niños soldados en nepal
[John Lancaster] Intocables son usados por los rebeldes en violenta guerra.
Birmuni, Nepal. Suraj Damai, 14, estaba jugando voleibol en el patio de la escuela cuando cinco guerrilleros maoístas emergieron de los bosques que rodean este miserable pueblo montañés. Blandiendo bombas caseras, anunciaron que había llegado la hora de que Damai "hiciera algo por la revolución", dijo. "Tenía mucho miedo".
Pero Damai pronto identificó a sus secuestradores. Raptado con cuatro amigos esa tarde hace 13 meses, fue asignado a la troupe cultural como cantante, indoctrinado en la guerra de clases y le enseñaron a manejar un rifle de cerrojo. El comandante local, cuyo nombre de guerra era Sky, se transformó en una especie de padre. "Yo lo quería", dijo.
La historia de la breve carrera de Damai como guerrillero, que terminó con su captura por el ejército el verano pasado, arroja luces sobre uno de los aspectos más inquietantes de la oscura pero escalante guerra entre insurgentes maoístas y el gobierno del rey Gyanendra -el uso rutinario y aparentemente extendido de niños soldados, muchos de los cuales son secuestrados de sus aldeas contra su voluntad.
Como en el caso de Damia, los maoístas a menudo concentran sus esfuerzos de reclutamiento de "intocables", que según algunos cálculos constituyen casi un quinto de los 27 millones de habitantes de Nepal y ocupan el escalón más bajo del rígido sistema de castas. Como resultado, fuerzas de seguridad tienden a tratar con desconfianza a la mayoría de los intocables, o dalits, aumentando su vulnerabilidad a varias formas de discriminación y abuso, de acuerdo a grupos de derechos humanos.
Aunque no hay datos concretos sobre el número de niños soldados en Nepal, evidencias anecdóticas sugiere que el fenómeno ha aumentado desde el colapso de la tregua en 2003, de acuerdo a Watchlist, un grupo de Nueva York no-gubernamental que supervisa la utilización de niños en conflictos armados.
La organización también ha acusado a las fuerzas de seguridad nepalesas por usar niños como espías o informantes; Damai, por ejemplo, debió identificar a sus antiguos compañeros antes de ser finalmente dejado en libertad después de dos meses de estar bajo custodia en el ejército, dijeron él y su padre.
Una comisión de Naciones Unidas sobre derechos de los niños dijo este mes que era "altamente alarmada" de la cantidad de niños que han muerto en el conflicto y acusó a los maoístas de "secuestro y conscripción forzada de niños... para su adoctrinamiento político y su uso como combatientes, informantes, cocineros o cargadores, y como escudos humanos".
En una señal de creciente preocupación internacional, la oficina de UNICEF en Katmandú, la capital, está desarrollando un sistema de supervisión para trazar el uso de niños soldados y está también sentando las bases para programas de rehabilitación de milicianos menores de edad -una opción que de momento es inexistente en el país, de acuerdo a Noriko Izumi, operador de proyectos de la agencia.
El uso de niños soldados es parte de un mosaico más amplio de abusos por parte de los dos lados en una guerra que está destruyendo a este aislado y misterioso país de desesperante pobreza y picos del Himalaya. Desde 1996, cuando los maoístas lanzaron su anacrónica "guerra popular" contra la monarquía de 237 años de antigüedad, el conflicto se ha cobrado la vida de unas 12.000 personas, muchas de ellas no combatientes, de acuerdo a grupos de derechos humanos.
Según la mayoría de los informes, la situación se ha deteriorado desde el 1 de febrero, cuando Gyanendra, respaldado por el ejército real, despidió al gobierno, ordenó la detención de los opositores políticos, periodistas y activistas de derechos humanos e inició una amplia represión de la libertad de prensa y otras libertades civiles.
Gyanendra defendió las medidas sobre la base de que le permitiría tener las manos más libres para vérselas con los maoístas, pero de momento hay pocas evidencias de progreso. La semana pasada, los guerrilleros maoístas detonaron una mina debajo de un autobús con pasajeros al sur en Nepal, matando a 36 personas en uno de los más mortíferos atentados contra civiles de la guerra; el líder maoísta Pushpa
Kamal Dahal, que se hace llamar Prachanda, calificó el atentado con bomba de error.
