balzac del crimen organizado
[Alan Feuer] Testigo en juicio de ex detectives conoce la vida.
Cuando lo miras, no adivinarías nunca que Burton Kaplan dedicó 40 años a una proteica vida de crimen.
Chico, calvo, dócil, miope, Kaplan es una presencia sin pretensiones, un hombre viejo de Brooklyn con más que una vaga semejanza con los revendedores de poca monta que se reúnen todas las semanas a comer bocadillos de pastrami en ‘Broadway Danny Rose’, de Woody Allen.
Es un personaje complejo, que, durante décadas, llevó una doble vida. Por un lado, era el típico, hasta cliché ‘hombre de negocios’, que poseía una tienda de saldos de ropa y una fábrica de ropa china en Antigua. Por otro, es -o era- un inexhaustible manantial de delitos.
Los dos lados de la personalidad de Kaplan fueron expuestos esta semana en el Tribunal del Distrito Federal en Brooklyn, donde pasó tres días como el principal testigo de la fiscalía en el juicio contra Louis J. Eppolito y Stephen Caracappa, dos detectives jubilados de Nueva York, acusados de participar en al menos ocho homicidios para la mafia.
Kaplan vinculó a los ex policías al menos con una docena de asesinatos y mantuvo al tribunal hechizado por sus recortados relatos de cómo los dos acusados mataron en el pasado a un gángster en la berma de césped del Belt Parkway y, antes, habían entregado a un mafioso secuestrado a su rival, que recogió el botín en un estacionamiento de una tienda de Flatbush Toys ‘R’ Us.
En las 14 horas que estuvo en el banquillo, Kaplan, hablando suavemente y lubricando sus historias con constantes tragos de agua, demostró ser el eje del caso de la fiscalía y luego sobrevivió las primeras rondas de un interrogatorio cruzado. El jueves en la tarde, cuando el tribunal se marchó a casa, estaba claro que tenía un conocimiento enciclopédico de la mafia -que era, por decirlo así, el Balzac del crimen organizado de Brooklyn.
Era una insólita profesión para un joven criado en Bedford-Stuyvesant en la época de la Depresión, miembro de una familia trabajadora judía que poseía una tienda de electrodomésticos en la Avenida Vanderbilt. Un estudiante inepto, Kaplan asistió a la prestigiosa Escuela Técnica Superior de Brooklyn, pero abandonó un año y medio después. "Ojalá me hubiera quedado", dijo esta semana.
El Día de San Patricio en 1952, se alistó en la Marina y fue enviado a Japón, donde pasó la primera fase de la Guerra Fría descifrando y analizando códigos militares rusos. Licenciado cuatro años después, volvió a Brooklyn y al negocio de la familia: instalando lavadoras, secadoras y máquinas de aire acondicionado, como había hecho su padre.
Pero entonces, dijo al tribunal, tenía un secreto. Era un "jugador degenerado", apostaba a los caballos y jugaba "al poker en el vecindario" desde que tenía 13. "Me gustaba, y me enganché", dijo.
Las apuestas lo llevaron a endeudarse, lo que a su vez lo condujo a préstamos usureros, que a su vez lo condujeron a la mafia, dijo. Para los años sesenta estaba en la órbita de Christopher Furnari, un estrella naciente en la familia Luchese, al que, dijo Kaplan, le ofreció lealtad a través de lo que llamó "pequeños pagos".
Kaplan no fue nunca un hombre imponente (una vez, cuando estaba en la cárcel, pagó "a un mexicano", mil dólares para que le pegara en su nombre a otro recluso), aunque le gustaban los "personajes rudos", como dijo el abogado de Eppolito, Bruce Cutler. El más rudo entre ellos era sin duda el capataz de los Luchese, Anthony Casso, un hombre tan loco que una vez mató a balazos a un perro frente a un bar de gángsteres porque ladraba demasiado fuerte.
