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la muerte y stalin, el dictador


[Leon Aron] Stalin y sus verdugos.
Los canallas fascinan, y todavía más los criminales masivos. Desde Herodes hasta Pol Pot, de Gengis Kan a Hitler, de Iván el Terrible a Saddam Hussein, hemos sido arrastrados hasta el borde del abismo para dar una mirada en la insondable y fría oscuridad del Mal. ¿Para qué? ¿Para confirmar nuestra propia humanidad? ¿Para aprender, y precavernos, a leer los signos de una creciente barbarie?
Incluso en esta galería de mega-canallas, ocupa José Stalin un lugar destacado. Aunque por debajo de su imitador Mao Tse-Tung en números absolutos de compatriotas matados (abatidos, torturados hasta la muerte en cárceles, muertos de hambre en las aldeas, asesinados en campos de concentración) y de Pol Pot en el porcentaje de la población del país exterminado, Stalin no ha sido superado, al menos en tiempos modernos, por el número de personas afectadas por sus políticas -su impacto en el mundo contemporáneo.
Si no hubiese sido por esas políticas, promulgadas e implementadas por un Comintern completamente servil ante Moscú, la izquierda de la Alemania de Weimar no se habría dividido por los implacables ataques de los comunistas contra los social-demócratas (Stalin los llamaba "social-fascistas"). Los dos partidos, que juntos controlaban muchos más votos que los Nacional Socialistas de Hitler (e inicialmente también más poder en la calle), pudieron ciertamente haber impedido que Hitler subiera al poder y, con ello, la Segunda Guerra Mundial. Construido con especificaciones ideológicas estrictas, el estado totalitario -cuya construcción Stalin
completó y perfeccionó y que después de su muerte tomó casi cuatro décadas desmantelar -no podía ser sino agresivo y expansionista en su lucha hasta vencer o morir contra el "capitalismo mundial". De ahí la forzada y violenta sovietización de Europa del Este y Central, con su propio maremoto de muerte, destrucción, sufrimiento e indignidades diarias; la carrera de armas nucleares; la Guerra Fría global; y más muerte en guerras locales desde Corea y Vietnam hasta Afganistán y Nicaragua.
Dada la materia, uno duda en llamar la biografía de Robert Service un acto de amor, pero la expresión parece apropiada para los años (quizás décadas) que seguramente tomó producir el libro, escrito con una implacable y ardua búsqueda de hechos. Asociado de la Academia Británica y del St. Anthony's College de Oxford, y autor de una biografía anterior de Lenin, Service ha escrito un libro reposado, ricamente detallado y rigurosamente investigado, anclado en centenares de fuentes -un texto enorme, pero pulcramente estructurado, refinado, fluido y estimulante.
Como lo son a menudo las finas biografías de líderes políticos, esta también es una versión de un participante (como si fuera) de la gran historia, una nueva perspectiva sobre hechos bien conocidos y temas más amplios. En el caso de Stalin, esas piedras de toque comprenden muchos de los momentos definitorios del siglo 20: el surgimiento del bolchevismo; la Revolución de Octubre de 1917; la Guerra Civil y la fundación del estado soviético y el movimiento comunista mundial; la "revolución desde arriba" de 1928-32, que completó la construcción del primer estado totalitario moderno, industrializado y militarizado, robando y esclavizando a los campesinos que constituían hasta el 80 por ciento de la población de la Unión Soviética; y el Gran Terror de 1936-39, que dejó a Stalin en posesión del mayor poder -y ciertamente el menos amenazado- que cualquiera en la historia moderna.
Siguiendo su objetivo declarado de evitar los estereotipos y abordar su materia con frescura, Service nos presenta un retrato de un déspota paranoico y homicida, no el de un canalla de historieta unidimensional. En las canalladas de semejante escala no hay nunca una sola pistola humeante. Sin embargo, aunque no alcanza lo imposible -una explicación completa de la conducta del hombre en el origen de una de las catástrofes humanitarias más grandes de la historia-, Service hace progresar nuestra comprensión fusionando hábilmente la historia del hombre con la de la doctrina a la que adhirió fanáticamente y al etos y práctica del diminuto partido clandestino.