"En la insurgencia no hay una solución rápida", reconoció en una entrevista el general de división Dipak Gurung, portavoz del ejército real. Atacamos algún lugar, los neutralizamos y aparecen en otra parte. No tenemos suficientes fuerzas como para erradicarlos completamente".
Damai, que tenía 13 cuando fue secuestrado por los maoístas el año pasado, es de mucho modos ejemplar de los jóvenes guerrilleros de casta baja que pueblan las filas de los insurgentes.
Un niño de ojos rasgados y tristes de maneras esquivas y unas greñas de pelo negro que se ve como si lo hubieran recortado con un machete, vivía con sus padres y tres hermanos en esta mezclada comunidad de dalits y indios de casta superior en las colinas de las nevadas cordilleras de Anapurna, a unos 200 kilómetros al noroeste de Katmandú.
Envuelta en los olores del humo de madera y estiércol, la aldea de casas de barro y piedras y diminutas terrazas agrícolas es un lugar de estrictas reglas no escritas, donde un dalit que toque accidentalmente la bomba de agua comunitaria cuando un aldeano de casta superior está rellenando sus jarras corre el riesgo de una regañina pública o incluso peor. Incluso ahora, Damia sigue estando consciente de su condición y cuando un extranjero le ofrece un paquete de patatitas, sacude su cabeza en señal de rechazo, no sea que contamine el contenido; las patatitas que recibió con la mano las engulló con hambre.
Hijo de un albañil, Damai abandonó la escuela poco después del segundo y, según su padre, desarrolló una veta rebelde. Hasta el día de hoy, Khadka Damai, 49, dijo que no estaba seguro de si su hijo había sido secuestrado por los maoístas o si se fue con ellos voluntariamente. Todo lo que sabe con seguridad es que envió a su hijo al bosque a cortar pasto para alimentar al búfalo de agua de la familia y no lo volvió a ver en cinco meses.
Cuando Damai siguió con la historia, dijo que no había nada voluntario en su partida, que ocurrió después de que hubiera terminado de cortar el pasto y se dirigiera hacia el patio de la escuela a jugar. Los cinco maoístas que lo secuestraron lo trataron "duramente pero sin decir nada", excepto que él y sus amigos serían "parte de nuestro equipo", dijo Damai.
Después de caminar durante dos días, llegó a una aldea que servía como base de unos 500 maoístas, muchos de ellos dalits y quizás 200 de ellos niños, calculó.
Interrogado sobre cómo quería contribuir a la revolución, "les dije que quería cantar", dijo Damai. Los maoístas lo asignaron a una troupe cultural de 16 personas, que cantaba y bailaba todas las noches para los cuadros. En el día, dijo Damai, "cortaba leña en el bosque" para la cocina.
Cada tres o cuatro días los nuevos reclutas eran instruidos en los rudimentos de la lucha de clases, con especial énfasis en las penurias de los intocables de Nepal y el papel de los maoístas en su liberación. Parcialmente como resultado, dijo Damai, "nunca traté de escapar de los maoístas. Aprendí que somos dalits y que todos nos discriminan, así que pensé que ser maoísta era bueno".
Todavía tiene cariñosos recuerdos del comandante maoísta, un hombre de unos 40 años que era uno de los pocos guerrilleros en el grupo con un rifle de asalto Kalashnikov. "Pensé que era un buen hombre", dijo.
Dejando de lado el adoctrinamiento político, los maoístas también lo prepararon para el combate. Le entregaron dos bombas -granadas improvisadas hechas de codos de tubos de hierro llamados enchufes- y un rifle de un solo tiro, aunque sin balas, con el que practicaba todos los días.
Pero Damai nunca pudo probar sus habilidades. Durante una balacera entre maoístas y el ejército el verano pasado, el niño y uno de sus colegas cantantes fueron hechos prisioneros. Los soldados los trasladaron a unas barracas del ejército en Beni, una bullente ciudad comercial a unas dos horas de su aldea.
Aunque Damai dijo que los soldados lo trataron bien, también lo obligaron a actuar como informante, asignándolo a un puesto de control del ejército de diez de la mañana a 6 de la tarde para que identificara a antiguos camaradas. Damai dijo que no llegó a hacerlo; después de dos meses, el ejército envió una carta a su padre informándole sobre el paradero de su hijo y pidiéndole que lo llevara a casa.
