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dos años de guerra


[Anthony Shadid] Haciendo el balance.
Bagdad, Iraq. Un hombre robusto, con una exuberancia a la par de su circunsferencia, Mohammed Hayawi miró por sobre un hombro, luego sobre el otro. Miró los libreros de ocho estanterías y los polvorientos estantes desparramados en su librería.
Había libros de poetas comunistas y clérigos martirizados, traducciones de Shakespeare, una edición de 44 tomos de un reverenciado ayatollah y cuentos de Gertrude Bell, una arqueóloga y aventurera británica. Junto a la ventana había libros sobre el pasado más reciente de Iraq: ‘What Happened in Baghdad' [Qué Pasó en Bagdad], ‘The Secret Life of Saddam' [Vida Secreta de Saddam] y ‘The American Empire and the Invasion of Iraq' [El Imperio Norteamericano y la Invasión de Bagdad].
Hayawi sacudió su cabeza. Encogió sus gordos hombros. Ninguno de ellos describe su país, ni su época.
"Ni uno solo", dijo Hayawi. Entrecerró los ojos con un aire de sospecha, templado por una sonrisa mercurial.
Hay una frase significativa que repitió Hayawi a menudo sobre los últimos dos años. Dijo que a veces los tiempos eran malos y buenos, caóticos y, más raramente, dominados: "Desafío a cualquiera que me diga qué ha pasado, qué está pasando ahora y qué pasará mañana".
En entrevistas cada tantos meses, que empezaron antes de la invasión norteamericana en marzo de 2003, Hayawi, ahora 41, ha observado el destino de su país avanzar con un temor que se transformó en rabia, y con un resentimiento que se fundió en resignación, unidos por una elasticidad que es quizás el rasgo definitorio de este país. La elasticidad puede significar muchas cosas: fatalismo, su capacidad de resistencia, la esperanza persistente y la habilidad de transformar lo inusual en normal.
La historia de Hayawi no es ni conmovedora ni trágica, sino simplemente más tranquila -las contradictorias reflexiones de una hombre, un conocido vendedor de libros en Bagdad en un viaje a través de tiempos convulsos en un país que, como sus conciudadanos, lucha ahora por entender.
Hayawi es un iraquí que resiente la ocupación norteamericana, pero votó en las elecciones respaldadas por Estados Unidos. Es un musulmán devoto, pero teme el avance de la religión en la política. Es un sunní que se niega a identificarse a sí mismo como tal, incluso si se ve obligado cada vez más a hacerlo. Y desde detrás de su escritorio, con tazas de un té excesivamente dulce, cigarrillos que nunca dejan de arder y una pipa de agua que le llevan todos los días después de almuerzo, observa transformarse la complejidad misma de su país -en libros, en conversaciones y en política, a veces del modo más humilde. Iraq cambia, incluso cuando el ritmo de su vida sigue siendo el mismo.
En las calles más destartaladas que nunca, hay algo de inspiración: carteles de votantes con sus dedos manchados de tinta, un testamento a su coraje al desafiar las amenazas de los insurgentes de interrumpir las elecciones. Y aquí está lo desalentador: escombros causados por las bombas de la invasión norteamericana que se mezclan con los nidos de barras de acero, bloques de cemento y vigas torcidas que dejan los más recientes atentados con bomba.
Frente a la librería de Hayawi se ven las perdurables cicatrices del saqueo que siguió a la caída de Saddam Hussein en 2003. Dentro, celebra un inventario en el que "lo prohibido está permitido". Señala celebradas libertades a las que los iraquíes probablemente no renunciarán nunca. Y en el mismo aliento, pregunta abatido a cualquier cliente que le quiera escuchar: "¿Pueden los iraquíes vivir solo de libertad?"
La Librería Renacimiento está en la calle de Mutanabi, un tramo de librerías y papelerías que es tan famosa como estrecha. Durante una generación o más, la calle, con el nombre de uno de los poetas árabes más grandes del mundo, hizo las veces de bodega intelectual de la capital. Durante las sanciones internacionales impuestas después de que Iraq invadiera Kuwait en 1990, con Hussein todavía en el poder, personificó las penurias de la capital.
Su tienda estaba llena de libros de texto de otra generación, y de tomos religiosos cubiertos de polvo que parecían estar ahí más por las apariencias que a la venta. (Expuesta afuera en la librería de Hayawi había una copia del Business Week del 29 de junio de 1987. En la portada se leía: "¿Quién Le Teme a la IBM?"). A menudo la calle no era más que un lúgubre mercado de pulgas de libros usados. Los vendedores vendían sus colecciones privadas en un intento desesperado de sobrevivir, mientras la débil economía de Iraq desciende todavía más en la miseria.

