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en el peldaño de abajo


[Anthony DePalma] En Estados Unidos ahora es más difícil que un inmigrante ascienda a la clase media.
En la oscuridad que precede al amanecer, cuando la Avenida Madison está desierta y sus caras boutiques están todavía cerradas, varios mexicanos se deslizaron silenciosamente en el 3 Guys, un restaurante que la guía Zagat llamó una vez "la cafetería más cara de Nueva York".
Durante las siguientes 10 horas freirán huevos, asarán hamburguesas, servirán café y fregarán platos para un mar de clientes del Upper East Side de Manhattan. A las 7:35 de la mañana, Eliot Spitzer, fiscal general de Nueva York, estaba disfrutando de un poderoso desayuno cerca del mostrador de granito pulido. En la misma cabina burdeos, pero unas horas después, Michael A. Wiener, co-fundador del multimillonario Infinity Broadcasting, comía un bocado con su esposa Zena. Justo el día anterior, Uma Thurman se dejó caer para un tranquilo almuerzo con sus hijos, pero los fotógrafos la descubrieron y se marchó.
Más mexicanos entraron para empezar sus turnos matutinos, y para cuando John Zannikos, uno de los tres propietarios griegos del restaurante, llegó en coche desde los suburbios de Jersey del Norte para ocuparse de los comensales, la Avenida Madison estaba ajetreadísima. Lo mismo 3 Guys.
"Tienes que esperar un rato", dijo Zannikos a una leonada de elegantes mujeres que habían pasado la mañana en el Museo Whitney de Arte Americano, al otro lado de la Avenida Madison en la calle 75. Para un inmigrante analfabeto que llegó a Nueva York hace años con nada más que 100 dólares en el bolsillo y su disposición a trabajar grabada en su corazón, ¿se puede decir algo más halgüeño?
Con sus clientes ricos, propietarios de clase media y trabajadores de bajos ingresos, 3 Guys es una plantilla de las divisiones de clase en Estados Unidos. Pero es también el marco de dos historias completamente diferentes sobre cómo se agrietan esas divisiones.
La historia más familiar es la de Zannikos. Para él, el restaurante -no te atrevas a llamarlo mesón- con sus 20 ensaladas y elegante decorado representa la promesa americana de la movilidad ascendente, de la que han disfrutado innumerables veces generaciones de trabajadores inmigrantes.
Pero para Juan Manuel Peralta, 34, el inmigrante ilegal que trabajó aquí durante cinco años antes de ser despedido a fines de mayo, y para muchos de los otros inmigrantes mexicanos ilegales en la parte de atrás, el trabajo en restaurantes hoy en día es como un callejón sin salida. Están descubriendo que el sueño americano de escalar es mucho más elusivo de lo que fue para Zannikos. A pesar de sus esfuerzos por ayudarles, corren el riesgo de estancarse en una subclase permanente entre los pobres, los no-calificados y los sin educación.
Esto no quiere decir que los casi cinco millones de mexicanos que, como Peralta, están viviendo en Estados Unidos ilegalmente no saldrán nunca de la sombra. Muchos lo han logrado, y sin duda muchos más lo harán. Pero el mero tamaño del flujo -más de 400.000 en un año- crea un problema por sí mismo. Quiere decir que hay un siempre creciente fondo común de trabajadores intercambiables, muchos de ellos maniobrando de un trabajo mal pagado a otro. Si alguien avanza, otro -o quizás dos o tres- ocuparán su lugar.
Aunque Peralta llegó a Nueva York casi 40 años después que Zannikos, los dos comparten inicios extraordinariamente similares. Llegaron a la misma edad a la misma sección de la ciudad de Nueva York, sin documentos legales y sin hablar más que unas palabras de inglés. Los dos soñaban con una vida mejor. Pero enormes cambios en la economía y en las actitudes hacia los inmigrantes hacen menos probable que Peralta y sus hijos pasen por la misma movilidad ascendente que Zannikos y su familia.
Por supuesto, existe la posibilidad de que Peralta pueda sin embargo hacerse un hueco entre los mexicanos-estadounidenses que se han asentado con éxito aquí. Se da cuenta de que probablemente no le irá tan bien como los que han avanzado hacia cargos públicos o los que han sido capaces de comprar los viñedos donde sus padres recogían uvas. Pero todavía sueña con que sus hijos se unan a los millones de inmigrantes que han perdido sus acentos, disfrutado de una buena educación y alcanzado firmemente el sueño americano.
