¿qué convenciones de ginebra?
[Michael Ignatieff] Su autor, el legendario periodista Seymour Hersh, que revelara en 1969 la matanza de My Lai en Vietnam, es quien reveló las torturas en la prisión de Abu Ghraib, Iraq, y echara por tierra la propaganda oficial sobre uno de los objetivos de la guerra: restablecer los derechos humanos en ese país.
Cadena de mando' es probablemente el mejor libro que leeremos, a esta altura de los acontecimientos, sobre por qué Estados Unidos pasó de encabezar una coalición internacional, unida por el horror de los atentados del 11 de septiembre de 2001, a luchar solo en Iraq y, en Abu Ghraib, a violar los derechos humanos que decía que había llegado a restablecer.
De acuerdo a Seymour M. Hersh, cuyas revelaciones esta primavera sobre el escándalo de Abu Ghraib se han equiparado en impacto a su publicación de la historia de My Lai en 1969, esta fatal inclinación fue la consecuencia directa de decisiones presidenciales que fueron tomadas mucho antes de los combates en Iraq. La guerra contra el terrorismo empezó como una defensa de las leyes internacionales, y logró que Estados Unidos conquistara aliados y amigos. Pronto se transformó en una guerra al margen de la ley. En una orden secreta datada del 7 de febrero de 2002, el presidente Bush declaró, en palabras de Hersch, que "cuando se trataba de Al Qaeda, las Convenciones de Ginebra sólo se aplicaban a su discreción". Basándose en memoranda de la oficina jurídica de los ministerios de Defensa y Justicia y la Casa Blanca, que, en las apropiadas palabras de Anthony Lewis, "se leen como los consejos de un abogado de la mafia a un padrino sobre cómo... no caer preso", Bush decidió unilateralmente sacar a la guerra contra el terrorismo del sistema jurídico internacional que establece las normas para el tratamiento e interrogatorio de prisioneros. Abu Ghrain no fue el trabajo de unas pocas manzanas podridas, sino la consecuencia directa, dice Hersh, de "la dependencia de George Bush y Donald Rumsfeld de las operaciones secretas y el uso de la coerción -y del sistema del ojo por ojo- en la lucha contra el terrorismo".
El recurso a la tortura también se derivó de las fantasías del gobierno sobre la liberación de Iraq y su fracaso en anticipar la resistencia iraquí. Una vez que, en el verano y otoño de 2003, la resistencia comenzó a cobrarse vidas estadounidenses, el gobierno creyó que tenía que soltar -literalmente- a los perros en la prisión de Abu Ghraib. La tortura y la humillación se transformaron en la respuesta de última hora ante la ausencia de un plan para la ocupación. Bush dejó de lado preveer la resistencia iraquí; Saddam Hussein, no. De acuerdo a Ahmad Sadik, un general de brigada de la Fuerza Aérea iraquí especializado en espionaje radial al que Hersh entrevistó en Damasco en diciembre de 2003, Hussein había "diseñado planes para una resistencia generalizada en 2001, poco después de la elección que llevó al poder a George Bush y a muchos de los funcionarios que habían dirigido la guerra del Golfo en 1991" y ordenó almacenar armas pequeñas en todo el país. Las divisiones de los insurgentes fueron puestas bajo el mando de Izzat al-Douri y Taha Yassin Ramadan, los lugartenientes de Hussein. Si eso es verdad, y si, como le contó Sadik a Hersh, fue interrogado por el servicio secreto estadounidense después de la caída de Bagdad, es verdaderamente asombroso que el gobierno no haya anticipado la insurrección que se venía encima.
