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fomentando la tortura


[Bob Herbert] El nombramiento de Alberto Gonzáles como fiscal general reafirmaría ante el mundo que Estados Unidos quiere continuar con su política de violación de las normas básicas del estado de derecho.
Si Estados Unidos se mirara hoy en el espejo, no se reconocería. El gobierno que dio un palmo de narices a las Convenciones de Ginebra parece despreciar también los solemnes valores estadounidenses de honor, justicia, integridad, proceso debido y verdad. Así, el Capitolio interrogó a Alberto Gonzáles, asesor del presidente y director en jefe del cabildeo en pro de la tortura, para el cargo de fiscal general, que es casualmente el más alto cargo policial del país.
A Gonzáles no debería permitírsele ni que se acercara a ese despacho. Sus opiniones sobre la detención y tratamiento de los prisioneros capturados en Iraq y en la llamada guerra contra el terror han sido a la vez insensatas y vergonzosas. Algunas de las prácticas que emanaron de sus razonamientos son escandalosas, crueles y medievales.
Pero este es el gobierno de Bush, donde la incompetencia y la ineptitud son recompensadas con los más altos honores de la nación. (Recuérdese la Medalla Presidencial de la Libertad otorgada el mes antepasado a George Tenet y otros). Así, Gonzáles no está siendo propuesto solamente para el cargo de fiscal general, sino también para que ocupe posteriormente un puesto en la Corte Suprema.
Es un indicio de la irrelevancia del Partido Demócrata de que un hombre que ha jugado un papel tan determinante en las medidas que condujeron al escándalo todavía en curso de los maltratos y torturas de los prisioneros se espere que sea fácilmente confirmado por el Senado y se transforme en fiscal general. Los demócratas se han transformado en los mequetrefes de 50 kilos del siglo 21.
El gobierno de Bush y Gonzáles están tratando de convencernos de que han visto la luz y se han arrepentido. En respuesta a una pregunta planteada durante la audiencia del Comité Judicial, Gonzáles dijo que estaba contra la tortura. Y el ministerio de Justicia publicó la semana pasada una opinión legal que decía que la "tortura es aberrante tanto para las leyes estadounidenses como para los valores y normas internacionales".
¿Por qué les tomó tanto tiempo? ¿Por qué estuvimos siempre -bajo toda circunstancia- torturando, mutilando, abusando sexualmente e incluso matando a los prisioneros? ¿Y dónde están las pruebas de que ya no lo hacemos?
El gobierno de Bush no ha cambiado. Este es un gobierno que cree que puede hacer y decir lo que quiera, y esa actitud está cambiando la naturaleza misma de Estados Unidos. Está erosionando los chequeos y balances que eran cruciales en la democracia al estilo americano. Condujo a Estados Unidos, contra la opinión de la mayoría del mundo, a lanzar una espantosa guerra contra Iraq. Llevó a Gonzáles a ignorar las preocupaciones del ministerio de Asuntos Exteriores y de importantes oficiales del estado mayor cuando abrió alegremente las puertas de los maltratos a los prisioneros.
Hay pocas cosas más peligrosas que una mezcla de poder, arrogancia e incompetencia. En el gobierno de Bush, esa mezcla ha sido explosiva. Olvidemos la retórica confortadora que rodea la audiencia de confirmación de Gonzáles, porque no ha cambiado nada. Según un detallado informe publicado por el Washington Post el mes pasado, el gobierno está haciendo planes secretos para el posible internamiento de por vida de sospechosos de terrorismo, los que no serán acusados nunca de nada.
¿Debido proceso? Eso es una burla. Entre los detenidos, observó el periódico, hay cientos de personas que están bajo custodia militar o de la CIA "contra las que el gobierno no tiene suficientes pruebas como para acusarlos ante tribunales". Y habrá muchos más detenidos en el futuro.
¿Quién sabe quiénes son estas personas y de qué pueden ser culpables? Tendremos que confiar en tipos como Alberto Gonzáles o Donald Rumsfeld, o el nuevo nombramiento de Bush para dirigir a la CIA, Porter Goss, para determinar si se hecho lo correcto en todos y cada uno de los casos.
Los norteamericanos tienden a ver a Estados Unidos como el guardián de los más nobles ideales de la justicia y la honestidad. Pero esa creencia se hace cada más difícil de sostener. Si el ministerio de Justicia se transforma en el feudo de John Ashcroft o Alberto Gonzáles, aquellos que buscan las normas más altas de la justicia tendrán que irlas a buscar a otra parte.
Ahora es más fructífero buscarlas en el extranjero. El mes pasado la Corte Suprema del Reino Unido resolvió que el gobierno no podía continuar deteniendo indefinidamente a extranjeros sospechosos de terrorismo sin acusarles o procesarles formalmente. Uno de los jueces escribió que esas detenciones "ponen en duda en existencia misma de un antiguo derecho, del que esté país siempre, hasta hoy, se enorgulleció: el derecho a no ser detenido arbitrariamente".
Ese sentimiento no lo conocen ni Alberto Gonzáles ni George W. Bush.

Al autor se le puede escribir a: bobherb@nytimes.com

07 de enero de 2005
11 de enero de 2005
©new york times ©traducción mQh

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