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señorita buenas maneras


[Julia Reed] Guía de la conducta más dolorosamente correcta.
Antes de poder tratar propiamente la recientemente actualizada ‘Miss Manners' Guide to Excruciatingly Correct Behavior' [Guía de la Señorita Buenas Maneras a la Conducta Dolorosamente Correcta], tengo que confesar comportamientos groseramente incorrectos. Me casé hace dos años y escribí quizás a unas 27 de las 200 almas generosas que se tomaron el tiempo y el trabajo de escoger y enviar preciosos regalos de boda a mi marido y a mí. Aunque puedo esgrimir interminables razones para explicar este horrendo lapso -estamos renovando la casa, estamos acampando con amigos, no tengo escritorio, mis objetos de escritorio están almacenados-, de hecho no tiene perdón. Lo sé, lo supe siempre y ahora que lo he dicho frente a Dios, mi madre y toda esa gente que se está preguntando si acaso recibí las servilletas de cóctel de lino bordadas que me dispuse a disfrutar cuando desempaqué los vasos de vermú de cristal (gracias George y Nancy).
Mientras que me doy cuenta de la excepcional oportunidad que se me ofrece de utilizar este espacio para agradecer a muchas más personas, no me atrevo a más. La Señorita Buenas Maneras lo desaprobaría, tan firmemente como desaprueba las cartas de agradecimiento a través del correo electrónico o de postales impresas. En lugar de eso, voy a tomar mis chichones ("un número creciente de personas creen que casarse les da derecho a extraer tributo de otros sin hacer nada a cambio, ni siquiera expresar gratitud") y empezaré a trabajar en las "largas y efusivas cartas" que ella insiste que son los únicos remedios contra la tardanza extrema. Además, las escribiré en papel grabado (en el mundo de la Señorita Buenas Maneras no existe la tarjeta de agradecimientos) y las firmaré sólo con mi nombre ("de otro modo, llegará el día en que la señora Espantos empiece a firmar sus cartas con ‘Cariños de Kimberly, Rhino, Lisa, Adam, Jason, Kristen y Fido', y al menos uno de ellos no autorizará el sentimiento"). Comenzaré cada carta con un "estallido de entusiasmo" durante el que cual emplearé la frase "nos encantó recibirla" o "qué amable de enviarnos" antes que la palabra "gracias" y me aseguraré de "mencionar el regalo con un adjetivo adulador". En ninguna circunstancia me tentaré a comprar las tarjetas blancas dobladas que dicen "gracias" repujadas y doradas. Cuando uno de sus "amables lectores" pregunta cómo se pueden "usar propiamente" esas abominaciones, responde: "Sobre el cuerpo muerto de la Señorita Buenas Maneras".
El uso de tarjetas cursis es difícilmente el único tema en el que la Señorita Buenas Maneras expresa sentimientos tan declarados. Los bares de pago para bodas, por ejemplo, son "repugnantes". La única excusa para rechazar una invitación a portar un ataúd es "tener el plan de organizar el propio funeral en el futuro próximo". Una "nunca, nunca bebe sola", aunque "los bebés festejados en sus bautizos están entre los pocos que lo saben". No ahorra ni a los jóvenes. Cuando un lector de 6 años pregunta qué es suficientemente importante como para interrumpir a su madre cuando esté acompañada, la Señorita Buenas Maneras proporciona una corta lista de ejemplos, entre los que: "Mami, la cocina está llena de humo".
Aunque soy yo misma una transgresora, encuentro esa apasionada certeza no sólo refrescante -y a menudo hilarante- sino también extremadamente reconfortante. Debe haber pocas cosas en la vida donde haya tan poco espacio para la duda. Emily Post era de una naturaleza más recatada. En su original ‘Etiquette' entregó todas las reglas junto con útiles fotografías de cosas como "una vajilla de simple y agradable encanto" y datos útiles sobre cosas como que las "mujeres gordas" deben usar ropas "femeninas" pero "sin florituras". La Señorita Buenas Maneras no está interesada en dar codazos. Lo dice directamente y dice que el mundo sería un mejor lugar donde vivir si la gente empezara a comportarse como ella. Mientras Post, en mi ejemplar de 1960, sugiere que las cartas de agradecimiento deben ser escritas "a la mayor brevedad posible", incluso entonces, en casos de bodas, por el bien de las novias, las deja libres de ocupar su tiempo durante la luna de miel. La Señorita Buenas Maneras, por otro lado, te da un tiempo de respuesta de 20 minutos exactos -"antes de que disminuya el primer entusiasmo, o justo después de la primera desilusión".