Ahora tenemos dos importantes relatos sobre la guerra de Iraq escritos sobre la marcha: Cadena de mando' [Chain of Command], de Hersh, y Plan de ataque' [Plan of Attack], de Bob Woodward. Hersh es el anti-Woodward. Woodward es el escriba oficial del sanctasanctórum, y su acceso a él -a Bush, Cheney, Rumsfeld y Powell- le da a su relato verdadera autoridad, pero a un precio. En el mundo de Woodward, todo es lo que las autoridades dicen que es. En contraste, en el de Hersh nada de lo que dicen es verdad. Sy Hersh sería una persona non grata para el sanctasanctórum, porque a diferencia de Woodward no está dispuesto a escribir el dictado de los presidentes. Lo que Hersh no tiene de acceso privilegiado, lo palia con fuentes sin paralelo a través de la burocracia de Washington, entre el ejército clandestino de espías, burócratas y portabultos' del FBI y de los ministerios de Relaciones Exteriores y de Defensa. Cadena de mando' es un galería con ecos poblada de fantasmas: un "antiguo embajador estadounidense en Oriente Medio me dijo", "un importante oficial retirado recientemente dijo en esa época", "un alto funcionario de la inteligencia observó". Hersh no sólo tiene fuentes en Washington, sino también en Siria, Turquía, Pakistán e Israel. En su introducción, David Remnick, el editor de The New Yorker, donde Hersh ha estado escribiendo regularmente sobre temas de seguridad nacional e inteligencia, y sobre Afganistán e Iraq, asegura a los lectores que los datos de Hersh han sido verificados por los editores de la revista. El problema no es tanto la precisión, creo yo, sino quiénes en la libreta de Hersh obtienen beneficios sin que el autor lo sepa. ¿Se confiesan con él los agentes de la CIA para encubrir los lamentables fracasos de la agencia? ¿Está la gente del ministerio de Relaciones Exteriores contándolo todo porque el ministerio está tan obviamente equivocado en sus decisiones más importantes?
Hersh les ha sacado todas sus dudas y rabia sobre la política exterior que se les encargó que llevaran a cabo. Pero si se pone a Woodward junto a Hersh, se abre un abismo: el que hay entre las decisiones de la elite sobre el curso de la guerra -ideológicas, prístinas, bien definidas y claras- y las opiniones de los soldados rasos -confusas, incompetentes y a veces derechamente inmorales.
El informe de Hersh también tiene fallas: nunca en realidad, en esa época, estableció cuánto de falsedad había en los informes del servicio secreto sobre las armas de destrucción masiva y se permitió a sí mismo aceptar la versión convencional de los primeros días de la invasión, de que Estados Unidos se empantanó porque carecía de suficientes tropas. El problema resultó ser no la ejecución de la fase de combate, sino la falta de preparación para la fase de la ocupación.
Sobre algunos puntos se queda el lector preguntándose: ¿Qué haría Hersh mismo para controlar los abusos que cuenta de manera tan iluminadora? Tomemos el caso del ataque con un misil Hellfire contra un jefe de Al Qaeda llamado Qaed Salim Sinan al-Harethi mientras conducía un coche en Yemen. Hersh, evasivamente, admira la precisión del ataque, pero no trata el asunto principal: si existe tecnología para eliminar a un cuadro terrorista genuina y correctamente identificado, ¿cómo haces que la práctica sea legal y controlada políticamente de modo que la operación de asesinato no degenere en un proyecto del tipo Operación Fénix como en Vietnam?
Al fin del libro, Hersh confiesa que todavía no tiene la historia completa. "Todavía hay mucho que no sabemos sobre la presidencia y que es posible que nunca sepamos", escribe. "¿Cómo lo hicieron? ¿Cómo lograron ocho o nueve conservadores que creían que la guerra de Iraq era la respuesta al terrorismo internacional salirse con la suya? ¿Cómo lo hicieron para dirigir al gobierno y reformular con tanta facilidad una política exterior y prioridades definidas mucho tiempo antes? ¿Cómo lograron superar a la burocracia, intimidar a la prensa, engañar al Congreso y dominar a los militares? ¿Es nuestra democracia así de frágil?"
Sí, nuestra democracia es así de frágil. Los controles y balances del sistema constitucional estadounidense funcionan mal. Con algunas notables excepciones -los senadores Byrd, Kennedy y Biden-, el Congreso no sometió el caso de la guerra a un escrutinio crítico. Los tribunales acataron durante demasiado tiempo la autoridad presidencial, y es sólo ahora gracias a una resolución de la Corte Suprema sobre los derechos de los combatientes enemigos en Bahía de Guantánamo determinando que "el estado de guerra no es un cheque en blanco al presidente", que han comenzado a recuperar algunas de sus prerrogativas de revisión judicial. Tampoco la prensa, Hersh incluido, sometió en los días previos a la guerra la afirmación del gobierno sobre las armas de destrucción masiva a un escrutinio crítico. Les tomaron el pelo, como a nosotros.
Sin embargo, lo que hemos aprendido desde entonces sobre la guerra secreta que se libró en nuestro nombre y para nuestra vergüenza, se lo debemos a los periodistas, principalmente a Sy Hersh. Este libro nos recuerda por qué un periodismo exigente y escéptico es tan importante; ayuda a que sigamos siendo libres.
