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frontera israelí debe ser la valla


Desde la muerte de Arafat el debate sobre Palestina y la ocupación israelí se ha encaminado por otros senderos. No han habido atentados terroristas. Y se espera que Estados Unidos cumpla su palabra.
A menudo se acusa a los generales de preparar la última guerra. Los israelíes pueden ser acusados ahora de estar preparándose para defenderse del Holocausto. Y haciéndolo, corren el peligro de provocar otro.
Después de la guerra de 1967, los israelíes determinaron utilizar la victoria para reforzar su seguridad. Eso era comprensible. En su punto más estrecho, el Israel anterior a 1967 sólo tenía 19 kilómetros de ancho. Una incursión con tanques desde Cisjordania podía cortar al país en dos. Los árabes tenían una ilimitable disposición de desventurados reclutas y, en esos días, armas rusas. Sus sistemas políticos no ponían límite a sus bajas. Podían permitirse luchar guerras perdidas interminables. Una derrota habría destruido a Israel.
Si los israelíes hubiesen exigido la desmilitarización de Cisjordania más el derecho a que aviones de guerra cruzaran su espacio aéreo, habrían presentado un fuerte argumento moral, y ninguna de las dos cosas habría impedido el establecimiento de un estado palestino. Pero los israelíes fueron más lejos. Colocaron colonos, y en grandes cantidades.
En Israel ha habido siempre un sector de la opinión pública que insiste en que Cisjordania consiste de Judea y Samaria, dos históricas provincias judías que debían formar parte del gran Israel. Aunque este punto de vista no ha sido nunca la política oficial del gobierno, a los palestinos se les puede perdonar que hayan pensado que era la meta encubierta de varios de los últimos premieres: Begin, Shamir, Netanyahu y Sharon. A menudo parece como si Israel estuviera determinado a alterar los hechos en el terreno creando tantos asentamientos que fuera imposible luego retirarse de Cisjordania. Especialmente en los nuevos suburbios en los alrededores de Jerusalén, existe hoy la idea de que serán permanentes.
Es fácil irritarse con los palestinos. Sus portavoces no han aprendido nunca a ganar amigos e influir en la gente. Abba Eban dijo que Arafat nunca perdía oportunidad de perder una oportunidad. La frase podría ser su epitafio. Sería también un buen título para una historia breve de la causa palestina.
Sin embargo, hay excusas. La gente que ha sido maltratada rara vez se comporta bien. No se puede acusar a los palestinos de considerarse a sí mismos como víctimas injustas de la segunda guerra mundial, aunque ni siquiera participaron en ella. Fue como si Occidente hubiera decidido permitir a los israelíes castigarlos a ellos por los crímenes de Alemania. De ahí décadas de un sofocado sentimiento de injusticia, con portavoces tan lacerados por el dolor que difícilmente se hacían coherentes. Los portavoces y clérigos palestinos que concluyeron que estaban siendo tratados como si fueran nazis, decidieron hablar como nazis.
Pero por destructivo que fueran a menudo los palestinos, esto no absuelve a Israel y a Occidente de su responsabilidad en su destino. Ni impide que socaven los intereses de Occidente en la región. En todo Oriente Medio, Palestina es un dolor de muelas: una potente fuente de inestabilidad política. El problema palestino hace casi imposible que se preste oídos a portavoces occidentales. Tan pronto como hablan de democracia, libertad y derechos humanos, surge la inevitable respuesta -¿qué pasa con Palestina?- y el resto de la argumentación es enterrada por las acusaciones de hipocresía y doble moral.
Hace unos años, pareció haber la esperanza de una mejora. A pesar de su apoyo a Israel, también George Bush se alegró al hablar de la necesidad de un estado palestino. Y siendo un hombre que tiende a decir lo que piensa y a pensar lo que dice, eso parecía prometedor, especialmente cuando habló en términos de una hoja de ruta hacia la paz. Desde entonces, sin embargo, han ocurrido dos desarrollos poco promisorios: los israelíes han empezado a construir un muro, cuya intención parece ser otro intento de alterar los hechos en el terreno y consolidar la posición de Israel en Cisjordania. Al mismo tiempo, el presidente Bush ha hecho demandas casi imposibles a los líderes palestinos.
No sorprende que haya llegado a despreciar a Arafat como un personaje evasivo terminalmente atascado con el terrorismo. Pero esto no transforma en razonable insistir que todo futuro líder palestino deba no sólo reconocer al Israel de antes de 1967 sino además que deba reconocer un derecho de Israel a mantener algunos de los territorios ocupados en 1967.
Puede ser posible encontrar a un líder palestino dispuesto a firmar un tratado de paz en esos términos. Pero tan pronto como lo haga, perderá toda su influencia política en Palestina, y se transformaría en un blanco inmediato de asesinato. Hay una gran cantidad de palestinos que anhelan la paz, incluso si tienen la cautela de no expresarse en público. Pero ningún líder palestino dispuesto a aceptar el yugo de la sumisión ante Israel tendrá posibilidades de sobrevivir.
Muchos israelíes ven la perspectiva de caos político en Palestina con indiferencia. Es en eso donde corren el peligro de invocar su propia destrucción. En estos días, la amenaza para Israel no proviene de una guerra convencional. Provendrá de armas de destrucción masiva que terminarán cayendo en manos de terroristas fundamentalistas. Si no se hacen progresos hacia una paz justa en Palestina, será más difícil para Estados Unidos asegurar la transformación del mundo árabe y hará más probable que, a medida que pase el tiempo, Israel termine rodeado de estados fracasados y hostiles. Ninguno de estos desarrollos podrá impedir el avance de los fundamentalistas, al tiempo que los desarrollos tecnológicos hacen más fácil que los terroristas adquieran finalmente armas de destrucción masiva. Si Israel no busca un acomodo con los palestinos, puede sufrir un espantoso destino.
Sin embargo, hay una paradójica ruta hacia el progreso: el uso inteligente de la valla de Israel. Buenas vallas crean buenos vecinos. Si los israelíes construyen la valla a lo largo de los límites de 1967 más los suburbios al este de Jerusalén y retiran todos los otros asentamientos, no sólo mejorarían su seguridad. También harían posible un estado palestino viable. Los nuevos líderes palestinos que emergieran no tendrían que firmar una paz humillante con Israel. Podrían mostrar a su pueblo que no han aceptado las fronteras impuestas por Israel, y que continuarán ejerciendo presión en foros internacionales. A corto plazo, sin embargo, los palestinos deberían dedicar sus energías a mejorar los caminos, a proporcionar agua potable y escuelas decentes.
Mientras esto ocurra, los israelíes advertirán a los líderes palestinos del peligro de transformar el país en un enclave terrorista. Si eso ocurriera, Israel lo consideraría un acto de agresión por un estado sobre el que caería, consecuentemente, todo el peso de las armas y de una guerra entre estados.
Las tensiones y las amenazas parecen un base frágil para una paz duradera. Pero habría por lo menos un estado palestino, cuyos habitantes podrían usar productivamente sus energías. También sería menos probable que los vecinos de Israel se deslicen en el caos. Aunque los israelíes seguirían viviendo en un vecindario peligroso, correrían menos peligro de que la Tierra Prometida se transforme en una fosa común.

6 de diciembre de 2004
©spectator
©traducción mQh

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