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en holanda pensar es sospechoso


[Ilja Leonard Pfeijffer] Rige la dictadura de los sentimientos. La masa histérica es quien marca el paso.
Últimamente mucha gente me ha preguntado qué es lo que le pasa a este país modélico que es Holanda.
Un arrollador maremoto de comentaristas y líderes de opinión ha intentado durante los últimos meses contestar a esta pregunta. Ahora no podemos apenas recordar todas sus respuestas, pero afortunadamente ya no es tema: la actualidad le ha hecho sombra a la pregunta. De nuevo nos va bien. De nuevo podemos bailotear por las calles con nuestros martillos inchables de color naranja, porque de nuevo somos campeones mundiales de la generosidad. Eso sí, fue necesario un arrollador maremoto, que dejó más de cien mil víctimas, pero al menos ha tenido este resultado. En una emocional demostración de desinterés colectivo, con emocionales actuaciones desinteresadas de todos nuestros mejores y emocionales y desinteresados artistas, nuestro pequeño país se las ha apañado para reunir una emocional y gran suma para todos los pobres desgraciados de Asia. No sólo fue una demostración de solidaridad, sino sobre todo de fraternidad. Se dice que incluso los musulmanes pusieron algunos euros. ¡Traigan un martillo naranja inchable también para los musulmanes! Abracémonos todos juntos. ¡Qué grande puede ser un pequeño país!

