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pandillas latinas confunden a la ley


[Ginger Thompson] Con leyes draconianas Honduras trata de poner fin a las pandillas. Pero la policía ya recurre a los secuestros, torturas y asesinatos de los sospechosos.
San Pedro Sula, Honduras. Christián Antúnez contiene un grito cuando la enfermera le clava una aguja sobre su ceja izquierda. "¡Ay, mamá!", grita. "Esto duele".
"No te muevas", le dice la enfermera, inyectándole anestesia, una y otra vez.
Suplica por una pausa. Al menos otros cuatro hombres, todos cubiertos de tatuajes, se están colocando inyecciones en sus brazos y piernas, espalda y pecho. Los quejidos se elevan desde las sillas. Uno tiene un tatuaje en su cuero cabelludo. Otro, en su labio superior. Otro, en su cuello. Antúnez, 22, los tiene en todas partes.
Los hombres han venido a esta clínica improvisada en un barrio plagado por la violencia callejera para un tipo de tratamiento desesperado y que desfigura: sacarse los tatuajes.
"La sociedad piensa que somos monstruos", dice Antúnez. "La policía nos quiere matar. Es por eso que estamos haciendo esto. Si no nos sacamos los tatuajes, nunca viviremos en paz".
El dolor, dice, es un bajo precio para empezar una nueva vida. "Yo sueño con estar limpio, incluso si significa quedar con cicatrices".
Son miembros de pandillas, conocidas aquí como ‘maras', como una especie de hormigas invasoras. En realidad, en la última década las pandillas se han esparcido como una plaga en todo Centroamérica, México y Estados Unidos, provocando una catastrófica ola de crímenes que ha transformado a los barrios pobres en zonas de combate y desencadenado una virulenta represión que ha terminado con la vida de miles de pandilleros muertos, escondidos, encarcelados o escapando hacia Estados Unidos.
Las autoridades calculan que hay entre 70.000 y 100.000 pandilleros en toda América Central y México. En la última década, las pandillas han asesinado a miles de personas, sembrando el pánico en una región que todavía está luchando para sobreponerse a las guerras civiles que terminaron hace apenas una década. Las pandillas han remplazado a las guerrillas como el enemigo público número 1.
Los presidentes de Honduras y El Salvador han calificado a las pandillas como una amenaza tan grave para la seguridad nacional como el terrorismo para Estados Unidos. Han revivido viejas estrategias contra-insurgentes y adoptado leyes de tolerancia cero conocidas aquí como ‘mano dura', que pasan por alto reglas elementales de debido proceso y les permite mandar a jóvenes en prisión nada más que por exhibir el tatuaje de una banda.
En lugar de proporcionar confianza, la campaña oficial provoca temor público. Y el último año, investigadores de derechos humanos han comenzado a informar sobre un alarmante incremento en el número de jóvenes matados por policías y vigilantes.
Nadie niega que la violencia de las pandillas exige una respuesta firme. Nadie -ni siquiera las enfermeras que retiran sus tatuajes- siente simpatía por hombres con historias violentas, como Antúnez. Pero muchos defensores de derechos humanos y líderes comunitarios temen que las agresivas medidas que están implementando los gobiernos contra las pandillas no sólo no resuelvan el problema, sino además lo hagan más grave.
Miles de pandilleros están huyendo hacia el norte, trasladándose y cebándose con las olas de inmigrantes ilegales que viajan a Estados Unidos, que está tomando agresivas medidas propias y está deportando a miles de pandilleros por infracción de las leyes de inmigración. El efecto inquieta a las pandillas en toda la región.
A medida que los pandilleros se trasladan, la cultura de las pandillas se traslada con ellos. Los cuerpos de policía en todo Estados Unidos califican a las pandillas como un importante problema de delincuencia. En enero, 72 cuerpos de policía se reunieron a discutir sobre el problema en Los Angeles.
