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¿QUIÉN QUIERE A LOS SAUDÍES? - max rodenbeck


En Occidente, y en el resto del mundo, se tiene una en general mala impresión de los saudíes, sea como codiciosos emires del petróleo, recalcitrantes e incoherentes fanáticos religiosos o corruptos y perversos príncipes. Los tres personajes son, además, inmensamente ricos. Costará trabajo cambiar su percepción.
A fines del año 1818, el pueblo de Constantinopla presenció la ejecución de un bandido que había sido capturado en los áridos desiertos de Arabia. Enjuiciado y condenado por herejía y bandidaje por el más alto tribunal ‘sharia' del Imperio Otomano, el rebelde fue arrastrado hasta las puertas del palacio del sultán. La decapitación misma fue rápida, pero su cabeza separada fue colocada en un mortero de gigantescas proporciones y ceremoniosamente molida hasta transformarla en una masa; su cuerpo fue clavado en un alto poste y exhibido, con un puñal clavado en su pecho con un cartel de la sentencia de ‘irtidad' (excomunión).
El desafortunado capitán árabe era Al Saud1, un ancestro directo de los actuales gobernantes de Arabia Saudí, el lugar que quizás más rápidamente asociado con la práctica de la decapitación en el mundo moderno (al menos hasta que los equipos de secuestradores de los terroristas empezaran en otros lugares a filmar su sórdida parodia de la justicia divina en videos borrosos). De hecho, el hombre condenado era Abdallah ibn Saud ibn Abdul Aziz ibn Muhammad ibn Saud, el emir saudí reinante de la época y biznieto del fundador del primer estado saudí.2
Los Al Saudíes eran insignificantes jefes de unos remotos territorios particularmente pobres de Arabia central cerca de la moderna ciudad de Riyad cuando, hacia 1740, tuvieron la suerte de aliarse a un predicador evangelista llamado Muhammad ibn Abdul Wahhab. La fusión de la espada saudí y del fervor wahhabí, todavía celebrada en la bandera del reino, elevó las ambiciones de los Al Saudí de meras redadas tribales a una guerra santa a toda escala. Dentro de dos generaciones lograron conquistar la mayor parte de la península arábica, uniendo el territorio por primera vez desde la expansión inicial del islam unos mil años antes.
Pero los primeros saudíes llegaron demasiado lejos. En 1801 saquearon la ciudad santa chií de Karbala, en Iraq, destruyendo sus santuarios con cúpulas de oro, asesinando a miles de sus habitantes y llevándose a sus esposas, hijas y posesiones. Ese botín les pertenecía en propiedad, ya que el extremista sunnismo wahhabí enseña que los chií no pueden reclamar que son verdaderos musulmanes. Su veneración de las tumbas era considerada como una forma de idolatría, un pecado que se castiga con la muerte. Así, cuando en 1806 los saudíes asaltaron los cuarteles otomanos de la Meca y Medina, ciudades santas sunníes y chiíes, destruyeron toda tumba que encontraron, aplicando por la fuerza sus normas más estrictas, y dieron latigazos, robaron y asesinaron a los peregrinos que desobedecían.
Por último, en 1811, el sultán otomano respondió ordenando al poderoso wali de Egipto, Muhammad Ali Pasha, a deshacerse de esa molestia.3 Su bien equipado ejército reconquistó rápidamente Hijaz, la región de las ciudades santas. Pero la campaña en el árido corazón de Arabia fue agotadora. Una feroz resistencia saudí llevó a los invasores a aplicar la táctica de la tierra quemada. Para cuando se rindió el emir Abdallad, la mitad de los pueblos de Arabia habían sido arrasados, sus pozos envenenados, sus palmas arrancadas de la tierra y sus rebaños, dispersados. Unos cuatrocientos saudíes fueron embarcados al Cairo como rehenes, un acto de piedad si se considera que los egipcios amarraron a muchos emires menores y a clérigos wahhabíes a la boca de cañones y los convirtieron en pedazos. El comandante egipcio obligó al más reverenciado estudioso de entre los descendientes de Muhammad ibn Abdul Wahhab a escuchar durante un rato melodías tocadas en un violín de dos cuerdas (música que estaba prohibida por los wahhabíes) y luego lo mató a balazos.

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A juzgar por el tenor de lo que se ha dicho sobre Arabia Saudí desde el 11 de septiembre de 2001, no poca gente piensa que debería hacerse algo similar con los saudíes de hoy. En el Congreso, en la televisión estadounidense, y en la prensa, el país ha sido retratado como una especie de aceitosa barbarie, el manantial de un sistema de valores sombrío y hostil que es la antítesis misma del nuestro. La alianza de setenta años de Estados Unidos con el reino ha sido reconsiderada como un espantoso error, una renuncia a nuestra alma, un coqueteo con la muerte adicta a la gasolina.