Lo entregaron a su padre con una escalofriante aviso. "Si su hijo vuelve con los maoístas", dijo uno de los soldados, según Damai, "lo mataremos".
14 de junio de 2005
©washington post
©traducción mQh
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Pero Damai pronto identificó a sus secuestradores. Raptado con cuatro amigos esa tarde hace 13 meses, fue asignado a la troupe cultural como cantante, indoctrinado en la guerra de clases y le enseñaron a manejar un rifle de cerrojo. El comandante local, cuyo nombre de guerra era Sky, se transformó en una especie de padre. "Yo lo quería", dijo.
La historia de la breve carrera de Damai como guerrillero, que terminó con su captura por el ejército el verano pasado, arroja luces sobre uno de los aspectos más inquietantes de la oscura pero escalante guerra entre insurgentes maoístas y el gobierno del rey Gyanendra -el uso rutinario y aparentemente extendido de niños soldados, muchos de los cuales son secuestrados de sus aldeas contra su voluntad.
Como en el caso de Damia, los maoístas a menudo concentran sus esfuerzos de reclutamiento de "intocables", que según algunos cálculos constituyen casi un quinto de los 27 millones de habitantes de Nepal y ocupan el escalón más bajo del rígido sistema de castas. Como resultado, fuerzas de seguridad tienden a tratar con desconfianza a la mayoría de los intocables, o dalits, aumentando su vulnerabilidad a varias formas de discriminación y abuso, de acuerdo a grupos de derechos humanos.
Aunque no hay datos concretos sobre el número de niños soldados en Nepal, evidencias anecdóticas sugiere que el fenómeno ha aumentado desde el colapso de la tregua en 2003, de acuerdo a Watchlist, un grupo de Nueva York no-gubernamental que supervisa la utilización de niños en conflictos armados.
La organización también ha acusado a las fuerzas de seguridad nepalesas por usar niños como espías o informantes; Damai, por ejemplo, debió identificar a sus antiguos compañeros antes de ser finalmente dejado en libertad después de dos meses de estar bajo custodia en el ejército, dijeron él y su padre.
Una comisión de Naciones Unidas sobre derechos de los niños dijo este mes que era "altamente alarmada" de la cantidad de niños que han muerto en el conflicto y acusó a los maoístas de "secuestro y conscripción forzada de niños... para su adoctrinamiento político y su uso como combatientes, informantes, cocineros o cargadores, y como escudos humanos".
En una señal de creciente preocupación internacional, la oficina de UNICEF en Katmandú, la capital, está desarrollando un sistema de supervisión para trazar el uso de niños soldados y está también sentando las bases para programas de rehabilitación de milicianos menores de edad -una opción que de momento es inexistente en el país, de acuerdo a Noriko Izumi, operador de proyectos de la agencia.
El uso de niños soldados es parte de un mosaico más amplio de abusos por parte de los dos lados en una guerra que está destruyendo a este aislado y misterioso país de desesperante pobreza y picos del Himalaya. Desde 1996, cuando los maoístas lanzaron su anacrónica "guerra popular" contra la monarquía de 237 años de antigüedad, el conflicto se ha cobrado la vida de unas 12.000 personas, muchas de ellas no combatientes, de acuerdo a grupos de derechos humanos.
Según la mayoría de los informes, la situación se ha deteriorado desde el 1 de febrero, cuando Gyanendra, respaldado por el ejército real, despidió al gobierno, ordenó la detención de los opositores políticos, periodistas y activistas de derechos humanos e inició una amplia represión de la libertad de prensa y otras libertades civiles.
Gyanendra defendió las medidas sobre la base de que le permitiría tener las manos más libres para vérselas con los maoístas, pero de momento hay pocas evidencias de progreso. La semana pasada, los guerrilleros maoístas detonaron una mina debajo de un autobús con pasajeros al sur en Nepal, matando a 36 personas en uno de los más mortíferos atentados contra civiles de la guerra; el líder maoísta Pushpa
Kamal Dahal, que se hace llamar Prachanda, calificó el atentado con bomba de error.
"En la insurgencia no hay una solución rápida", reconoció en una entrevista el general de división Dipak Gurung, portavoz del ejército real. Atacamos algún lugar, los neutralizamos y aparecen en otra parte. No tenemos suficientes fuerzas como para erradicarlos completamente".