Los politólogos están divididos en cuanto a si los 25 millones de personas con ancestros mexicanos en Estados Unidos representan o no una excepción a la clásica historia de triunfo del inmigrante. Algunos, como John H. Mollenkopf, de la Universidad del Ayuntamiento de Nueva York, están convencidos de que los mexicanos finalmente se integrarán tan bien como los griegos, italianos y otros europeos del siglo pasado que se asimilaron bien después de dos o tres generaciones. Otros, incluyendo a mexicano-estadounidenses como Rodolfo O. de la Garza, profesor de Columbia, han realizado estudios que muestran que los mexicano-estadounidenses hacen frente a tantos obstáculos que incluso la cuarta generación va a la cola de otros americanos en educación, casa propia e ingreso familiar.
La situación es incluso peor para los millones más que han entrado a Estados Unidos ilegalmente desde 1990. Encuentran montones de trabajo, pero de ascenso difícil, repartidos en cientos de ciudades mucho más allá del sudoeste. El presidente Fox, de México, se vio obligado a pedir disculpas este mes por declarar públicamente lo que muchos mexicanos dicen que sienten, que los inmigrantes ilegales "están haciendo el trabajo que en Estados Unidos no quieren hacer ni siquiera los negros". El resentimiento y la raza bloquean sutilmente el camino, como lo hace el persistente vínculo con México, que es tan estrecho que muchos inmigrantes no echan aquí raíces profundas. Dicen que piensan quedarse lo suficiente como para ahorrar dinero y marcharse de vuelta a casa. Pero pocos vuelven.
Pero el mayor obstáculo es su posición legal. Con pocas rutas abiertas para convertirse en legales, siguen, como Peralta, sin derechos, sin seguridad y sin un camino claro hacia un futuro mejor.
"Es preocupante", dijo Richard Alba, sociólogo en la Universidad del Estado de Nueva York, Albany, que estudia la asimilación y la movilidad de clase de los inmigrantes contemporáneos, "y no tengo motivos para creer que cambie".
Ha cambiado poco para Peralta, un cocinero que ha hecho trabajos meniales durante los últimos 15 años en Estados Unidos. Aunque gana más de lo que soñaba en México, todavía está lejos de la clase media y los reveses son rutina. Sin embargo, no ha perdido las esperanzas. Querer es poder, dice a veces: Si quieres realmente algo, lo conseguirás.
Pero el deseo puede no ser ya suficiente. Eso es lo que preocupa a Arturo Sarukhan, el cónsul general de México en Nueva York. Sarukhan recibió una llamada urgente del jefe de policía de Nueva York, que quería informarle sobre un aumento de la actividad de las bandas entre jóvenes mexicanos, un signo de que se estaban moviendo en la parte de abajo de la sociedad en Estados Unidos. Los funcionarios dicen que de todos los inmigrantes, los mexicanos son los más pobres, los de menor educación y los que es menos probable que hablen inglés.
El fracaso o éxito de esta generación de mexicanos en Estados Unidos determinará el lugar que los mexicanos ocuparán aquí en los años venideros, dijo Sarukhan, y las perspectivas no son alentadoras.
"Estarán mejor lo que estarían en México", dijo, "pero no creo que eso sea suficiente para impedir que se transformen en una subclase en Nueva York".

Resultados Diferentes
A mediodía hay una pausa en 3 Guys, después de que se marchan las limusinas y antes de que salgan las escuelas privadas. Eso fue cuando Zannikos le pidió al cocinero mexicano que remplazaba a Peralta que le preparara un almuerzo. Luego Zannikos llevó la pechuga de pollo con agave a la última mesa del restaurante.
"La historia de mi vida es una buena historia, con un montón de éxitos", dijo, con un pesado acento. Era un adolescente cuando dejó la isla griega de Chios, a unos kilómetros de la costa de Turquía. La Segunda Guerra Mundial acababa de terminar, y Grecia estaba en la ruina. "Sólo había ricos y pobres, eso era todo", dijo Zannikos. "Como existía una clase media como la que hay aquí". Tiene 70 años, el pelo cano y corto y ojos suaves que se pueden llenar de lágrimas a la mera mención del pasado.
Debido a la guerra, dijo, nunca terminó el segundo año básico, nunca aprendió a leer o escribir. Se alistó como marino mercante y en 1953, cuando tenía 19, su barco atracó en Norfolk, Virginia. Desembarcó un sábado con la intención de no volver nunca más a Grecia. Dejó todo atrás, incluyendo sus documentos de viaje. Todo lo que tenía en el bolsillo eran 100 dólares y la dirección de un primo de su madre en la sección de Jackson Heights-Corona, de Queens.
Casi cuatro décadas después, Peralta sufrió un rito de pasaje similar en México. Había terminado su octavo básico en el pobre estado sureño de Guerrero y no veía otro futuro allá que parchar llantas. Su padre, Inocencio, soñaba con marcharse a Estados Unidos, pero nunca tuvo el dinero. En 1990, pidió dinero prestado para darle una posibilidad a su primogénito.
