áfrica y sus niños 3
[John Donnelly] Odongo fue, como miles de niños ugandeses, secuestrado por un ejército rebelde y obligado, a sus doce años, a matar. Ahora está libre, pero solo, y busca una manera de vivir.
Alere, Uganda. Kasmiro Bongonyinge recuerda que se incorporó rápidamente de su cama. Era justo después de que saliera el sol, una mañana hace dos años, y el viejo, de 87, y ciego, sabía que algo extraño estaba pasando.
Oyó pisadas y gritos fuera de su choza de barro. Su esposa yacía junto a él, y debajo de su cama, sobre esteras de paja, dormían tres de sus nietos.
La puerta se abrió. "¿Quién es?", preguntó Bongonyinge.
"Quédese tranquilo", le ordenó una voz de niño.
El viejo podía sentir el cañón de una pistola en su pecho.
Bongonyinge cogió las cuentas del bolsillo de su camisa y empezó a rezar lentamente, cuenta azul tras cuenta azul. Oyó a los intrusos revolviendo sus cosas, y pisadas que entraban y salían.
"¡Levántate!", ordenó el niño. "Queremos matarte".
"No puedo. Soy paralítico desde niño", dijo Bongonyinge, mintiendo para salvar la vida. "Y soy ciego".
Una voz joven dijo a los otros: "Matar a un hombre ciego trae mala suerte".
Y luego, silencio. Los intrusos se marcharon tan abruptamente como habían llegado.
Bongonyinge se agachó a tocar debajo de la cama.
Sus dedos sólo encontraron las esteras.
Él y su esposa salieron de la choza con los primeros rayos del sol. Sus pollos cloqueaban furiosamente.
Después de un rato, sus dos nietos menores, de 3 y 5, corrieron hacia ellos. "¿Dónde está Odongo?", preguntó el viejo.
"Odongo se ha ido", respondió su hija, Hellen Aguti, desde el otro lado del patio de tierra. "Se lo llevaron los rebeldes".
Años de guerra y del derrumbe de los sistemas sociales en Uganda y otros países han desplazado a millones de niños en África, dejándoles la tarea de sobrevivir por su propia cuenta. Y en los últimos años millones más de niños africanos se han transformado en huérfanos, a medida que enfermedades relacionadas con el sida han acabado con sus padres. En una época en que las cifras de huérfanos están descendiendo en todo el mundo, la tendencia en África va en la dirección opuesta, y rápidamente.
Un periodista y un fotógrafo de Globe han pasado este año varias semanas con tres de estos niños: tres que lograron sobrevivir, a pesar de las dificultades. Sus vidas están llenas de sorpresas, algunas malas, algunas maravillosas. Y comparten un ingenio y discreto coraje que parece impensable a esa edad. Con todas las razones para haber abandonado la lucha, ellos no lo han hecho.
Sin embargo, sus futuros están lejos de estar asegurados, dependiendo a partes iguales de su suerte e imaginación. Odongo Ambrose tiene montones de las dos cosas.
Algo regordete, el niño de cara de luna con un diente astillado tenía 12 años el 29 de agosto de 2002 cuando fue atrapado en la choza de su familia por el Ejército de Resistencia del Señor, un notorio grupo rebelde que ha secuestrado a miles de niños ugandeses y los ha transformado en soldados.
Hasta ese momento, Odongo era como cualquier otro chico de su edad en las remotas selvas del norte de Uganda. Le gustaba jugar con sus amigos. Respetaba a los mayores. Pero los adultos habían observado algo diferente en Odongo, una seriedad que a veces parecía abrumarlo. En esas ocasiones se calmaba, bajaba la vista y se ensimismaba.
Algunos creían que era su manera de procesar las grandes pérdidas de su vida. Su padre, Dennis Okello, maestro, murió de las heridas que había sufrido en un choque cuando jugaba al fútbol. Su madre, Mary, también maestra, volvió de la escuela a casa un día, se derrumbó, y murió esa misma noche en su cama. Su familia dijo que la había matado el sida.
A los 8, Odongo era huérfano. Sus abuelos se lo llevaron a él, y a su hermano y hermana menores a vivir con ellos; un cuarto niño, el hermano mayor de Odongo, fue capturado por los rebeldes en 1997 y desde entonces no saben nada de él.
Odongo recordó que durante esos primeros días con sus abuelos, echaba mucho de menos el olor de su madre, el calor de sus abrazos, y lo guapa que se veía con su vestido estampado azul. "Pensaba mucho en lo que teníamos: el modo en que ordenábamos el aparador, la cama en la que dormíamos juntos, y sobre todo en su vestido", dijo.
Pero finalmente se acostumbró e incluso empezó a disfrutar de su vida en el pueblo de Alere, un villorrio de unas 25 chozas de barro anidada en medio de árboles espinosos y malezas, y pequeñas huertas de hortalizas. Su abuelo contaba largas historias de sus ancestros y le enseñó trucos para custodiar los pollos y las cabras. Su abuela le daba una libertad de la que nunca gozó con su madre. Pasaba las tardes jugando con los amigos: Tile, Omara, Kidega y Adega, o acarreando agua para la familia desde un arroyo cercano, en un bidón amarillo.
Los niños estaban siempre alerta de los soldados rebeldes del Ejército de Resistencia del Señor LRA. Es por eso que él y su hermano y hermana dormían debajo de la cama de los abuelos. Si los rebeldes atacaban la aldea, las sábanas que colgaban de la cama les ocultarían.
El LRA, dirigido por el trastornado y peligroso Joseph Kony, lleva 18 años de guerrilla contra el gobierno ugandés, y ha desplazado a más de 1.6 millones de personas, la mitad de ellos niños, en este país de 26 millones de habitantes. Es uno de los conflictos más violentos que ha estallado en África en los últimos años, desde Sierra Leona y Liberia en África Occidental, hasta la República Democrática del Congo y la región de Darfur en Sudán, que ha dejado huérfanos a cientos de miles de niños.
Pero Jan Egeland, Coordinador de la Ayuda de Emergencia de Naciones Unidas, trató el mes pasado de llamar la atención sobre el norte de Uganda, calificando la situación como la emergencia humanitaria más dejada de lado por el mundo. Instó a los países a hacer más para poner fin a lo que llamó una "letanía de horrores".