En Guatemala, las autoridades dicen que la violencia armada matará este año a 1.000 personas más que hace dos años. Las pandillas, dice, cometerán un 80 por ciento de esos asesinatos.
El estado mexicano de Chiapas, que comparte una ingobernable frontera con Guatemala, se ha transformado en otro coto de caza de las pandillas. Las pandillas atacan en parques y en terminales. El año pasado, los pandilleros mataron a más de 70 inmigrantes que viajaban hacia el norte de polizontes en trenes de carga.
En una rara exhibición de solidaridad, el año pasado los gobiernos de Honduras, El Salvador, Guatemala, Panamá y México firmaron un convenio que empieza a investigar modos de colaborar en la lucha contra las pandillas. Pero no llegaron a adoptar medidas tan severas como las de Honduras y El Salvador.
Pero en países agobiados por la corrupción oficial y la impunidad, la represión ha debilitado el imperio de la ley y provocado un aumento de la criminalidad.
Las cárceles están siendo ocupadas más allá de su capacidad con jóvenes que deben esperar meses antes de que sean formalmente acusados. Celdas hacinadas de reclusos se han transformado en trampas mortales, con cientos de pandilleros asesinados en motines e incendios sospechosos.
Algunos pandilleros, detenidos por la policía, ni siquiera llegan a las cárceles. Sus cuerpos torturados aparecen esparcidos en las calles y campos. Organizaciones de derechos humanos, incluyendo a Amnistía Internacional y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de Honduras, han informado sobre incidentes en que pandilleros han sido secuestrados, torturados y asesinados por el mismo tipo de fuerzas de seguridad clandestinas que fueron responsables de la desaparición de cientos de personas sospechosas de simpatizar con la izquierda durante los años de guerra civil.
El comisario Ramón Custodio ha descrito los asesinatos como una "lenta limpieza social", que a menudo castiga a jóvenes que no tienen antecedentes penales.
Informes de Amnistía Internacional y del ministerio de Asuntos Exteriores se han hecho eco de advertencias similares.
"Me parece que este país está perdiendo en gran medida los avances democráticos que nos costaron tanto", dijo Bertha Oliva, directora del Comité de Familiares de Detenidos-Desaparecidos, un grupo formado en la cúspide de la guerra fría. "En los años ochenta, este país dijo que estaba bien matar a los enemigos políticos porque eran anti-sociales. Hoy decimos lo mismo sobre los pandilleros".

Represión Provoca Éxodo
Las dos pandillas más grandes, la Mara Salvatrucha y la Mara 18, empezaron en las calles de Los Angeles. La banda Salvatrucha empezó con los hijos de los refugiados de las guerras civiles auspiciadas por Estados Unidos en América Central en los años ochenta. Los jóvenes iniciaron las bandas como redes de apoyo, incluso como clubes sociales.
Mara 18, relacionada con la pandilla de la Calle 18 de Los Angeles, que fue iniciada por inmigrantes mexicanos en los años setenta, empezó a reclutar a refugiados centroamericanos para hacer frente a la Salvatrucha.
Las peleas a puñetazos con grupos rivales se transformaron en enfrentamientos armados. Las balaceras se transformaron en declaraciones de guerra.
Entonces, mediante redadas de funcionarios de inmigración de Estados Unidos, decenas de miles de pandilleros fueron enviados de vuelta a sus países. En el punto máximo del programa a mediados de los años noventa, unos 40.000 inmigrantes ilegales delincuentes han sido enviados de vuelta cada año.
Repentinamente, uno de los países más pobres del mundo, que lucha por satisfacer las necesidades básicas de su pueblo, se vio agobiado por la plaga de delincuencia de una superpotencia.
Barrios enteros fueron saqueados durante violentas guerras territoriales entre volátiles jóvenes armados con machetes y armas caseras hechas con tubos, llamadas ‘chimbas'. La tasa de homicidios, especialmente entre menores de 30 años, subió súbitamente. Ciudadanos respetuosos de la ley vivían como prisioneros en sus propias casas. Agencias policiales y ejércitos que habían sido reducidos por lo que se suponía que sería una nueva época de paz se vieron obligados a incrementar sus contingentes.