Lo que le pasa a Holanda es exactamente esto: la fraternidad es forzada con martillos naranjas hinchables. El que se niega a participar con pasión en aquello que nos proporciona a todos un cálido sentimiento es sospechoso, y en realidad no es un verdadero holandés. No conozco ningún país en Europa donde exista tanta preocupación en torno a la definición de su propia identidad. Normalmente esta viene dada y no es necesario convertirla en tema continuo de apanicados debates. Ningún italiano necesita preguntarse qué significa ser italiano. Tienes a Petrarca y a Dante, Verdi y Puccini, agosto en la costa y a mamá preparando pasta. La verdadera identidad está enraizada en la conciencia histórica y en la tradición. Pero desde que en Holanda se eliminó la enseñanza, no se nos cría con raíces, que se agarran fuertemente a la tierra y permiten que uno se consuele durante las tormentas con la tranquilidad de un roble centenario. Por ello estamos obligados a injertar nuestra identidad con la histeria masiva. Es además la reacción de un país que ha perdido la confianza en sí mismo. Nadie tiene tanto miedo a perder su propia identidad por la influencia de elementos extraños como aquel que tiene miedo a perder su propia identidad. Porque ya no sabemos quiénes somos, obligamos a todo el mundo a ser exactamente como nosotros, por miedo a, de otro modo, no poder nunca volver a encontrarnos a nosotros mismos. Alguna vez, en días de mayor confianza, nos bastó con saber que aquellos que eran distintos entre nosotros no nos procurarían molestia alguna. Hoy, en los días del miedo, lo diferente se ha convertido en una amenaza en sí mismo.
Lo que le pasa a Holanda es exactamente esto: que en una ola de histeria masiva se reúnen 122 millones de euros para las víctimas del tsunami asiático. Y no hablo del oportunismo sin gusto de la horda de Holandeses Famosos que se apretujaban unos junto a otros frente a las cámaras para demostrar que tienen el corazón bien puesto. No hablo tampoco del exhibicionismo sin gusto de un pueblo que como un nuevo rico snob alardea de lo caritativo que es. De lo que hablo es del principio. Por supuesto, soy el primero en reconocer que ha tenido lugar un desastre incomparable y que es de gran importancia que se procuren medios para ayudar a las víctimas. Pero es molesto que parezca necesario dejar esto a la generosidad de particulares. La ayuda a los menos privilegiados y a las víctimas del mundo es una tarea que corresponde al Estado. Según algunos cálculos, un 1 por ciento del presupuesto mundial para defensa es suficiente para aliviar el hambre en el mundo. Un solo avión de la Joint Strike Force, según estimaciones de los analistas, costará unos 60 millones de euros. Como mínimo se puede decir que es doloroso que pueda estarse orgulloso de ciudadanos generosos y espléndidos que para una buena acción consiguen reunir una pequeña cantidad, con la que no se puede comprar ni dos aviones siquiera, mientras que permiten a la vez que el dinero de sus impuestos sea gastado en grandes cantidades en cosas que han ocasionado a la población mundial hasta el momento más mal que bien.
La muestra de caridad colectiva es una explosión de sentimiento, de un sentimiento noble de compasión con las víctimas de un desastre natural, en combinación con histeria masiva procedente del deseo de poder participar del cálido sentimiento de bondad nacional. Aquel que tenga el valor de pensar sobre las cosas, podría llegar a la conclusión de que, en lugar de hacer donaciones incidentales a la cuenta Giro 555, tal vez podría optar por votar por un partido que proponga planes estructurales de asistencia a zonas del planeta que necesitan urgentemente nuestra ayuda. Los mismos espléndidos ciudadanos que ahora de modo masivo se han hurgado en el bolsillo por las víctimas de Asia, votarán dentro de poco de modo masivo a partidos que quieren eliminar el ministerio de ayuda al desarrollo, como propuso alguien del VVD [partido de derecha en el gobierno] hace poco, y a partidos que han incluido en sus programas directamente la eliminación de la ayuda al desarrollo.
Lo que le pasa a Holanda es exactamente esto: rige la dictadura de lo sentimental. Pensar es sospechoso. Se dice lo que se siente, y se hace lo que se dice. Es la dictadura de la chusma, de lo que el programa de televisión Barend y Van Dorp es exponente, donde pasa por virtud tener más sentimiento que cerebro y donde todo aquel que puede pronunciar tres frases seguidas sin errores gramaticales y se niega a llorar con Hazes o a bailotear vestido de naranja suscitará una queja por intelectual; la mayor de las denuncias, siendo la denuncia misma la condena. Este terror anti-intelectualista descalabra la sociedad holandesa más profundamente de lo que las crecidos hombres y mujeres de sentimiento puedan sospechar.
Lo que le pasa a Holanda es exactamente esto: somos groseros. El que dice lo que siente y hace lo que dice es un burdo insolente. Y exige que se le respete, encuentra a los que no son como él anormales, cree ser la norma de todo, pues no piensa, exige sin escrúpulos su parte y no le satisfacen los compromisos, no permite que se le cuente nada, dice que sencillamente él siente las cosas de determinado modo y ya está, se niega a dar preferencia cuando él mismo la tiene, se niega a adaptarse a otros, porque sólo él es de importancia, se niega a moderarse para evitar conflictos, se niega a mantener abiertas las puertas, se niega a escuchar a alguien que tiene algo que contar, se niega a entender que él es menos que otro o, en cualquier caso, a considerar esa posibilidad, se niega a entrar en el carril, se niega a cerrar la boca cuando hay retrasos, se niega, en términos absolutos, a cerrar la boca, se niega a decir perdón cuando el error no ha sido suyo, se niega a inclinarse ante inferiores, se niega a dar más propina si el camarero cometió errores, se niega a dar más propina si nadie ve que está dando más propina, se niega a asistir a alguien que no sea amigo suyo, a no ser que le convenga por algo, se niega a ceder el sitio en el tranvía, se niega a mostrarse agradecido ante el coche con cepo, pues no está bien que la ley sea respetada, se niega a no decir lo que siente, se niega a no hacer lo que dice, se niega, se niega, se niega.
La vida junto a otros exige distancia intelectual. Cuando Prometeo hizo a los humanos de barro, y robó el fuego de los dioses para permitirles que construyeran objetos y que se alimentasen, la humanidad inició su decadencia, pues las personas no podían vivir unas con otras. Zeus intervino y les dio dikê y aidôs, leyes y comprensión del principio de que es mejor no hacer siempre lo que te gustaría y podrías hacer. Aidôs es la consideración intelectual de que el bienestar de otros prevalece sobre tu propio interés. Es el punto de partida de aquel que recibe satisfacción de la idea de que el tráfico es más fluido si dejas que otros te adelanten. Aidôs es el arte del ceder. En una dictadura de los sentimientos las leyes son hasta cierto punto aún respetadas, pero desaparece un ingrediente de cohesión social.
Lo que le pasa a Holanda es exactamente esto: hemos perdido nuestra renombrada tolerancia. La tolerancia es, según la elegante formulación del sociólogo Kees Schuyt, la represión de la tendencia a reprimir. La tolerancia va, o coincide, con la distancia intelectual. El que es tolerante entiende que los otros son distintos; tal vez nunca quiera ser como ellos, tal vez tenga incluso sentimientos feos hacia ellos, tal vez le den hasta asco y le parezca que estén equivocados, pero tiene la conciencia de que es mejor para la sociedad reprimir tales sentimientos y no actuar en función de los mismos. La tolerancia no es bailotear con cálidos sentimientos y obligar a la integración con un martillo inchable de color naranja en la mano, sino aceptar que el otro no bailotee.
Lo que le pasa a Holanda es exactamente esto: no sólo el pueblo llano, también los políticos han abandonado la distancia intelectual. Los sentimientos vanos, provenientes del vientre, del hombre de la calle son de todos los tiempos. Pero antes eran neutralizados en nuestra democracia representativa, pues los representantes del pueblo sabían distanciarse del pueblo. La democracia televisiva de hoy en día tiene cada vez más pinta de histérica democracia directa, en la que todos los días hay elecciones. Basándose en argumentaciones electoralistas, los políticos de derecha, sobre todo, últimamente han mostrado la tendencia permanente a bailotear sobre las olas de los sentimientos de la sociedad y a adueñarse de toda bandera de la histérica masa y convertirla en punto de su programa. Según Aristóteles cada sistema político conoce su propio escenario pesadillesco. El reverso de la democracia es, según él, la oclocracia, en la que reacciona la masa. La democracia holandesa se ha convertido en una oclocracia, porque los políticos de derechas, que en este momento tienen el poder, por miedos electoralistas se dejan dominar por la masa. Por ello también en el parlamento rige la dictadura de los sentimientos.
Lo único que aún puede salvarnos (y nos salvará: no pierdo al esperanza) es terminar con la esta situación, en que está mal visto tener más cerebro que sentimientos, y en que ‘intelectualismo' es un insulto.
La dictadura de los sentimientos debe ser derrocada. Animo a todos los intelectuales de Holanda a llevar ese nombre con orgullo y al resto a convertirse en intelectual.

16 de enero de 2005
28 de enero de 2005
©nrc-handelsblad
©traducción mQh

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