Uganda, encerrado en el este de África, se compone esencialmente de dos países. El sur es seguro y estable. Bajo el presidente Yoweri Museveni, que se hizo con el poder en 1986 y dirige un estado de un solo partido, la economía del país, concentrada en el sur, creció en los años noventa más rápidamente que todas las demás de África.
Pero el norte ha estado aterrorizado por una generación del LRA. Sólo en los últimos meses las tropas ugendesas han intensificado su lucha contra el LRA, en parte debido a la condena internacional. Y hay informes de que el LRA, sintiendo la presión, pueda acceder a negociaciones de paz.
Kony ha dicho que su objetivo es tomar el poder en Uganda y gobernar de acuerdo a los Diez Mandamientos. Pero nadie fuera de sus círculos toma en serio su cháchara religiosa. Tiene más credibilidad como asesino.
Su ejército consiste de decenas de unidades relativamente pequeñas, quizás de 100 a 150 soldados cada una, con un 80 por ciento de niños. Kony prefiere a los niños porque son fáciles de capturar, de formar y de controlar, de acuerdo a entrevistas con casi dos docenas de niños que escaparon de su servicio.
Grupos de derechos humanos calculan que el LRA ha secuestrado a más de 20.000 niños en el curso de varios años. Han muerto más de 5.000 niños, de edades entre los 9 y los 18, sea en batallas con tropas ugandesas o tratando de escapar del ejército de Kony.
Una Prueba Salvaje
La experiencia de Odongo refleja los informes de muchos de los que han escapado. Así es como lo recuerda él.
En las horas posteriores a su captura, caminó en fila india con unas tres docenas de otros, la mayoría niños, en dirección noroeste alejándose de Alere, una aldea a unos 240 kilómetros al norte de la capital del país, Kampala. Cruzaron grandes campos de pasto y aldeas abandonadas hacía mucho. Un niño de su edad caminaba detrás de él, con un rifle AK-47 apuntándole a la espalda.
"Yo estaba temblando", recuerda. "Una vez que paré, un soldado me golpeó y me obligó a levantarme y a caminar".
Ese primer día de cautiverio no dijo nada. Durante las horas que duró la marcha, cargó una bolsa de ropas robadas. Comió frijoles fríos a la hora de la cena y durmió en una camita de pasto. Cuando se cubrió con las ropas robadas, se sintió terriblemente solo. Sabía que nadie lo buscaría. Que era demasiado peligroso.
"No me atrevía a moverme ni a decir nada", recuerda. "Pensaba que si lo hacía me matarían".
Más allá del temor, había cierta monotonía en su cautiverio. Los soldados marcharon durante ocho o nueve horas. Levantaron un campamento. Los jefes y sus círculos inmediatos de niños soldados endurecidos por la guerra, durmieron en tiendas azules, verdes o negras. Los niños recién capturados, en el pasto. Nadie le dijo nada sobre las estrafalarias creencias de Kony. Eso vendría más tarde, y sólo para aquellos elegidos para transformarse en niños soldados.
Tres semanas después de su captura, la monotonía se rompió. Odongo se enfrentaba a una nueva prueba. Un niño de su edad se lanzó al río, tratando de fugarse del ejército. Otros niños lo agarraron, y fue empujado hacia el centro del grupo, con las manos atadas a la espalda. El comandante de la unidad, al que Odongo sólo conocía por Adwong o Grande' en la lengua luo, llamó a Odongo.
Le pasó un machete, diciéndole: "El espíritu de una persona muerta se asegurará de que no trates de escapar".
"Mátalo", le ordenó el comandante.
Odongo dice que él se opuso y suplicó, pero Grande fue implacable.
"Si no lo matas, te mataré a ti", dijo el comandante.
Odongo empezó a golpear al niño en la cabeza, suavemente primero.
"El niño estaba llorando: Por favor, no me mates. Por favor, no me mates' y el comandante dijo que no lo estaba golpeando con suficiente fuerza", dice Odongo. "Así que ordenó a varios otros a que lo golpearan conmigo".
Hizo una pausa antes de seguir su relato, y se limpió las lágrimas de los ojos. "Recuerdo al niño llorando mientras lo golpeábamos. Lo lamento mucho".
Pronto, el niño murió. Dejaron su cuerpo en el mismo lugar.
Más tarde ese día, mientras recogían agua, Odongo empezó a llorar. Otros niños lo amenazaron con decírselo al comandante. "Dijeron que si lloraba, significaba que trataría de fugarme", dijo. "Les rogué que no dijeran nada, y cumplieron".
Era otra lección para sobrevivir: No llorar nunca.
Ese otoño de 2002, casi dos meses después de su captura, el grupo de rebeldes de Odongo peleó varias veces contra las tropas del ejército ugandés. Los comandantes enseñaron a los niños secuestrados a mantenerse quietos durante las emboscadas. "Nos dijeron que nos podían llegar balas perdidas", recordó Odongo.
Durante su primera emboscada, Odongo se agachó. No tenía arma. Soldados del gobierno mataron a un niño combatiente del LRA que estaba a su lado. Odongo se agachó, recogió el arma y comenzó a disparar. Luego de que los rebeldes se retiraran, Grande llevó a Odongo a un lado y lo incorporó a su grupo de guardaespaldas para ocupar el lugar del niño que había muerto.
Así Odongo formó parte de un selecto grupo de unos doce niños guardaespaldas, que no usaban nombres sino que se llamaban unos a otros por apwony', maestro. A los ojos de su comandante, había ascendido al cuerpo de combatientes. Si continuaba probándose a sí mismo, le dijo Grande, le "llevarían donde Kony, donde te darán armas adecuadas y un uniforme".
En las marchas Odongo ahora llevaba su propia arma así como la silla plegable del comandante y una canana. En los ataques Odongo ayudaba a atrapar a los niños a punta de pistola. Por la noche dormía en una tienda, junto con los otros niños guardaespaldas. El comandante, que según Odongo estaba en los veinte, tenía su propia tienda, que compartía con diez niñas novias. "No sabíamos lo que pasaba ahí dentro", dijo Odongo. "Después de cada secuestro, a las niñas se las hacía formar fila y el comandante elegía las que quería".
Pretendía sentirse feliz. "Le decíamos al comandante: Me gustaría tener otra arma', o Me gustaría hacer un ataque para hacerme con otra arma', recordó. "Queríamos que el comandante se sintiera contento".
