historia de la ostra neoyorquina
La historia es suficientemente simple: Nueva York se convirtió en una gran ciudad porque está ubicada en la confluencia de varios grandes ríos que conforman una profunda y protegida dársena. Los ríos daban acceso a recursos naturales, y el puerto dejaba que los comerciantes sacaran sus mercaderías. El estuario del bajo Hudson, que tenía 900 kilómetros cuadrados de bancos de ostras, era el lugar por excelencia de la Crassostrea virginica, que prospera en áreas intermareales y submareales lavadas por aguas fluviales ricas en nutrientes. Los lenape comían ostras, los holandeses comían ostras, los ingleses comían ostras. Hacia fines del siglo 18, todos sabían que este ítem de la dieta no duraría eternamente, que el "Edén tenía sus límites". La ciudad restringió primero quién podía cosechar las ostras, y luego cuándo. A medida que la tecnología hizo más fácil la tarea de recoger ostras más rápidamente, la ciudad decidió también limitar el uso del dragado y del vapor.
Entretanto, la población de Nueva York aumentó, y las constantes descargas de basura y aguas servidas empezaron a cobrarse un precio en el suelo del puerto. Había numerosas quejas, especialmente cuando estallaron el cólera y el tifus, pero nada se hizo. En lugar de eso, los recolectores de ostras perfeccionaron el arte de transplantar y luego cultivar ostras en lugares limpios, como la Gray South Bay. "Esos poderes recientemente descubiertos estaban mareando a la humanidad con la mágica capacidad de la ciencia de resistir sus propios y locos excesos", escribe Kurlansky, mareado él mismo.
El advenimiento del cultivo tuvo tremendas implicaciones comerciales. Los trabajadores abrían y envasaban tan rápidamente como podían, embarcando barriles de ostras a todo el mundo. La locomotora prosa de Kurlansky hace fácil visualizar las rutas de la ostra palpitando en los mapas del mundo: al norte de Hudson, al oeste hacia el Pacífico, a través del Atlántico en el este. Era la edad dorada del imperio de la ostra de Nueva York: la ciudad estaba "hechizada por la ostramanía". En 1860, se vendieron en los mercados de Nueva York unos 12 millones de ostras; para 1880, los bancos de ostras estaban produciendo unos 700 millones de ostras al año. Los neoyorquinos, ricos y pobres, estaban sorbiendo a las criaturas en bodegas de ostras, salones, tenderetes, casas, cafés y restaurantes, locales sobre los que aprendemos un montón (esto en adición a disgresiones sobre los derechos de propiedad, máquinas a vapor, prostitución, sanidad, desalojo de barriadas, revueltas en torno a las conscripciones para la Guerra Civil y cómo doblar las camas). Las ostras eran baratas: se comían escabechadas, estofadas, asadas, fritas, escalfadas y escalopadas; en sopas, pasteles y pudín; para el desayuno, el almuerzo y la cena. Si un cliente en "el plano de Canal Street" (coma lo que pueda por seis centavos) comía demasiado, la administración le serviría una ostra ligeramente abierta, "con la esperanza de que después de algunos minutos, el glotón cliente dejaría de comer durante varios días".
‘The Big Oyster’ demuestra que es posible para un investigador experimentado, contar la historia de Nueva York -su riqueza, excitación, codicia, destructividad y suciedad- a través de la historia de una sola criatura. Pero es una falacia pensar que la historia de la ostra es la historia de Nueva York. "Antes del siglo 20, cuando la gente pensaba en Nueva York, pensaban en ostras", escribe Kurlansky. Es una afirmación justa, aunque sorprendente, pero su trabajo es demostrarlo. A veces, puedes oír el carrete del microfilm chirriando a medida que Kurlansky, con gafas color de ostra, rastrea diarios de vida, menús, cartas, diarios y revistas en busca de evidencias. Seguro, este es un libro sobre ostras, pero muchas de las referencias al amor por las ostras parecen rellenos o simple pretensión. Nos enteramos de que Samuel Pepys "menciona cincuenta veces a las ostras en sus diarios" (pero nada más); nos enteramos de los nombres, pero casi nada más, de varios empresarios, actores, políticos y prostitutas que comieron ostras en la ciudad; y nos enteramos de que el primer ministro británico, en 1715, incurrió en grandes gastos haciéndose enviar ostras de Nueva York. "¡Tío!", exclama uno, preguntándose si acaso a Kurlansky le han pagado a ostras por palabra.