Peralta tenía 10 cuando se subió a un humeante bus que lo llevó a través de las desiertas montañas de Guerrero y siguió hasta la frontera de México. Con otros ocho mexicanos que no conocía, se arrastró por un túnel del alcantarillado que empezaba en Tijuana y terminaba al otro lado de la frontera, en lo que los mexicanos llaman
el Norte".
No llevaba documentos, ni fotos ni dinero, excepto lo que le dio su padre para pagar a su evasivo guía y comprar un billete de avión hacia Nueva York. En el fondo de su bolsillo estaba la dirección de un tío que vivía en la misma sección de Queens donde había empezado Zannikos. Hacia 1990, el área había pasado de ser preponderantemente griega, a preponderantemente latina.
Empezando en el mismo vecindario de clase trabajadora, Peralta y Zannikos se dieron cuenta pronto de que Nueva York está llena de oportunidades y obstáculos, a menudo en la misma medida.
En su primer día aquí, Zannikos, asustado y sintiéndose perdido, encontró el edificio que andaba buscando, pero el primo de su madre se había mudado. No tenía idea de qué hacer hasta que pasó un griego. Le dijo que caminara cinco manzanas más, hasta el Deluxe Diner. Lo hizo. El mesón estaba lleno de pintores de brocha gorda griegos, entre ellos uno que conocía al padre de Zannikos. Ahí mismo le ofrecieron un trabajo pintando armarios, donde sus errores podían pasar desapercibidos. Pintó hasta que llegó el invierno. Otro griego lo contrató como lavaplatos en su cafetería en el Bronx.
No era fácil, pero Zannikos se fue haciendo camino hacia arriba hasta llegar a cocinero de comidas rápidas, y aprendió inglés, de paso. En 1956 funcionarios de inmigración allanaron la cafetería. Fue deportado, pero después de un breve período logró infiltrarse de nuevo en el país. Tres años más tarde se casaba con una portorriqueña del Bronx. El matrimonio sólo duró un año, pero lo puso en el camino de la ciudadanía. Ahora podía comprar su propio restaurante, un grasiento tugurio en el South Bronx que atendía tarde por la noche a una clientela de prostitutas y agentes de policía encubiertos.
Desde entonces ha comprado y vendido más de una docena de restaurantes en Nueva York, pero ninguno ha tenido más éxito que el original 3 Guys, que abrió sus puertas en 1978. Él y sus socios poseen otros dos restaurantes con el mismo nombre más arriba de la Avenida Madison, pero no han repetido nunca el elegante atractivo del original.
"Cuando entran los empleados, les digo: ‘Oye, este es un vecindario diferente'", dijo Zannikos. Lo que puede ser normal en otros restaurantes, aquí no se admite. No hay banderas griegas y carteles turísticos. No hay televisión ni una torre giratoria de pasteles con copetes de crema. Los camareros no pueden mascar chicle. A ningún cliente se le llama nunca ‘corazón'".
"Ellos conocen su sitio y yo el mío", dijo Zannikos sobre sus clientes. "Tan simple como eso".
Su lugar en la sociedad ahora es un eco distante de sus días en el Bronx. Él y su segunda esposa, June, viven en Wyckoff, un suburbio de Nueva Jersey donde cuida higueras y se ocupa religiosamente de un comedero de pájaros con forma de Partenón. Son dueños de un condominio en Florida. Sus tres hijos pasaron todos su segundo básico, y terminaron la secundaria o estudian en la universidad.
A todos les ha ido bien, como a Zannikos, que dice que gana unos 130.000 dólares al año. Dice que no es sensible a las distinciones de clase, pero confiesa que le molestó que algunos lo confundieran con el encargado en los banquetes de recaudación de fondos de la iglesia griega local que ayudó a construir.
En conclusión, cree que los inmigrantes hoy tienen mejores posibilidades de subir en la escala social que él hace 50 años.
"En esa época, ningún banco nos daría dinero, pero hoy te envían la tarjeta de crédito por correo", dijo. "Nueva York todavía te da más oportunidades que cualquier otro lugar. Si quieres hacer algo, puedes hacerlo".
Dice que la vida le ha sonreído, y está contento con su posición en la vida. "Estoy en el medio, y estoy feliz".

Un Tema Conflictivo
Peralta no sabría a qué clase pertenece Zannikos. Pero está seguro de que ahora es más difícil avanzar para un inmigrante que hace 50 años. Y no tiene dudas sobre su propia clase.
"La pobreza", dice. "La pobreza".
No era lo que esperaba cuando se subió a ese bus hacia la frontera, pero no le tomó mucho tiempo darse cuenta de que el éxito en Estados Unidos requería más que trabajar duro. "Un montón tiene que ver con la suerte", dijo durante una pausa de almuerzo en un pórtico a la vuelta de la esquina del mesón de Queens donde empezó a trabajar después de 3 Guys.