De hecho, a él le gustaba su arma. Se sentía poderoso. "Me daba valentía", dijo Odongo de su rifle AK-47, con su cargador de 30 balas. "Me podía defender a mí mismo. Cuando no tenía arma, estaba con las manos vacías, me ponía nervioso".
Y sin embargo sentía una profunda culpa por ayudar a asesinar a ese niño que había tratado de escapar. Temía tener que hacer algo semejante otra vez. Y tenía razón en tener miedo.
Poco después de que obtuviera su rifle, Grande mandó a Odongo a ejecutar a otro niño fugado. Esta vez, Odongo no dijo nada. Comenzó a golpear al niño con una mano de mortero, que se usa normalmente para convertir el grano en un fino polvo. Otros se unieron a él. Un mes después, volvió a matar.
Fue hacia diciembre, casi cuatro meses después de su captura, al mediodía. Hacía mucho calor. Dos niñas, de 12 y 14, habían tratado de escapar. Los soldados las llevaron ante el comandante, que ordenó que se quedaran juntas de pie.
"Odongo", llamó, y ladró sus instrucciones.
Ponte a seis metros de las niñas, dijo el comandante. Dispara primero a la que llora.
"¡Fuego!", ordenó el comandante.
Odongo disparó dos balas en su pecho. La niña cayó al suelo.
La segunda niña imploró piedad. Odongo recuerda al comandante gritando que ella debería morir por sus pecados. Lo recordó diciendo: "No hay piedad".
"¡Fuego!"
Odongo disparó dos veces al pecho.
Luego los rebeldes se marcharon en silencio. Odongo no podía olvidar los gritos de las niñas y lo que él había hecho.
Un Escapa Audaz
Decidió arriesgar la vida antes que continuar así. Debía tratar de escapar. La oportunidad se presentó una semana más tarde.
Una mañana temprano el comandante mandó a Odongo y un grupo de niños a cortar caña de azúcar en una plantación cercana. Siete niños fueron con él. Odongo era el último de la fila. Cuando llegaron a la plantación, Odongo se acercó lentamente hacia una esquina. No lo seguía nadie. Se sacó sus sandalias de goma y echó a correr.
"Corrí y corrí hasta que no pude más", dijo. Quizás una hora después, llegó a una choza donde encontró a una anciana. Sin aliento le contó su historia, pero ella lo echó con una escoba. Siguió corriendo, siempre atento a sus perseguidores.
Hacia el mediodía llegó a otra choza, y otra anciana. Ella lo escuchó y entonces, temiendo que los rebeldes no estuvieran demasiado lejos, lo mandó a él y a uno de sus nietos a esconderse en un campo de laureles. Allí, los dos niños se cubrieron con las ramas.
Los rebeldes llegaron unas horas después. En la noche, los sonidos de disparos estallaron en el campamento.
Odongo no podía ver nada. El niño que estaba con él se asustó y trató de salir corriendo, pero Odongo lo agarró. Quédate quieto, le dijo.
Los dos permanecieron inertes. Con las primeras luces de la mañana, los rebeldes se marcharon.
Poco después, la anciana apareció a buscar a los niños. Los rebeldes, dijo habían matado a tres niños. Llevó a Odongo hacia un hombre que vivía en las cercanías. Prometiendo llevar al niño a un lugar seguro, lo puso en el sillín de atrás y se marchó en su bicicleta.
Cuando, horas después, llegaron a las barracas del ejército ugandés, el hombre lo dejó. Varios soldados interrogaron a Odongo durante varios días. Un soldado, recordó, se acercó a él por la noche. Olía a alcohol. Le apuntó con un arma y le acusó de ser un rebelde. Odongo agarró una pistola y apuntó al soldado. Otro soldado les quitó las armas, dijo, evitando el enfrentamiento entre un niño y un hombre, entre dos soldados.
Tarde una noche justo antes de la Navidad de 2002, Fred Okello, el tío de Odongo, desvió la vista de su televisor y se sorprendió de ver los focos de un camión entrando a su patio. Vivía justo en las afueras de Lira, una de las ciudades más grandes del norte, y muy poca gente conducía de noche debido al peligro de una emboscada de los rebeldes.
"Abrí la puerta pensando que me enfrentaba a mi destino", recordó Okello.
En lugar de eso, un niño corrió hacia él.
"¡Tío, tío! ¡Soy yo, Odongo!"
Okello se echó a llorar. Su esposa, Lucy, cuya hermana era la madre de Odongo, se puso a llorar también. Su abuelo y abuela, que se habían mudado de Alere a la casa de Okello, también comenzaron a llorar, abrazando al niño al que no esperaban que volverían a ver.
En su casa, Odongo les contó que un comandante del ejército había ordenado al chofer del camión llevarlo a casa. Y, durante horas hasta que llegó el día, les contó sobre los rebeldes, los asesinatos, y su fuga.
"Le creemos, porque hay muchos niños con historias similares y por la manera en que lo contó", dijo Fred Okello, maestro en una escuela privada.
Describió a Odongo, en esas primeras semanas, como un "animal salvaje".
También Odongo, recuerda lo raro que se sentía. Recuerda su fascinación al mirar televisión por primera vez, y el horror al mirar una película de guerra. "Me escondí detrás del sillón", dijo.
Poco a poco, dijo Odongo, empezó a sentirse más tranquilo. Sus tíos, que comenzaron a creer que tenía el doble de su edad debido a sus instintos de supervivencia, le enseñaron algunas habilidades, incluyendo a coser encaje. Odongo también encontró consolación en la iglesia.
"Dios me trajo de vuelta", dijo. "Fui secuestrado, me tuvieron cautivo, estaba casi muerto. Pero ahora estoy vivo".
Los Okelo lo matricularon en la Escuela Primaria Ferrocarril, de Lira, a cinco kilómetros de casa. La escuela tiene la forma de una herradura; las aulas dan a un patio herboso. Terrenos agrícolas se extienden desde el internado, y las águilas sobrevuelan los campos al amanecer, cazando ratones o culebras.
El aula del Sexto, como las otras, está tan llena de alumnos que muchos de ellos se sientan de lado para poder escribir. Odongo, aplastado en la segunda hilera, es uno de los 102 niños que hay en la sala. Lleva siempre el uniforme de la escuela, una camisa a cuadros rojos y blancos, y pantalones cortos azules.