En 1985, cuando Furnari cayó preso, Kaplan - y sus "pagos"- fueron traspasados, al estilo gangsteril, a Casso, y los dos hombres empezaron a cenar juntos al menos dos veces a la semana. Para entonces, las aventuras comerciales de Kaplan se habían extendido a cualquier cosa, desde Quaaludes hechos en casa al contrabando de relojes falsos. También empezó a vender marihuana, aunque al principio, dijo, "ni siquiera sabía lo que era".
Al año siguiente, unos asesinos de la mafia trataron de matar a Casso y este pidió ayuda a Kaplan para vengarse. Kaplan declaró que el gángster sabía que él conocía a un par de policías de Brooklyn que estaban dispuestos a matar por dinero -y Casso los contrató, dijo, para llevar a cabo su venganza contra los siete participantes en el atentado contra él -todos ellos aparecieron finalmente muertos.
Fue el comienzo de un vínculo de sangre, dijo Kaplan, lo que unió al gángster con los dos detectives desde1986 hasta 1993. Fue entonces que Casso fue arrestado: en 1994 accedió a colaborar con las autoridades y Kaplan, a pesar de su mujer en Brooklyn y de su hija en Manhattan, empezó a vivir como fugitivo de la justicia.
Tenía más de sesenta, pero con ayuda de amigos, dijo, obtuvo una tarjeta de biblioteca, un carné de la AAA y una tarjeta de descuentos en Costco, todas a nombre de Barry Mayers, y usó documentos falsos para sacar un carné de identidad del estado. Viajó entre San Diego, Mexico, Oregon y finalmente Las Vegas. Allá, en un triunfo de espíritu empresarial fugitivo, abrió una tienda donde vendía trajes a ejecutivas de casinos -"Un buen traje por un buen precio", decía.
Allá, sin decirle nada a nadie, volvió a Nueva York en la primavera de 1996 -y fue detenido ese septiembre por cargos federales de narcóticos, acusándosele de vender hasta 5.900 kilos de marihuana al año.
Pasó en la cárcel los siguientes nueve años, pero entonces decidió que declararía en el juicio. Su acuerdo con el gobierno es típico de Burton Kaplan.
A cambio de su cooperación, ahora se enfrentará a una pena de prisión entre "cero a perpetua".
Chico, calvo, dócil, miope, Kaplan es una presencia sin pretensiones, un hombre viejo de Brooklyn con más que una vaga semejanza con los revendedores de poca monta que se reúnen todas las semanas a comer bocadillos de pastrami en ‘Broadway Danny Rose’, de Woody Allen.
Es un personaje complejo, que, durante décadas, llevó una doble vida. Por un lado, era el típico, hasta cliché ‘hombre de negocios’, que poseía una tienda de saldos de ropa y una fábrica de ropa china en Antigua. Por otro, es -o era- un inexhaustible manantial de delitos.
Los dos lados de la personalidad de Kaplan fueron expuestos esta semana en el Tribunal del Distrito Federal en Brooklyn, donde pasó tres días como el principal testigo de la fiscalía en el juicio contra Louis J. Eppolito y Stephen Caracappa, dos detectives jubilados de Nueva York, acusados de participar en al menos ocho homicidios para la mafia.
Kaplan vinculó a los ex policías al menos con una docena de asesinatos y mantuvo al tribunal hechizado por sus recortados relatos de cómo los dos acusados mataron en el pasado a un gángster en la berma de césped del Belt Parkway y, antes, habían entregado a un mafioso secuestrado a su rival, que recogió el botín en un estacionamiento de una tienda de Flatbush Toys ‘R’ Us.
En las 14 horas que estuvo en el banquillo, Kaplan, hablando suavemente y lubricando sus historias con constantes tragos de agua, demostró ser el eje del caso de la fiscalía y luego sobrevivió las primeras rondas de un interrogatorio cruzado. El jueves en la tarde, cuando el tribunal se marchó a casa, estaba claro que tenía un conocimiento enciclopédico de la mafia -que era, por decirlo así, el Balzac del crimen organizado de Brooklyn.
