefferson dijo que Estados Unidos "debe ocupar Cuba a la primera oportunidad que se presente". John Quincy le apoyó, considerando que la anexión de Cuba era "indispensable para la continuidad e integridad de la Unión misma". Adams quería y esperaba que también Canadá [fuera anexada]. Estas cosas, pronosticadas con tanta autoridad, nunca ocurrieron. Estados Unidos no ha anexado ni Cuba ni Canadá. No es probable que ocurra alguna vez. Los estadounidenses querían controlar su propia marcha hacia el oeste, pero a diferencia de británicos y franceses, no les importaba para nada la construcción de un imperio.
Tampoco tienen demasiado interés en un imperio hoy. "El término imperio'", escribe el profesor C. John Ikenberry, resumiendo la concepción corriente, "se refiere al control político de un país dominante de la política interior y exterior de países más débiles". Roma, Londres, París, a pesar de líneas de comunicación lentas y torpes, realmente controlaban sus imperios. Hoy la comunicación es instantánea; pero a pesar de la velocidad del contacto, Washington, lejos de manejar un imperio en el antiguo sentido de la palabra, se ha transformado prácticamente en prisionero de sus estados cliente.
Este fue notablemente el caso de Vietnam del Sur en los años sesenta, y ha sido el caso de Israel toda la vida. Los gobiernos de Saigón, hace cuarenta años, y de Tel Aviv hoy, han estado seguros de que Estados Unidos, por razones políticas internas, no aplicarán la sanción última, que es retirar su apoyo. Por eso desafían las órdenes y exigencias norteamericanas con relativa impunidad.
Paquistán, Taiwán, Egipto, Corea del Sur y Filipinas se muestran similarmente poco impresionados, elusivos o desafiantes. A pesar de nuestro enorme poderío militar, no podemos hacer que nuestros vecinos latinoamericanos, ni incluso las diminutas islas del Caribe, hagan lo que queremos. Los norteamericanos son simplemente imperialistas incompetentes, como lo estamos demostrando en Iraq en 2004. El llamado Imperio Norteamericano es de hecho una pálida imitación de los imperios romano, británico y francés.
Los neo-conservadores, con sus sueños imperiales, deberían leer el libro de Emmanuel Todd, Después del Imperio: Ensayo sobre la descomposición del sistema norteamericano' [After the Empire: The Breakdown of the American Order']. No es el delirio anti-norteamericano de un intelectual francés afligido. Todd tiene una fórmula mediante la que, con un análisis de factores demográficos y económicos, ha predicho con certeza el colapso de la Unión Soviética en su primer libro, La caída final' [La Chute Finale]. Esto fue en 1976, cuando el neo-conservador Comité sobre el Peligro Actual y el Equipo B de la CIA estaban prediciendo que la Unión Soviética probablemente ganaría la carrera armamentista.
En su nuevo libro, Todd aplica a Estados Unidos una fórmula similar. Es posible que el autor subestime la flexibilidad de la economía estadounidense, pero de una manera que no deja de ser agradable, hace preguntas inteligentes e inquietantes sobre el futuro de Estados Unidos. A propósito de la Guerra de Iraq, Todd escribe: "El Estados Unidos real es demasiado débil como para dar cuenta de alguien, excepto de enanos militares... como los restos anticuados de una era pasada como Corea del Norte, Cuba e Iraq". Incluso una guerra contra un patético rival como Iraq parece haber estirado nuestra capacidad militar al límite. Todd concluye: "Si Estados Unidos decide testarudamente continuar demostrando su poder supremo, no hará más que terminar exponiendo al mundo a su impotencia".
Ninguno de estos autores menciona un problema que surgió después de que escribieran sus libros. Las revelaciones acerca de las torturas practicadas por soldados estadounidenses han intensificado la conciencia sobre el desastre de Iraq y profundizado las perspectivas sobre la significación de la guerra. La tortura escapó de la atención de la supuestamente intrépida prensa y televisión estadounidenses. Ahora sabemos que hubo un considerable debate entre bambalinas, con memoranda fluyendo de un lado y otro entre los ministerios de Defensa y Justicia y la Casa Blanca acerca de hacer una excepción sobre la prohibición de la tortura para permitir que se aplicaran técnicas coercitivas de interrogatorio.
Eso parecía posible porque George Bush y Tony Blair, como "embusteros sinceros" según la descripción de The Economist, creían honestamente en las invenciones sobre las armas de destrucción masiva. Deben haber irradiado la impresión de que si los interrogadores se esforzaban lo suficiente, podrían extraer de los detenidos en Abu Ghraib y en otros lugares confesiones sobre los escondites de las armas de destrucción masiva. Esta visión debe haberse filtrado hacia los reclutas. De aquí los horrendos episodios que han deshonrado a Estados Unidos y hecho aparecer nuestras palabras sobre los derechos humanos como una consumada hipocresía a los ojos del mundo.
Al principio, el gobierno de Bush trató de defenderse diciendo que había manzanas podridas'. Todo era la falta de unos pocos soldados viciosos que actuaron por su cuenta. Con el tiempo, emergió un patrón de torturas en varios lugares. Las revelaciones de la Cruz Roja y en informes en Estados Unidos sobre maltratos sistemáticos socavaron la teoría de las manzanas podridas'; pero los militares no actuaron en seguida para poner fin a los abusos y castigar a los torturadores. Hay una obvia necesidad de que se inicie una investigación parlamentaria a toda escala.
Hay al menos tres razones por las que Estados Unidos no debe aplicar torturas. La primera es que las Convenciones de Ginebra protegen a los soldados norteamericanos que caen en manos enemigas. Los terroristas, por supuesto, no respetan las Convenciones, pero las revelaciones sobre Abu Ghraib debilitan mortalmente nuestra lucha contra el terrorismo en el mundo y exponen a los hombres y mujeres de nuestras fuerzas armadas a ser a su vez torturados. La segunda es que a menudo la información extraída con torturas no tiene valor alguno. La gente torturada dirá cualquier cosa para evitar ser torturada. Una tercera razón es que el maltrato de los prisioneros brutaliza a sus apresadores; la brutalidad corrompe, y es contagiosa.