"La gente viene aquí y en uno o dos años ya pueden comprar su propia casa y un coche", dijo Peralta. "Yo he estado aquí 15 años y si me muriera mañana, no habría suficiente dinero para pagar mi entierro".
En 1990 Peralta estaba en la vanguardia de inmigrantes mexicanos que evitaron los barrios tradicionales en los estados fronterizos para trabajar en ciudades distantes, como Denver y Nueva York. El censo de 2000 contaba 186.872 mexicanos en Nueva York, el doble del censo de 1990, y hoy hay indudablemente muchos más. El consulado mexicano, que atiende a la región metropolitana, ha emitido más de 500.000 de carnés de identidad solamente desde 2001.
Hace 15 años, la inmigración ilegal era un problema menor. Ahora es un divisivo problema nacional, enfrentando a los que acogen la llegada de trabajadores baratos contra los que se preocupan por la seguridad de las fronteras y el coste de los servicios sociales. Aunque los mexicanos recién llegados trabajan a menudo en industrias que dependen del trabajo barato, como los restaurantes y la construcción, rara vez se organizan. La mayoría trata desesperadamente de pasar inadvertidos.
Peralta se conectó con su tío la mañana que llegó a Nueva York. No trabajó durante semanas hasta que la panadería donde trabajaba el tío tuvo un hueco, un trabajo de media jornada haciendo bollos. Lo aceptó, aunque no distinguía un bollo de un bizcocho de migas. Cuando se dio cuenta de que no ganaría lo suficiente para pagar a su padre, tomó un segundo trabajo haciendo entregas nocturnas para un restaurante de Manhattan. Al final de su primer día estaba tan extraviado que gastó todo el dinero de las propinas en un taxi de vuelta a casa.
Dejó el restaurante, pero trabajar allí aunque brevemente le abrió los ojos sobre lo fácil que era hacer dinero en Nueva York. Había restaurantes en todas partes, y trabajo para hacer entregas, lavar platos y limpiar mesas. En seis meses, Peralta había pagado a su padre el dinero que le prestó. Rebotó de un trabajo en otro y en 1995, ansioso de lucir su nuevo éxito, volvió a México con los bolsillos llenos de dinero y se casó. Entonces tenía 25 años, la misma edad que cuando se casó Zannikos. Pero las similitudes terminan ahí.
Cuando Zannikos abordó el barco, dejó Grecia para siempre. Aunque no tenía documentos, los compatriotas que encontró en sus primeros días estaban aquí legalmente, como la mayoría de los otros inmigrantes, y pudieron ayudarle. Los griegos no han llegado nunca en grandes números a Estados Unidos -el censo de 2000 contó 29.805 neoyorquinos nacidos en Grecia -pero tendieron a asentarse en unas pocas áreas, como la sección de Astoria, de Queens, que se transformaron en comunidades unidas dispuestas a ayudar a los recién llegados.
Peralta, como muchos otros mexicanos, está tratando de surgir por sí solo y nunca cortó los lazos emocionales o económicos con su casa. Después de cinco años en la comunidad latina de Nueva York, hablaba poco inglés y no poseía más que la ropa que llevaba a la espalda. Decidió volver a Huamuxtitlán, el polvoriento pueblo debajo de la chata montaña donde nació.
"La gente pensaba que como estaba volviendo del Norte, yo sería tan rico que gastaría mi dinero repartiéndolo", dijo. Sin embargo, se sentía privilegiado: sus salarios en Nueva York dejaban chicos los 1.000 dólares al año que habría ganado en México.
Conoció a una guapa y tímida chica llamada Matilde, en Huamuxtitlán, se casó con ella y volvió con ella a Nueva York, otra vez ilegalmente, en cuestión de semanas. Su primer hijo nació en 1996. Peralta descubrió que mantener a una familia hacía más difícil ahorrar dinero. Entonces, en 1999, consiguió un trabajo en 3 Guys.
"Barba Yanni me enseñó a preparar las cosas como le gustan a los clientes", dijo Peralta, refiriéndose a Zannikos con el título de cortesía griego que significa Tío Juan.
El restaurante se transformó en su escuela. Aprendió a saltear el pescado de modo que parecía una obra de arte. Sus tres socios le prestaron dinero y dijeron que le ayudarían con los papeles de inmigración. La paga era buena.
Pero había tensiones con los otros trabajadores. En lugar de colgar los pedidos en una percha, los camareros los gritaban, en griego, en español y en una especie de roto inglés. A veces, Peralta no entendía, y peleaban. Como se dio a conocer como un arrebatado.
Sin embargo, trabajaba duro y volvía cada noche a su creciente familia. Matilde, ahora de 27, limpió casas hasta su segundo hijo, Heidi, que nació hace tres años. Ahora trata de vender productos de Mary Kay a otras madres en la Escuela Pública 12, a la que asiste su hijo de ocho, Anthony.