En general, Kurlansky es un guía genial y entusiasta. Es a menudo divertido, haciendo bromas a expensas de Nueva York: somos horteras, obsesionados con el dinero, comemos nuestra comida viva. Su trabajo sobre la peculiar historia natural de la ostra es bastante decente, que permite que sea transplantada y también transportada viva. Resulta que la mayoría de las ostras que comemos en el este de América del Norte provienen del Golfo de México y de Nueva Escocia y más al norte, que son biológicamente idénticas. Si su sabor, tamaño, forma y color difieren, es por las aguas en las que crecen. Las ostras, en resumen, tienen sus propios territorios.
Pero mientras la ciudad de Kurlansky bulle, apesta y brilla, la ostra misma -a pesar de su pasaje ecológico- nunca realmente vive, al menos no del modo en que viven los cangrejos azules del Atlántico en el clásico ‘Beautiful Swimmers: Watermen, Crabs and the Chesapeake Bay’, de William W. Warner. El libro tiene demasiadas frases de efectos amortiguadores: "La pesca del tiburón es un deporte popular". O: "El Príncipe de Joinville era otro cliente de Delmonico". ‘The Big Oyster’ es a menudo claustrofóbico con las cifras -precios, toneladas, tasas de exportación, tasas del mercado- y empapado de recetas (decenas de ellas, a menudo variaciones de harina, mantequilla y Crassostrea). Las redundancias atascan la historia y Kurlansky es a menudo vago. Observa el vínculo entre el sexo y las ostras -los restaurantes de ostras de la ciudad se afichaban con balones rojos, como los burdeles con luces rojas-, pero no trata la creencia de que las ostras son afrodisíacas, excepto para observar que tienen un alto contenido de zinc, que promueve la testosterona. Hay otros lapsos: nos dice que la Crepidula fornicata condenó a la extinción a las ostras británicas, pero no qué es la Crepidula fornicata (la lapa o chancleta unciforme). Curiosamente, menciona las temperaturas en grados Celsius y Fahrenheit, pero no traduce peniques ni libras a las monedas actuales, de modo que el lector igual se queda en la oscuridad.
Estos reparos no molestarán al fanático de Kurlansky, y ciertamente no me impedirán apreciar el verdadero tema de Kurlansky, el que pone a este libro por encima de la historia de los mariscos, que es la historia de la contaminación de Nueva York. Prestamos atención a nuestros recursos naturales sólo cuando empezamos a sentirnos enfermos -sea de las tripas o del bolsillo. Hacia mediados del siglo 19, "los ríos que llenaban el puerto con agua fresca, haciendo crecer los bancos de ostras, lo llenan ahora con químicos mortales". En 1927 se cerraron los últimos bancos de ostras de la ciudad y los vendedores se volcaron hacia fuentes más limpias. Pero la contaminación de las aguas sólo se intensificó -con descargas de pesticidas, metales pesados, asbestos, disolventes, aceite y PCB- hasta que se dictó la Ley del Agua Limpia de 1972. Hoy, el estuario de Hudson también está demasiado polucionado como para criar ostras comestibles. Eso está malo, pero para Kurlansky -y todos los neoyorquinos- hay algo todavía peor: la ciudad que una vez derivaba su elemento vital social y económico de su muelle, ha "perdido su conexión directa con su propio vasto y dulce mar".
Libro reseñado:
The Big Oyster. History on the Half Shell
Mark Kurlansky
Ilustrado
307 pp.
Ballantine Books
$23.95
5 de marzo de 2006
©new york times
©traducción mQh
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