La prensa y la televisión en efecto determinan las preocupaciones de opinión pública. Se mostraron reluctantes a aumentar la baja estima en que son tenidos y no cuestionaron la guerra presidencial. Su reluctancia hizo abortar un debate nacional que debería haber tomado lugar sobre las fluctuantes bases de nuestra política exterior, desde la contención y disuasión hasta la guerra preventiva, y luego sobre la declaración de una guerra semejante contra Iraq. La prensa parece haber decidido espontáneamente que no darían el mismo tiempo a los que se mostraban escépticos sobre la guerra. "Las afirmaciones del gobierno estaban en primera plana", dijo Thomas Ricks, el corresponsal en el Pentágono del Washington Post. "Las cosas que ponían en duda los argumentos del gobierno estaban en la página A18 del domingo, o en la A24 del lunes".3 Las declaraciones alarmistas de Cheney y Rumsfeld, ahora claramente incorrectas, llegaron a ser titulares y primeras planas; los bien razonados discursos de los senadores Byrd y Kennedy oponiéndose a la precipitada guerra preventiva -con argumentos que ahora sabemos que eran correctos- tenían suerte si aparecían en la página 18. Los filántropos tenían que pagar a la prensa para que publicara sus textos contra la guerra.
La comisión del 11 de septiembre de 2001, bajo el gobernador Thomas Kean, responsabiliza el Congreso por no ejercer su papel constitucional de supervisión. Pero ciertamente la culpa debe ser compartida con la prensa supina. En el número de marzo-abril de la revista Columbia Journalism Review, Chris Mooney informa sobre las opiniones de seis importantes páginas editoriales: del New York Times, el Washington Post, Chicago Tribune, USA Today, Wall Street Journal, Los Angeles Times y Times, desde 5 de febrero de 2003, cuando Colin Powell leyó su discurso ante Naciones Unidas, al 19 de marzo, cuando el presidente Bush ordenó la invasión de Iraq. El New York Times ponía en duda las bases de hecho para declarar la guerra. Pero ningún diario, excepto Los Angeles Times, tomó nota o se interesó en el giro fundamental del presidente Bush de hacer de la guerra preventiva la base de la política exterior estadounidense.
A pesar de las mordaces preguntas en la página editorial del New York Times sobre la guerra, sus columnas de noticias todavía minimizan las críticas a la política exterior de Bush. El 16 de junio de este año un grupo que se llama a sí mismo Diplomáticos y Comandantes Militares por el Cambio dio una rueda de prensa. Veinte y siete diplomáticos y oficiales profesionales jubilados condenaron la política de Bush y llamaron a un cambio de régimen en Washington. Los firmantes incluían al almirante William Crowe, ex presidente del Estado Mayor Conjunto y embajador en Londres; Arthur Hartman y Jack Matlock, ex embajadores en la Unión Soviética; Donald McHenry, ex embajador ante Naciones Unidas; Stansfield Turner, antiguo director de la CIA durante el gobierno de Jimmy Carter; y otras figuras distinguidas y experimentadas. La declaración de los profesionales que criticaban al gobierno en tiempos de guerra no tiene precedentes en la historia estadounidense y debía ser consideraba con la mayor seriedad. Pero el Times, el legendario periódico de antaño, ignoró la rueda de prensa, no publicó la declaración ni imprimió la lista de firmantes.
Quitar importancia a las críticas contra el gobierno de Bush continúa siendo la política del Times. El 4 de agosto, Times enterró en su columna de noticias nacionales una nota sobre un "grupo", no nombrado ni identificado, diciendo que incluía a 12 antiguos presidentes de la Asociación Americana de Abogados y varios jueces en retiro. El grupo había criticado a los abogados del gobierno de Bush por haber preparado para este escritos a favor de permitir la tortura de prisioneros en ciertas circunstancias. Los abogados de Bush, decía la declaración, habían fallado en sus obligaciones profesionales al aconsejar a individuos a ignorar la ley y ofrecer argumentos para minimizar su exposición a castigos por hacerlo. Parecería que era una noticia importante, pero el Times estaba demasiado ocupado en dar prominencia a los llamados Veteranos de Patrullas por la Verdad y su ataque contra los antecedentes militares de Kerry en Vietnam.
Cuando Dana Priest, la reportera de la seguridad nacional del Washington Post, habló ante una audiencia de agentes de inteligencia hace poco, fue "acribillada a preguntas. ¿Por qué no hacía el Washington Post un trabajo más agresivo? ¿Por qué no preguntaba más? ¿Por qué no investigaba más?'" Nunca pasó por la mente de la respetuosa prensa estadounidense preguntar sobre las revelaciones de tortura en Abu Ghraib, ni preguntar sobre los argumentos en el cuarto trasero sobre lo lejos que se podía ir en los interrogatorios, ni preguntar sobre el trato dado a los prisioneros de Guantánamo.4 Estos sí eran grandes temas en el Reino Unido, donde ahora se representa una pieza de teatro sobre los presos de Guantánamo, que se inauguró también en Nueva York este 26 de agosto. Guantánamo fue minimizado por la prensa estadounidense. La actriz Vanessa Redgrave organizó un comité de las familias de los detenidos británicos y dirigió una delegación a Washington en marzo de 2004. Su rueda de prensa fue ignorada por los diarios y la televisión norteamericanas.
Las revelaciones sobre Abu Ghraib y las resoluciones de la Corte Suprema reprendiendo a nuestro imperial presidente ha llevado a los medios de comunicación norteamericanos a tratar de recuperar su integridad y hacer lo que debe hacer una prensa libre en pro del bien general. Pero estamos demasiado acostumbrados a sus maneras condescendientes. Por ejemplo, el gobierno de Bush prepara un nuevo programa para hacer bombas atómicas, una política que la vigilante prensa norteamericana ha fracasado en mostrar al público. La situación es la siguiente. En 1994 el Congreso aprobó la enmienda Spratt-Purse que estipulaba que "será política de Estados Unidos no realizar investigación ni participar en desarrollos que puedan conducir a la producción en Estados Unidos de una nueva arma nuclear de baja radiación". Las armas nucleares de baja radiación, conocidas cariñosamente como mini bombas', son definidas como bajo los cinco kilotones.