Ahora las medidas extraordinarias tomadas por gobiernos centroamericanos están expulsando a las pandillas, y la catástrofe ha trazado un círculo perfecto. El mero tamaño de la inmigración ilegal han hecho de la Mara Salvatrucha y de la Calle 18 las dos pandillas de más rápido crecimiento en Estados Unidos.
Han hecho aumentar la criminalidad en ciudades como Los Angeles, Chicago y los suburbios de Washington, dijeron funcionarios policiales. Han salido de sus bases en las grandes ciudades para hacer violentos debuts en lugares como Durham en Carolina del Norte, Omaha en Nebraska, y el condado de Nassau, en Nueva York.
Un estudio nacional de la Universidad de Northeastern concluyó que mientras la delincuencia en general disminuyó en más de un 20 por ciento desde 1999 a 2002, los homicidios cometidos por las pandillas aumentaron en más de un 50 por ciento.
Algunos de los episodios violentos más atroces han tenido lugar en los suburbios de Washington, donde miembros de la Mara Salvatrucha han sido acusados de cortar con un machete las manos a un rival de 16 años, y de apuñalar a una niña de 17 que era informante de los detectives de homicidios.
En Los Angeles metropolitano, con una población casi igual a la de Honduras, sigue siendo la capital mundial de las pandillas callejeras, con unos 700 diferentes grupos y más de 110.000 miembros. Funcionarios de la policía y del ayuntamiento dicen que la mitad de los homicidios están relacionados con las pandillas.
William J. Bratton, jefe del Departamento de Policía de Los Angeles describió a los pandilleros como "terroristas domésticos" que han recibido poca atención de una sociedad preocupada con Al Qaeda desde el 11 de septiembre. En discursos en todo el país ha instando a otros departamentos de policía a transformar a las pandillas en una prioridad policial y pedido más apoyo federal.
Como sus contrapartes en Honduras y El Salvador, el jefe Bratton ha extendido la implementación de medidas anti-pandilla que han logrado reducir la delincuencia pero también ha desatado críticas entre abogados de derechos civiles y defensores de la inmigración.
Ha reinstalado unidades anti-pandillas especiales que habían sido licenciadas en los noventa, cuando pesquisas independientes revelaron que los agentes eran responsables de victimizar a las comunidades que se suponía que debían proteger. En los últimos dos años, el ayuntamiento del condado ha extendido el uso de las llamadas leyes de infracción que califican como delito, dentro de límites estrictamente definidos, que los pandilleros se reúnan en público, incluso en pares.
En algunas zonas de infracción, no se permite incluso que los pandilleros utilicen buscapersonas y celulares, dijo el capitán Richard Roupoli, de la sección de operaciones especiales de la policía de Los Angeles. Rocky Delgadillo, el fiscal de la ciudad de Los Angeles, defendió la leyes anti-maras. "Sí, estamos limitando sus libertades civiles, esa es la idea", dijo. "En nuestra sociedad lo hacemos todo el tiempo, y por razones de seguridad".
"La gente merece ser protegida", agregó. "Y creo que los pandilleros están aterrorizando a nuestras comunidades".
Michael R. Hillmann, subdirector del Departamento de Policía de Los Angeles, dijo en una entrevista que "nuestras pandillas son como tribus guerreras" y que los intentos de los cuerpos de policía para eliminarlas han tenido tanto éxito que comandantes de la Marina encargados de controlar zonas problemáticas como Faluya, Iraq, han visitado Los Angeles para aprender de ellos.

Cárceles Hacinadas
Entrar en una penitenciaría hondureña es como hacer un giro equivocado en un barrio norteamericano realmente malo.