Para Dore Gold, el antiguo representante de Israel ante Naciones Unidas, Arabia Saudí es el ‘Reino del Odio', la principal fuente de dinero y demencia que nutre al terrorismo musulmán en todo el planeta. Robert Baer, un antiguo agente de la CIA que se presenta a sí mismo como un gallardo enemigo del yihadismo internacional, ahorra su vehemencia más para prescripciones que para descripciones. Los Al Saudíes, propone, deberían copiar el brutal modelo sirio y exterminar así a sus propios extremistas con un enorme ejército4, o soportar que los norteamericanos ocupen sus campos de petróleo, la división del reino y el establecimiento de un estado chií títere en su Provincia Oriental, rica en petróleo y donde predomina la secta minoritaria. El periodista Craig Unger prefiere ganar puntos más cerca de casa. Propone que la "relación secreta" entre Bush y las dinastías saudíes "ayudaron a gatillar la Edad del Terror', que es la época en la que aparentemente vivimos hoy. Su conclusión: los Bush han ensillado a Estados Unidos en "una potencia extranjera que alberga y apoya a nuestros enemigos mortales".

No toda la literatura reciente sobre el reino es tan categóricamente alarmista. La concisa, informativa e inteligente ‘Complete Idiot's Guide to Understanding Saudi Arabia', de Colin Wells, es un excelente punto de partida para aquellos que no saben nada del reino. Thomas Lippman, del Washington Post, un sagaz observador y frecuente visitante, ha escrito una muy necesaria historia de las relaciones estadounidense-saudíes que es objetiva, comprensiva de los dos lados y llena de anécdotas. Aunque algo anticuado, ‘Saudi Arabia and the Politics of Dissent', de Mamoun Fandy, ofrece un perceptivo análisis de las diferentes ramas del islamismo saudí. El reciente informe del Grupo de Crisis Internacional ICG, ‘Can Saudi Arabia Reform Itself?', proporciona un examen sobrio y bien informado del estado actual y perspectivas de Arabia Saudí.5
A pesar de su crispado título, ‘Hatred's Kingdom', de Dore Gold, está bien documentado, especialmente en lo que concierne a las raíces e influencia de la intolerancia wahhabí. La debilidad es que mientras Gold, conocido en la televisión como portavoz de la política exterior israelí, destaca alegremente cosas tales como el antisemitismo y la xenofobia saudí, obscurece el importante papel de Israel y Estados Unidos en nutrirlos. La pasión por Palestina entre los saudíes y en el mundo árabe y musulmán más amplio puede ser exagerada y a veces interesada, pero es sin embargo real.6 (Gold es también poco sincero cuando desdeña las tentativas saudíes de paz con Israel como insinceras. Los Al Saudíes arriesgaron mucho de su prestigio para unir tras de sí a otros árabes en el plan de paz que presentaron en la primavera de 2002, sólo para ser rechazados por el sepulcral silencio de Jerusalén).
Robert Baer también tiende a sostener la visión de que si los saudíes "nos odian", es solamente por lo que son más que por lo que hacemos. Sin embargo, en medio de tales posturas e insinuaciones, y a pesar del ocasional aullido,7 su libro contiene algunos análisis agudos, así como amenos chismes de las cafeterías de Langley. Por ejemplo, revela la autoritaria y oculta influencia de la esposa del Rey Fahd, Jawhara al Ibrahim, desde que el Rey quedara incapacitado por un infarto en 1995. Su control del acceso al ahora inválido anciano de 83 años, aparentemente ayudó al clan al-Ibrahim a aumentar considerablemente su fortuna. Esas historias son de conocimiento público entre los saudíes, por supuesto, pero nos ayuda a recordar que las mujeres saudíes no están tan desprovistas de recursos.

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Como muestra el ejemplo otomano, la tunda saudí anticipa de lejos la revelación de que tres cuartos de los secuestradores del 11 de septiembre, así como sus jefes, eran nacionales saudíes. Incluso si los estadounidenses se entretuvieron alguna vez con las ideas teñidas por el National Geographic con los nobles beduinos cambiando camellos por Camaros, han pasado treinta años desde que fueran remplazadas -tan pronto como el precio de la gasolina llegó a un dólar el galón durante la crisis del petróleo de 1973- por la imagen de codiciosos Ali Babás cobrando rescates a Occidente. Tampoco es sólo en Occidente que los saudíes no son populares. Otros corteses árabes han durante largo tiempo ridiculizado a sus primos del desierto como una mezcla tartúficamente hipócrita entre nuevos ricos y puritanos fanáticos. Para los millones de inmigrantes asiáticos que se ocupan de los trabajos meniales, que han soportado la condición de obrero-siervo en las cocinas y en los sitios de construcción del reino, la experiencia saudí es recordada como algo parecido a los sufrimientos de los hebreos en Egipto, una mezcla de antros de perdición, capricho y crueldad. Y, por supuesto, la particularmente rígida versión oficial del islam de Arabia Saudí, con sus decapitaciones, su demonización de otras creencias y su vendar y engrillar de sus mujeres con velos y mezquinas restricciones legales, es vista como odiosa por casi todo el mundo, incluyendo a una parte considerable de los musulmanes.