Michael Ignatieff es profesor de la cátedra Carr sobre derechos humanos en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard y el autor de The Lesser Evil: Political Ethics in an Age of Terror' [El mal menor: la ética política en una época de terror].
17 de octubre de 2004
©new york times
©traducción mQh
De acuerdo a Seymour M. Hersh, cuyas revelaciones esta primavera sobre el escándalo de Abu Ghraib se han equiparado en impacto a su publicación de la historia de My Lai en 1969, esta fatal inclinación fue la consecuencia directa de decisiones presidenciales que fueron tomadas mucho antes de los combates en Iraq. La guerra contra el terrorismo empezó como una defensa de las leyes internacionales, y logró que Estados Unidos conquistara aliados y amigos. Pronto se transformó en una guerra al margen de la ley. En una orden secreta datada del 7 de febrero de 2002, el presidente Bush declaró, en palabras de Hersch, que "cuando se trataba de Al Qaeda, las Convenciones de Ginebra sólo se aplicaban a su discreción". Basándose en memoranda de la oficina jurídica de los ministerios de Defensa y Justicia y la Casa Blanca, que, en las apropiadas palabras de Anthony Lewis, "se leen como los consejos de un abogado de la mafia a un padrino sobre cómo... no caer preso", Bush decidió unilateralmente sacar a la guerra contra el terrorismo del sistema jurídico internacional que establece las normas para el tratamiento e interrogatorio de prisioneros. Abu Ghrain no fue el trabajo de unas pocas manzanas podridas, sino la consecuencia directa, dice Hersh, de "la dependencia de George Bush y Donald Rumsfeld de las operaciones secretas y el uso de la coerción -y del sistema del ojo por ojo- en la lucha contra el terrorismo".
El recurso a la tortura también se derivó de las fantasías del gobierno sobre la liberación de Iraq y su fracaso en anticipar la resistencia iraquí. Una vez que, en el verano y otoño de 2003, la resistencia comenzó a cobrarse vidas estadounidenses, el gobierno creyó que tenía que soltar -literalmente- a los perros en la prisión de Abu Ghraib. La tortura y la humillación se transformaron en la respuesta de última hora ante la ausencia de un plan para la ocupación. Bush dejó de lado preveer la resistencia iraquí; Saddam Hussein, no. De acuerdo a Ahmad Sadik, un general de brigada de la Fuerza Aérea iraquí especializado en espionaje radial al que Hersh entrevistó en Damasco en diciembre de 2003, Hussein había "diseñado planes para una resistencia generalizada en 2001, poco después de la elección que llevó al poder a George Bush y a muchos de los funcionarios que habían dirigido la guerra del Golfo en 1991" y ordenó almacenar armas pequeñas en todo el país. Las divisiones de los insurgentes fueron puestas bajo el mando de Izzat al-Douri y Taha Yassin Ramadan, los lugartenientes de Hussein. Si eso es verdad, y si, como le contó Sadik a Hersh, fue interrogado por el servicio secreto estadounidense después de la caída de Bagdad, es verdaderamente asombroso que el gobierno no haya anticipado la insurrección que se venía encima.
Ahora tenemos dos importantes relatos sobre la guerra de Iraq escritos sobre la marcha: Cadena de mando' [Chain of Command], de Hersh, y Plan de ataque' [Plan of Attack], de Bob Woodward. Hersh es el anti-Woodward. Woodward es el escriba oficial del sanctasanctórum, y su acceso a él -a Bush, Cheney, Rumsfeld y Powell- le da a su relato verdadera autoridad, pero a un precio. En el mundo de Woodward, todo es lo que las autoridades dicen que es. En contraste, en el de Hersh nada de lo que dicen es verdad. Sy Hersh sería una persona non grata para el sanctasanctórum, porque a diferencia de Woodward no está dispuesto a escribir el dictado de los presidentes. Lo que Hersh no tiene de acceso privilegiado, lo palia con fuentes sin paralelo a través de la burocracia de Washington, entre el ejército clandestino de espías, burócratas y portabultos' del FBI y de los ministerios de Relaciones Exteriores y de Defensa. Cadena de mando' es un galería con ecos poblada de fantasmas: un "antiguo embajador estadounidense en Oriente Medio me dijo", "un importante oficial retirado recientemente dijo en esa época", "un alto funcionario de la inteligencia observó". Hersh no sólo tiene fuentes en Washington, sino también en Siria, Turquía, Pakistán e Israel. En su introducción, David Remnick, el editor de The New Yorker, donde Hersh ha estado escribiendo regularmente sobre temas de seguridad nacional e inteligencia, y sobre Afganistán e Iraq, asegura a los lectores que los datos de Hersh han sido verificados por los editores de la revista. El problema no es tanto la precisión, creo yo, sino quiénes en la libreta de Hersh obtienen beneficios sin que el autor lo sepa. ¿Se confiesan con él los agentes de la CIA para encubrir los lamentables fracasos de la agencia? ¿Está la gente del ministerio de Relaciones Exteriores contándolo todo porque el ministerio está tan obviamente equivocado en sus decisiones más importantes?