La directora, Ira Oree, lo observó desde la puerta una mañana antes este año.
"Los niños le tenían miedo", dijo, tranquila. "Despertaba por las noches, y caminaba sonámbulo, y parecía que estaba peleando, porque hacía como si llevara una pistola. Así estuvo haciendo, como si les disparara a los otros. En el día se metía en peleas. Pero la psicóloga ayudó".
Los Okello pagaron parte de la matrícula y las cuotas del internado, y Odongo reunió el resto tejiendo manteles de encaje, que su tía vendía a sus amigos.
Un día después de la escuela, los niños del sexto se dispersaron en el terreno, reuniéndose a 900 otros. Hace dos años, la escuela sólo tenía 400 alumnos. Pero la cifra se ha triplicado debido al flujo de familias del campo que están demasiado asustadas como para quedarse en sus casas y correr el riesgo de ser atacados por los rebeldes. Según los cálculos de la directora, más de cien alumnos han sido alguna vez prisioneros del LRA.
Más tarde, Odongo estaba sentado a la sombra de un árbol con varios compañeros de curso. Varios de ellos contaron sus propias historias de la guerra.
"Mataron a mi hermano y me secuestraron en 1998", dijo Achelo Joanne, una niña de 14. "Estuve con ellos un año. Una vez me dijeron que matara a otra niña, y yo me negué. Me pegaron muy feo. A mis padres los mataron, sabes, y ahora sólo tengo a mis abuelos. Sobrevivir es un deber que tenemos, y hacer dinero para darles de comer".
"Yo recuerdo la cantidad de niños que me obligaron a matar", dijo Okello Francisco, un niño de 14.
"Me obligaron a beber sangre humana", dijo Angom Gertrude, una niña de 11. Odongo escuchó en silencio; luego se retiró.
"Yo todavía sueño con los niños que maté", dijo, entrando al dormitorio que comparte con otros 14 internos. Su colchón estaba en el suelo, sus pertenencias en una pequeña maleta. "Maté a cuatro niños. Todavía los veo".
Las lágrimas llenaron sus ojos, y se limpió. Estaba inmóvil como roca.
Recuperó la voz varios minutos después, pero para hablar de otra cosa.
"Soy muy feliz aquí", dijo, levantando la barbilla. "Para mí, la educación es lo más importante. Quiero ser maestro, como mis padres, como mi tío y mi tía".
A él le gustaría ver más a menudo a su abuelo. El día siguiente era sábado, y su deseo se cumpliría: una visita a su casa al borde de Lira. "Lo extraño mucho", dijo Odongo.
"Todavía Le Tengo Miedo A Este Lugar"
Odongo entró saltando en casa de los Okello, abrazó a su tía y a su tío, y esperó a su abuelo. Los Okello estaban maravillados por su sobrino, ahora de 14, y su entusiasmo. Kasmiro Bongonyinge entró arrastrando los pies, apoyándose en un bastón. Odongo lo tomó por un brazo. "Soy yo, soy yo, Odongo", dijo.
La cara del anciano se abrió con una amplia sonrisa, y sus ojos se llenaron de lágrimas mientras que recorría con sus manos desde el pelo hasta la cara, los hombros, los brazos, las manos de Odongo. Era si estuviera leyendo Braille, y irradiaba cariño. Luego besó la mano de Odongo. Después estuvieron varios minutos tomados de las manos, y hablando en susurros, como dos amigos chismosos.
Un tema de su conversación era la esposa de Bongonyinge, que había viajado una semana antes a su antigua choza de Alere, a unas 25 millas al norte de Lira, y todavía no volvía. Hablaron sobre si era posible encontrarla.
"Es demasiado peligroso", dijo Lucy Okello. Pero su marido, Fred, consiguió un taxi. Mientras se prepararan para salir, Odongo dabas vueltas afuera, con las manos palma contra palma y apuntando los dedos al cielo. Incómodo por su viaje de vuelta, hacia donde había comenzado su cautiverio, se puso a rezar.
Mientras hacían kilómetros de caminos de tierra, los viajeros trataban de detectar señales de peligro. No sabían si la ruta era segura; tampoco lo sabía la policía local. Pero los aldeanos estaban en todas partes y no parecían preocupados. La gente pasaba en bicicleta o caminando junto a la carretera; en las ciudades los mercados estaban llenos. Cerca de Alere, Okello paró para visitar a un pariente, Peter Ayo Obote. Obote dijo que la abuela de Okello estaba bien, que estaba preparando el funeral de un amigo en otra aldea; prometió decirle lo preocupada que estaba la familia.
Sin embargo, el grupo siguió adelante para revisar la choza del abuelo, en Alere. La carretera se estrechó. El chofer se metió por una huella, que pronto se transformó en un angosto sendero vacío. Odongo se puso tenso.
Finalmente, el grupo llegó a una colección de chozas, el lugar donde había sido secuestrado Odongo.
Era después de la tarde y estaba tenebrosamente tranquilo. "También los pájaros estaban asustados", dijo Okello, el tío de Odongo, escudriñando el cielo vacío.
La casa de su abuelo fue saqueada. La casa del vecino había sido demolida, y de ella sólo quedaba la puerta, parada, como un centinela.
Odongo se sentó junto a ella y buscó en su bolsillo su rosario de cuentas.
"Todavía le tengo miedo a este lugar", dijo. "Nunca sabes lo que puede ocurrir".
Se retiraron rápidamente, levantando sus propias nubes de polvo.
Dejando Atrás la Pesadilla
Los temores de Odongo son indelebles, pero era tiene esperanzas. Quiere seguir en el internado de la Escuela Primaria Ferrocarril durante varios años más. Sueña con llegar a ser un maestro. De momento, sus notas son buenas.
"Creo que si me cuidan y se preocupan por mí, tendré un futuro brillante", dijo. "Si la guerra continúa, me puedo quedar sin futuro".
Sentado debajo de una acacia, y mirando a sus amigos jugando al cricket, pensó en las batallas que debía librar -y en la fuerza que necesitaba.
"Rogué a Dios", dijo. "Le pedí a Dios que me perdonara por haber matado, por haber ahuyentado a la gente de sus casas. No quería hacerlo. Me obligaron a hacerlo".
Frunció el ceño. Parecía estar a punto de llorar.