El gobierno de Bush, temeroso de que los países malos puedan esconder armas de destrucción masiva en refugios subterráneos, pidió un arma nuclear de baja radiación, conocida en la jerigonza del Pentágono como un proyectil nuclear penetrador', una descripción a menudo abreviada como rompe-búnker'. Las bombitas' por supuesto pueden ser usadas adicionalmente como armas tácticas en el campo de batalla. En mayo de 2003, el Comité del Senado para los Servicios Armados votó el revocación de la investigación sobre las mini-bombas. Los senadores Dianne Feinstein de California y Ted Kennedy propusieron entonces una enmienda, restaurando los propósitos originales de la enmienda Spratt-Purse.
Los partidarios de la enmienda Feinstein-Kennedy señalaron que las mini-bombas no eran juguetes, que cinco kilotones representaban un tercio del poder explosivo de la bomba que destruyó Hiroshima, que la activación de la investigación sobre las mini-bombas era contraria a la política norteamericana de no-proliferación y que "provocaría una cadena de pruebas nucleares en todo el mundo" (Kennedy) y que no había "nada semejante a un arma nuclear utilizable'" (Feinstein). Sin embargo, el Senado archivó la enmienda Feinstein-Kennedy. La pelea continuó el 3 y el 15 de junio de 2004. Kennedy presentó una poderosa declaración:
"Estados Unidos no debe embarcarse en una nueva carrera de armas nucleares... Incluso cuando tratamos de convencer a Corea del Norte a que abandone su producción -incluso ahora que estamos tratando de persuadir a Irán a que ponga fin a su programa de armas nucleares, incluso ahora que estamos pidiendo a los países de la antigua Unión Soviética a que aseguren sus materiales nucleares y arsenales para que no caigan en manos de los terroristas-, el gobierno de Bush quiere ahora intensificar la amenaza nuclear".
El director de la Agencia Internacional para la Energía Atómica, dirigiéndose al Comité de Relaciones Exteriores, comparó a Estados Unidos con "alguien que, con un cigarrillo colgando de la boca, pide a los demás que no fumen".
El Senado rechazó la iniciativa Feinstein-Kennedy por 55 contra 40 votos. ¿Cuántos lectores de la New York Review of Books recuerdan editoriales condenando la decisión del Senado o noticias sobre la votación? Sin embargo, la re-apertura de la puerta nuclear en una época de guerras preventivas se ha transformado en la parte de la doctrina norteamericana que puede tener las consecuencias más devastadoras para toda la especie humana.
James Mann, en un epílogo a su excelente libro, aparecido recientemente en el Financial Times,5, escribe que sus Vulcanos han llegado al final de su ruta. La doctrina de Bush sobre la guerra preventiva ha vuelto a las estanterías; el eje del mal' se está apagando; la visión de los Vulcanos que de Estados Unidos podía extender su influencia e ideales a través de poder militar, está en bancarrota. "Hoy en día, los esfuerzos intelectuales del gobierno de Bush no están dirigidos a producir ideas nuevas para el futuro, sino en idear justificaciones retrospectivas para su intervención en Iraq".
La mayoría de los observadores consideran la doctrina Bush como difunta. Pero no el presidente Bush, como lo dejó en claro en los impenitentes discursos que leyó en junio en la Academia de la Fuerza Área y en julio en Oak Ridge, Tennessee. "Tenemos que hacer frente a los peligros", dijo, "antes de que se materialicen completamente". Pero ¿cuántos países será capaz de reunir para su próxima coalición de la buena voluntad'?
Nunca antes en la historia americana ha sido Estados Unidos tan poco popular en el extranjero, y visto con tanta hostilidad, con tanta desconfianza, temor y odio. Incluso antes de Abu Ghraib, Margaret Tutwiler, una veterana republicana que estuvo a cargo de la diplomacia pública en el ministerio de Asuntos Exteriores, en su testimonio ante el subcomité de asignaciones de la Cámara en febrero de 2004, declaró que el prestigio de Estados Unidos en el extranjero se había deteriorado hasta tal punto que repararla "tomará años de trabajo duro y concentrado". Después de Abu Ghraib, puede tomar décadas.
El difícil trabajo de reparación puede ser más rápido si hubiera, en noviembre, un cambio de régimen en Washington.
Notas
[1] Yale University Press; será publicado en octubre.
[2] Penguin, 2004; reseñado en estas páginas por Paul Kennedy, Junio 10, 2004.
[3] Debe sin embargo otorgarse crédito al Washington Post por el confesional artículo del 12 de agosto, de Howard Kurtz, del que provienen las citas de Ricks y las posteriores de Dana Priest -esto, a pesar de la página editorial "rebosante de línea dura", como observó el viejo partidario de Reagan, James P. Pinkerton, en Salon', el 8 de agosto. "La pluma neo-conservadora de la página editorial del Washington Post", escribe Pinkerton, "es uno de los aliados más valiosos del presidente Bush".
[4] Para una excepción, véase el artículo In Guantánamó', de Joseph Lelyveld en estas páginas, el 7 de noviembre de 2002.
[5] Julio 8, 2004.
Libros comentados:
Rise of the Vulcans: The History of Bush's War Cabinet
James Mann
Viking, 426 pp., $25.95
A Pretext for War: 9/11, Iraq, and the Abuse of America's Intelligence Agencies
James Bamford
Doubleday, 420 pp., $26.95
After the Empire: The Breakdown of the American Order
Emmanuel Todd
Columbia University Press, 233 pp., $29.95
23 de septiembre de 2004
10 de octubre de 2004
©new york review
©traducción mQh
La democracia, a su debido tiempo, le pedirá cuentas, aunque esa exigencia ha cambiado con el tiempo y la historia deberá algún día enfrentarse a la tarea de encontrar una explicación. Los historiadores de la Guerra de Iraq tendrá montones de materiales para trabajar. A diferencia de la Guerra de Vietnam, se nos envolvió sigilosamente y fue lenta en producir documentos, la Guerra de Iraq fue pregonada de antemano y ha sido el tema de un montón de tomos de historia instantánea, que cubren muchos aspectos de la veloz victoria y su sangrienta secuela.