Normalmente, Peralta puede ganar hasta 600 dólares por semana. En el curso de un año sus ingresos pueden superar los 30.000 dólares, suficientes para acercarse a la clase media baja. Pero la vida que lleva está lejos de eso y la incertidumbre se cierne sobre toda su vida, empezando por el sueldo.
Para ganar 600 dólares tiene que trabajar 10 horas al día, seis días a la semana, y eso no ocurre todas las semanas. A veces le pagan horas extras, a veces no. Y, como descubrió en mayo, puede ser despedido en cualquier momento y quedarse sin nada, ni siquiera el desempleo, hasta que encuentre otro trabajo. En 2004 ganó unos 24.000 dólares.
Debido a que está aquí ilegalmente, Peralta puede ser explotado fácilmente. No puede presentar una denuncia contra su casero por cobrarle 500 dólares al mes por un cuarto de 2.7 por 2.7 metros en un apartamento de Queens que comparte con otros nueve mexicanos de tres familias que pagan los restantes 2.000 dólares de alquiler al mes. Los 13 comparten un cuarto de baño, y en la establecida jerarquía eso significa que los Peralta rara vez usan la cocina. Comer fuera puede ser caro.
Debido a que nacieron en Nueva York, los hijos de Peralta son ciudadanos estadounidenses, y su seguro médico lo proporciona Medicaid. Pero tiene que pagar de su bolsillo toda vez que él o su mujer consultan a un médico. Para no mencionar al dentista.
Como muchos otros mexicanos, envía dinero a casa y le cuesta 7 dólares por cada 100. Cuando su tío, sobrino y hermana le pidieron dinero, todos esperaban que les prestara. Pero nadie le ha pagado de vuelta. Tiene accesorios de clase media, como un móvil y un reproductor DVD, pero no tiene licencia de conducir ni tarjeta de la Seguridad Social.
Es el primero en admitir que tiene vicios que le han impedido avanzar: nada delictivo, pero tiende a perder los estribos y hay noches en las que le gustaría tomarse un trago o dos. Su debilidad más grande son los billetes de lotería, lo que llama "arañazos", y confiesa tímidamente que puede desperdiciar en eso unos 75 dólares a la semana. Es un modo de conservar la esperanza, dijo. Una vez ganó 100 dólares. Compró una batidora.
Hace años él y Matilde tenían tanta confianza de que lo lograrían en Estados Unidos que cuando nació su hijo prefirieron un nombre en inglés, Anthony, pensando que le ayudaría a hacerse camino en la sociedad. Pero incluso ese intento fracasó.
"Mire", dijo su esposa una tarde, sentada en el suelo del cuarto cerca de una imagen de la Virgen de Guadalupe. Peralta se sentó en una pequeña silla de plástico en el pasillo, escuchando. Su colchón estaba empujado contra la pared. Un rollo de papel higiénico estaba escondido cerca, porque no se atrevían a dejarlo en el cuarto de baño compartido por temor a que lo usaran otros.
Ella extrajo su billetera y sacó una carpeta de plástico transparente con el certificado de nacimiento de su hijo, en el que el nombre aparece escrito con H. Pero cuando desenrolló el certificado, la ‘H' faltaba.
"Los maestros no le enseñarán a pronunciar su nombre correctamente si el certificado no es cambiado legalmente", dijo ella. "¿Pero cómo lo vamos a hacer si somos ilegales?"

Progreso, Pero sin Éxito
Un metro elevado pasó tronando por arriba, haciendo que la luz vespertina de la Avenida Roosevelt parpadeara como un tubo fluorescente en mal estado. Pero la hija e hijo de Peralta cogieron sus gruesas manos mientras hacían las compras. Había terminado recién su turno de 10 horas, con sólo unos huevos estrellados y una hamburguesa de queso desde las 5 de la mañana. Había sido especialmente difícil aguantar la monotonía de ese día. Se entretuvo pensando en lo que pasaba en México, donde era el día festivo de Nuestra Señora del Rosario. Y, ah, qué fiesta era aquella: caramelos y tamales hechos a mano, un desfile, incluso una corrida de toros. Por la noche, los fuegos artificiales estallaban estrepitosa y brillantemente contra el trasfondo de los verdes pliegues de las montañas. Pagada en parte por el dinero que envía a casa. Unas manzanas más allá, una tienda de comestibles coreana vende tortillas La Maizteca, que se hacen en Nueva York.
La espiral de inmigrantes en el barrio de Peralta es parte de la fábrica de Nueva York, tal como era en 1953, cuando llegó Zannikos. Pero la mayoría de los inmigrantes eran entonces europeos y aunque hablaban diferentes lenguas, sus rasgos caucasianos les ayudaron a fundirse con la clase media neoyorquina.