"Yo me puedo perdonar a mí mismo", dijo. "Pero todavía me preocupa. ¿Me perdonará Dios?"
Se puede escribir a John Donnelly a: donnelly@globe.com
21 de noviembre de 2004
5 de febrero de 2005
©boston globe
©traducción mQh
Oyó pisadas y gritos fuera de su choza de barro. Su esposa yacía junto a él, y debajo de su cama, sobre esteras de paja, dormían tres de sus nietos.
La puerta se abrió. "¿Quién es?", preguntó Bongonyinge.
"Quédese tranquilo", le ordenó una voz de niño.
El viejo podía sentir el cañón de una pistola en su pecho.
Bongonyinge cogió las cuentas del bolsillo de su camisa y empezó a rezar lentamente, cuenta azul tras cuenta azul. Oyó a los intrusos revolviendo sus cosas, y pisadas que entraban y salían.
"¡Levántate!", ordenó el niño. "Queremos matarte".
"No puedo. Soy paralítico desde niño", dijo Bongonyinge, mintiendo para salvar la vida. "Y soy ciego".
Una voz joven dijo a los otros: "Matar a un hombre ciego trae mala suerte".
Y luego, silencio. Los intrusos se marcharon tan abruptamente como habían llegado.
Bongonyinge se agachó a tocar debajo de la cama.
Sus dedos sólo encontraron las esteras.
Él y su esposa salieron de la choza con los primeros rayos del sol. Sus pollos cloqueaban furiosamente.
Después de un rato, sus dos nietos menores, de 3 y 5, corrieron hacia ellos. "¿Dónde está Odongo?", preguntó el viejo.
"Odongo se ha ido", respondió su hija, Hellen Aguti, desde el otro lado del patio de tierra. "Se lo llevaron los rebeldes".
Años de guerra y del derrumbe de los sistemas sociales en Uganda y otros países han desplazado a millones de niños en África, dejándoles la tarea de sobrevivir por su propia cuenta. Y en los últimos años millones más de niños africanos se han transformado en huérfanos, a medida que enfermedades relacionadas con el sida han acabado con sus padres. En una época en que las cifras de huérfanos están descendiendo en todo el mundo, la tendencia en África va en la dirección opuesta, y rápidamente.
Un periodista y un fotógrafo de Globe han pasado este año varias semanas con tres de estos niños: tres que lograron sobrevivir, a pesar de las dificultades. Sus vidas están llenas de sorpresas, algunas malas, algunas maravillosas. Y comparten un ingenio y discreto coraje que parece impensable a esa edad. Con todas las razones para haber abandonado la lucha, ellos no lo han hecho.
Sin embargo, sus futuros están lejos de estar asegurados, dependiendo a partes iguales de su suerte e imaginación. Odongo Ambrose tiene montones de las dos cosas.
Algo regordete, el niño de cara de luna con un diente astillado tenía 12 años el 29 de agosto de 2002 cuando fue atrapado en la choza de su familia por el Ejército de Resistencia del Señor, un notorio grupo rebelde que ha secuestrado a miles de niños ugandeses y los ha transformado en soldados.
Hasta ese momento, Odongo era como cualquier otro chico de su edad en las remotas selvas del norte de Uganda. Le gustaba jugar con sus amigos. Respetaba a los mayores. Pero los adultos habían observado algo diferente en Odongo, una seriedad que a veces parecía abrumarlo. En esas ocasiones se calmaba, bajaba la vista y se ensimismaba.
Algunos creían que era su manera de procesar las grandes pérdidas de su vida. Su padre, Dennis Okello, maestro, murió de las heridas que había sufrido en un choque cuando jugaba al fútbol. Su madre, Mary, también maestra, volvió de la escuela a casa un día, se derrumbó, y murió esa misma noche en su cama. Su familia dijo que la había matado el sida.
A los 8, Odongo era huérfano. Sus abuelos se lo llevaron a él, y a su hermano y hermana menores a vivir con ellos; un cuarto niño, el hermano mayor de Odongo, fue capturado por los rebeldes en 1997 y desde entonces no saben nada de él.
Odongo recordó que durante esos primeros días con sus abuelos, echaba mucho de menos el olor de su madre, el calor de sus abrazos, y lo guapa que se veía con su vestido estampado azul. "Pensaba mucho en lo que teníamos: el modo en que ordenábamos el aparador, la cama en la que dormíamos juntos, y sobre todo en su vestido", dijo.
Pero finalmente se acostumbró e incluso empezó a disfrutar de su vida en el pueblo de Alere, un villorrio de unas 25 chozas de barro anidada en medio de árboles espinosos y malezas, y pequeñas huertas de hortalizas. Su abuelo contaba largas historias de sus ancestros y le enseñó trucos para custodiar los pollos y las cabras. Su abuela le daba una libertad de la que nunca gozó con su madre. Pasaba las tardes jugando con los amigos: Tile, Omara, Kidega y Adega, o acarreando agua para la familia desde un arroyo cercano, en un bidón amarillo.
Los niños estaban siempre alerta de los soldados rebeldes del Ejército de Resistencia del Señor LRA. Es por eso que él y su hermano y hermana dormían debajo de la cama de los abuelos. Si los rebeldes atacaban la aldea, las sábanas que colgaban de la cama les ocultarían.
El LRA, dirigido por el trastornado y peligroso Joseph Kony, lleva 18 años de guerrilla contra el gobierno ugandés, y ha desplazado a más de 1.6 millones de personas, la mitad de ellos niños, en este país de 26 millones de habitantes. Es uno de los conflictos más violentos que ha estallado en África en los últimos años, desde Sierra Leona y Liberia en África Occidental, hasta la República Democrática del Congo y la región de Darfur en Sudán, que ha dejado huérfanos a cientos de miles de niños.
Pero Jan Egeland, Coordinador de la Ayuda de Emergencia de Naciones Unidas, trató el mes pasado de llamar la atención sobre el norte de Uganda, calificando la situación como la emergencia humanitaria más dejada de lado por el mundo. Instó a los países a hacer más para poner fin a lo que llamó una "letanía de horrores".
Uganda, encerrado en el este de África, se compone esencialmente de dos países. El sur es seguro y estable. Bajo el presidente Yoweri Museveni, que se hizo con el poder en 1986 y dirige un estado de un solo partido, la economía del país, concentrada en el sur, creció en los años noventa más rápidamente que todas las demás de África.