Era una insólita profesión para un joven criado en Bedford-Stuyvesant en la época de la Depresión, miembro de una familia trabajadora judía que poseía una tienda de electrodomésticos en la Avenida Vanderbilt. Un estudiante inepto, Kaplan asistió a la prestigiosa Escuela Técnica Superior de Brooklyn, pero abandonó un año y medio después. "Ojalá me hubiera quedado", dijo esta semana.
El Día de San Patricio en 1952, se alistó en la Marina y fue enviado a Japón, donde pasó la primera fase de la Guerra Fría descifrando y analizando códigos militares rusos. Licenciado cuatro años después, volvió a Brooklyn y al negocio de la familia: instalando lavadoras, secadoras y máquinas de aire acondicionado, como había hecho su padre.
Pero entonces, dijo al tribunal, tenía un secreto. Era un "jugador degenerado", apostaba a los caballos y jugaba "al poker en el vecindario" desde que tenía 13. "Me gustaba, y me enganché", dijo.
Las apuestas lo llevaron a endeudarse, lo que a su vez lo condujo a préstamos usureros, que a su vez lo condujeron a la mafia, dijo. Para los años sesenta estaba en la órbita de Christopher Furnari, un estrella naciente en la familia Luchese, al que, dijo Kaplan, le ofreció lealtad a través de lo que llamó "pequeños pagos".
Kaplan no fue nunca un hombre imponente (una vez, cuando estaba en la cárcel, pagó "a un mexicano", mil dólares para que le pegara en su nombre a otro recluso), aunque le gustaban los "personajes rudos", como dijo el abogado de Eppolito, Bruce Cutler. El más rudo entre ellos era sin duda el capataz de los Luchese, Anthony Casso, un hombre tan loco que una vez mató a balazos a un perro frente a un bar de gángsteres porque ladraba demasiado fuerte.
En 1985, cuando Furnari cayó preso, Kaplan - y sus "pagos"- fueron traspasados, al estilo gangsteril, a Casso, y los dos hombres empezaron a cenar juntos al menos dos veces a la semana. Para entonces, las aventuras comerciales de Kaplan se habían extendido a cualquier cosa, desde Quaaludes hechos en casa al contrabando de relojes falsos. También empezó a vender marihuana, aunque al principio, dijo, "ni siquiera sabía lo que era".
Al año siguiente, unos asesinos de la mafia trataron de matar a Casso y este pidió ayuda a Kaplan para vengarse. Kaplan declaró que el gángster sabía que él conocía a un par de policías de Brooklyn que estaban dispuestos a matar por dinero -y Casso los contrató, dijo, para llevar a cabo su venganza contra los siete participantes en el atentado contra él -todos ellos aparecieron finalmente muertos.
Fue el comienzo de un vínculo de sangre, dijo Kaplan, lo que unió al gángster con los dos detectives desde1986 hasta 1993. Fue entonces que Casso fue arrestado: en 1994 accedió a colaborar con las autoridades y Kaplan, a pesar de su mujer en Brooklyn y de su hija en Manhattan, empezó a vivir como fugitivo de la justicia.
Tenía más de sesenta, pero con ayuda de amigos, dijo, obtuvo una tarjeta de biblioteca, un carné de la AAA y una tarjeta de descuentos en Costco, todas a nombre de Barry Mayers, y usó documentos falsos para sacar un carné de identidad del estado. Viajó entre San Diego, Mexico, Oregon y finalmente Las Vegas. Allá, en un triunfo de espíritu empresarial fugitivo, abrió una tienda donde vendía trajes a ejecutivas de casinos -"Un buen traje por un buen precio", decía.
Allá, sin decirle nada a nadie, volvió a Nueva York en la primavera de 1996 -y fue detenido ese septiembre por cargos federales de narcóticos, acusándosele de vender hasta 5.900 kilos de marihuana al año.
Pasó en la cárcel los siguientes nueve años, pero entonces decidió que declararía en el juicio. Su acuerdo con el gobierno es típico de Burton Kaplan.
A cambio de su cooperación, ahora se enfrentará a una pena de prisión entre "cero a perpetua".
17 de marzo de 2006
©new york times
©traducción mQh
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alice -