Los expertos siguen divididos sobre si los mexicanos pueden seguir la misma ruta. Samuel P. Huntington, profesor de administración en Harvard, adopta la visión extrema de que los mexicanos no se están asimilando y que las culturas separadas que están surgiendo amenazan a Estados Unidos.
La mayoría de los demás creen que los inmigrantes mexicanos recientes finalmente se harán un hueco en la sociedad, y quizás algún día puedan tener una influencia conmensurable con sus números, aunque obstáculos importantes están retrasando el proceso. Francisco Rivera-Batiz, profesor de económicas de la Universidad de Columbia, dice que los prejuicios siguen siendo un problema, que los trabajos en las fábricas han desaparecido, y que existe una creciente brecha entre las demandas educacionales de la economía y la limitada escolaridad de los mexicanos recién llegados.
Pero el problema más grande hasta el momento, y un problema que separa a los mexicanos recién llegados de los griegos, italianos y la mayoría de los otros inmigrantes -incluyendo a generaciones previas de mexicanos-, es su condición legal. El profesor Rivera-Batiz estudió lo que ocurrió con los inmigrantes mexicanos ilegales cuando se hicieron legales con la última amnistía nacional de 1986. Dentro de pocos años, sus ingresos subieron en un 20 por ciento y su inglés mejoró considerablemente.
"La legalización", dijo, "les ayudó enormemente".
Aunque el gobierno de Bush está hablando de nuevo de legalizar a algunos mexicanos con un programa de trabajadores invitados, hay oposición a otra amnistía, y el número de mexicanos que viven ilegalmente en Estados Unidos sigue subiendo. Desesperados por obtener documentos a todo precio, muchos de ellos se acercan a sospechosos bufetes de ayuda jurídica. Como Peralta, firman documentos ilusorios que les cuestan cientos de dólares y no terminan casi nunca con la entrega de los prometidos permisos de residencia.
Hasta los años ochenta, la inmigración mexicana fue en gran parte estacional y se limitaba por lo general a los trabajadores agrícolas. Pero entonces el caos económico en México envió hacia el norte una corriente de inmigrantes, la mayoría de ellos campesinos de baja educación del empobrecido campo mexicano. Las medidas de seguridad más severas en la frontera hicieron más difícil que los mexicanos se desplazaran entrando y saliendo al modo tradicional, de modo que tendieron a quedarse, buscando trabajos no calificados mal pagados y concentrándose en los barrios donde el español, constantemente reabastecido, no pierde nunca su validez.
"¡Cuidado!", gritó Peralta cuando Antony quiso cruzar la Avenida Roosevelt sin mirar. Aunque al niño se le enseña inglés en la escuela, en casa rara vez se habla otro idioma que el español.
Incluso ahora, 15 años después en Nueva York, Peralta habla poco inglés. Trató una vez de seguir clases, pero su cabeza no aceptaba los nuevos sonidos. Así que lo abandonó, y se ha aferrado al español que, concede, "es el idioma de los ayudantes de camarero" en Nueva York. Pero mientras siga viviendo en su vecindario, es todo lo que necesita.
Era tarde cuando Peralta y sus hijos se encaminaron hacia casa. La dilapidada casa, la habitación recalentada, el colchón aplastado contra la pared y el rollo de papel higiénico puesto a resguardo -todo le recuerda lo mucho que le falta para alcanzar el éxito de Zannikos.
Sin embargo, dice, le ha ido mucho mejor de lo que le hubiera ido alguna vez en México. Se da cuenta de que el dinero que envía a su familia allá no es suficiente para satisfacer a su padre, que está construyendo una escalera hacia el segundo piso de su casa de bloques de hormigón en Huamuxtitlán, aunque todavía no hay un segundo piso. Cree que Manuel es un gran hombre en Nueva York y está esperando el dinero de Estados Unidos para terminar la escalera.
Manuel no le ha contado nunca la verdad sobre su vida en el norte. Dijo que las imágenes que tenía su padre de Estados Unidos eran de otra época. El viejo no sabe lo difícil que es para un inmigrante mexicano vivir en Estados Unidos ahora, más difícil de lo que admitiría cualquier joven que haya dejado Huamuxtitlán. Todo lo que se levantó en 15 años aquí se puede derrumbar tan fácilmente como una casa de adobe en un terremoto. Y entonces hay que empezar todo de nuevo.

Surge un Conflicto
Era el fin de otro ajetreado día en 3 Guys a fines de la primavera de 2003. Peralta se preparó un bocadillo de pavo y se sentó en una mesa de atrás. Los bartenderos, lavaplatos y ayudantes de camarero mexicanos también empezaban su pausa, mientras los camareros griegos se encargaban de los últimos comensales.