En resumen, los saudíes presentan un objetivo especialmente voluminoso, y que se mueve en cámara lenta. Lo peor es que su riqueza no les ayuda mucho. La importancia de Arabia Saudí como una fuente de petróleo, como un mercado de artículos caros y como un terreno estratégico de la propiedad inmobiliaria ha ciertamente ejercido un enmudecedor efecto sobre los gobiernos extranjeros que compiten por sus favores. Sin embargo, para la opinión pública occidental, la fabulosa riqueza de los saudíes ha tendido a pintar a los raros defensores del reino como mercenarios y gente que acepta dinero manchado de sangre, etc.
Como con las obscenas historias sobre la perversidad saudí, la influencia de los millones de los saudíes tiende a ser exagerada más allá de toda proporción. Por ejemplo, el reino gasta un montón de dinero para mejorar su imagen en el extranjero: desde el 11 de septiembre de 2001, 17.6 millones de dólares en cabilderos solamente en Estados Unidos, según el ministerio de Justicia. Pero entonces, los despabilados extranjeros a menudo encuentran valioso participar en la política estadounidense al modo americano. La diminuta Latvia, por ejemplo, contrató hace poco a una firma de Washington para promover su intención de ser anfitriona de la cumbre de la OTAN de 2006. Además, los gastos recientes de los saudíes, casi todos en reclames publicitarios, constituyen una pequeña contribución al abrevadero de los cabilderos. Si dejamos de lado Washington, veremos que los cabilderos estadounidenses locales ingresaron en 2003 unos 890 millones de dólares solamente para influir en los gobiernos de los estados.
Y mientras es verdad que el dinero saudí asegura una influencia más amplia a través de contratos e inversiones colocadas cuidadosamente, las cifras que se les lanza acusadoramente a menudo no concuerdan. Craig Unger, por ejemplo, monta una gran fanfarria por el hecho de que los saudíes han pasado cerca de 1.5 billones de dólares a lo que describe como "individuos e instituciones con estrechos vínculos con la Casa de los Bush". Una inspección más detenida revela que un 85 por ciento de ese dinero fue destinado a contratos de defensa y pagado a firmas de propiedad del Grupo Carlyle, un sociedad de cartera cuya gorda planilla de antiguos funcionarios republicanos la hace, por lo menos de acuerdo a Unger, una operación afiliada a Bush.
Unger deja de lado indicar que los saudíes eran los patrocinadores de estas empresas mucho antes de que Carlyle las comprara, y ha continuado haciéndolo desde que las vendió en 1998. El más grande de los más grandes ítemes durante los años noventa, un contrato de mil millones de dólares con la Vinnell Corporation, que fue brevemente propiedad de Carlyle, simplemente extendió la misma ininterrumpida secuencia de contratos para adiestrar a la Guardia Nacional saudí que se remonta a 1975. En otro contrato separado, la Halliburton de Dick Cheney se embolsó otros 180 millones de dinero saudí. Pero cuando consideramos que Halliburton es la compañía de servicios de campos petrolíferos más importante del mundo, es difícilmente un gasto sospechoso para el productor de petróleo más grande del mundo. Esto deja un goteo de sumas mucho más pequeñas, tales como la donación saudí de 1 millón de dólares para la biblioteca presidencial de George H.W. Bush. Como admite Unger mismo, sin embargo, los saudíes han entregado dinero a todas y cada una de las bibliotecas presidenciales construidas en los últimos treinta años.
Todavía más engañosos son las muy distorsionadas cifras que atribuyen a los saudíes una ilimitada influencia en los salones de juntas del reino. Unger dice que el país tiene 860 millones de dólares en acciones estadounidenses. Robert Baer calcula el tesoro con mucha autoridad en 1 trillón de dólares, además de otro trillón depositado en bancos estadounidenses.
Para comenzar, los saudíes no son tan estúpidos como para dejar un trillón de dólares inútilmente en las cámaras de un banco. En segundo lugar, lo más que Arabia Saudí ha logrado ganar con sus ventas de petróleo en un año es 101 billones de dólares (en 1981, cuando el precio del petróleo alcanzó su máximo de todos los tiempos -e incluso así esa suma apenas sobrepasa lo que los estadounidenses gastan en cigarrillos). Para llegar a acumular un trillón de dólares, los saudíes deberían haber ahorrado cada uno de los céntimos que han ganado. Con todo, el gobierno saudí ha ajustado su presupuesto sólo dos veces en las dos últimas dos décadas, para no decir nada sobre supuestos altos excedentes. Todos los activos acumulados en el extranjero, privados y públicos, de todos los productores árabes de petróleo puestos juntos no llegarían a 1.5 trillones de dólares, y gran parte de estos han sido invertidos en propiedad inmobiliaria en Europa. Eso es más o menos lo que gasta el ministerio de Defensa estadounidense en tres años.
Gold, Unger y Baer mencionan que los saudíes han gastado 100 billones de dólares en armas compradas a los americanos desde los años setenta como prueba de que Washington ha sido embaucado y armado a un enemigo potencial. Pero como señala Lippman, sólo una quinta parte de este desembolso se invirtió en "equipos letales". El resto se gastó en adiestramiento, repuestos e infraestructura militar que ha demostrado ser extremadamente útil para las propias tropas estadounidenses en varias ocasiones. Turbias como muchos de estos contratos seguramente son, el objetivo de defender al más grande almacén de energía del mundo es difícilmente poco razonable.