Pero el norte ha estado aterrorizado por una generación del LRA. Sólo en los últimos meses las tropas ugendesas han intensificado su lucha contra el LRA, en parte debido a la condena internacional. Y hay informes de que el LRA, sintiendo la presión, pueda acceder a negociaciones de paz.
Kony ha dicho que su objetivo es tomar el poder en Uganda y gobernar de acuerdo a los Diez Mandamientos. Pero nadie fuera de sus círculos toma en serio su cháchara religiosa. Tiene más credibilidad como asesino.
Su ejército consiste de decenas de unidades relativamente pequeñas, quizás de 100 a 150 soldados cada una, con un 80 por ciento de niños. Kony prefiere a los niños porque son fáciles de capturar, de formar y de controlar, de acuerdo a entrevistas con casi dos docenas de niños que escaparon de su servicio.
Grupos de derechos humanos calculan que el LRA ha secuestrado a más de 20.000 niños en el curso de varios años. Han muerto más de 5.000 niños, de edades entre los 9 y los 18, sea en batallas con tropas ugandesas o tratando de escapar del ejército de Kony.
Una Prueba Salvaje
La experiencia de Odongo refleja los informes de muchos de los que han escapado. Así es como lo recuerda él.
En las horas posteriores a su captura, caminó en fila india con unas tres docenas de otros, la mayoría niños, en dirección noroeste alejándose de Alere, una aldea a unos 240 kilómetros al norte de la capital del país, Kampala. Cruzaron grandes campos de pasto y aldeas abandonadas hacía mucho. Un niño de su edad caminaba detrás de él, con un rifle AK-47 apuntándole a la espalda.
"Yo estaba temblando", recuerda. "Una vez que paré, un soldado me golpeó y me obligó a levantarme y a caminar".
Ese primer día de cautiverio no dijo nada. Durante las horas que duró la marcha, cargó una bolsa de ropas robadas. Comió frijoles fríos a la hora de la cena y durmió en una camita de pasto. Cuando se cubrió con las ropas robadas, se sintió terriblemente solo. Sabía que nadie lo buscaría. Que era demasiado peligroso.
"No me atrevía a moverme ni a decir nada", recuerda. "Pensaba que si lo hacía me matarían".
Más allá del temor, había cierta monotonía en su cautiverio. Los soldados marcharon durante ocho o nueve horas. Levantaron un campamento. Los jefes y sus círculos inmediatos de niños soldados endurecidos por la guerra, durmieron en tiendas azules, verdes o negras. Los niños recién capturados, en el pasto. Nadie le dijo nada sobre las estrafalarias creencias de Kony. Eso vendría más tarde, y sólo para aquellos elegidos para transformarse en niños soldados.
Tres semanas después de su captura, la monotonía se rompió. Odongo se enfrentaba a una nueva prueba. Un niño de su edad se lanzó al río, tratando de fugarse del ejército. Otros niños lo agarraron, y fue empujado hacia el centro del grupo, con las manos atadas a la espalda. El comandante de la unidad, al que Odongo sólo conocía por Adwong o Grande' en la lengua luo, llamó a Odongo.
Le pasó un machete, diciéndole: "El espíritu de una persona muerta se asegurará de que no trates de escapar".
"Mátalo", le ordenó el comandante.
Odongo dice que él se opuso y suplicó, pero Grande fue implacable.
"Si no lo matas, te mataré a ti", dijo el comandante.
Odongo empezó a golpear al niño en la cabeza, suavemente primero.
"El niño estaba llorando: Por favor, no me mates. Por favor, no me mates' y el comandante dijo que no lo estaba golpeando con suficiente fuerza", dice Odongo. "Así que ordenó a varios otros a que lo golpearan conmigo".
Hizo una pausa antes de seguir su relato, y se limpió las lágrimas de los ojos. "Recuerdo al niño llorando mientras lo golpeábamos. Lo lamento mucho".
Pronto, el niño murió. Dejaron su cuerpo en el mismo lugar.
Más tarde ese día, mientras recogían agua, Odongo empezó a llorar. Otros niños lo amenazaron con decírselo al comandante. "Dijeron que si lloraba, significaba que trataría de fugarme", dijo. "Les rogué que no dijeran nada, y cumplieron".
Era otra lección para sobrevivir: No llorar nunca.
Ese otoño de 2002, casi dos meses después de su captura, el grupo de rebeldes de Odongo peleó varias veces contra las tropas del ejército ugandés. Los comandantes enseñaron a los niños secuestrados a mantenerse quietos durante las emboscadas. "Nos dijeron que nos podían llegar balas perdidas", recordó Odongo.
Durante su primera emboscada, Odongo se agachó. No tenía arma. Soldados del gobierno mataron a un niño combatiente del LRA que estaba a su lado. Odongo se agachó, recogió el arma y comenzó a disparar. Luego de que los rebeldes se retiraran, Grande llevó a Odongo a un lado y lo incorporó a su grupo de guardaespaldas para ocupar el lugar del niño que había muerto.
Así Odongo formó parte de un selecto grupo de unos doce niños guardaespaldas, que no usaban nombres sino que se llamaban unos a otros por apwony', maestro. A los ojos de su comandante, había ascendido al cuerpo de combatientes. Si continuaba probándose a sí mismo, le dijo Grande, le "llevarían donde Kony, donde te darán armas adecuadas y un uniforme".
En las marchas Odongo ahora llevaba su propia arma así como la silla plegable del comandante y una canana. En los ataques Odongo ayudaba a atrapar a los niños a punta de pistola. Por la noche dormía en una tienda, junto con los otros niños guardaespaldas. El comandante, que según Odongo estaba en los veinte, tenía su propia tienda, que compartía con diez niñas novias. "No sabíamos lo que pasaba ahí dentro", dijo Odongo. "Después de cada secuestro, a las niñas se las hacía formar fila y el comandante elegía las que quería".
Pretendía sentirse feliz. "Le decíamos al comandante: Me gustaría tener otra arma', o Me gustaría hacer un ataque para hacerme con otra arma', recordó. "Queríamos que el comandante se sintiera contento".
De hecho, a él le gustaba su arma. Se sentía poderoso. "Me daba valentía", dijo Odongo de su rifle AK-47, con su cargador de 30 balas. "Me podía defender a mí mismo. Cuando no tenía arma, estaba con las manos vacías, me ponía nervioso".