No está claro cómo empezó la discusión, pero hubo un intercambio de palabras entre un camarero griego y un ayudante mexicano. Se dieron gritos. El camarero lanzó un golpe contra el ayudante, dándole por detrás de la oreja. Peralta se paralizó. También los otros mexicanos.
Incluso desde el frente del restaurante, donde se encargaba de la caja, Zannikos se dio cuenta de que pasaba algo malo y se apresuró a intervenir. "Yo estaba entre ellos, sujetando a uno y empujando al otro", dijo. "Les dije: ‘Aquí no haces esto. Aquí no se hace esto nunca".
Zannikos dijo que no le importaba quién hubiera empezado. Ordenó al ayudante y al camarero, el sobrino del socio, que se marcharan.
Pero varios mexicanos, entre ellos Peralta, dijeron que vieron a Zannikos coger al ayudante por la cabeza y creen que le habría golpeado si no se hubiera interpuesto otro mexicano entre ellos. Eso le enfureció porque creyeron que él estaba tomando partido por el griego sin saber quién tenía la culpa.
Zannikos dijo que eso no era verdad, pero que a fin de cuentas tampoco importaba. El relajado ambiente del restaurante cambió. "Todos nos enfriamos", recordó Zannikos.
Lo que no sabía entonces era que los mexicanos habían recurrido al Restaurant Opportunities Center, un grupo de derechos laborales. Finalmente seis de ellos, incluyendo a Peralta, colaboraron con el grupo. Él hizo a regañadientes, dijo, porque tenía miedo de que si los patrones lo descubrían, ya no le ayudarían a sacar sus papeles de inmigración. El grupo laboral prometió que los patrones no se enterarían nunca.
Los patrones vieron en esto un intento de sacarles dinero, pero para los mexicanos se transformó en una lucha de clases que oponía a trabajadores impotentes contra patrones endurecidos.
Sus quejas iban más allá que la riña. Se quejaron de que en 3 Guys, con una sola excepción, sólo contrataban a camareros griegos. Retaron al único camarero mexicano, Salomón Paniagua, un ex oficial del ejército mexicano que, según todos, parecía griego, a apoyarles.
Pero el día en que el grupo laboral montó un piquete en el restaurante, Paniagua se negó a guardar su libreta de pedidos. Un puñado de manifestantes se pasearon con pancartas por la Avenida Madison durante un rato antes de que Zannikos y sus socios aceptaran negociar reluctantemente.
Zannikos dijo que se sentía traicionado. "Cuando veo a esos tipos, me veo a mí mismo cuando empecé, y siempre trato de ayudarlos", dijo. "No he hecho nada malo".
Al ayudante y el mexicano que intervinieron les pagaron varios miles de dólares y los propietarios prometieron elevar a otro mexicano empleado ahí a camarero dentro de un mes. Pero eso no puso fin a la conmoción.
Temiendo que los otros mexicanos trataran de vengarse, Paniagua decidió establecerse por sí mismo. Después de pedir consejo a Zannikos, compró un tercio de un restaurante griego en Jamaica, Queens. Dijo que había puesto el nombre de su padre porque el viejo se había convertido en un residente legal tras la amnistía de 1986.
Después de que Paniagua se marchara, 3 Guys estuvo sin camarero mexicano durante 10 meses, a pesar de los términos del acuerdo. En marzo, un ansioso ayudante de camarero mexicano con un pesado acento que había trabajado ahí durante cuatro años tuvo la oportunidad de ponerse una pajarita de camarero.
Peralta tuvo que dejar 3 Guys casi en la misma época que Paniagua. Los socios de Zannikos sospechaban que se había unido al grupo laboral, dijo, y empezaron a criticar injustamente su trabajo. Luego redujeron su horario de trabajo de una semana a cinco días. Después de que dañara un tobillo jugando fútbol, le dijeron que se marchara a casa hasta que estuviera mejor. Cuando Peralta volvió al trabajo dos semanas más tarde, lo despidieron.
Zannikos confirma en parte esta versión pero dice que el despido no tenía nada que ver con la riña o la disputa que siguió. "Créame, si fuera bueno, no lo despediría", dijo sobre Peralta.
Peralta se encogió de hombros cuando se enteró de lo que había dicho Zannikos. "Sé hacer mi trabajo y sé lo que puedo hacer", dijo. "En Nueva York hay un montón de restaurantes, y un montón de trabajadores".
Cuando 3 Guys despidió a Peralta, lo remplazó otro mexicano, del mismo modo que Peralta remplazó a un mexicano en el restaurante griego en Queens donde obtuvo su siguiente trabajo.
Esta vez, sin embargo, no era en la Avenida Madison, no había una carta elaborada con mejillones de Nueva Zelanda o champiñones de diseño. En el mesón de Queens un plato de sopa con un bollo con mantequilla cuesta 2 dólares, todo el día. Si friera hamburguesas y retirara la grasa de la parrilla durante 10 horas al día, seis días a la semana, ganaría tanto como en la Avenida Madison, al menos por una semana.