Unger es un fino escritor, y tiene razón en que la dinastía Bush ha forjado sospechosamente convenientes vínculos con la industria petrolífera en general y con varias monarquías árabes petrolíferas en particular. Tiene toda la razón en exigir saber cosas tales como por ejemplo quién autorizó la precipitada repatriación de unos ricos saudíes inmediatamente después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, y por qué. También tendría razón en plantear otras preguntas, tales como qué planes tenían los funcionarios saudíes que ayudaron a financiar la estadía en San Diego de dos de los futuros secuestradores, y por qué el gobierno de Bush ha tratado de ocultar este episodio.8 Sin embargo, con tanto humo en el aire, y a pesar de alarmantes signos de meteduras de pata, duplicidad o peor en Washington, una cosa que Unger y otros no han logrado demostrar convincentemente es que el dinero saudí haya de algún modo influido en la política exterior de Bush en mayor grado que lo hizo sobre otros gobiernos, y que haya así perjudicado intereses estadounidenses.
La estridencia de la hipérbole sugiere que hay factores involucrados que tienen poco que ver con la general antipatía hacia de los saudíes. Uno de ellos es la ignorancia. Varios de los autores mencionados arriba no han estado nunca en el reino. Pocos de sus libros proporcionan suficiente información de fondo para explicar los imperativos históricos que están detrás de la búsqueda por parte de Estados Unidos de lazos más estrechos con los Al Saudíes (muy beneficioso, en general, para las dos partes), o detrás del crecimiento, más tarde, de sentimientos anti-americanos dentro del reino (ciertamente un error de ambas partes), o detrás del generoso patrocinio de Al Saudíes del islamismo wahhabí (una aventura, para decir lo menos, muchos menos exitosa). En realidad, estos desarrollos son caracterizados como ejemplos de perfidia y traición.
Un factor corolario que lleva a exagerar la supuesta amenaza saudí es el temor. El reino, se nos recuerda constantemente, controla un cuarto de las reservas mundiales de petróleo. En 1970, Estados Unidos se transformó en un importador neto de la materia prima que hace posible su supervivencia. Cruzó otro umbral de dependencia en 2000 cuando las importaciones fueron por primera vez equivalentes a más de la mitad del consumo. La tendencia es clara. La demanda global continúa creciendo, más dramáticamente en China (que proyecta terminar hacia 2015 un sistema de carreteras más extenso que la red de carreteras interestatales de Estados Unidos ). Como las reservas fácilmente explotables que se encuentran fuera del Golfo Pérsico se agotarán dentro de unas décadas, el alijo del reino, que se calcula que durará otros trescientos años, sólo crecerá en importancia.
Peor aun, dicen los entendidos, el gobierno corrupto y feudal de los Al Saudíes está condenado a desaparecer. Tan frágil es que estamos en peligro de que "nuestro" petróleos sea secuestrado por fanáticos o por príncipes cobardes dispuestos a apaciguarlos. El país, advierte Robert Baer, es un barril de pólvora. Un atentado terrorista coordinado contra el reino, desencadenaría un colapso económico global y un "nivel de desesperación personal no vista desde los días de la Gran Depresión".
Nunca está demás considerar las peores alternativas. Pero le gusta decir al ministro saudí del petróleo, Ali Naimi, el petróleo es un artículo ‘intercambiable'. Si no lo puedes obtener en un lugar, siempre lo puedes obtener en otro. Esto significa que quien quiera que sea el que gobierne el reino, tendrá cuidado de no elevar demasiado el precio del petróleo. Cuando lo hicieron los saudíes en los años setenta, los importadores de petróleo redujeron drásticamente su consumo, y las compañías petrolíferas buscaron reservas más difíciles de explotar en lugares como el Mar del Norte y la Vertiente Norte de Alaska. Los saudíes son muy conscientes de esto, y el resultado ha sido que el país todavía tiene que volver a ganar su parte del mercado global de que disfrutaba hace treinta años.
Una repentina alza del precio del petróleo causaría ciertamente conmoción, pero también haría económicamente viable la explotación de, por ejemplo, las vastas y convenientemente ubicadas reservas de Canadá. Los estadounidenses podrían en realidad dejar de utilizar sus sedientos todoterrenos e incluso aprobar impuestos más altos sobre la gasolina como los que aplican ya los europeos y japoneses para que la materia prima se use más moderación.