El rap gangsta suena crudo y resentido. Los perímetros de la cárcel de alta seguridad están cubiertos de graffiti. Jóvenes inquietos caminan como tigres enjaulados. Llevan pantalones bombachos, el pelo al rape, y tienen la mirada dura.
Sus cuerpos están tatuados con números serpentinos y letras que parecen haber sido garrapateadas por el Demonio. Se saludan entre sí con extraños movimientos de mano y se llaman ‘homies' entre ellos. Y cuando se presentan a sí mismos, ponen en marcha las bravatas y usan apodos como Sly [Astuto], Killer [Matador] o Lucifer.
"Afuera te dirán que no somos ángeles, que apuñalamos a la gente y dejamos sus cabezas en la calle", dijo Lucifer, cuya mirada fría y una perilla de chivo meticulosamente acicalada, deja claro cómo adquirió ese apodo. "Pero no somos monstruos.
"Sólo atacamos a la gente que nos ataca".
La penitenciaría federal de Tamara, a una media hora de la capital hondureña, Tegucigalpa, fue construida en los años noventa para una población máxima de 1.800 reclusos. Ahora la población es casi el doble de eso.
El inspector de policía Nazir López Orellana ayuda a manejar la prisión con apenas suficiente dinero para pagar la comida -unos 46 centavos por recluso al día- y mucho menos para seguridad, recreación o programas de rehabilitación adecuados. La clave para controlar los crecientes números de pandilleros, dijo, es mantener a los miembros de las pandillas en lados opuestos de la cárcel.
En mayo había 201 reclusos de la pandilla Mara Salvatruchas, y 237 de la Mara 18. Es una población que vive según un misterioso código de conducta, dijo, con necesidades emocionales complejas. Y él no tiene medios para ayudarlos.
"Queremos que quede claro que no tenemos la capacidad de darles el tratamiento que necesitan", dijo.
Uno de los presos se presentó a sí mismo en inglés como Ricky Alexander Zelaya. Dijo que era nativo de Honduras, un producto de las cárceles de California y que estaba viviendo una pesadilla internacional.
Es un hombre fornido, y lleva una camiseta de los San Diego Chargers y tatuajes tan elaborados que parecen murales. La policía lo arrestó, dijo, por robar un coche y portar una ametralladora ilegal. Pero ha estado preso antes un montón de veces.
Marlon Enrique Fuentes acerca una silla de plástico y se sienta junto a Zelaya. Se ve como la mayoría de los otros gángsteres de la Mara 18 en su patio de la cárcel: añorando una comida decente, una ducha caliente y una buena noche de sueño.
Se destaca por los tatuajes en la cara. En la mejilla derecha lleva tatuadas la palabra "Pruébame". En la izquierda, se lee "Llórame".
¿Qué significa? Fuentes agacha la cabeza, pone cara de pandillero y pasa del español al inglés para responder.
"Quiere decir que yo no juego", dijo, mirando airado, y luego sonriendo como tratando de quitar escozor a sus palabras.
La amargura vuelve cuando comienza a hablar de su vida. Fuentes dijo que su madre había muerto antes de que él aprendiera a andar. Dijo que su padre se gastaba todo el dinero en licor y prostitutas y que tan pronto como le fue posible escapó y se marchó solo y cruzó cinco fronteras para llegar a sus familiares en Los Angeles. Dijo que su tía lo acogió en su casa, pero no en su corazón.
"Siempre hizo cosas por su hija que no hizo por mí", dijo Fuentes. La desgraciada familia vivía en una sección pobre de Hollywood, donde Fuentes dijo que había encontrado respeto y propósito en una pandilla llamada Calle 18.
Para cuando alcanzó la adolescencia, dijo, estaba vendiendo drogas y participando en balaceras en la carretera, rebotando entre las calles y la cárcel, hasta que Estados Unidos lo envió, y a un torrente más de inmigrantes delincuentes, de vuelta a casa.