Iosif Dzhughashvili fue editor de Pravda en 1912 y cambió su alias de partido de ‘Koba' (por el legendario bandido del siglo 19 al que el joven Iosif emulaba), en georgiano, a ‘Stalin', u "hombre de hierro", una traducción de su apellido al ruso (dzhuga es acero en georgiano, stal en ruso). Era un hombre solitario y difícil, grosero y vulgar, cada vez más desequilibrado y desconfiado, pero también fuerte, determinado, capaz y eficiente, ansioso de conocimiento y muy culto. El único hijo sobreviviente de una adorable madre y un padre zapatero y borracho, que les golpeaba a ambos despiadadamente, Iosif creció en una soñolienta ciudad georgiana llamada Gori. Resentido por su defecto (su brazo izquierdo quedó permanente estropeado después de un accidente), era vengativo, y no olvidaba nunca (menos aun perdonaba) un desaire. De acuerdo a amigos de su infancia, Iosif "atesoraba los resquemores durante años", y, en palabras de Service, veía "la intervención maligna de seres humanos en todos los problemas personales o políticos que tenía". Se unió al joven partido a los 20, después de dejar el Seminario Teológico de Tiblisi unos meses antes de recibirse en 1899. Su primera esposa, Ketevan Stvanidze, murió en 1907, un año y cuatro meses después de que se casaran. Su segunda, Nadezhda Allilueva, se suicidó en 1932. Tuvo estuvo cerca de sus tres hijos.
Lo que Service nos dice sobre el hombre posiblemente explica la opción decidida e inquebrantable del joven Stalin por el bolchevismo de entre al menos media docena de partidos y movimientos de izquierda en la oposición anti-zarista. Del partido lo atrajo el celo conspirativo, la intolerancia de la disensión, la obsesión con el control y su combinación del dogmatismo doctrinal con flexibilidad táctica.
Stalin parece haber internalizado, luego personificado y construido sobre la base de los componentes más truculentos, despiadados y agresivos de Lenin. La conexión entre el bolchevismo y el estalinismo y entre Lenin y Stalin -la naturaleza y extensión de la cual era discutida acaloradamente por académicos y el mundo de la izquierda- emerge aquí como algo natural y orgánico. Aparte de Lenin, el único otro hombre del que se dice que Stalin había admirado genuinamente, era Hitler. "¡Qué gran tío!", le dijo Stalin a un colega miembro del Politburo después de enterarse de la purga de los camisas marrones nazis conocida como La Noche de los Cuchillos Largos: "¡Qué bien se sacó esto de encima!" (Cuando los dos éramos estudiantes universitarios en Moscú en los años setenta, el nieto de Krushev, Alexei Adzhubei, me habló de recuerdos de su abuelo sobre una delegación nazi de alto nivel que llegó a Moscú a fines de los años 30 para saber más sobre la instalación y administración de campos de concentración). Tres años más tarde, después de meticulosas preparaciones, Stalin lanzó su propia más abarcadora y sangrienta guerra interna por el control total. En dos años de lo que podría ser llamado el Gran Terror, al menos 1.5 millones de personas fueron detenidas y al menos la mitad de ellas ejecutadas -la mayoría de ellos líderes del partido y del estado, ingenieros, intelectuales y oficiales militares hasta nivel de regimiento.