La Señorita Buenas Maneras es por supuesto Judith Martin, una novelista y columnista de periódicos sindicada de Washington cuyo toma-y-daca con los lectores es la base de este libro. Es también un decidido elemento de la naturaleza del modo en que nuestras abuelas solían ser interesantes y ligeramente espeluznantes. Esto significa que su verdadero predecesor en el campo de la etiqueta no es la sosegadamente refinada Post ni la práctica Amy Vanderbilt, sino Millicent Fenwick, la remilgada pero franca diputada de Nueva Jersey que fue el modelo del personaje de Lacey Davenport en ‘Doonesbury' y que, en una vida anterior, era una editora asociada de Vogue y autora de ‘Vogue's Book of Etiquette'. Su madre murió en el Lusitania cuando Fenwick tenía 5 años. Pero era de la generación de mujeres que simplemente vivió con ello y sabía muy bien lo que significaba. Aunque Martin nació mucho después, las dos mujeres son excelentes escritoras y también las dos son mandonas. Ninguna es una mujer a la que atreverías a contradecir.
El libro de Fenwick fue publicado en 1948 e incluye capítulos enteros sobre asuntos como "palabras y frases mal usadas". Entre estas: "whisky con gas", que no debe usarse nunca en lugar de "whiskey y soda"; "costosa", que puede describir una batalla, pero no un abrigo de piel; y "pretencioso", que no tiene "símil permisible" de ninguna manera. Martin no va tan lejos como para hacer la elección correcta de palabras en un capítulo (y probablemente no debería insistir tan inflexiblemente en "azul aguamarina" en lugar de aqua) pero cuando se le preguntaba, era igual de estricta. Como Fenwick, dice que todas las palabras como "cortinas" y "manguera", que entraron al lenguaje a través de su uso comercial, deberían ser evitadas. Igualmente, "tuxedo" por "esmoquin" y "limusina" por "coche".
El hecho de que los consejos de Martin reflejen muchos de Fenwick, aunque estos libros fueron publicados con más de cincuenta años de diferencia, debería demostrar que las buenas maneras y la etiqueta decente son eternas, aunque haya cada vez menos oferta. Las dos concuerdan en que las parejas no deben sentarse nunca juntas en una cena, una práctica que se ha transformado en obligatoria en la "sociedad" de Hollwyood. Si la mayoría de los actores se niega a apartarse, aunque sea brevemente, de sus parejas del momento, deberían por lo menos prestar atención a la admonición de Martin de que la mayoría de los corazones de la gente no se derrite "a la vista del verdadero amor", especialmente en sus manifestaciones físicas públicas.
Dejando de lado a Paula Abdul y Paris Hilton, Martin enseña a sus lectores todas las artes perdidas sobre cómo dirigirse a gente verdaderamente importante y dónde sentarlas. Nos guía a través del servicio ruso adecuado (que requiere cuatro bandejas y lacayos vestidos idénticamente por cada cuatro o seis invitados) para cenas formales, y nos enseña cómo llamar y hablar a cada uno de los miembros de la servidumbre. Explica el arcano código de doblar una punta de la tarjeta de visita cuando se la deja y lo que cada doblez significa, y hace el inventario de los componentes de un completo "guardarropa de útiles de escritorio". Mientras que no me puedo imaginar a Fenwick, ni en broma, usando el término "guardarropa" en relación con papel de escribir, estaría ciertamente de acuerdo con las preferencias de Martin en ese terreno (papel con bordes negros para los duelos, hojas de hilo blancas dobles en gris para "cartas serias"). Cuando un lector confiesa que sólo tiene tinta verde, Martin le dice que guarde sus cartas hasta Navidad.
Su bienvenida rigidez en materiales como estos deja en claro que Martin hubiera querido vivir en una época como la de Fenwick, cuando la tenida de noche (en contraste con la "ropa de calle") consistía en guantes de seda y un traje. Se muestra descaradamente entusiasta sobre utensilios como tijeras para las uvas y tenacillas para los espárragos, los que incluye en una lista de prendas de ajuar. En ningún otro lugar queda más patente que anhela los días en que las tijeras de uvas eran en realidad necesarias que en su último capítulo, que se titula más bien optimista ‘'Answers to Questions Nobody Asked' [Repuestas a Preguntas Que Nadie Hizo]. Aquí se encuentra la excitante información de que la marta es la piel correcta para llevar durante períodos de duelo y que "tu buen amigo" es la expresión que pone fin a una carta que usan "no solamente niños dulces y anticuados, sino reyes y reinas cuando escriben a presidentes".