James Mann es el autor de dos libros sobre las relaciones sino-americanas. James Bamford es el autor de dos libros sobre la Agencia de Seguridad Nacional. Sus dos libros, hábilmente escritos, El ascenso de los Vulcanos' [Rise of the Vulcans] y Un pretexto para la guerra' [A Pretext for War], ofrecen varias respuestas sobre los orígenes de la teoría en la que basó el presidente Bush la Guerra de Iraq -la teoría de que Iraq representaba un peligro tan urgente e inminente para Estados Unidos que se justificaba una guerra preventiva.
Los dos libros se complementan perfectamente. El tema central de Mann son los ministerios de Asuntos Exteriores y de Defensa; el de Bamford, los servicios secretos. Vulcanos' cubre terreno conocido, pero está mejor organizado, se lee mejor y es más mesurado de tono. Pretexto' está torpemente organizado, pero trata materiales menos conocidos y su tono es de más indignación.
Vulcano, el dios romano del fuego y de la metalurgia, fue el apodo adoptado por los asesores en política exterior de George W. Bush para la campaña del 2000. Mann estudia las carreras de una galería de funcionarios a los que llama con razón el gabinete de guerra de Bush: Colin Powell, Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Condoleeza Rice, Paul Wolfowitz y Richard Armitage. Bamford empieza con un meticuloso relato del 11 de septiembre de 2001, y luego analiza la guerra terrorista contra Occidente en los años noventa. El último capítulo, y el más interesante del libro, da cuenta del uso y abuso que ha hecho el gobierno de Bush de las informaciones del servicio secreto.
Mann y Bamford comparten su escepticismo de la fantasía neo-conservadora de que el establecimiento de la democracia en Iraq tendrá un efecto de dominó y democratizará a todo el mundo musulmán. Mann atribuye estas ilusiones visionarias de los neo-conservadores a la influencia de Leo Strauss (1899-1973), el filósofo y refugiado alemán que encontró finalmente un hogar en la Universidad de Chicago. Strauss enseñó a sus discípulos la creencia en los absolutos, el desdén por el relativismo y el placer de las proposiciones abstractas. Aprobaba las nobles mentiras' de Platón, despreciaba la vida moderna y creía que una elite straussiana en el gobierno dominaría con el tiempo la sensación de sentirse perseguido. Las enseñanzas de Strauss se pueden encontrar, en forma vulgarizada, en el libro éxito de ventas de Allam Bloom, El cierre de la mente moderna' [ The Closing of the American Mind] de 1987, un libro notable por la total exclusión de dos de los más excelsos filósofos estadounidenses: Emerson y William James.
La teutona charlatanería de Strauss ha tenido casi el mismo efecto en pensadores más empíricos que la que tuvo Hegel en William James (véase Sobre algunos hegelianismos' [On Some Hegelisms]). "La influencia de Strauss no es sorprendente", escribe Mann, "porque sus voluminosos, y a menudo esotéricos escritos no dicen prácticamente nada específico sobre temas políticos, ni sobre política exterior ni interior". Sin embargo, los estudiantes de Strauss y de Bloom -William Kristol, el editor; Robert Kagan, el polemista anti-europeo; Francis Fujuyama, el profeta del fin de la historia'; Paul Wolfowitz, el planificador estratégico- inspirados quizás por la visión straussiana del rey-filósofo, se marcharon en tropel al Washington de Ronald Reagan, se sintieron descontentos durante la presidencia del viejo Bush, y florecieron bajo el régimen de Bush el Joven.
Anne Norton, una politóloga de la Universidad de Pensilvania, escribió su disertación sobre los straussianos de la Universidad de Chicago. En su bien documentado y hábil libro, Leo Strauss and the Politics of American Empire'[Leo Strauss y las políticas del Imperio Americano] 1, menciona a más de treinta straussianos influyentes en el Washington de 1999. Dada la práctica de la contrataciones ideológicas evocadoras del Partido Comunista, hoy debe de haber más del doble de esa cantidad esparcidos entre agencias gubernamentales, escuelas militares, academias de guerra y laboratorios ideológicos.
Hay un enigma sobre la transmutación de los conservadores tradicionales en reyes-filósofos neo-conservadores. "El conservadurismo reverenciaba la costumbre y la tradición", escribe Anne Norton. Los conservadores "desconfiaban de los principios abstractos, de las teorías grandiosas, de los proyectos utópicos". El conservadurismo norteamericano era normalmente burkeano en su respeto de las costumbres, de la sabiduría incrustada en hábitos e instituciones antiguas. Pero los straussianos cambiaron todo esto. Los llamados a la historia y a la memoria se hicieron anticuados. "En su lugar aparecieron los llamados a lo universal, a los principios abstractos, a los proyectos utópicos mismos que el conservadurismo desdeñaba en el pasado".
¿Qué podría ser más utópico que el sueño neo-conservador de que la democratización de Iraq conducirá a la democratización del mundo musulmán? ¿Qué llevó a los neo-conservadores straussianos a abandonar su antiguo neo-conservadurismo anglo-americano?", pregunta Norton.
Quizás fue el desmedido orgullo que se produce cuando se obtiene demasiado poder en muy poco tiempo. Quizás, lo mismo que Jefferson enfrentado a la oferta de Luisiana, creían que la oportunidad debía superar las limitaciones. Quizás un conservadurismo generado en el contexto estadounidense con el fin de preocuparse fundamentalmente de asuntos domésticos se encontró a sí mismo sin aferraderos a la hora de considerar la política exterior. Quizás el temor alimentó al temor, hasta tal punto que los que fueron alguna vez conservadores dejaron de distinguir entre amigos y enemigos en la bruma de una guerra interminable. Quizás fue la fascinación del imperio.