En 2001, dicen importantes expertos forenses hondureños, la tasa de homicidios en Teguacigalpa se disparó a 905, cuando el año anterior fue de 581. El país estaba todavía inmovilizado por los estragos del huracán Mitch. El ingreso per cápita anual del país era menos de 3.000 dólares, y dos tercios de la población viven en la miseria. Pero las encuestas mostraban que la delincuencia había remplazado a la pobreza como la principal preocupación del país.
En las elecciones presidenciales de 2002, los votantes eligieron al poderoso empresario Ricardo Maduro, un magnate de los supermercados y educado en Stanford, cuyo hijo único fue asesinado en un intento de secuestro. Prometió reprimir duramente la delincuencia, y describió a las pandillas callejeras de Honduras como su propia Al Qaeda.
El presidente hizo intervenir al ejército para ayudar a los 8.000 agentes de la Policía Nacional en la guerra contra unos 30.000 maras, según estimaciones. Para ayudar a los fiscales a eludir los obstáculos legales de probar que los pandilleros eran culpables de delitos, el congreso hondureño pellizcó el código penal.
Con un abrumador apoyo de la opinión pública, cambió el Artículo 332 para calificar de ilegal la pertenencia a una pandilla callejera. La reforma se inspiró en las leyes usadas en Europa para combatir a las violentas pandillas nazis.
En Honduras, el delito es llamado "asociación ilícita" y por cometerlo los pandilleros pueden recibir penas de entre 6 a 9 años de cárcel, y los jefes de las pandillas, entre 9 y 12.

Marcado para Ser Arrestado
Los cargos los hacen casi todos la policía. Los tatuajes son la prueba más importante. Las sentencias dependen tanto del tamaño de los tatuajes de pandillero como de sus antecedentes penales, o carencia de ellos.
Varios agentes de la Policía Nacional hondureña, que se presentaron a sí mismos como "expertos en pandillas", dijeron que mientras más grande el tatuaje, más peligroso era el pandillero. Esa parece ser la teoría policial que terminó con Walter Manuel Nolasco en Tamara.
Alto y larguirucho, con unos mostachos que más parecían barbas, Nolasco es conocido como El Gato. Reconoce que es miembro de la Mara 18. Se levanta la camiseta para mostrar el número 18 tatuado en su pecho como los números de una camiseta de rugby. Para un tribunal hondureño, eso fue suficiente para declarar a Nolasco culpable de "asociación ilícita contra la seguridad interior del estado" y lo sentenció 10 años de cárcel. Nolasco tiene 20 años y es padre de un hijo.
Nolasco fue uno de los primeros pandilleros en ser arrestado y condenado bajo el reformado Artículo 332. Documentos del juicio y de la sentencia ofrecen una mirada sobre cómo funciona la ley.
Fue arrestado el 28 de agosto de 2003 en una redada de estilo comando justo cuando salía de la cama con su esposa embarazada. Nolasco no tuvo tiempo que ponerse una camiseta.
Los agentes vieron sus tatuajes: un pavo y la cara de un gángster en el brazo derecho, un trazo de Nike en su espalda, y el número 18 en su pecho. Encontraron fotos de Nolasco haciendo signos con las manos. Miraron debajo de su cama y encontraron un Ak-47.
En el juicio, el tribunal llamó a declarar a un "experto en pandillas protegido", para que explicara qué querían decir los tatuajes de Nolasco.
El testigo no fue identificado en los documentos judiciales, pero dijo al tribunal, en la jerga de las pandillas callejeras, que había recibido adiestramiento en el extranjero, posiblemente en Estados Unidos, donde habían nacido las maras y que una vez había infiltrado a una banda.
Fue el número 18 en su pecho lo que delataba a Nolasco como miembro de la pandilla, dijo el testigo, diciéndole al tribunal que esos tatuajes tienen "características especiales y son utilizados por los pandilleros para identificarse a sí mismos como miembros de la Mara 18 ".