Al final de tristemente anticuada perorata, agradece a sus lectores por su paciencia y dice que se siente mucho mejor por haberla dicho. Simpatizo con ella: debe ser terrible ser el último baluarte entre un caos completamente carente de maneras y lo que queda de nuestra sociedad civilizada. Pero, naturalmente, se impone a la ocasión.
Ofrece consejos para la oficina así como para ese bastión olvidado de las malas maneras. "Existe el mito de que uno de los placeres de la vida privada es la capacidad de deshacerse de las maneras", escribe, indicando correctamente que "ser uno mismo" es generalmente un eufemismo para ser repulsivo y que cuando la gente empieza a lamer los platos -o simplemente no volver a doblar el diario- las cosas empiezan a marchar mal. Para los no tradicionales, ofrece razones modernas de viejas costumbres, como bordar la ropa de cama de la novia con las iniciales de su nombre de soltera (las podrá usar después del divorcio) y señala que las tarjetas "de familia" no son simplemente una costumbre pintoresca para hacer saber a invitados atrasados dónde enviar sus ofrendas. Hoy también le dicen a la gente cómo piensa llamarse la gente a sí misma, como en "el Señor Ian Susto-Espantoso" y la "Señora Alexandrina Susto-Espantoso".
En las bodas es especialmente atinada y, como siempre, divertida. La aterra la profusión de vestidos de novia con los hombros al descubierto, que son propiamente hablando vestidos de gala, y aconseja cubrirse durante la ceremonia: "Una no se está mostrando a sí misma a la sociedad de esa manera sino entrando en uno de sus estados más estimados". Los invitados no deben llevar negro de ninguna manera -si están de duelo no deberían asistir. Sin embargo, sabe que la gente es humana. Aunque prefiere una combinación de buen gusto de "traje-vestido con sombrero" para las novias por segunda vez, "no puede convencerse de condenar la excesiva indulgencia en tejidos blancos si sirve para recordar a la novia que este matrimonio cuenta". A un hombre que desespera porque su novia quiere "una de las monstruosidades de varios pisos" de pastel de bodas, responde: "¿Quién es usted, la Mies van der Rohe de la pastelería?"
Por supuesto, alguna gente es más humana que otra, y para ellos ha perfeccionado un educado desdén, que paga. Cuando un secretario quiera saber qué es más de buen gusto pedir como regalo de compromiso, un reloj de pulsera con una cara rodeada de diamantes, o una con la cara completamente grabada, Martin no recomienda ninguno de los dos, ya que "con todos los diamantes que piensas llevar en tu dedo, un reloj de diamantes haría que tu mano pareciera que las has olvidado fuera y se ha congelado". Mientras dice a una novia que reclama que quiere algo modesto que "no le parece a la Señorita Buenas Maneras que sea tu estilo", la insta a hacerlo de todos modos, señalando que "los encantadores gustos de una novia pobre no están relacionados con las normas de una señora casada rica".
Aunque es severa e infalible, Martin no es mojigata. Ofrece hilarantes sugerencias de lugares seguros para guardar las cartas de amor ilícitas ("En la chimenea, entre los leños ardiendo") y advierte seriamente a la mitad masculina de una relación adúltera que se quiere confesar con su esposa, que un secreto que tienen dos no puede ser revelado. Defiende a los fumadores (son "excelentes amigos a la hora de dar regalos, porque siempre escogen encendedores y ceniceros bonitos") y reconoce que hay una necesidad de gentilezas sociales como la carta de excusas después de la resaca.
También reconoce que a veces no hay razones obvias para la manera correcta de hacer las cosas, que algunas reglas son arbitrarias y que a menudo ella misma es el único árbitro. Por ejemplo, un "firme principio de su vida" es que "los collares de perla deben tener un número impar de sartas -una, tres, cinco, etcétera-, una regla que aprendió "en Japón o en algún otro lugar". Dice: "La Señorita Buenas Maneras sólo permite que se borden sábanas blancas, pero nunca un cubrecama. No le preguntéis por qué". Fenwick era del mismo parecer cuando escribió que la única respuesta posible de por qué "sofá" es correcto, y "sillón" no, es "porque sí". No había oído esa respuesta desde que era niña cuando pregunté a mi madre por qué tenía que hacer lo que me decía. Ahora soy lo suficientemente adulta para saber que debería haberle hecho caso. Para los que entre ustedes no tienen una, ahí está, gracias a Dios, Martin -su ingenio, su temeridad, su poco común sentido común -podría seguir durante varias páginas. Desafortunadamente, tengo que escribir muchas cartas de agradecimiento.

Julia Reed colabora con Vogue y es la autora de 'Queen of the Turtle Derby and Other Southern Phenomena'.

14 de junio de 2005
12 de junio de 2005
©new york times
©traducción mQh


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