Hersh les ha sacado todas sus dudas y rabia sobre la política exterior que se les encargó que llevaran a cabo. Pero si se pone a Woodward junto a Hersh, se abre un abismo: el que hay entre las decisiones de la elite sobre el curso de la guerra -ideológicas, prístinas, bien definidas y claras- y las opiniones de los soldados rasos -confusas, incompetentes y a veces derechamente inmorales.
El informe de Hersh también tiene fallas: nunca en realidad, en esa época, estableció cuánto de falsedad había en los informes del servicio secreto sobre las armas de destrucción masiva y se permitió a sí mismo aceptar la versión convencional de los primeros días de la invasión, de que Estados Unidos se empantanó porque carecía de suficientes tropas. El problema resultó ser no la ejecución de la fase de combate, sino la falta de preparación para la fase de la ocupación.
Sobre algunos puntos se queda el lector preguntándose: ¿Qué haría Hersh mismo para controlar los abusos que cuenta de manera tan iluminadora? Tomemos el caso del ataque con un misil Hellfire contra un jefe de Al Qaeda llamado Qaed Salim Sinan al-Harethi mientras conducía un coche en Yemen. Hersh, evasivamente, admira la precisión del ataque, pero no trata el asunto principal: si existe tecnología para eliminar a un cuadro terrorista genuina y correctamente identificado, ¿cómo haces que la práctica sea legal y controlada políticamente de modo que la operación de asesinato no degenere en un proyecto del tipo Operación Fénix como en Vietnam?
Al fin del libro, Hersh confiesa que todavía no tiene la historia completa. "Todavía hay mucho que no sabemos sobre la presidencia y que es posible que nunca sepamos", escribe. "¿Cómo lo hicieron? ¿Cómo lograron ocho o nueve conservadores que creían que la guerra de Iraq era la respuesta al terrorismo internacional salirse con la suya? ¿Cómo lo hicieron para dirigir al gobierno y reformular con tanta facilidad una política exterior y prioridades definidas mucho tiempo antes? ¿Cómo lograron superar a la burocracia, intimidar a la prensa, engañar al Congreso y dominar a los militares? ¿Es nuestra democracia así de frágil?"
Sí, nuestra democracia es así de frágil. Los controles y balances del sistema constitucional estadounidense funcionan mal. Con algunas notables excepciones -los senadores Byrd, Kennedy y Biden-, el Congreso no sometió el caso de la guerra a un escrutinio crítico. Los tribunales acataron durante demasiado tiempo la autoridad presidencial, y es sólo ahora gracias a una resolución de la Corte Suprema sobre los derechos de los combatientes enemigos en Bahía de Guantánamo determinando que "el estado de guerra no es un cheque en blanco al presidente", que han comenzado a recuperar algunas de sus prerrogativas de revisión judicial. Tampoco la prensa, Hersh incluido, sometió en los días previos a la guerra la afirmación del gobierno sobre las armas de destrucción masiva a un escrutinio crítico. Les tomaron el pelo, como a nosotros.
Sin embargo, lo que hemos aprendido desde entonces sobre la guerra secreta que se libró en nuestro nombre y para nuestra vergüenza, se lo debemos a los periodistas, principalmente a Sy Hersh. Este libro nos recuerda por qué un periodismo exigente y escéptico es tan importante; ayuda a que sigamos siendo libres.
Michael Ignatieff es profesor de la cátedra Carr sobre derechos humanos en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard y el autor de The Lesser Evil: Political Ethics in an Age of Terror' [El mal menor: la ética política en una época de terror].
17 de octubre de 2004
©new york times
©traducción mQh
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