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dios y beatles prohibidos


[Wendy Gimbel] Huyendo de un país donde se prohíbe a Dios y a Los Beatles.
El anhelo de un imaginario pasado romántico impregna la memoria cubana. Estamos más que familiarizados con la isla encantada que nunca lo fue: el mar azul, el cielo azul y las ondeantes palmeras; los amantes que caminan tomados de la mano por la ancha muralla marítima que llaman el malecón; la alta sociedad en sus trajes de etiqueta, que pasa la noche bailando en el Club de Yate de La Habana; y siempre, en todas partes, la Guantanamera.
Pero en ‘Finding Mañana' [Buscando al Mañana], los impresionantes recuerdos de Mirta Ojito de su vida en La Habana en los años setenta, no hay lugar para la nostalgia. Con la incisiva y muscular prosa que conviene para describir las realidades cada vez más sombrías de Cuba, Ojito, una periodista para el New York Times, escribe sobre su adolescencia y el rescate de su familia en el éxodo de Mariel en 1980.
Su Cuba posmoderna es una isla aislada donde abundan las imágenes fracturadas de lo absurdo y el fatalismo es una defensa contra la locura: "Nadie puede entrar; nadie puede salir. Dios y Los Beatles fueron prohibidos, los hombres con el pelo largo fueron detenidos, los homosexuales y artistas enviados a campos de trabajos forzados".
Por supuesto, Estados Unidos, la bête noir de Fidel Castro, es responsabilizado de todo. (Si no había huevos en el mercado, era porque los norteamericanos habían envenenado a las gallinas).
Es ‘Final de partida', de Beckett, pero en una coda tropical. Estamos en Cuba; y todavía no hay cura. De hecho, sin embargo, había un camino que te sacaba de esa isla del infierno. El 1 de abril de 1980, cuando un chofer de bus chocó intencionadamente contra las puertas de la embajada del Perú y más de 10.000 cubanos se refugiaron en el asediado recinto, Castro abrió el puerto de Mariel e invitó a todos los cubanos en el exilio que se arriesgaran a visitar la isla a llevarse a sus parientes descontentos de vuelta a Estados Unidos. Pero había una salvedad: no podían partir sin llevarse a los convictos y otros que Castro llamó la "escoria" de sus cárceles. En un período de cinco meses, más de 125.000 cubanos se treparon a botes y partieron en dirección a Florida del Sur.
El relato de Ojito de la fuga de su familia hacia la libertad hace de una especie de imán para un montón de historias más pequeñas que son mantenidas juntas en una especie de campo de tensión. De hecho, si hay alguna distorsión en esta fascinante memoria, es más bien la inserción arbitraria de esas historias en un texto por lo demás fluido. Sin embargo, mientras distrae a los lectores de la historia familiar más importante, esas historias más pequeñas introducen a los mediadores políticos que hicieron Mariel posible: Ernesto Pinto, el diplomático peruano que negoció exitosamente la seguridad de los cubanos que buscaron asilo en su embajada; Napoleón Vilaboa, un veterano de Bahía Cochinos, que se reunió con Castro y lo convenció de que continuara con la operación; y Bernardo Benes, un importante banquero de Miami que creía que los cubanos querían sobre todo liberarse de Castro.
Quizás los materiales más ricos tienen que ver con Benes. Mientras estaba en La Habana negociando la liberación de los presos políticos, oye llorar a su chofer después de recibir una radio de regalo: "Si un hombre llora a la vista de una barata radio de plástico, se preguntó Benes, ¿qué no estarían dispuestos a hacer otros por un coche último modelo, una casa alfombrada, una comida suculenta? Y, se atrevió a preguntarse a sí mismo, ¿qué estarían los cubanos dispuestos a hacer por la libertad?"
El drama personal de Ojito se hace más intenso a medida que se acerca la fecha de partida. Pero es su terriblemente vigoroso padre el que provee la energía que envía a la familia a lanzarse sobre Mariel. Se da cuenta, sin ningún estudio más profundo que su propia intuición, que tiene derecho a la libertad y también a la búsqueda de la felicidad. ¿Cómo podría continuar viviendo en Cuba cuando tenía que acarrear a través de toda la isla un cerdo muerto escondido en una maleta para dar a su familia un placer prohibido? ¿Qué hacer con su hija de 16 años que no había leído nunca un verso de la poesía de Pablo Neruda, pero podía recitar la última carta de Che Guevara a Castro?
En Estados Unidos, le dijo a su hija, un hombre trabajador puede contar con que será capaz de comprar jamón y queso todos los días. Pero, más importante, un hombre no debe temer que alguien le robe su alma.
A diferencia de su padre, Ojito tuvo dudas sobre la perspectiva de dejar Cuba. Escribiendo sobre la enorme y caótico éxodo, dice: "Salimos como cuando uno deja a un amor entrañable pero imposible: nuestros corazones cargados de pena, pero latiendo de esperanza".
A pesar de la complejidad de sus propios sentimientos sobre la partida de su familia, Ojito se las arregla para entregar una imagen clara y memorable de lo que pasó en Mariel: cómo su tío Osvaldo, el hermano de su padre, pasó a recoger a la familia en una lancha pesquera es estado de navegar; cómo Mike Howell, el "capitán" manco del Mañana, acudió a su rescate, negociando el pasaje de la familia hacia Key West mientras los cubanos le apuntaban con un AK-47 a la frente.
Es imposible no admirar el atrevimiento, la ingenuidad, la severidad moral de los escritos de Ojito. En esta maravillosa memoria, se rescata a sí misma de la seducción de la nostalgia, y reivindica en cambio la sitiada Cuba de su infancia -una Cuba que es todavía más interesante porque no es mirada a través del prisma de la añoranza y el deseo.
En ‘Finding Mañana', Ojito despierta la memoria de una papaya en un día caluroso en el campo cubano: color brillante, pulpa suave, semillas amargas.

Wendy Gimbel, autora de ‘Havana Dreams: A Story of Cuba', está actualmente escribiendo otro libro sobre la isla.

10 de abril de 2005
©new york times
©traducción mQh

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