Y sin embargo sentía una profunda culpa por ayudar a asesinar a ese niño que había tratado de escapar. Temía tener que hacer algo semejante otra vez. Y tenía razón en tener miedo.
Poco después de que obtuviera su rifle, Grande mandó a Odongo a ejecutar a otro niño fugado. Esta vez, Odongo no dijo nada. Comenzó a golpear al niño con una mano de mortero, que se usa normalmente para convertir el grano en un fino polvo. Otros se unieron a él. Un mes después, volvió a matar.
Fue hacia diciembre, casi cuatro meses después de su captura, al mediodía. Hacía mucho calor. Dos niñas, de 12 y 14, habían tratado de escapar. Los soldados las llevaron ante el comandante, que ordenó que se quedaran juntas de pie.
"Odongo", llamó, y ladró sus instrucciones.
Ponte a seis metros de las niñas, dijo el comandante. Dispara primero a la que llora.
"¡Fuego!", ordenó el comandante.
Odongo disparó dos balas en su pecho. La niña cayó al suelo.
La segunda niña imploró piedad. Odongo recuerda al comandante gritando que ella debería morir por sus pecados. Lo recordó diciendo: "No hay piedad".
"¡Fuego!"
Odongo disparó dos veces al pecho.
Luego los rebeldes se marcharon en silencio. Odongo no podía olvidar los gritos de las niñas y lo que él había hecho.
Un Escapa Audaz
Decidió arriesgar la vida antes que continuar así. Debía tratar de escapar. La oportunidad se presentó una semana más tarde.
Una mañana temprano el comandante mandó a Odongo y un grupo de niños a cortar caña de azúcar en una plantación cercana. Siete niños fueron con él. Odongo era el último de la fila. Cuando llegaron a la plantación, Odongo se acercó lentamente hacia una esquina. No lo seguía nadie. Se sacó sus sandalias de goma y echó a correr.
"Corrí y corrí hasta que no pude más", dijo. Quizás una hora después, llegó a una choza donde encontró a una anciana. Sin aliento le contó su historia, pero ella lo echó con una escoba. Siguió corriendo, siempre atento a sus perseguidores.
Hacia el mediodía llegó a otra choza, y otra anciana. Ella lo escuchó y entonces, temiendo que los rebeldes no estuvieran demasiado lejos, lo mandó a él y a uno de sus nietos a esconderse en un campo de laureles. Allí, los dos niños se cubrieron con las ramas.
Los rebeldes llegaron unas horas después. En la noche, los sonidos de disparos estallaron en el campamento.
Odongo no podía ver nada. El niño que estaba con él se asustó y trató de salir corriendo, pero Odongo lo agarró. Quédate quieto, le dijo.
Los dos permanecieron inertes. Con las primeras luces de la mañana, los rebeldes se marcharon.
Poco después, la anciana apareció a buscar a los niños. Los rebeldes, dijo habían matado a tres niños. Llevó a Odongo hacia un hombre que vivía en las cercanías. Prometiendo llevar al niño a un lugar seguro, lo puso en el sillín de atrás y se marchó en su bicicleta.
Cuando, horas después, llegaron a las barracas del ejército ugandés, el hombre lo dejó. Varios soldados interrogaron a Odongo durante varios días. Un soldado, recordó, se acercó a él por la noche. Olía a alcohol. Le apuntó con un arma y le acusó de ser un rebelde. Odongo agarró una pistola y apuntó al soldado. Otro soldado les quitó las armas, dijo, evitando el enfrentamiento entre un niño y un hombre, entre dos soldados.
Tarde una noche justo antes de la Navidad de 2002, Fred Okello, el tío de Odongo, desvió la vista de su televisor y se sorprendió de ver los focos de un camión entrando a su patio. Vivía justo en las afueras de Lira, una de las ciudades más grandes del norte, y muy poca gente conducía de noche debido al peligro de una emboscada de los rebeldes.
"Abrí la puerta pensando que me enfrentaba a mi destino", recordó Okello.
En lugar de eso, un niño corrió hacia él.
"¡Tío, tío! ¡Soy yo, Odongo!"
Okello se echó a llorar. Su esposa, Lucy, cuya hermana era la madre de Odongo, se puso a llorar también. Su abuelo y abuela, que se habían mudado de Alere a la casa de Okello, también comenzaron a llorar, abrazando al niño al que no esperaban que volverían a ver.
En su casa, Odongo les contó que un comandante del ejército había ordenado al chofer del camión llevarlo a casa. Y, durante horas hasta que llegó el día, les contó sobre los rebeldes, los asesinatos, y su fuga.
"Le creemos, porque hay muchos niños con historias similares y por la manera en que lo contó", dijo Fred Okello, maestro en una escuela privada.
Describió a Odongo, en esas primeras semanas, como un "animal salvaje".
También Odongo, recuerda lo raro que se sentía. Recuerda su fascinación al mirar televisión por primera vez, y el horror al mirar una película de guerra. "Me escondí detrás del sillón", dijo.
Poco a poco, dijo Odongo, empezó a sentirse más tranquilo. Sus tíos, que comenzaron a creer que tenía el doble de su edad debido a sus instintos de supervivencia, le enseñaron algunas habilidades, incluyendo a coser encaje. Odongo también encontró consolación en la iglesia.
"Dios me trajo de vuelta", dijo. "Fui secuestrado, me tuvieron cautivo, estaba casi muerto. Pero ahora estoy vivo".
Los Okelo lo matricularon en la Escuela Primaria Ferrocarril, de Lira, a cinco kilómetros de casa. La escuela tiene la forma de una herradura; las aulas dan a un patio herboso. Terrenos agrícolas se extienden desde el internado, y las águilas sobrevuelan los campos al amanecer, cazando ratones o culebras.
El aula del Sexto, como las otras, está tan llena de alumnos que muchos de ellos se sientan de lado para poder escribir. Odongo, aplastado en la segunda hilera, es uno de los 102 niños que hay en la sala. Lleva siempre el uniforme de la escuela, una camisa a cuadros rojos y blancos, y pantalones cortos azules.
La directora, Ira Oree, lo observó desde la puerta una mañana antes este año.
"Los niños le tenían miedo", dijo, tranquila. "Despertaba por las noches, y caminaba sonámbulo, y parecía que estaba peleando, porque hacía como si llevara una pistola. Así estuvo haciendo, como si les disparara a los otros. En el día se metía en peleas. Pero la psicóloga ayudó".