El testigo también dijo: "No es solamente que llevan tatuajes que están relacionados con las pandillas, sino que ya es un miembro y tiene que cumplir con tareas específicas, que son en general cometer un crimen".
Señaló que el "tamaño y ubicación" del tatuajes estaban "relacionados con el nivel de lealtad a la organización". Revisando fotos del acusado, el testigo concluyó que Nolasco "tiene un cierto nivel de mando, es firme, consistente, tiene poder y manda en su barrio".
Nolasco fue sentenciado a 10 años de cárcel. Ahora, su mente viajó hasta su hija, que tendrá que crecer sin él.
"Yo no estaré ahí para llevarla a la escuela, no podré hacerlo por un largo tiempo", dijo.
Algunos presos, como Alan Anthony Carrasco, no lograron salir.
Carrasco, 24, estaba encarcelado en San Pedro Sula, la cárcel de la segunda ciudad de Honduras, por acusaciones de asesinato y asociación ilícita.
En mayo, Carrasco murió junto a otros 107 pandilleros de Mara Salvatrucha en un incendio que según las autoridades fue causado por un desperfecto electrónico en los equipos de aire acondicionado. Los guardias de la cárcel dijeron que el calor del incendio era tan intenso que no pudieron abrir las puertas del patio durante más 45 minutos.
Sin embargo, reclusos que sobrevivieron el incendio cuentan otra historia. Dicen que los guardias no trataron nunca de rescatarlos y que ellos mismos usaron pesas para romper las cerraduras de las puertas y salvarse.
"Su plan es meternos a todos en la cárcel y luego incendiarlas", dijo Gustavo Olivera, 26, uno de los pandilleros que sobrevivió el incendio. "Queremos cambiar. Somos padres y maridos. Queremos trabajar para dar a nuestras familias buenos hogares. Pero el gobierno no quiere que lo hagamos".
Antony Javier Torres está de acuerdo. "El gobierno nos demoniza con objetivos políticos", dijo. "Valemos más muertos que vivos".
Un año antes, en otra prisión, las autoridades determinaron que los guardias eran responsables de una masacre.
Sesenta y ocho personas, la mayoría de ellos miembros de la Mara 18, murieron en el incendio de una cárcel llamada El Porvenir. Las autoridades penitenciarías dijeron que los pandilleros dispararon contra otros presos y luego montaron barricadas en sus patios e iniciaron un incendio suicida.
Sin embargo, una investigación de una comisión presidencial reveló que 59 de las víctimas habían sido apuñaladas, disparadas y quemadas por guardias y soldados. Algunos, dijeron las autoridades, fueron baleados cuando huían de las llamas con las manos en el aire.
El presidente Maduro prometió una "profunda transformación" del sistema penitenciario del país.
Pero poco ha cambiado. Entretanto, los familiares de los presos muertos siguen acosados por la confusión.
Frente a una diminuta casa de cemento en el barrio de Chamalecón, los familiares de Alan Anthony Carrasco se reunieron junto a una pila de maderos, cortados en largas y delgadas planchas.
El gobierno envió un ataúd para ayudar a la familia con los costes del funeral, dijeron. Pero el ataúd era tan endeble, que se rompió.
Los padres de Carrasco miraron traumatizados. Margarito Carrasco y Aída Rodríguez dijeron que ellos sabían que su hijo era miembro de la Mara Salvatrucha. Pensaban que la cárcel era la última esperanza de salvarlo.
"Perdí mi control sobre él", recuerda Carrasco, un obrero de la construcción. "Le había dicho que no volviera a casa después de las 10. Pero empezó a llegar después de las 10, luego después de las 11, luego de las 12, hasta que dejó de llegar".
La madre de Carrasco, Rodríguez, dijo: "Pensé que en la cárcel estaría al menos más seguro que en la calle".
Carrasco dijo: "Está que la policía mande a la cárcel a la gente que comete delitos. Pero no deberían matarlos".