Además, es un hecho histórico que Arabia Saudí ha normalmente ejercido su poder en los mercados mundiales de petróleo para satisfacer los intereses estadounidenses. Una obvia excepción fue durante el boycot de la OPEC, provocado por su inclinación por Israel durante la guerra de octubre de 1973. Pero entonces el reino era solamente uno de los trece exportadores de petróleo que suspendió brevemente sus ventas, y esta fisura en la alianza saudí-estadounidense subsanó rápidamente. Durante el gobierno de Reagan, Arabia Saudí se transformó efectivamente en un arma en el ataque general contra el comunismo. De la generosidad no se beneficiaron solamente, como sabemos tan fatídicamente, los mujahedines afganos, sino también otros mercenarios de Estados Unidos en otros frentes de la Guerra Fría, desde Angola hasta América Central y el Cabo de África. Menos dramáticamente, pero quizás más crucialmente, el reino también desangró a la Unión Soviética durante los años ochenta manteniendo bajos los precios del petróleo, justo cuando los rusos necesitaban urgentemente vender su energía para mantener el ritmo de las enormes subidas en el gasto militar de Estados Unidos. En períodos de escasez durante los últimos diez años, como durante las guerras de Iraq y la huelga de Venezuela en 2002, los saudíes han elevado la producción para mantener estables los precios.
En cualquier caso, no importa quién gobierne, Arabia Saudí todavía necesita bombear un buen montón de petróleo. Sus habitantes son tan dependientes de él como el resto del mundo depende de ellos -quizás todavía más. Sin aire acondicionado y plantas de desalación, el reino se vería pronto como Darfur. Ni siquiera los fanáticos religiosos están dispuestos a volver a los sudorosos negocios de criar cabras y cosechar dátiles.

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Sin embargo, nada de esto significa que los saudíes o el resto del mundo debería mostrar complacencia. Los signos de que algo ha marchado fundamentalmente mal son múltiples, desde la implicación saudí en la exportación de la guerra santa, la reciente racha de sangrientos atentados terroristas dentro del reino, las crecientes tasas de pobreza y de desempleo, hasta simples impresiones, como la silenciosa y sombría expresión de los pasajeros -ciudadanos que retornan y trabajadores extranjeros- que hacen la cola como convictos ante el control de pasaportes del grandioso pero débilmente iluminado aeropuerto de Riyad.
Cuando se habla con saudíes interesados en política, describen espontáneamente su situación como un malestar, una enfermedad. Difieren en la identificación de los síntomas y en la prescripción de una cura. Los conservadores lo ven como un asalta secular concertado contra su apreciado sistema inmunológico musulmán; los liberales, como la extensión del oscurantismo religioso, como una sigilosa ceguera, o, en las palabras de uno de los príncipes gobernantes, como un "cáncer"que debe ser extirpado.
Pero la mayoría de los saudíes no se ajustan fácilmente en los moldes liberales o conservadores. Su fuerte fe es una materia de orgullo e instinto más que de convicción política. Un sondeo auspiciado por el gobierno realizado el año pasado constató que una gran mayoría de los saudíes ven el desempleo como el principal problema del país, no el extremismo religioso. También reveló que mientras la mitad de los saudíes respetan el mensaje político de Osama bin Laden, sólo uno de veinte respeta su liderazgo político. Este muy presente chovinismo no significa necesariamente que están cerrados frente al mundo moderno, a sus retos y placeres. Incluso fuera de las elites mundanas de Yedda y Riyad, los saudíes es probable que gasten su tiempo mirando partidos de fútbol en la televisión o leyendo revistas de moda que en la mezquita.
La mezquita, sin embargo, es inevitable. Casi la mitad del tiempo de transmisión de la televisión estatal saudí se dedica a temas religiosos, y estos temas constituyen casi la mitad del currículum de las escuelas estatales.9 Nueve de diez títulos publicados en el reino tratan temas religiosos, y la mayoría de los doctorados en las universidades que lo ofrecen versan sobre estudios islámicos. Sin embargo, incluso sin la saturación wahhabí, los saudíes son profundamente conscientes de que su legado les impone responsabilidades específicas. Es, después de todo, el lugar de nacimiento de Mahoma y de la lengua árabe, el centro de las ciudades santas musulmanas, la raíz de los árboles genealógicos tribales árabes y también, históricamente, el último reducto contra las incursiones extranjeras en Arabia y las tierras musulmanas. El reino es en muchos modos un experimento único. Es el único estado musulmán moderno que fue creado por la yihad,10 el único que considera al Corán como su Constitución, y uno de los cuatro países musulmanes que han escapado al imperialismo europeo. De los otros, Irán es chií, Turquía optó por sí misma por el laicismo, y Afganistán es una ruina.
Es cuando aparece el fanatismo que ese carácter único se empieza a sentir como una amenaza y cuando se presiente que el sueño saudí de una utopía musulmana se está desvaneciendo. Lo que une a los conservadores del reino -y se aparecen bajo muchas guisas, desde yihadistas suicidas que quieren re-instaurar un califato global musulmán a puritanos pacifistas y los estudiosos wahhabíes realistas que atiborran los sistemas educacional y judicial- es la determinación a mantener la ilusión. Y a pesar de la naturaleza desagradablemente coercitiva de la práctica del islam en el reino (pocos de los 1.2 billones de musulmanes del mundo piensan que prohibir que las mujeres conduzcan un coche sea otra cosa que un absurdo), un sorprendente número de saudíes de a pies, incluyendo a mujeres, soportan el fastidio, porque ellos también comparten la ilusión.