Los Okello pagaron parte de la matrícula y las cuotas del internado, y Odongo reunió el resto tejiendo manteles de encaje, que su tía vendía a sus amigos.
Un día después de la escuela, los niños del sexto se dispersaron en el terreno, reuniéndose a 900 otros. Hace dos años, la escuela sólo tenía 400 alumnos. Pero la cifra se ha triplicado debido al flujo de familias del campo que están demasiado asustadas como para quedarse en sus casas y correr el riesgo de ser atacados por los rebeldes. Según los cálculos de la directora, más de cien alumnos han sido alguna vez prisioneros del LRA.
Más tarde, Odongo estaba sentado a la sombra de un árbol con varios compañeros de curso. Varios de ellos contaron sus propias historias de la guerra.
"Mataron a mi hermano y me secuestraron en 1998", dijo Achelo Joanne, una niña de 14. "Estuve con ellos un año. Una vez me dijeron que matara a otra niña, y yo me negué. Me pegaron muy feo. A mis padres los mataron, sabes, y ahora sólo tengo a mis abuelos. Sobrevivir es un deber que tenemos, y hacer dinero para darles de comer".
"Yo recuerdo la cantidad de niños que me obligaron a matar", dijo Okello Francisco, un niño de 14.
"Me obligaron a beber sangre humana", dijo Angom Gertrude, una niña de 11. Odongo escuchó en silencio; luego se retiró.
"Yo todavía sueño con los niños que maté", dijo, entrando al dormitorio que comparte con otros 14 internos. Su colchón estaba en el suelo, sus pertenencias en una pequeña maleta. "Maté a cuatro niños. Todavía los veo".
Las lágrimas llenaron sus ojos, y se limpió. Estaba inmóvil como roca.
Recuperó la voz varios minutos después, pero para hablar de otra cosa.
"Soy muy feliz aquí", dijo, levantando la barbilla. "Para mí, la educación es lo más importante. Quiero ser maestro, como mis padres, como mi tío y mi tía".
A él le gustaría ver más a menudo a su abuelo. El día siguiente era sábado, y su deseo se cumpliría: una visita a su casa al borde de Lira. "Lo extraño mucho", dijo Odongo.
"Todavía Le Tengo Miedo A Este Lugar"
Odongo entró saltando en casa de los Okello, abrazó a su tía y a su tío, y esperó a su abuelo. Los Okello estaban maravillados por su sobrino, ahora de 14, y su entusiasmo. Kasmiro Bongonyinge entró arrastrando los pies, apoyándose en un bastón. Odongo lo tomó por un brazo. "Soy yo, soy yo, Odongo", dijo.
La cara del anciano se abrió con una amplia sonrisa, y sus ojos se llenaron de lágrimas mientras que recorría con sus manos desde el pelo hasta la cara, los hombros, los brazos, las manos de Odongo. Era si estuviera leyendo Braille, y irradiaba cariño. Luego besó la mano de Odongo. Después estuvieron varios minutos tomados de las manos, y hablando en susurros, como dos amigos chismosos.
Un tema de su conversación era la esposa de Bongonyinge, que había viajado una semana antes a su antigua choza de Alere, a unas 25 millas al norte de Lira, y todavía no volvía. Hablaron sobre si era posible encontrarla.
"Es demasiado peligroso", dijo Lucy Okello. Pero su marido, Fred, consiguió un taxi. Mientras se prepararan para salir, Odongo dabas vueltas afuera, con las manos palma contra palma y apuntando los dedos al cielo. Incómodo por su viaje de vuelta, hacia donde había comenzado su cautiverio, se puso a rezar.
Mientras hacían kilómetros de caminos de tierra, los viajeros trataban de detectar señales de peligro. No sabían si la ruta era segura; tampoco lo sabía la policía local. Pero los aldeanos estaban en todas partes y no parecían preocupados. La gente pasaba en bicicleta o caminando junto a la carretera; en las ciudades los mercados estaban llenos. Cerca de Alere, Okello paró para visitar a un pariente, Peter Ayo Obote. Obote dijo que la abuela de Okello estaba bien, que estaba preparando el funeral de un amigo en otra aldea; prometió decirle lo preocupada que estaba la familia.
Sin embargo, el grupo siguió adelante para revisar la choza del abuelo, en Alere. La carretera se estrechó. El chofer se metió por una huella, que pronto se transformó en un angosto sendero vacío. Odongo se puso tenso.
Finalmente, el grupo llegó a una colección de chozas, el lugar donde había sido secuestrado Odongo.
Era después de la tarde y estaba tenebrosamente tranquilo. "También los pájaros estaban asustados", dijo Okello, el tío de Odongo, escudriñando el cielo vacío.
La casa de su abuelo fue saqueada. La casa del vecino había sido demolida, y de ella sólo quedaba la puerta, parada, como un centinela.
Odongo se sentó junto a ella y buscó en su bolsillo su rosario de cuentas.
"Todavía le tengo miedo a este lugar", dijo. "Nunca sabes lo que puede ocurrir".
Se retiraron rápidamente, levantando sus propias nubes de polvo.
Dejando Atrás la Pesadilla
Los temores de Odongo son indelebles, pero era tiene esperanzas. Quiere seguir en el internado de la Escuela Primaria Ferrocarril durante varios años más. Sueña con llegar a ser un maestro. De momento, sus notas son buenas.
"Creo que si me cuidan y se preocupan por mí, tendré un futuro brillante", dijo. "Si la guerra continúa, me puedo quedar sin futuro".
Sentado debajo de una acacia, y mirando a sus amigos jugando al cricket, pensó en las batallas que debía librar -y en la fuerza que necesitaba.
"Rogué a Dios", dijo. "Le pedí a Dios que me perdonara por haber matado, por haber ahuyentado a la gente de sus casas. No quería hacerlo. Me obligaron a hacerlo".
Frunció el ceño. Parecía estar a punto de llorar.
"Yo me puedo perdonar a mí mismo", dijo. "Pero todavía me preocupa. ¿Me perdonará Dios?"
Se puede escribir a John Donnelly a: donnelly@globe.com
21 de noviembre de 2004
5 de febrero de 2005
©boston globe
©traducción mQh
0 comentarios