¿Quizás también la fascinación del poder? En cualquier caso, el viejo conservadurismo ha sido "suplantado, entre los straussianos, por un entusiasmo por el imperio y la determinación de explotar la hegemonía imperial estadounidense". El imperio no era, evidentemente, una de las preocupaciones de Strauss. "Nada en los escritos de Strauss", observa Norton, "endorsa una cruzada judeo-cristiana contra el islam". Se dice que Marx dijo que él no era marxista, y Strauss aparentemente no era straussiano.
James Bamford, en A Pretext for War', no menciona en absoluto a Leo Strauss. Quizás no encontró a straussianos en su tour por las agencias de inteligencia. Por otro lado, tiene algunas páginas francas donde describe las presiones ejercidas en Washington por los partidarios de la guerra sobre los analistas de la CIA -por ejemplo, una cínica circular distribuida en una reunión del personal de la CIA: "Si Bush quiere hacer la guerra, nuestro trabajo es encontrarle una razón para que la haga".
Bamford pone considerable más énfasis que Mann en el papel que jugó Israel para meternos en este desastre. El índice de Mann tiene sólo diez referencias a Israel, en once páginas. Hay 21 referencias en 37 páginas en el índice de Bamford. Los defensores de la línea dura israelí tratan rutinariamente de acallar las críticas a Ariel Sharon y al Likud, acusando a los críticos de anti-semitismo. Pero ciertamente la identificación estadounidense con el Israel de Sharon es una de las principales causas del odio de los árabes hacia Estados Unidos, incluso aunque los gobiernos árabes no hayan demostrado ellos mismos demasiada simpatía por los palestinos. Bamford y Norton tratan el problema de Israel de manera franca y sin trazas de anti-semitismo.
Norton tiene un capítulo, Athens and Jerusalem', en el que analiza el plan estratégico post-11 de septiembre de 2001 de Paul Wolfowitz, como:
"construido conceptual y geográficamente en torno a la posición central de Israel... Esta estrategia se puede entender como un refuerzo de los intereses y seguridad estadounidenses sólo si uno los considera como idénticos a los intereses y seguridad del estado de Israel".
Se puede argumentar convincentemente que Estados Unidos tiene la obligación de defender a un país democrático contra fuerzas anti-democráticas. Pero entre los straussianos, escribe Norton, "Israel es a menudo admirado más por sus menos que democráticas cualidades. Israel tiene la agresividad de la que carece Estados Unidos".
Bramford arroja una luz particular sobre el misterio del Mossad, la agencia de inteligencia israelí. El Mossad ha tenido siempre una reputación encumbrada, e Iraq ha estado siempre en su. En 1981 aviones israelíes, presumiblemente dirigidos por el Mossad, destruyeron un reactor nuclear iraquí. El Mossad tenía los más poderosos motivos para continuar espiando e infiltrando el gobierno de Saddam Hussein y muchas más oportunidades que la CIA o los servicios secretos europeos de hacerlo. Sin embargo, sobre la cuestión de las armas de destrucción masiva en Iraq, el Mossad estaba aparentemente igual de mal informado que la CIA. ¿O no era así? Ese es el misterio.
Bamford ha desenterrado un documento, The War in Iraq: An Intelligence Failure?' [La guerra en Iraq: ¿un fracaso de los servicios de inteligencia?], escrito en noviembre de 2003 por el general Shlomo Brom, antiguo director de la División de Planificación Estratégica del Estado Mayor General israelí. Los servicios secretos israelíes, de acuerdo al documento, "no habían recibido ninguna información sobre las armas de destrucción masiva ni sobre misiles tierra-a-tierra durante casi ocho años". Brom también denunció, escribe Bamford, que:
"a pesar del hecho de que la inteligencia israelí, como la de Estados Unidos, no tenía evidencias de armas de destrucción masiva en Iraq, el gobierno israelí, junto con los medios de comunicación, exageró deliberadamente el peligro que representaba Iraq antes de la guerra".
Yossi Sarid, un prominente miembro del Comité de Asuntos Exteriores y Defensa del Knesset, dijo que el Mossad sabía que Iraq no tenía arsenales de armas de destrucción masiva, pero que no informó al gobierno estadounidense porque quería que la guerra prosiguiera y no quería "estropear los planes del presidente Bush". Bamford va más lejos. Sugiere que el Mossad y Ranaan Gissin, "el principal asesor de Sharon', compitió con Ahmed Chalabi en enviar a Washington informes de inteligencia falsos con el propósito de asustar al presidente Bush.
Aparentemente, el engaño del gobierno estadounidense por el régimen del Likud en Israel fue conveniente para los sueños e ilusiones imperiales de los straussianos. La visión neo-conservadora es que Estados Unidos, como la superpotencia militar suprema, está determinado a imponer su voluntad al resto del mundo. Se hicieron a menudo comparaciones con el Imperio Romano y con los imperios británico y francés del siglo diecinueve. ¿Es el llamado Imperio Norteamericano un sucesor adecuado? Los neo-conservadores esperan que sí, y Niall Ferguson, el escritor de historia económica, autor de Colossus: The Price of America's Empire' 2, y admirador de los imperios liberales, insta a los reticentes estadounidenses a ponerse a la altura de sus responsabilidades históricas.
Pero los norteamericanos, a diferencia de los romanos, británicos y franceses, no fueron colonizadores de lugares remotos y exóticos. Nosotros poblamos los espacios despoblados de América del Norte, como pretendieron los invasores blancos, de mar a mar, pero no enviamos a nuestros hijos más jóvenes a equipar las avanzadas del imperio. El Reino Unido creó un mundo británico en India y en África, como lo hicieron los franceses en África ecuatorial y en Indochina. Pero los estadounidenses, como escribió James Bryce en 1888, "no tienen nada de ese hambre de tierra que arde en las grandes naciones de Europa".