La mayoría de los saudíes siguen apoyando a la familia gobernante, aunque ya no con tanto entusiasmo. Sus miembros más importantes, incluyendo al Rey, el Príncipe Heredero y los hermanos primero, segundo, tercero y cuarto en la línea de sucesión, son igualmente viejos y sin contacto con el mundo. El abrumador número de príncipes menores -algo así como siete mil-, combinado con su convicción de sus derechos a botines feudales, se trate de puestos claves de gobierno, concesiones comerciales o propiedad inmobiliaria, los ha enajenado de los ciudadanos de a pie, que también esperan una parte justa de la riqueza natural del país. Las principescas familias, con su amplio círculo de criados y favoritos, las alianzas matrimoniales y las asociaciones comerciales, ya no son vistas por la gente corriente como vehículos potenciales de movilidad social, sino como obstáculos. Para los desilusionados fanáticos religiosos, los Al Saudíes son simplemente "hipócritas", un término cargado de escrituras musulmanas que designa a aquellos que fingen piedad mientras sirven a los enemigos de la fe.
Con todo, muchos saudíes también aceptan la necesidad de que los Al Saudíes cumplan con su rol tradicional de conciliadores entre los intereses de las tribus, regiones, clases urbanas, potencias extranjeras y diferentes credos. Los críticos de la familia a menudo fallan en apreciar la importancia de esta función balanceadora, que ha ayudado a asegurar, la mayor parte del tiempo pacíficamente, una de las transformaciones más severas y rápidas que cualquier sociedad haya vivido.11 La creciente polarización de la sociedad saudí en los últimos años, entre los que exigen reformas progresistas y los que insisten en un retiro dentro de un capullo religioso puede incluso haber reforzado la dependencia de los saudíes de la familia real. Hasta que los tiempos permitan la construcción de un nuevo orden constitucional, es la única institución puente del reino.
Si sus súbditos encuentran difícil imaginar un país que sobreviva sin los Al Saudíes, hay sin embargo un extendido sentimiento de confusión y de ansiedad sobre el futuro. Al transformarse en un substituto del liderazgo, la función conciliadora de los Al Saudíes misma se ha convertido en una fuente de inseguridad. ‘Conciliar' el poner coto a los predicadores de la violencia con el poner coto a los partidarios de una reforma constitucional, como ha ocurrido en meses recientes, da una impresión de rigidez y de ir a la deriva más que de sabiduría y firmeza. Algunos han concluido que esas contradicciones reflejan no una sensata equivocación sino una ominosa división ideológica entre facciones realistas.12
Cualquiera sea la causa, hay pocas dudas de que la carencia de un liderazgo resuelto ha empeorado los problemas del reino. Enfrentado a fines de los setenta al reto del creciente radicalismo musulmán, los Al Saudíes optaron por el aplacamiento. Se reforzó el control conservador de las escuelas y tribunales. Incluso cuando miles de saudíes perfeccionaron su educación en universidades americanas auspiciadas por los saudíes, miles más se marcharon a campos de adiestramiento financiados por los saudíes en las colinas de Afganistán. Picados de nuevo en los años noventa por la indignación local contra la invitación del Rey Fahd a que Estados Unidos atacara a Iraq desde la tierra ‘santa' saudí, los Al Saudíes nuevamente aplacaron a los críticos encontrando escapes fuera del país para el radicalismo criado en casa en lugares tales como Chechenia y Bosnia. Las contradicciones llegaron a un trágico fin cuando Osama bin Laden, de unas de las familias saudíes plebeyas más ricas, y héroe de la guerra de Afganistán, rompió con sus antiguos patrones de la realeza y apuntó sus armas contra su viejo aliado, Estados Unidos.
Obviamente, les ha tomado a los Al Saudíes demasiado tiempo sopesar la importancia de este desarrollo. Los atentados terroristas en el reino en 1995, que se cobraron la vida de 24 estadounidenses, y una serie de atentados más pequeños contra individuos extranjeros en los años subsecuentes, fueron todos minimizados como el trabajo de agentes extranjeros o de bandas criminales. Un año después del 11 de septiembre de 201, el Príncipe Nayef, el ministro del Interior, todavía negaba que hubiera saudíes implicados. Un año después de eso, negó que Al Qaeda tuviese alguna presencia significativa en el reino. La opacidad del gobierno saudí hace fácil a los críticos atribuir semejantes titubeos al deseo de encubrir una complicidad de alto nivel en esos asuntos, pero es probable que la verdad sea más mundana. De manera patriarcal y típicamente obtusa, los Al Saudíes querían solucionar sus problemas del modo habitual, "dentro de la familia saudí".
Su fracaso es ahora más que evidente. Aparte de los estragos que ha causado en otros lugares, la violencia de Al Qaeda al interior del reino ha costado casi doscientas vidas el año pasado. Miles de jóvenes saudíes, muchos de ellos sin trabajo y aburridos, son atraídos por el romance de la guerra santa. Iraq, con sus brigadas internacionales islamitas evocadoras de las brigadas de la guerra civil española, se ha transformado en el destino de algunos. Muchos se quedan en casa, soñando con la posibilidad de lapidar los demonios imaginarios de la hipocresía realista y la agresión de los infieles.