"Mi hijo estaba pagando por sus crímenes", agregó. "No había razón para matarlo".
Rodríguez dijo: "No sé a quién echarle la culpa, si a las pandillas o a la policía".

Mano Dura
Es un ambiente que suena horripilantemente familiar a activistas veteranos de los derechos humanos, como Ramón Custodio.
En los años ochenta, Custodio era uno de los pocos que se atrevió a denunciar los ataques del gobierno contra supuestos sospechosos izquierdistas. Cientos de hombres y mujeres hondureños fueron secuestrados, torturados y matados por una unidad militar secreta llamada el Batallón 3-16. Muchos siguen desaparecidos.
Ahora son jóvenes con tatuajes los que desaparecen, o son encontrados muertos en Honduras. Grupos de derechos humanos han reportado numerosos incidentes con policías de paisano, agentes patrullando en coches sin matrícula y emboscado a los pandilleros a plena luz del día.
"El estado dice que la pandillas están aterrorizando a la sociedad, y ellos están respondiendo con terror", dijo Custodio. "Es lo mismo que antes".
El ministro de seguridad de Honduras es especialmente sensible a esas críticas. Es el sobrino del difunto general Rafael Álvarez, fundador del Batallón 3-16.
En una entrevista dijo que los activistas de derechos humanos se equivocaban al comparar el pasado con el presente. Su agencia tiene falta de personal y está mal equipada, dijo. Debería tener al menos tres veces más que los actuales 8.000 agentes y 400 vehículos.
Sin embargo, con el apoyo de los militares, ha hecho importantes progresos en su lucha contra la delincuencia.
Los secuestros, dijo, han disminuido de 47 casos en 2000 a 9 en 2003. Los robos de automóviles han descendido en un 25 por ciento en el mismo período, dijo.
Hasta la reforma del código penal, dijo, la agencia no había sido capaz de avanzar en la represión de los asesinatos relacionados con las pandillas. Los pandilleros eran arrestados, dijo, pero eran usualmente dejados en libertad dentro de 24 horas porque las víctimas no presentaban denuncias.
La nueva ley, dijo, ha dado a la policía más poder para combatir a las pandillas. Rechaza las acusaciones de abusos sistemáticos.
Los activistas hondureños de derechos humanos, dijo, "no han evolucionado porque continúan con el mismo discurso, porque no hay una lucha ideológica como la que hubo en los años ochenta".
"Esta es una fuerza policial evolucionada", agregó.
Se suponía que Óscar A. Gámez Bonilla era un agente de policía ejemplar. Había sido nombrado el año pasado para establecer una comisaría en Rivera Hernández, un asentamiento de unas 130.000 personas y considerado como uno de los más violentos del país.
Su misión, dijo, era implementar estrategias de control de la comunidad, el lado blando de la dura campaña del país contra la delincuencia. En una entrevista dijo que prevendría los delitos proporcionando asesoría y apoyo a los padres para parar a las pandillas allí donde comienzan, en hogares destruidos.
"Es un cambio de actitud, de filosofía", dijo. Dos semanas después, el programa piloto había caído en desgracia. El inspector Gámez y dos subordinados fueron detenidos y acusados del secuestro, tortura y asesinato de dos sospechosos -de 16 y 19 años- de robar armas de la comisaría.
Una víctima, un vendedor de periódicos llamado Juan Manuel Aguilar, fue golpeado hasta la muerte frente a su padre, también llamado Juan Manuel.
"Le dije a la policía donde encontrar a mi hijo, porque me dijeron que querían interrogarlo", se queja el padre Aguila en una entrevista. "Pero ellos no hicieron eso. Sólo lo querían matar".

El Martillo de la Inmigración
El presidente Maduro calcula que unos 1.000 pandilleros han huido de Honduras desde que él comenzara a aplicar la ‘Mano Dura'. Activistas de derechos humanos dicen que la cifra es mucho más alta.