Algunos de nuestros líderes políticos, sí. Jefferson dijo que Estados Unidos "debe ocupar Cuba a la primera oportunidad que se presente". John Quincy le apoyó, considerando que la anexión de Cuba era "indispensable para la continuidad e integridad de la Unión misma". Adams quería y esperaba que también Canadá [fuera anexada]. Estas cosas, pronosticadas con tanta autoridad, nunca ocurrieron. Estados Unidos no ha anexado ni Cuba ni Canadá. No es probable que ocurra alguna vez. Los estadounidenses querían controlar su propia marcha hacia el oeste, pero a diferencia de británicos y franceses, no les importaba para nada la construcción de un imperio.
Tampoco tienen demasiado interés en un imperio hoy. "El término imperio'", escribe el profesor C. John Ikenberry, resumiendo la concepción corriente, "se refiere al control político de un país dominante de la política interior y exterior de países más débiles". Roma, Londres, París, a pesar de líneas de comunicación lentas y torpes, realmente controlaban sus imperios. Hoy la comunicación es instantánea; pero a pesar de la velocidad del contacto, Washington, lejos de manejar un imperio en el antiguo sentido de la palabra, se ha transformado prácticamente en prisionero de sus estados cliente.
Este fue notablemente el caso de Vietnam del Sur en los años sesenta, y ha sido el caso de Israel toda la vida. Los gobiernos de Saigón, hace cuarenta años, y de Tel Aviv hoy, han estado seguros de que Estados Unidos, por razones políticas internas, no aplicarán la sanción última, que es retirar su apoyo. Por eso desafían las órdenes y exigencias norteamericanas con relativa impunidad.
Paquistán, Taiwán, Egipto, Corea del Sur y Filipinas se muestran similarmente poco impresionados, elusivos o desafiantes. A pesar de nuestro enorme poderío militar, no podemos hacer que nuestros vecinos latinoamericanos, ni incluso las diminutas islas del Caribe, hagan lo que queremos. Los norteamericanos son simplemente imperialistas incompetentes, como lo estamos demostrando en Iraq en 2004. El llamado Imperio Norteamericano es de hecho una pálida imitación de los imperios romano, británico y francés.
Los neo-conservadores, con sus sueños imperiales, deberían leer el libro de Emmanuel Todd, Después del Imperio: Ensayo sobre la descomposición del sistema norteamericano' [After the Empire: The Breakdown of the American Order']. No es el delirio anti-norteamericano de un intelectual francés afligido. Todd tiene una fórmula mediante la que, con un análisis de factores demográficos y económicos, ha predicho con certeza el colapso de la Unión Soviética en su primer libro, La caída final' [La Chute Finale]. Esto fue en 1976, cuando el neo-conservador Comité sobre el Peligro Actual y el Equipo B de la CIA estaban prediciendo que la Unión Soviética probablemente ganaría la carrera armamentista.
En su nuevo libro, Todd aplica a Estados Unidos una fórmula similar. Es posible que el autor subestime la flexibilidad de la economía estadounidense, pero de una manera que no deja de ser agradable, hace preguntas inteligentes e inquietantes sobre el futuro de Estados Unidos. A propósito de la Guerra de Iraq, Todd escribe: "El Estados Unidos real es demasiado débil como para dar cuenta de alguien, excepto de enanos militares... como los restos anticuados de una era pasada como Corea del Norte, Cuba e Iraq". Incluso una guerra contra un patético rival como Iraq parece haber estirado nuestra capacidad militar al límite. Todd concluye: "Si Estados Unidos decide testarudamente continuar demostrando su poder supremo, no hará más que terminar exponiendo al mundo a su impotencia".
Ninguno de estos autores menciona un problema que surgió después de que escribieran sus libros. Las revelaciones acerca de las torturas practicadas por soldados estadounidenses han intensificado la conciencia sobre el desastre de Iraq y profundizado las perspectivas sobre la significación de la guerra. La tortura escapó de la atención de la supuestamente intrépida prensa y televisión estadounidenses. Ahora sabemos que hubo un considerable debate entre bambalinas, con memoranda fluyendo de un lado y otro entre los ministerios de Defensa y Justicia y la Casa Blanca acerca de hacer una excepción sobre la prohibición de la tortura para permitir que se aplicaran técnicas coercitivas de interrogatorio.
Eso parecía posible porque George Bush y Tony Blair, como "embusteros sinceros" según la descripción de The Economist, creían honestamente en las invenciones sobre las armas de destrucción masiva. Deben haber irradiado la impresión de que si los interrogadores se esforzaban lo suficiente, podrían extraer de los detenidos en Abu Ghraib y en otros lugares confesiones sobre los escondites de las armas de destrucción masiva. Esta visión debe haberse filtrado hacia los reclutas. De aquí los horrendos episodios que han deshonrado a Estados Unidos y hecho aparecer nuestras palabras sobre los derechos humanos como una consumada hipocresía a los ojos del mundo.
Al principio, el gobierno de Bush trató de defenderse diciendo que había manzanas podridas'. Todo era la falta de unos pocos soldados viciosos que actuaron por su cuenta. Con el tiempo, emergió un patrón de torturas en varios lugares. Las revelaciones de la Cruz Roja y en informes en Estados Unidos sobre maltratos sistemáticos socavaron la teoría de las manzanas podridas'; pero los militares no actuaron en seguida para poner fin a los abusos y castigar a los torturadores. Hay una obvia necesidad de que se inicie una investigación parlamentaria a toda escala.
Hay al menos tres razones por las que Estados Unidos no debe aplicar torturas. La primera es que las Convenciones de Ginebra protegen a los soldados norteamericanos que caen en manos enemigas. Los terroristas, por supuesto, no respetan las Convenciones, pero las revelaciones sobre Abu Ghraib debilitan mortalmente nuestra lucha contra el terrorismo en el mundo y exponen a los hombres y mujeres de nuestras fuerzas armadas a ser a su vez torturados. La segunda es que a menudo la información extraída con torturas no tiene valor alguno. La gente torturada dirá cualquier cosa para evitar ser torturada. Una tercera razón es que el maltrato de los prisioneros brutaliza a sus apresadores; la brutalidad corrompe, y es contagiosa.