Contener y re-dirigir esas pasiones tomará paciencia, determinación y enormes recursos. Hay buenas razones para dudar de que los Al Sauds, al menos bajo su actual y confundido liderazgo, pueden hacerse de esos tres factores, y sostenerlos. Pero por lo menos, al fin, están empezando a tratar de hacerlo. Los nuevos controles han disminuido drásticamente el apoyo económico privado a los grupos yihadistas. Cientos de predicadores extremistas han sido excluidos de los púlpitos de las mezquitas. Decenas de los más radicales están tras las rejas. El clérigo oficial ahora da sermones ad nauseam sobre el peligro de la ‘exageración' en la religión, y se ha retirado13 gran parte de las incitaciones religiosas en los libros de texto saudíes. En lo que se refiere a la seguridad, los saudíes han mejorado enormemente sus controles fronterizos y detenido a cientos de sospechosos de Al Qaeda. Quizás lo más importante es que los sangrientos e indiscriminados actos de los terroristas locales han alarmado seriamente al público general. Su visión política se ha revelado muy poco atractiva.
El resto del mundo tiende a compartir la impaciencia de los liberales saudíes a los que les gustaría ver acciones más fuertes, así como reformas más rápidas y profundas. La preferencia de los Al Saudíes por el consenso, sin embargo, mantendrá lento el ritmo. Esto augura más frustración. Las mujeres, obviamente, tienen mucho interés en ser liberadas de la sofocante ‘protección' de las leyes que relegan a muchas a vidas de tedio, dependencia y aislamiento. El estancamiento es también peligrosamente irritante para una juventud ya inquieta que forma parte de una larga proporción de la población del país. En vistas de su poco práctica educación, la escasez de trabajo y los costos cada vez más prohibitivos del matrimonio, millones de saudíes que están madurando se enfrentan a un difícil futuro.
"Lo lamento por mis estudiantes", dice un profesor de la Universidad de Imam Saud, en Riyad, un lugar donde se ha licenciado un número desproporcionado de reclutas de Al Qaeda. "No saben a quién creer. No tienen modelos ejemplares".
Como muchos otros saudíes, el profesor opina que es demasiado temprano para una democracia. La mejor solución a corto término sería un rey fuerte y resuelto. Sólo una figura así, dice, sería capaz tanto de refrenar a los "estrambóticos" príncipes y de impulsar reformas sociales, económicas y políticas. Su solución a largo término es más polémica. "Ya no hay un lenguaje común entre los realistas que entienden el mundo y son sofisticados, y los académicos religiosos que son atrasados. El conflicto es inevitable. Lo que necesitamos es reducir la relación entre el estado y la religión".
Más y más saudíes parecen estar llegando a esta conclusión, aunque tomará probablemente décadas antes de que haya suficientes de ellos para que hagan la diferencia. Pero si se corta el vínculo con el wahhabismo, ¿qué será saudí de Arabia?

Notas
[1] En este artículo, Al Saudí se refiere a la familia real saudí.
[2] Ha habido tres estados saudíes: desde 1744a 1818 (destruido por el ejército egipcio), de 1843 a 1891 (debilitado por luchas de sucesión y desmantelado por el clan rival Al Rashid) y desde 1902 hasta hoy. El título de ‘reino' data sólo de 1932.
[3] Los turcos otomanos dominaron desde 1517 la mayor parte del este árabe, incluyendo la Meca y Medina, donde derrotaron el sultanato de Manluk, en Egipto. La administración prácticas de las ciudades santas fue dejada en gran parte en manos de sus gobernadores en Egipto, un país cuyos gobernantes conservaron este privilegio desde el siglo diez. El interior de Arabia tenían tan poco valor que los otomanes, como los imperios musulmanes antes de ellos, nunca se molestaron en conquistarlo.
[4] El ejemplo al que se refiere es el bombardeo en 1982 por el ejército sirio de la antigua ciudad de Hama, en la época un santuario de la Hermandad Musulmana y otros grupos musulmanes. Se dice que murieron unos 20.000 sirios.
[5] Publicado el 14 de julio de 2004 en www.icg.org. Véase también un informe posterior del Grupo Internacional de Crisis, ‘Saudi Arabia: Who Are the Islamists', publicado el 21 de septiembre de 2004.
[6] Gold debe de saber que el terrorismo puede ser combatido más efectivamente reconociendo que la línea que separa la idea de una persona de un inexplicable barbarismo de la noción de otro de resistencia legítima puede ser a veces muy tenue. Al Qaeda y el grupo palestino Hamas son lo mismo para los israelíes, pero sus objetivos y consecuencias se traslapan sólo parcialmente. Los mismos saudíes que firman cheques para financiar lo que ellos consideran, justa o injustamente como una guerra de liberación contra la ocupación israelí pueden al mismo tiempo indignarse y quedar perplejos por el reclamo de Al Qaeda de que los atentados contra los trenes de cercanías en Madrid son ‘actos de resistencia', porque se dirigen contra la cruzada global norteamericana contra el islam.