Esta tasa de exterminio no se repetiría, pero el terror masivo y sistemático que comenzó con el nacimiento del estado soviético continuaría hasta la muerte de Stalin. Millones más fueron arrestados, encarcelados, atormentados en el gulag o fusilados. Tampoco fue el Gran Terror el único incidente de carnicería tan intensa en la historia soviética, como estima Donald Rayfield en ‘Stalin and His Hangmen' [Stalin y Sus Verdugos], su cauterizante y bellamente escrita crónica del crimen auspiciado por el estado. Esa macabra distinción pertenece al "holocausto campesino" de 1929-1932, cuando 7.2 y 10.8 millones de aldeanos murieron durante la ‘colectivización', o la eliminación de la propiedad personal de la tierra, las herramientas y el ganado y su concentración forzada en propiedades ‘colectivas' de hecho en poder del estado -un proceso dirigido en particular contra la clase de antiguos acomodados granjeros conocidos como kulaks. (Stalin le diría más tarde a Churchill que la colectivización costó 10 millones de vidas). Se arrestó a familias, que fueron hacinadas en vagones de animales para viajes de días sin agua o alimentos, luego arrojados en la congelada tundra o en pantanos y abandonados a su muerte sin refugio ni comida. Otros kulaks fueron simplemente expulsados de sus casas en mitad del invierno -hombres, mujeres, bebés- y echaron a caminar hasta que murieron de frío o de hambre, mientras se prohibía a todos, bajo pena de compartir su destino, darles una manta o un trozo de pan. La mayoría de las víctimas murieron en la hambruna que siguió a la requisición del trigo, para ser vendido en el extranjero.
Se conocen las etapas de este espantoso período: el ‘terror rojo' desatado después de un intento de asesinato de Lenin, en 1918; los asesinatos de la Guerra Civil, cuando oficiales ‘blancos' que lucharon contra los bolcheviques ‘rojos' fueron subidos a barcazas que luego fueron hundidas; la ‘pacificación' de los pueblos acusados de apoyar a los Blancos; el asesinato de los ‘enemigos de clase', sacados de la guía telefónica de Moscú (incluyendo a todos los Boy Scouts y el Lawn Tennis Club); los juicios falsos de los ‘enemigos' de la nueva sociedad, incluyendo a ingenieros, agrónomos, veterinarios e historiadores; el exterminio de los campesinos; las detenciones, ejecuciones y exilio masivo desde Leningrado tras la muerte del jefe del partido de Leningrado (y potencial rival de Stalin), Sergei Kirov en 1934; el Gran Terror; el asesinato en 1940 de unos 22.000 oficiales polacos en el bosque de Katyn; el exilio genocida de los ‘países traidores' (incluyendo a los chechenos) después de la Segunda Guerra Mundial; y, en los últimos meses de vida de Stalin, la ‘conspiración del doctor' que se rumoreaba fue el preludio de los ahorcamientos públicos en la Plaza Roja y un progrom antisemita en todo el país, que sería seguido por el exilio de más de 2 millones de judíos soviéticos al Lejano Oriente.
Sin embargo, mientras nos entrega detalles escalofriantes de estos tormentos y retratos de los hombres que lo idearon (empezando por los excelentes ensayos sobre Stalin y el fundador de la policía secreta, la Cheka, Feliks Dzierzynski, hijo de un aristócrata polaco, bolchevique fanático y asceta de mejillas ahuecadas que sobrevivía con una dieta de té y pan a la que se había acostumbrado cuando fue prisionero de cárceles zaristas), Rayfield, profesor de ruso y georgiano en la Universidad de Londres y autor de una fina biografía de Chejov, logra que este mal abstracto y a menudo inimaginable se sienta cercano y real. Con capas de historias menores y sorprendentes viñetas y poblada con las voces (tantos los gritos de piedad de las víctimas como las órdenes de ejecución de los comisarios), esta horrible saga adquiere textura, color y una urgencia que cautivará a los lectores incluso a pesar de sí mismos. Uno se sorprende con la fina maestría que ha que hecho de materiales implacablemente deprimentes y a menudo repugnantes, una historia tan irresistible.

Libros reseñados:
Stalin. A Biography
Robert Service
Belknap/Harvard University
715 pp. $29.95

The Tyrant and Those Who Killed for Him
Donald Rayfield
Random House
541 pp. $29.95

Leon Aron es director de estudios rusos en el American Enterprise Institute.

17 de abril de 2005
©washington post
©traducción mQh

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