La prensa y la televisión en efecto determinan las preocupaciones de opinión pública. Se mostraron reluctantes a aumentar la baja estima en que son tenidos y no cuestionaron la guerra presidencial. Su reluctancia hizo abortar un debate nacional que debería haber tomado lugar sobre las fluctuantes bases de nuestra política exterior, desde la contención y disuasión hasta la guerra preventiva, y luego sobre la declaración de una guerra semejante contra Iraq. La prensa parece haber decidido espontáneamente que no darían el mismo tiempo a los que se mostraban escépticos sobre la guerra. "Las afirmaciones del gobierno estaban en primera plana", dijo Thomas Ricks, el corresponsal en el Pentágono del Washington Post. "Las cosas que ponían en duda los argumentos del gobierno estaban en la página A18 del domingo, o en la A24 del lunes".3 Las declaraciones alarmistas de Cheney y Rumsfeld, ahora claramente incorrectas, llegaron a ser titulares y primeras planas; los bien razonados discursos de los senadores Byrd y Kennedy oponiéndose a la precipitada guerra preventiva -con argumentos que ahora sabemos que eran correctos- tenían suerte si aparecían en la página 18. Los filántropos tenían que pagar a la prensa para que publicara sus textos contra la guerra.
La comisión del 11 de septiembre de 2001, bajo el gobernador Thomas Kean, responsabiliza el Congreso por no ejercer su papel constitucional de supervisión. Pero ciertamente la culpa debe ser compartida con la prensa supina. En el número de marzo-abril de la revista Columbia Journalism Review, Chris Mooney informa sobre las opiniones de seis importantes páginas editoriales: del New York Times, el Washington Post, Chicago Tribune, USA Today, Wall Street Journal, Los Angeles Times y Times, desde 5 de febrero de 2003, cuando Colin Powell leyó su discurso ante Naciones Unidas, al 19 de marzo, cuando el presidente Bush ordenó la invasión de Iraq. El New York Times ponía en duda las bases de hecho para declarar la guerra. Pero ningún diario, excepto Los Angeles Times, tomó nota o se interesó en el giro fundamental del presidente Bush de hacer de la guerra preventiva la base de la política exterior estadounidense.
A pesar de las mordaces preguntas en la página editorial del New York Times sobre la guerra, sus columnas de noticias todavía minimizan las críticas a la política exterior de Bush. El 16 de junio de este año un grupo que se llama a sí mismo Diplomáticos y Comandantes Militares por el Cambio dio una rueda de prensa. Veinte y siete diplomáticos y oficiales profesionales jubilados condenaron la política de Bush y llamaron a un cambio de régimen en Washington. Los firmantes incluían al almirante William Crowe, ex presidente del Estado Mayor Conjunto y embajador en Londres; Arthur Hartman y Jack Matlock, ex embajadores en la Unión Soviética; Donald McHenry, ex embajador ante Naciones Unidas; Stansfield Turner, antiguo director de la CIA durante el gobierno de Jimmy Carter; y otras figuras distinguidas y experimentadas. La declaración de los profesionales que criticaban al gobierno en tiempos de guerra no tiene precedentes en la historia estadounidense y debía ser consideraba con la mayor seriedad. Pero el Times, el legendario periódico de antaño, ignoró la rueda de prensa, no publicó la declaración ni imprimió la lista de firmantes.
Quitar importancia a las críticas contra el gobierno de Bush continúa siendo la política del Times. El 4 de agosto, Times enterró en su columna de noticias nacionales una nota sobre un "grupo", no nombrado ni identificado, diciendo que incluía a 12 antiguos presidentes de la Asociación Americana de Abogados y varios jueces en retiro. El grupo había criticado a los abogados del gobierno de Bush por haber preparado para este escritos a favor de permitir la tortura de prisioneros en ciertas circunstancias. Los abogados de Bush, decía la declaración, habían fallado en sus obligaciones profesionales al aconsejar a individuos a ignorar la ley y ofrecer argumentos para minimizar su exposición a castigos por hacerlo. Parecería que era una noticia importante, pero el Times estaba demasiado ocupado en dar prominencia a los llamados Veteranos de Patrullas por la Verdad y su ataque contra los antecedentes militares de Kerry en Vietnam.
Cuando Dana Priest, la reportera de la seguridad nacional del Washington Post, habló ante una audiencia de agentes de inteligencia hace poco, fue "acribillada a preguntas. ¿Por qué no hacía el Washington Post un trabajo más agresivo? ¿Por qué no preguntaba más? ¿Por qué no investigaba más?'" Nunca pasó por la mente de la respetuosa prensa estadounidense preguntar sobre las revelaciones de tortura en Abu Ghraib, ni preguntar sobre los argumentos en el cuarto trasero sobre lo lejos que se podía ir en los interrogatorios, ni preguntar sobre el trato dado a los prisioneros de Guantánamo.4 Estos sí eran grandes temas en el Reino Unido, donde ahora se representa una pieza de teatro sobre los presos de Guantánamo, que se inauguró también en Nueva York este 26 de agosto. Guantánamo fue minimizado por la prensa estadounidense. La actriz Vanessa Redgrave organizó un comité de las familias de los detenidos británicos y dirigió una delegación a Washington en marzo de 2004. Su rueda de prensa fue ignorada por los diarios y la televisión norteamericanas.
Las revelaciones sobre Abu Ghraib y las resoluciones de la Corte Suprema reprendiendo a nuestro imperial presidente ha llevado a los medios de comunicación norteamericanos a tratar de recuperar su integridad y hacer lo que debe hacer una prensa libre en pro del bien general. Pero estamos demasiado acostumbrados a sus maneras condescendientes. Por ejemplo, el gobierno de Bush prepara un nuevo programa para hacer bombas atómicas, una política que la vigilante prensa norteamericana ha fracasado en mostrar al público. La situación es la siguiente. En 1994 el Congreso aprobó la enmienda Spratt-Purse que estipulaba que "será política de Estados Unidos no realizar investigación ni participar en desarrollos que puedan conducir a la producción en Estados Unidos de una nueva arma nuclear de baja radiación". Las armas nucleares de baja radiación, conocidas cariñosamente como mini bombas', son definidas como bajo los cinco kilotones.