[7] La Hermandad Musulmana no fue responsable de la masacre de 1997 de turistas en Luxor, ni es correcto llamar a sus adherentes "asesinos de masas" o "los más hábiles terroristas de todos ellos". La organización, fundada en 1928, es en realidad un predecesor de grupos más extremistas, pero renunció a la violencia años antes de la emergencia de la militancia yihadista a fines de los años setenta.
[8] Este hecho, revelado primero la investigación del 11 de septiembre por los comités conjuntos para la inteligencia de la Cámara y el Senado, pero más tarde considerado ‘clasificado' por el gobierno, está en el núcleo de las preocupaciones sobre Arabia Saudí que expresó Bob Graham, el retirado presidente del comité del Senado, en su nuevo libro ‘Intelligence Matters' (Random House, 2004). Graham revela que un agente saudí sospechoso "ayudó" a los dos inmigrantes saudíes a establecerse en San Diego con regalos que pueden haber llegado a 40.000 dólares. Igual de inquietante es que muestra que uno de los dos compartió alojamiento con un informante pagado del FBI, que aparentemente nunca observó nada sospechoso. (El FBI se negó rotundamente a permitir que los diputados interrogaran a su informante). Sin embargo, el libro de Graham propone más preguntas que respuestas. Prueba del financiamiento directo de los saudíes de los terroristas sería claramente explosiva, pero no está claro que los saudíes supieran mejor que el FBI qué estaban planeando los beneficiarios de su generosidad. Asumiendo que el servicio secreto saudí estaba consciente de que este dinero llegaría a manos de dos de los futuros secuestradores, es posible que hayan creído que estaban reclutándolos como infiltrados para desmantelar la célula de Al Qaeda. (Los saudíes, después de todo, después de mucho insistir, dejaron que el FBI interrogara a su agente en San Diego, pero los agentes no han dicho que fue lo que les contó). Al final, las revelaciones del senador Graham son, como las de Unger, irrefutables con respecto a la incompetencia del gobierno estadounidense y el temor a ser descubierto, pero no son concluyentes con respecto a las intenciones malignas del gobierno saudí.
[9] Según un estimado de un maestro de Riyad, los estudios musulmanes constituyen un 30 por ciento del currículum actual. Pero otro 20 por ciento se introduce en los libros de texto de historia, ciencias, árabe, etc. En contraste, un conteo no oficial de todo el programa de estudios para doce años de enseñanza saudí contiene un total de exactamente 38 páginas sobre historia, literatura y culturas del mundo no musulmán.
[10] Abdul Aziz ibn Saud, padre del actual rey, conquistó el territorio entre 1902 y 1926, en gran parte utilizando a fanáticos guerreros wahhabí conocidos como los ‘ikhwan'. El historiador R. Bayly Winder comenta: "Las numerosas y sorprendentes similitudes entre el wahhabismo y el islam mismo, incluyendo temas tales como el énfasis local y doctrinal, el énfasis en los éxitos militares, el carácter árabe, la iconoclastia y puritanismo, son tan marcados que uno se inclina a ver al wahhabismo como una especie de ‘segundo resurgimiento' de Arabia". Véase ‘Saudi Arabia in the Nineteenth Century (St. Martin's, 1965).
[11] No solo la extensiva urbanización y el enorme mejoramiento de las condiciones de vida, sino también la superación de una feroz resistencia religiosa a innovaciones tales como el papel moneda (1951), la abolición de la esclavitud (1962), la educación femenina (1964) y la televisión (1965).
[12] VéaseMichael Scott Doran, ‘The Saudi Paradox', Foreign Affairs, enero-febrero de 2004.
[13] Cambiar libros es solo el comienzo. Un maestro de Riyad describe que fue castigado por su rector después de que un alumno de ocho años lo delatara por decir en la clase que la música no era necesariamente pecaminosa. En contraste, un maestro de la misma escuela recibió una recomendación por ordenar a sus alumnos que corrigieran libros de texto distribuidos por el gobierno recientemente, alterando un pasaje que describía a una niña y niño como "amigos", de modo que los dos personajes fueron masculinos. Incluso en los libros para niños, aparentemente, "mezclar" los sexos sigue siendo un tabú.

Libros reseñados
Unloved in Arabia
Max Rodenbeck
House of Bush, House of Saud: The Secret Relationship Between the World's Two Most Powerful Dynasties
Craig Unger
Scribner, 356 pp., $26.00
Saudi Arabia and the Politics of Dissent
Mamoun Fandy
Palgrave, 288 pp., $26.95
Hatred's Kingdom: How Saudi Arabia Supports the New Global Terrorism
Dore Gold
Regnery, 331 pp., $18.95 (papel)
Inside the Mirage: America's Fragile Partnership with Saudi Arabia
Thomas Lippman
Westview, 354 pp., $27.50
Sleeping with the Devil: How Washington Sold Our Soul for Saudi Crude
Robert Baer
Three Rivers, 272 pp., $13.95 (papel)
The Complete Idiot's Guide to Understanding Saudi Arabia
Colin Wells
Alpha, 356 pp., $18.95 (papel)
Can Saudi Arabia Reform Itself?
International Crisis Group
14 de julio de 2004, 35 pp.

17 de octubre de 2004
©new york reveiw of books
©traducción mQh"

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