Con ellos viajan las noticias sobre la nueva campaña anti-pandillas del gobierno, provocando indignación y pánico desde Tegucigalpa a Los Angeles y Washington.
En mayo, los jefes de una organización de rehabilitación de los pandilleros, llamada Homies Unidos, viajó a El Salvador y Honduras para hablar con funcionarios de gobierno y miembros de las pandillas sobre el impacto de las nuevas campañas policiales.
Tom Hayden, un antiguo senador del estado de California, conocido activista y autor de un nuevo libro sobre las pandillas titulado ‘Street Wars: Gangs and the Future of Violence', se unió a ellos. Más tarde, declaró que las deportaciones de los pandilleros equivalían a sentencias de muerte, y sostuvo que la ley estadounidense desalienta específicamente deportar a cualquiera que corra el peligro de ser torturado o matado al volver a casa.
Un creciente número de pandilleros están buscando refugio en Estados Unidos. Sin embargo, el gobierno federal continúa las deportaciones que comenzaron este ciclo de violencia hace diez años. De marzo de 2003 a febrero de 2004, Estados Unidos ha deportado a más de 78.000 inmigrantes ilegales delincuentes. Entre 2000 y 2003 más de 7.000 de ellos fueron deportados a Honduras. Otros 2.000 fueron deportados en el mismo período a El Salvador.
John Torres, subdirector de investigaciones sobre el contrabando y la seguridad pública de la Policía de Inmigración y Aduana, dijo que las leyes de inmigración eran devastadoras para pandillas como Mara Salvatrucha y Calle 18, que son dominados por miembros nacidos en el extranjero.
Criminales convictos que fueron deportados por Estados Unidos y volvieron, dijo, podían ser enviados a prisión por hasta diez años.
"El martillo de la inmigración es particularmente fuerte porque lo podemos usar para meter a gente tras las rejas durante largos períodos de tiempo sobre la base de acusaciones que no son difíciles de probar", dijo Torres. "No tenemos que probar que han cometido un asesinato. No tenemos que probar que han agredido a alguien. No tenemos que probar que han cometido un atraco a mano armada. Solamente tenemos que probar que han sido deportados y que han vuelto".
Abogados de derechos civiles sostiene que a menos las campañas policiales vayan acompañadas de programas para hacer frente a las fuerzas sociales y económicas que llevan a los jóvenes hacia las pandillas, las represiones y deportaciones no tendrán probablemente otro efecto que mantener a los pandilleros moviéndose en círculos, entrando y saliendo por la frontera, entrando y saliendo de la cárcel.
Sin embargo, los miércoles aviones alquilados llevan nuevos cargamentos de deportados de Estados Unidos a Tegucigalpa.
Cuando aterrizan en Honduras, la mayoría de ellos se ven como trabajadores corrientes que han emigrado a Estados Unidos buscando trabajo. Jorge Omar Potter, 36, llevaba camiseta sin mangas y los números romanos XVIII en sus bíceps.
"¿No tienes otra camiseta?", le preguntó un asesor a Potter.
Había estado viviendo en Holywood desde 1982, pero lo miró en silencio.
"Hay un montón de cambios desde que vivías aquí", le advirtió el asesor. "Tenemos que buscarte algo para vestirte. Así, con ese tatuaje no llegas ni a la parada del autobús".

Dan Alder contribuyó a este reportaje.

26 de septiembre de 2004
10 de febrero de 2005
©new york times
©traducción mQh

2 comentarios

Juan -

Lamentablemente la mayoria de pandilleros estan mas alla de la redencion, lo mejor es hacer con ellos lo que se hace con un cancer, eliminarlos.

Es cierto que algunos se pueden rescatar, pero por esa probabilidad tan pequeña, por salvar a 200 entre 20000, toda una sociedad va a tener que verse condenada? que pena que sea un derechista el que tenga que hacer dicha reforma...

Anónimo -

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