Su horario de trabajo siguió cambiando. A veces trabajaba en los turnos de almuerzo y cena, y al final del día estaba agotado, especialmente porque a menudo discutía con el patrón griego. Pero no quería volver a casa. Así, después de que el encargado de noche bajara la cortina de seguridad, Peralda se echaba a recorrer las calles.
En una de esas noches se metió a una cabina telefónica en la Avenida Roosevelt para llamar a su madre. "Todo está bien", le dijo. Le preguntó cómo había gastado los últimos 100 dólares que había enviado, y si acaso necesitaba algo más. En Huamuxtitlán se necesita siempre algo.
Todavía inquieto, se marchó al Scorpion, una cantina que abre hasta las 4 de la mañana. Se sentó a la larga barra y pidió un vodka con zumo de arándano, mientras miraba un partido de fútbol en la tele y al robusto bartendero brasileño que sólo hablaba un poco de español. Cuando eran casi las 11 de la noche, dio por terminado el día.
De vuelta en casa abrió silenciosamente la puerta de su cuarto. Las luces estaban apagadas, la televisión murmuraba. Su familia dormía en la litera que la tienda había amenazado con recuperar. Antony estaba acurrucado arriba, Matilde y Heidi dormían abrazadas abajo. Peralta apartó la silla de plástico y echó el colchón al suelo.
Los niños no se movieron. Su mujer lo miró, pero no dijo nada. Peralta cuidaba de su familia, de su casa.
"Esto es", dijo, "mi vida en Nueva York".
No la vida que había imaginado, pero su vida sin embargo. A principios de marzo, justo después del tercer cumpleaños de Heidi, dejó su trabajo en el mesón de Queens después de otra acalorada discusión con el patrón. En su opinión, conservar la dignidad es una de las pocas libertades de que goza.
"Me conseguiré otro trabajo", dijo, mientras días después cuidaba en casa de Heidi. El alquiler estaba pagado hasta fin de mes y tenía amigos, dijo. La gente lo conocía. Para él, los trabajos son intercambiables -lo mismo que él en los trabajos. Si no puede encontrar trabajo como parrillero, atenderá las mesas. O lavará platos. Si no en un restaurante, en otro.
"Son todos lo mismo", dijo.
Le tomó casi tres semanas, pero Peralta encontró trabajo como parrillero en otro restaurante griego en otra zona de Nueva York. Su salario es más o menos el mismo, el menú es más o menos el mismo (con un nuevo ítem, naturalmente: burritos griegos) y ve sus posibilidades de un futuro mejor como más o menos las mismas que cuando llegó a Estados Unidos.

Fin de un Largo Día
Oscurecía nuevamente en la calle del restaurante 3 Guys. A las 9 de la noche, Zannikos pidió a su cocinero mexicano un pequeño bistec de salmón, poco hecho. Había sido otro ajetreado día de 10 horas para él, pero bueno. Con los pedidos de la mañana tenía más que suficiente para pagar el alquiler del día -23.000 dólares al mes.
Terminó su salmón rápidamente, dejó instrucciones finales para el solitario camarero griego todavía de turno y dio las buenas noches a todos los demás. Se puso su chaqueta de pana marrón claro y la gorra de béisbol que compró en Florida.
"Buenas noches", dijo a la solitaria mesa de comensales.
Fuera, mientras Zannikos caminaba lentamente por la Avenida Madison, un hombre hecho a sí mismo que se sentía cómodo con su éxito tan duramente alcanzado, las puertas de mampara de 3 Guys se abrieron con un ruido metálico. De abajo llegaron voces apagadas, en español. Un joven mexicano que había comenzado su turno 10 horas antes emergió con una bolsa de basura y la depositó en la acera. Eran conchas de mejillones de Nueva Zelanda. Trozos de champiñones portobello. El fino polvo de un café descafeinado.
Frente al 3 Guys de Avenida Madison una bolsa de basura tras otra formaron una enorme pila de desechos.
"¡Date prisa!", gritó el joven a los otros mexicanos. "Yo también me quiero marchar a casa".

28 de mayo de 2005
©new york times
©traducción mQh

1 comentario

Marco Antonio Mönge Arèvalo -

El reportaje es excelente... Vivo en Guerrero, México, el estado natal de Juan Manuel Peralta... soy aprendis de escritor, periodista e investigador (jejejeje)... voy a hacer un reporteje de la familia de Peralta en Huamuxtitlán, mañana parto para realizar las entrevistas y tomar fotos. Les enviaré una copia del material después que lo tenga editado....Saludos a todos y a Tony DePalma