Damai, que tenía 13 cuando fue secuestrado por los maoístas el año pasado, es de mucho modos ejemplar de los jóvenes guerrilleros de casta baja que pueblan las filas de los insurgentes.
Un niño de ojos rasgados y tristes de maneras esquivas y unas greñas de pelo negro que se ve como si lo hubieran recortado con un machete, vivía con sus padres y tres hermanos en esta mezclada comunidad de dalits y indios de casta superior en las colinas de las nevadas cordilleras de Anapurna, a unos 200 kilómetros al noroeste de Katmandú.
Envuelta en los olores del humo de madera y estiércol, la aldea de casas de barro y piedras y diminutas terrazas agrícolas es un lugar de estrictas reglas no escritas, donde un dalit que toque accidentalmente la bomba de agua comunitaria cuando un aldeano de casta superior está rellenando sus jarras corre el riesgo de una regañina pública o incluso peor. Incluso ahora, Damia sigue estando consciente de su condición y cuando un extranjero le ofrece un paquete de patatitas, sacude su cabeza en señal de rechazo, no sea que contamine el contenido; las patatitas que recibió con la mano las engulló con hambre.
Hijo de un albañil, Damai abandonó la escuela poco después del segundo y, según su padre, desarrolló una veta rebelde. Hasta el día de hoy, Khadka Damai, 49, dijo que no estaba seguro de si su hijo había sido secuestrado por los maoístas o si se fue con ellos voluntariamente. Todo lo que sabe con seguridad es que envió a su hijo al bosque a cortar pasto para alimentar al búfalo de agua de la familia y no lo volvió a ver en cinco meses.
Cuando Damai siguió con la historia, dijo que no había nada voluntario en su partida, que ocurrió después de que hubiera terminado de cortar el pasto y se dirigiera hacia el patio de la escuela a jugar. Los cinco maoístas que lo secuestraron lo trataron "duramente pero sin decir nada", excepto que él y sus amigos serían "parte de nuestro equipo", dijo Damai.
Después de caminar durante dos días, llegó a una aldea que servía como base de unos 500 maoístas, muchos de ellos dalits y quizás 200 de ellos niños, calculó.
Interrogado sobre cómo quería contribuir a la revolución, "les dije que quería cantar", dijo Damai. Los maoístas lo asignaron a una troupe cultural de 16 personas, que cantaba y bailaba todas las noches para los cuadros. En el día, dijo Damai, "cortaba leña en el bosque" para la cocina.
Cada tres o cuatro días los nuevos reclutas eran instruidos en los rudimentos de la lucha de clases, con especial énfasis en las penurias de los intocables de Nepal y el papel de los maoístas en su liberación. Parcialmente como resultado, dijo Damai, "nunca traté de escapar de los maoístas. Aprendí que somos dalits y que todos nos discriminan, así que pensé que ser maoísta era bueno".
Todavía tiene cariñosos recuerdos del comandante maoísta, un hombre de unos 40 años que era uno de los pocos guerrilleros en el grupo con un rifle de asalto Kalashnikov. "Pensé que era un buen hombre", dijo.
Dejando de lado el adoctrinamiento político, los maoístas también lo prepararon para el combate. Le entregaron dos bombas -granadas improvisadas hechas de codos de tubos de hierro llamados enchufes- y un rifle de un solo tiro, aunque sin balas, con el que practicaba todos los días.
Pero Damai nunca pudo probar sus habilidades. Durante una balacera entre maoístas y el ejército el verano pasado, el niño y uno de sus colegas cantantes fueron hechos prisioneros. Los soldados los trasladaron a unas barracas del ejército en Beni, una bullente ciudad comercial a unas dos horas de su aldea.
Aunque Damai dijo que los soldados lo trataron bien, también lo obligaron a actuar como informante, asignándolo a un puesto de control del ejército de diez de la mañana a 6 de la tarde para que identificara a antiguos camaradas. Damai dijo que no llegó a hacerlo; después de dos meses, el ejército envió una carta a su padre informándole sobre el paradero de su hijo y pidiéndole que lo llevara a casa.
Lo entregaron a su padre con una escalofriante aviso. "Si su hijo vuelve con los maoístas", dijo uno de los soldados, según Damai, "lo mataremos".
14 de junio de 2005
©washington post
©traducción mQh
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