Octubre de 2002
Fue cinco meses antes de la invasión norteamericana. Hayawi sonrió, pero estaba cansado y sin afeitarse, el tinte de las gruesas bolsas debajo de sus ojos haciéndose más oscuro a medida que avanzaba el día.
"La invasión de Kuwait fue un error", dijo valientemente -era una idea blasfema para la dominante teología de Hussein.
Como árabe, dijo, se sentía avergonzado por la idea de que un país árabe atacara a otro país árabe. Como musulmán, se avergonzaba de una guerra que colocaba a unos creyentes contra otros. Y, en palabras extraordinariamente valerosas, declaró que estaba indignado con Hussein por haberlo hecho. Mirando retrospectivamente, no entendería nunca la justificación para la Guerra del Golfo Pérsico de 1991, cuando tropas norteamericanas atacaron a Iraq en respuesta a la invasión.
¿Pero ahora?, preguntó.
Pasó revista a posibles justificaciones de la guerra, para desecharlas luego. ¿Debido a las armas de destrucción masiva? No tenemos. Si las hubiésemos tenido, declaró, las habríamos disparado contra Israel. ¿Debido a nuestro presidente? ¿Qué tiene que ver con nosotros?, preguntó.
Bagdad estaba entonces atrapada por un temor de la guerra tan profundo que parecía acelerar el tiempo... En esos días, a veces se oía decir que la capital estaba maldecida, que estaba pagando por todos los crímenes de Hussein. Era un corolario del fatalismo: No podemos evitar lo que merecemos.
¿Por qué una crisis detrás de otra?", preguntó Hayawi. Y sacudió la cabeza, impotente.

Verano de 2003
Después de la guerra la calle de Mutanabi contaba otra historia. Antes era una historia de aislamiento, sanciones y dictadura, un país sin futuro. Ahora, era una exposición de las medias verdades de la ocupación y la liberación.
En todas partes se veían escenas de saqueo: ventanas arqueadas destruidas y paredes de ladrillo amarillo quemadas. Antes de la guerra, el mercado abría hasta las 10 de la noche, a veces hasta las 11. Ahora la calle cierra a las 3 de la tarde, a menudo más temprano.
El otrora limitado catálogo de libros, ha explotado. Había títulos del ayatollah Mohammed Baqir Sádr, un brillante teólogo que murió, según la historia, cuando los verdugos de Hussein le clavaron unas agujas en su frente en 1980. La largamente reprimida iconografía de un renacimiento chií estaba en todas partes: ilustraciones de ayatollahs vivos compitiendo por el espacio con retratos brillantes de santos del siglo 7 marchando hacia sus muertes. Cerca había nuevos números de FHM y Maxim, sus portadas adornadas con mujeres apenas cubiertas.
Nunca fue fácil definir la liberación; la ocupación fue diferente a todas las otras.
"Si los norteamericanos tienen buenas intenciones, tienen que ganarse la confianza de la gente" dijo Hayawi entonces. "Hasta ahora, no hay nada. Queremos ver algo malmus, o tangible. Rafahiya, dijo Hayawi. Es una palabra que se oye a menudo en esos días. Quiere decir prosperidad, y era lo que Hayawi y la mayoría de los iraquíes pensaban que habían prometido los norteamericanos después de la caída de Hussein. Esas promesas, dijo con pesar, eran como el agua que se escurre por entre tus dedos cuando la tienes en las manos.
Se pasó la mano por sus mejillas gordas y sudorosas. "¿Es esta la cara de alguien de 39 años?"
En los meses posteriores a la invasión, los estadounidenses y los iraquíes rara vez medían el progreso material de la misma manera, sus percepciones abarcando la sima de la cultura, la lengua y la experiencia. Para Estados Unidos, el punto de referencia empezaba el día después de la caída de Hussein. Para los iraquíes, se remontaba una generación, a los años setenta, cuando las condiciones de vida de Iraq eran las de los países más pobres de Europa.
"Eso ha cambiado definitivamente", dijo Hayawi. "Ha cambiado para mejor. Pero nos gustaría que fuera mejor todavía".