El gobierno de Bush, temeroso de que los países malos puedan esconder armas de destrucción masiva en refugios subterráneos, pidió un arma nuclear de baja radiación, conocida en la jerigonza del Pentágono como un proyectil nuclear penetrador', una descripción a menudo abreviada como rompe-búnker'. Las bombitas' por supuesto pueden ser usadas adicionalmente como armas tácticas en el campo de batalla. En mayo de 2003, el Comité del Senado para los Servicios Armados votó el revocación de la investigación sobre las mini-bombas. Los senadores Dianne Feinstein de California y Ted Kennedy propusieron entonces una enmienda, restaurando los propósitos originales de la enmienda Spratt-Purse.
Los partidarios de la enmienda Feinstein-Kennedy señalaron que las mini-bombas no eran juguetes, que cinco kilotones representaban un tercio del poder explosivo de la bomba que destruyó Hiroshima, que la activación de la investigación sobre las mini-bombas era contraria a la política norteamericana de no-proliferación y que "provocaría una cadena de pruebas nucleares en todo el mundo" (Kennedy) y que no había "nada semejante a un arma nuclear utilizable'" (Feinstein). Sin embargo, el Senado archivó la enmienda Feinstein-Kennedy. La pelea continuó el 3 y el 15 de junio de 2004. Kennedy presentó una poderosa declaración:
"Estados Unidos no debe embarcarse en una nueva carrera de armas nucleares... Incluso cuando tratamos de convencer a Corea del Norte a que abandone su producción -incluso ahora que estamos tratando de persuadir a Irán a que ponga fin a su programa de armas nucleares, incluso ahora que estamos pidiendo a los países de la antigua Unión Soviética a que aseguren sus materiales nucleares y arsenales para que no caigan en manos de los terroristas-, el gobierno de Bush quiere ahora intensificar la amenaza nuclear".
El director de la Agencia Internacional para la Energía Atómica, dirigiéndose al Comité de Relaciones Exteriores, comparó a Estados Unidos con "alguien que, con un cigarrillo colgando de la boca, pide a los demás que no fumen".
El Senado rechazó la iniciativa Feinstein-Kennedy por 55 contra 40 votos. ¿Cuántos lectores de la New York Review of Books recuerdan editoriales condenando la decisión del Senado o noticias sobre la votación? Sin embargo, la re-apertura de la puerta nuclear en una época de guerras preventivas se ha transformado en la parte de la doctrina norteamericana que puede tener las consecuencias más devastadoras para toda la especie humana.
James Mann, en un epílogo a su excelente libro, aparecido recientemente en el Financial Times,5, escribe que sus Vulcanos han llegado al final de su ruta. La doctrina de Bush sobre la guerra preventiva ha vuelto a las estanterías; el eje del mal' se está apagando; la visión de los Vulcanos que de Estados Unidos podía extender su influencia e ideales a través de poder militar, está en bancarrota. "Hoy en día, los esfuerzos intelectuales del gobierno de Bush no están dirigidos a producir ideas nuevas para el futuro, sino en idear justificaciones retrospectivas para su intervención en Iraq".
La mayoría de los observadores consideran la doctrina Bush como difunta. Pero no el presidente Bush, como lo dejó en claro en los impenitentes discursos que leyó en junio en la Academia de la Fuerza Área y en julio en Oak Ridge, Tennessee. "Tenemos que hacer frente a los peligros", dijo, "antes de que se materialicen completamente". Pero ¿cuántos países será capaz de reunir para su próxima coalición de la buena voluntad'?
Nunca antes en la historia americana ha sido Estados Unidos tan poco popular en el extranjero, y visto con tanta hostilidad, con tanta desconfianza, temor y odio. Incluso antes de Abu Ghraib, Margaret Tutwiler, una veterana republicana que estuvo a cargo de la diplomacia pública en el ministerio de Asuntos Exteriores, en su testimonio ante el subcomité de asignaciones de la Cámara en febrero de 2004, declaró que el prestigio de Estados Unidos en el extranjero se había deteriorado hasta tal punto que repararla "tomará años de trabajo duro y concentrado". Después de Abu Ghraib, puede tomar décadas.
El difícil trabajo de reparación puede ser más rápido si hubiera, en noviembre, un cambio de régimen en Washington.
Notas
[1] Yale University Press; será publicado en octubre.
[2] Penguin, 2004; reseñado en estas páginas por Paul Kennedy, Junio 10, 2004.
[3] Debe sin embargo otorgarse crédito al Washington Post por el confesional artículo del 12 de agosto, de Howard Kurtz, del que provienen las citas de Ricks y las posteriores de Dana Priest -esto, a pesar de la página editorial "rebosante de línea dura", como observó el viejo partidario de Reagan, James P. Pinkerton, en Salon', el 8 de agosto. "La pluma neo-conservadora de la página editorial del Washington Post", escribe Pinkerton, "es uno de los aliados más valiosos del presidente Bush".
[4] Para una excepción, véase el artículo In Guantánamó', de Joseph Lelyveld en estas páginas, el 7 de noviembre de 2002.
[5] Julio 8, 2004.
Libros comentados:
Rise of the Vulcans: The History of Bush's War Cabinet
James Mann
Viking, 426 pp., $25.95
A Pretext for War: 9/11, Iraq, and the Abuse of America's Intelligence Agencies
James Bamford
Doubleday, 420 pp., $26.95
After the Empire: The Breakdown of the American Order
Emmanuel Todd
Columbia University Press, 233 pp., $29.95
23 de septiembre de 2004
10 de octubre de 2004
©new york review
©traducción mQh
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