Primavera de 2004
Un año después de la invasión, cuando la invasión norteamericana se llamaba todavía ocupación, Hayawi todavía no lo entendía. Él y sus cuatro hermanos con los que llevaba la librería -iniciada por su padre en 1954- estaban ganado el doble de lo que ganaban antes de la invasión norteamericana. Viajaban libremente al Líbano a comprar libros. Sus estanterías estallaban con nuevos títulos, algunos comprados por empleados del gobierno cuyos florecientes salarios habían creado toda una clase consumidora.
Pero vivir bajo la ocupación había herido el orgullo de Hayawi. Contó una historia que le gustaba repetir.
Se dirigía a Siria en su Chevrolet Caprice en un viaje de negocios cuando fue parado en un puesto de control norteamericano manejado por dos todoterrenos blindados. A través de un intérprete uno de los oficiales -con uniforme de camuflaje y empolvado por el viento del desierto- empezó a hacer las preguntas rutinarias.
"‘¿Qué estás haciendo aquí?', preguntó. Yo dije: ‘¿Qué estás haciendo tú aquí? Tú eres mi invitado. ¿Qué estás haciendo tú en Iraq? Yo debería preguntarse, no tú a mí'". El intérprete dijo al oficial norteamericano lo que había dicho Hayawi.
"Se rió, y me toqueteó la espalda", dijo Hayawi. "Eso pasó de verdad".

Invierno de 2005
Las primeras elecciones libres de Iraq en medio siglo, el 30 de enero, representaron un difícil dilema para Hayawi. Pensaba, equivocadamente, que "las calles se llenarían hasta nuestra frente de sangre". Él era sunní, parte de una comunidad que boicoteó en gran parte las elecciones, por temor o principio. No estuvo seguro sobre la votación sino hasta el día mismo, cuando Bagdad estalló en una alegría que no se veía desde la caída de Hussein.
La elección "fue como si alguien me invitara a almorzar. No puedo decir no", dijo, algo mansamente. "Si dices no, es falta de respeto".
Hayawi estaba sentado a su atestado escritorio días después del voto, encima de un piso de azulejos crema limpios, pero manchados por el tiempo.
"Yo sabía que el papel que puse en la urna de votación era para Estados Unidos. Sé que estaba siendo hipócrita. Pero no había alternativa", dijo, moviendo el cigarrillo entre sus dedos. "El futuro de Iraq es una línea que pasa por la ocupación. Si me preguntara por qué estaba votando, es porque quería encontrar algo que me sacara del lodo".
Miró por la ventana, adornada con la bandera iraquí. "Quizás esta es la soga que nos salvará".
Dos años después, sus quejas eran las mismas: colas para la gasolina en un país con las segunda reservas de petróleo más grandes del mundo; menos electricidad que hace un año; sus sospechas de que los extranjeros estaban llevándose beneficios por el petróleo, cuya producción se había estacionado en niveles de preguerra.
Pero nada era concluyente, ni en el pasado ni para el futuro.

Hoy
Cada día en camino a su trabajo, Hayawi pasa frente a una muralla, justo antes del puente de Sarafiya.
Un lema que celebraba al derrocado presidente iraquí se ha descolorido, dejando ver sólo su nombre. Un folleto de los seguidores del joven clérigo militante, Moqtada Sádr, proclama: "Sed un enemigo del opresor". Otra leyenda parcialmente borrada declara: "Muerte a los lacayos". Todavía cuelgan carteles de las elecciones prometiendo "revivir lo que fue destruido por el régimen criminal de los baazistas". Cerca de ahí hay un montón de latas, bolsas de plástico, mojadas cáscaras de naranja, debajo de un llamado a mantener limpia la ciudad.
Sus opiniones sobre lo que les esperaba era como la muralla misma. Chocaban y coincidían, se contradecían y estaban de acuerdo.
Aprobaba los ataques contra los soldados norteamericanos -como la mayoría de los sunníes, consideraba esa parte de la insurgencia como resistencia legítima. Pero retrocedía ante los atentados con coches-bomba y ataques suicidas contra policías y civiles iraquíes, cuyas muertes eran mucho más numerosas.
"¿Un coche-bomba frente a una escuela, frente a los niños?", preguntó. "¿Se le puede llamar resistencia?"
Se preocupaba por las crecientes tensiones sectarias y étnicas en el país, quizás el legado más duradero del proceso político en Iraq, impulsado por los norteamericanos. Era sunní, pero no se identificaba como tal. Para Hayawi, el foco sectario era precursor de una lucha como la guerra civil que consumió al Líbano de 1975 a 1990. "Iraq resiste al sectarismo, pero no puede impedirlo", dijo.
En su librería, títulos alguna vez prohibidos se vendían bien. La mayoría eran importaciones de Irán, por clérigos chiíes. También eran populares títulos de sunníes radicales: Mohammed ibn Abd Wahhab, el padrino del siglo 18 de la estricta rama del islam de Arabia Saudí; el austero pensador medieval Ibn Taimiya; y Sayyid Qutb, el autor egipcio del seminal tratado militante, ‘Signposts on the Road' [Letreros en el Camino], que fue ejecutado en 1966.
Incluso más solicitados eran los libros en otros idiomas -inglés, francés, turco y farsi- que Hayawi llamaba pasaportes al resto del mundo. Los más vendidos: libros sobre astrología de escritores libaneses hechos famosos por la televisión.
"La gente quiere saber cuál es su destino", dijo, sonriendo.

Ritmos de la Vida
Todas las mañanas, Hajji Sadiq, el cambista, se deja caer por la Librería Renacimiento.
"¿A cómo está el cambio?", brama Hayawi.
"No te lo diré a menos que compres", le dice Hajji Sadiq, arrastrando sus palabras a través de los huecos en su dentadura.
Recomienzan los negocios del día, con innumerables bandejas de té -cada taza unos 10 centavos- que son llevadas a la puerta.
Habibi!", grita Hayawi a los clientes, saludándoles con el término árabe de cariño. Una vieja vagabunda cubierta de negro se aparece a la entrada, como todos los días. "Dios tenga piedad de sus padres", murmulla. "¿Puede ayudarme?"
El tema es la lluvia que ha inundado Bagdad en marzo, y Hayawi cuenta una historia sobre Hajjaj, un gobernante medieval de Bagdad conocido por su crueldad. En la leyenda, le pregunta a un súbdito: "¿Quién me trajo? ¿Me trajo Dios, me traje yo mismo o me trajiste tú?" La primero respondió que Hajjaj vino por sí mismo. Error, dijo Hajjaj, y lo hizo decapitar. El segundo respondió Dios, y también fue decapitado. El tercero dijo que respondería sólo si se le garantizaba la vida. Hajjaj accedió.
"Nuestros males causaron que tú nos gobernaras", dijo el súbdito.
Otros en la librería asintieron. "Quizás Dios está enfadado con nosotros", dijo Hayawi.
Dos vendedores kurdos entraron, llevando un regalo de miel de Sulaymaniyah del norte. Saludaron a Hayawi en kurdo, luego la conversación continuó en árabe.
"Si nos haces una buena oferta, es trato hecho", dijo Hayawi. "Si no, todos dependeremos de Dios".
Se cortó entonces la luz, una ocurrencia tan rutinaria que nadie pareció darse cuenta. Hayawi examina un billete de 25.000 dinares, sospechoso de que sea falso. Sus hermanos piden más té.
Hajji Sadiq vuelve una hora más tarde, mencionando cambios apenas perceptibles en la tasa de cambio. Hayawi susurra bromeando que el cambista lleva consigo 10.000 dólares. "Ten cuidado en la calle", le grita Hayawi antes de volverse hacia su hermano. "Llegará el día en que robe a Hajji Sadiq", bromea.
Hacia la 1 de la tarde, la electricidad vuelve, y 10 minutos más tarde llega unapipa de agua. El aroma dulce y amanzanado llena el local.
"La vida sigue", dice Hayawi. "Estamos en medio de una guerra y todavía fumamos la pipa de agua".

20 de marzo de 2005
3 de abril de 2005
©washington post
©traducción mQh

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